sábado, 2 de abril de 2016

II DOMINGO DE PASCUA – C (03 de abril del 2016)


II DOMINGO DE PASCUA – C (03 de abril del 2016)

Proclamación del santo evangelio según San Juan 20,19-31:

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!" Él les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré". Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".

Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Resucitado Paz y Bien.

¿Si llevas cuenta de nuestros delitos quien podrá resistir? (Slm 129,2). “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Slm 144,8). Con estas citas del salmo iniciamos nuestra reflexión porque es el domingo de la misericordia y estamos en el año de la misericordia. En efecto, esta semana hemos revivido una serie de encuentros con el Verbo de Dios hecho carne (Jn 1,14), el hombre perfecto resucitado de entre los muertos, quien es el centro de la alegría de cada corazón y la plenitud de sus aspiraciones, como nos enseña el Concilio Vaticano II (GS 45). Para culminar esta serie de encuentros con el resucitado (Jn 20,16-18). Tomemos contacto con el evangelio que dimos lectura y que para su mejor comprensión las podemos dividir en tres partes:

1) ¿Qué dones trae el Resucitado para la comunidad? "¡La paz esté con ustedes!... les mostró sus manos y su costado… Reciban el Espíritu Santo… como el Padre me envió así les envío…” (Jn 20,19-23).

2) ¿Cómo pueden llegar a creer en Jesús glorificado? ¿Ver para creer como Tomas o creer para ver como Jesús exhorta al final a Tomas? (Jn 20,24-29) El mismo Señor glorificado conduce a la fe pascual al incrédulo.  

3) ¿Qué pretende suscitar la proclamación del Evangelio, en cuanto anuncio de los signos del Resucitado para las personas y comunidades de todos los tiempos? (Jn 30-31). En estos dos versículos el cuarto evangelio se presenta a Jesús como un camino de fe: “Para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo en su Nombre, tengan Vida y vida eterna”.

 Primera parte: Primer encuentro con la comunidad reunida (Jn 20,19-23)
Ese mismo día –el primero de la semana- por la mañana, María Magdalena les había comunicado: “He visto al Señor” (Jn 20,18).  Ahora, al atardecer (Jn 20,19), es el mismo Jesús quien viene donde los discípulos y se deja ver por los once. Jesús los encuentra con la puerta cerrada. Todavía están en el sepulcro del miedo y no están participando de su nueva vida (Jn 20,19). Notemos lo que va sucediendo en la medida en que Jesús se manifiesta en medio de la comunidad:

1) Jesús se pone en medio: “Se presentó en medio de ellos” (Jn 20,19).
Lo primero que hace Jesús es mostrarles que lo tienen a él, vivo, en medio de ellos, y su presencia los llena de paz y alegría. En un mundo que les infunde miedo, ellos tienen en medio al vencedor del mundo. Recordemos que la última palabra de su enseñanza cuando se despidió de ellos fue: “Les he dicho estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

2) Jesús les da la paz: “Y les dijo: La paz con ustedes” (Jn 20,19)
El don primero y fundamental del Resucitado es la paz. Tres veces en este pasaje del evangelio se repite el saludo: “Paz este con Uds.” (Jn 20,19.21.26) Jesús les había prometido esa paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27).  Ahora, en el tiempo pascual, cumple su palabra porque está en el Padre y porque ha vencido al mundo (Jn 16,33). Esta victoria de Jesús es el fundamento de la paz que él ofrece. Y, si bien Jesús no pretende eximir a sus discípulos de las aflicciones del mundo (Jn 16,33), ciertamente su intención es darles seguridad, serenidad y confianza en medio de ellas.

3) Jesús les muestra las llagas de sus manos: “Dicho esto, les mostró las manos...” (Jn 20,20)
El Resucitado no sólo habla de paz, sino que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento sólido a su palabra. Para ello les muestra sus llagas.  Los discípulos aprenden entonces que el que está vivo delante de ellos es el mismo Jesús que murió en la Cruz: el Resucitado es el Crucificado (Jn 12,24). Mostrar las llagas tiene doble connotación en la comunidad: 1) es una expresión de su victoria sobre la muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. 2) Es un signo de su inmenso amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida por los amigos (Jn 15,13); y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde llega mi amor por ti” (I Jn 4,8). El Resucitado estará siempre lleno de esta victoria y de este amor que se nos revela tras la Cruz.  En otras palabras, en el Resucitado permanece para siempre el increíble amor del Crucificado (Jn 14,18).

4) Jesús les muestra la herida del pecho: “...y el costado” (Jn 20,20)
Jesús les muestra las llagas de los clavos y también su pecho traspasado por la lanza.  De esa herida había fluido sangre y agua cuando estuvo en la Cruz. Por lo tanto el gesto nos remite a lo que observó el Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz: “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,33). La herida del costado de Jesús permanece para siempre en el cuerpo del Resucitado como una prueba de que él es la fuente de la verdad y vida (Jn 7,38-39), esa vida nos hace nacer de nuevo en el Espíritu Santo en los sacramentos (Jn 3,5).

5) Los discípulos, finalmente, reaccionan con una inmensa alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20,20)
La alegría pascual había sido una promesa de Jesús antes de su muerte: “Estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en gozo... Uds. están tristes ahora, pero volveré a verlos y se alegrará su corazón y su alegría nadie les podrá quitar” (Jn 16,20.22). Así, pues, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se convierte en realidad.  Jesús resucitado es el fundamento indestructible de la paz y la fuente inagotable de la alegría. En fin, el Resucitado viene y se deja ver. Contemplar al Resucitado es experimentar el amor sin límite ni medida del Crucificado, participar de su victoria sobre la muerte y recibir plenamente el don de su vida.  Cuanto más comprendan esto los discípulos, mucho más se llenarán de paz y de alegría.  Jesús Resucitado es el fundamento de la paz y la fuente de la alegría. La experiencia de vida del Resucitado que lleva a la comunidad a hacer propia la victoria de Jesús sobre la Cruz, tiene enseguida consecuencias: ella es enviada con la misma misión, vida y autoridad de Jesús resucitado. De esta manera Jesús les abre las puertas a los discípulos encerrados por el miedo y los lanza al mundo con una nueva identidad y como portadores de sus dones (Aquí nace el Kerigma apostólico). Veamos:

1) Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: “Como el Padre me envió, así también los envío yo” (Jn 20,21)
Jesús les transmite la paz a sus discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les confía. Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino de Cruz, por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de Jesús. Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo les envío”), así como el Padre lo envió a Él (Jn 17,18).  En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado (Jn 1,14) y una forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el mundo.  Como se ve enseguida, el Espíritu Santo es también el principio creador de la misión.

2) Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Para que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos del Espíritu Santo (Mt 22,12).  Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre ellos los hace “hombres nuevos” (Jn 3,8).  El mismo Jesús de cuyo costado herido por la lanza brotó el agua que es símbolo del Espíritu Santo (Jn 7,39), él mismo –como en el día de la creación-  infunde en los discípulos el “Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios (Jn 20,22). Los discípulos resucitan y pasan propiamente a ser apóstoles de Jesús. El resucitado les da una vida nueva que no pasará nunca, su misma vida de resucitado, esa vida que tiene en común con el Padre. Ahora el temor se acabó y los apóstoles proclaman abiertamente la verdad: “A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hc 2,22-24).

3) Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús: “A quienes perdonen los pecados les quedan perdonados...” (Jn 20,23). El Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para perdonar pecados.  El perdón de los pecados es acción del Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. Es así como en la Pascua se realizan plenamente las palabras que Juan Bautista dijo acerca de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).  Quien acoge a Jesús resucitado, experimenta su salvación, sus pecados son perdonados y entra en la comunión con Dios (Jn 5,24). Los discípulos pueden ser rechazados en la misión. En realidad, el rechazo del evangelizador no es un rechazo de él sino de Jesús que fue quien lo envió (Jn 20,21). Y el rechazo de Jesús es el rechazo de su obra pascual, el negarse una vida en paz y alegría, porque el pecado es conflicto interno y tristeza continua (Lc 10,16).  Por eso, cuando hay “obstinación” ante el mensaje pascual de los discípulos, ellos pueden “retener los pecados”, que en realidad es “retener el perdón”. Por tanto, el que se opone a creer en el resucita esta condenado a permanecer en la tumba de la muerte:  “El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,18). La comunidad de los seguidores de Jesús queda consagrada para la misión de vida nueva. Por eso la Iglesia es por su naturaleza propia: misionera (Mc 16,15).

Segunda parte: El nacimiento de la fe en el corazón del incrédulo Tomás (Jn 20,24-29)
El apóstol Tomás, ausente en el primer encuentro con el Resucitado, rechaza el testimonio de los otros discípulos (“Hemos visto al Señor”, Jn 20,24), no confía en ellos, porque los considera víctimas de una alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús personalmente para constatar que se trata del mismo Jesús que conoció terrenalmente, con las cicatrices de los clavos y la herida de lanza (Jn 20,24-25). Y el Señor acepta el desafío de Tomás. Jesús no rechaza su solicitud sino que, contrariamente a lo que se podría esperar, le concede lo pedido.  Pero si bien mediante el contacto con sus llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto.

Por propia iniciativa se va hasta donde está Tomás, Jesús le muestra las marcas de su muerte y de su amor: “No seas incrédulo sino creyente”(Jn 20,27), es decir, le hace sentir que lo ama y que al dar la vida por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las llagas responde plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la última cena: esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios que lo ama y lo Salva, y la fuente de la vida nueva.

Tomas reacciona (pasa de la muerte a la vida) con una altísima confesión de fe, como ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28).  Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe, pero cuando llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Señor mío”, Tomás está reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios, ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por tanto Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la creación del mundo (Jn 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa.

Esta relación con Jesús, basada en su Señorío, tiene validez porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi Dios!”.  Tomás reconoce a Jesús como el mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para salvarlo dándole vida en abundancia.  Para Tomás, todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra. En el corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama de una fe profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar de entre los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y contundente que Él es el Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte.

3. El evangelio como signo permanente que invita a la fe pascual (Jn 20,30-31). La voz pasa de Jesús a la del evangelista Juan quien dialoga directamente con nosotros. Si leemos estos versículos en conexión con Jn 20,29, notaremos enseguida la continuidad. Jesús pronunció la bienaventuranza del “creer”, pero no dejó claro con base en qué se daría este “creer”.  Ahora Juan nos dice que el “creer” está basado en el “testimonio pascual”, y dicho testimonio llega a nosotros por medio del evangelio escrito y por la predicación de la Iglesia que le da viva voz y la actualiza. Los signos “escritos” (Jn 20,30-31) hacen referencia al itinerario de la fe propio del evangelio de Juan: sus siete signos reveladores transversales, las tres pascuas de Jesús y sobre todo el relato de la Pasión-gloriosa del Maestro. Por esta razón termina diciendo que redactó su evangelio precisamente con este fin: que los lectores de su libro crean que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios (Jn 20,30-31).  La fe en el mesianismo divino de Jesús se alimenta de la meditación de los signos realizados por el Señor, entre los cuales el más estrepitoso consiste en su resurrección de entre los muertos al tercer día (Jn 2,18), precisamente allí donde nos comunicó su misma vida.

Recordemos aquella escena en que Jesús dijo a los judíos: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar… Él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado” (Jn 2,19-22). Los discípulos de Emaús se asombraron y dijeron: “¿Con razón, no nos ardía el corazón cuando Él nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24,32).  San Pablo por su parte dice: “Si se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes afirman que los muertos no resucitan? ¡Si no hay resurrección, Cristo no resucitó! Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes… Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados. En consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre… Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo” (I Cor 15,12-22).

lunes, 28 de marzo de 2016

DOMINGO DE LA PASCUA DE RESURRECCIÓN - C (27 DE MARZO DE 2016)



DOMINGO DE LA PASCUA DE RESURRECCIÓN

Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 20, 1-9:

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.  Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos. PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXIÓN:

Amigos en el Señor resucitado Paz y Bien.

Si queremos ser parte del triunfo de Jesús sobre la muerte, tenemos que pasar de la muerte a la vida. Jesús nos había dicho adelantándose a esta escena lo siguiente: “El que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida” (Jn 5,24). Y el mismo Resucitado dijo a Tomas: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20,27). En la parte final del evangelio de hoy hemos leído: “Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9). De modo que, el Evangelio leído en esta fiesta de las fiestas podemos titular con este anuncio: DE INCRÉDULOS A CREYENTES. Recordemos la cita que trae el evangelista San Lucas: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Resucitó. Acuérdense de lo que les dijo cuando todavía estaba en Galilea: el Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los pecadores y ser crucificado, y al tercer día resucitará.” (Lc 24,5-7).

“Sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía” (Jn 13,3). “Salí del Padre y vine al mundo… Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16,28) ¿Por qué vino y a qué vino Jesús? Vino porque Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 33,11). El hijo tiene la misión que Él mismo explica en estos términos a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo Único, para que quien cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque, Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16). La misma idea plantea usando la figura del pastor cuando explica a la gente en estos termino: “Yo he venido para que las ovejas tengan vida, y la tengan en abundancia. Yo soy el buen Pastor que da su vida por las ovejas" (Jn 10,10-11). Y en tercera persona es más enfático y directo en decir: “Así como Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también el Hijo del hombre será levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna” (Jn 3,14). “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,29-29).

En este Domingo de la pascua de resurrección conviene reflexionar con detalles este episodio de (Jn. 20, 1-9):

En primer lugar: María Magdalena descubre que la tumba está vacía (Jn 20,1-2).Notemos los movimientos de María Magdalena destacando la figura de la mujer en el anuncio de la Buena Noticia (La tumba vacía, Jesús resucitado): María muy madrugada: “Va al sepulcro cuando todavía estaba oscuro” (Jn 20,1).  Esta acción es signo evidente de que su corazón latía fuertemente por aquel que vio morir en la cruz. Pero también es cierto que la hora de la mañana y los nuevos acontecimientos tienen correspondencia: de madrugada muchos detalles anuncian un gran y radical cambio, la noche se aleja, el horizonte se aclara y bajo la luz todas las cosas van dando poco a poco su forma.  Así sucederá con la fe en el Resucitado: habrá signos que anuncian algo grande, pero sólo en el encuentro personal y comunitario con el Resucitado todo será claro, el nuevo sol se habrá levantado e irradiará la gloria de su vida inmortal.

María una vez descubierta la puerta movida “corre” enseguida porque presupone que el cuerpo del señor no está porque no entró a la tumba y va a informarles a los discípulos más autorizados, apenas se percata que el sepulcro del Maestro está vacío (Jn 20,2). Esta carrera insinúa el amor de María por el Señor. Lo seguirá demostrando en su llanto junto a la tumba vacía (Jn 20,11ss). Así María se presenta ante Pedro y el Discípulo Amado como símbolo y modelo del auténtico discípulo del Señor Jesús, que debe ser siempre movido por un amor vivo por el Hijo de Dios.

María confiesa a Jesús como “Señor”: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Jn 20,2). A pesar de no haberlo descubierto vivo, para ella Jesús es el “Señor” (Kýrios), el Dios de la gloria y por lo tanto inmortal (lo seguirá diciendo: Jn 20,13.10). Ella está animada por una fe vivísima en el Señor Jesús y personifica así a todos los discípulos de Cristo, que reconocen en el Crucificado al Hijo de Dios y viven para Él.

En segundo lugar: Los dos discípulos corren hacia la tumba vacía fuente de información de la Buena noticia (Jn 20,3-10). Según el evangelista Juan los dos seguidores más cercanos a Jesús se impresionan con la noticia e inmediatamente se ponen en movimiento, ellos no permanecen indiferentes ni inertes sino que toman en serio un anuncio (que tiene sujeto comunitario: no sabemos). Notemos cómo las acciones de los dos discípulos se entrecruzan entre sí y superan cada vez más las primeras observaciones de María Magdalena.

“Se encaminaron al sepulcro” (Jn 20,3): La mención de los dos discípulos no es casual, ambos gozan de amplio prestigio en la comunidad y la representan. Se distingue en primer lugar a Pedro, a quien Jesús llamó “Kefas” (Jn 1,42), quien confiesa la fe en nombre de todos (Jn 6,68-69), dialoga con Jesús en la cena (13,6-10.36-38) y al final del evangelio recibe el encargo de pastorear a sus hermanos (Jn 21,15-17).  Por su parte el Discípulo Amado es el modelo del “amado” por el Señor, pero también del que “ama” al Señor (Jn 13,23; 19,26; 21,7.20). El discípulo amado llega primero a la tumba, pero no entra, respeta el rol de Pedro. Se limita a inclinarse y ver las vendas tiradas en la tierra. Él ve un poco más que María, quien sólo vio la piedra quitada del sepulcro. “Simón Pedro entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte” (Jn 20,6-7). Al principio Pedro ve lo mismo que vio el Discipulado Amado, pero luego ve un poco más: ve que también el sudario que estaba sobre la cabeza de Jesús, estaba doblado aparte en un solo lugar (Jn 20,7).  Este detalle quiere indicar que el cadáver del Maestro no ha sido robado, ya que lo más probable es que los ladrones no se hubieran tomado tanto trabajo y darse el tiempo para dejar en orden las cosas.  Por lo tanto Jesús se ha liberado a sí mismo de los lienzos y del sudario que lo envolvían, a diferencia de Lázaro, que debió ser desenvuelto o ayudado por otros (Jn.11,42-44). Lo que significa a diferencia de la resurrección de Lázaro, Jesús rompió las ataduras de la muerte.

Desde luego que la tumba vacía y las vendas no son una prueba de la resurrección, son simplemente un signo de que Jesús ha vencido la muerte. Sin embargo Pedro no comprende el signo. En cambio el discípulo amado “Entró... vio y creyó” (Jn 20,8) “...que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9) El Discípulo Amado ahora entra en la tumba, ve todo lo que vio Pedro y da el nuevo paso que éste no dio: cree en la resurrección de Jesús. La constatación de simples detalles despierta la fe del Discípulo Amado en la resurrección de Jesús, el orden que reinaba dentro de la tumba para él fue suficiente. No necesitó más para creer, como sí necesitó Tomás. A él se le aplica el dicho de Jesús: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29).

El Discípulo Amado vio y creyó en la Escritura que anunciaba la resurrección de Jesús (Jn 20,9). Esto ya se había anunciado en Juan 2,22.  Aquí el evangelista no cita ningún pasaje particular del Antiguo Testamento, tampoco ningún anuncio por parte de Jesús.  Pero queda claro que la ignorancia de la Escritura por parte de los discípulos implica una cierta dosis de incredulidad por cuanto el Señor ya los anticipó del hecho (Jn 1,26; 7,28; 8,14). Así pues, la asociación entre el “ver” y el “creer” (Jn 20,8) formará en adelante uno de los temas centrales del resto del capítulo, donde se describen las apariciones del resucitado a los discípulos, para terminar diciendo: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29). ¿Qué hace falta para pasar de incrédulo a creyente? Recordemos lo que ya nos había dicho Jesús: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Jn 16,12-13).

Nos había dicho también que: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn 15,10-11). Pues bien, ahora; la búsqueda amorosa del Señor se convierte en impulso misionero.  Como lo muestra el relato, se trata de una experiencia contagiosa la que los envuelve a todos, uno tras otro. Es así como este pasaje nos enseña que el evento histórico de la resurrección de Jesús no se conoce solamente con áridas especulaciones sino con gestos contagiosos de amor gozoso y apasionado. El acto de fe brota de uno que se siente amado y que ama. Así todos nosotros, discípulos de Jesús, debiéramos amar intensamente a Jesús y buscar los signos de su presencia resucitada en la pascua de nuestra vida.

“Cuando Jesús resucitó, sus discípulos recién recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado” (Jn 2,22). Es decir, la experiencia del resucitado tiene que ser como aquella escena descrita: “Con razón, no nos ardía el corazón cuando Él nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24,32). Y asi, ahora podemos dar una mirada hacia atrás desde la pasión, muerte y resurrección del Señor con nueva visión. Así podremos recordar aquellas palabras: “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,28-29). Además los milagros que hacen lo demuestra que si es Dios: “Ellos quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!». El muerto salió con los pies y las manos atadas con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar” (Jn 11,41-44).

La gran prueba de la divinidad de Cristo es su propia resurrección. Cristo profetizó que al tercer día resucitaría, para demostrar que era Dios (Mc 10,33). Para estar seguros de la resurrección de Cristo, primero, tenemos que estar seguros de que murió. Si no murió, no pudo resucitar. Y tenemos cuatro clases de testigos de que Cristo murió en la cruz y resucito:

1)  Para LOS VERDUGOS: JESÚS ESTA MUERTO. (Jn 19,33): Los verdugos sabían que Cristo estaba muerto, porque cuando fueron a rematarle, a partirle las piernas, no lo hicieron. A los crucificados les partían las piernas con una maza de madera o de hierro, para que al partirle las piernas, el crucificado no pueda apoyarse en el clavo de los pies, y al quedar colgado de los brazos, los brazos tiran del diafragma, el diafragma oprime los pulmones y se asfixia. Cuando van a rematar a Cristo, lo ven muerto y no le parten las piernas. En opinión de los verdugos, que estaban muy acostumbrados a crucificar, y sabían muy bien cuándo un hombre está muerto. En opinión de los verdugos Cristo estaba muerto en la cruz.

2) Para la AUTORIDADES: Cristo estaba muerto. (Mc 15,44-45): Cuando Nicodemo y José de Arimatea van a pedirle a Pilato permiso para llevarse el cuerpo de Cristo, Pilato se extraña de que Cristo esté muerto tan pronto, y no concede el permiso sin recibir el aviso oficial de que Cristo está muerto. Así lo cuenta San Marcos. Sólo entonces, concede el permiso a Nicodemo y a José de Arimatea para que se lleven el cadáver de Cristo. Según la ley romana los familiares y amigos tenían derecho a llevarse el cadáver del ajusticiado para darle sepultura. Por lo tanto, oficialmente, Cristo está muerto para las autoridades cuando conceden permiso a José de Arimatea para que se lleven el cadáver de Jesús.

3) Para los ENEMIGOS, Cristo estaba muerto. (Mt 27,62-66): Porque los fariseos, con el trabajo que les costó llevar a Cristo a la cruz, ¿podemos pensar que permitieran que se llevaran el cadáver sin estar seguros de que Cristo estaba muerto? Ellos sabían que Cristo había profetizado que al tercer día iba a resucitar (Mc 10,33). Para evitar que nadie se llevara el cadáver y simulara una resurrección, pusieron una guardia a la puerta del sepulcro (Mt 27,63-65).

¿Cómo los fariseos iban a dejar que bajaran a Cristo de la cruz todavía vivo, para que se curara y volver a empezar la historia? ¡Con el trabajo que les costó que Pilato les permitiera crucificar a Cristo, después de que repetidas veces manifestó que Cristo era inocente y que no encontraba culpa en Él! Por fin ellos lograron atemorizarle amenazándole con denunciarle al César, pues Cristo era un revolucionario que sublevaba al pueblo. Al fin, Pilato, sin estar convencido de la culpabilidad de Cristo, les permite que lo lleven a la cruz. Los fariseos no podían permitir que la historia volviera a empezar. Los fariseos tuvieron mucho cuidado de que a Cristo no le descolgaran hasta que estuviera totalmente muerto. Cuando los fariseos permiten que bajen a Cristo de la cruz y lo entierren, es porque los fariseos sabían que Cristo estaba muerto. Allí no había nada que hacer, porque Cristo estaba muerto. En opinión de los fariseos, Cristo estaba muerto.

4) Para los AMIGOS, Jesús está muerto (Mc 15,47): ¿Cómo es posible pensar que María Santísima dejara a Cristo en el sepulcro y se fuera, si hubiera advertido en Él la más mínima esperanza de vida? Cuando María Santísima, José de Arimatea y Nicodemo dejan a Cristo en la tumba y se van, es porque estaban seguros de que estaba muerto. Porque si hubieran observado la más mínima esperanza de recuperación, ¿iban a dejarlo en la tumba y marcharse? María Santísima, José de Arimatea, Nicodemo y San Juan estaban seguros de que Cristo estaba muerto. Por eso lo dejaron en la tumba y se fueron. Y después de la fiesta volverían las mujeres a terminar de hacer todas las ceremonias de la sepultura. En opinión de los verdugos, en opinión de las autoridades, en opinión de los enemigos y en opinión de los amigos, Cristo estaba totalmente muerto en la cruz.

¿Por qué es importante que Jesús muriese de verdad? La muerte de Jesús en la cruz tiene connotaciones trascendentales para nuestra fe: Si Jesús murió de verdad, entonces es hombre de verdad y sufrió de verdad y si murió de  verdad, entonces resucitó de verdad. Porque si no ha muerto Jesús entonces no puede haber resurrección, solo si Jesús murió entonces resucitó. Y Jesús si resucitó. Por tanto se comprueba que todo lo que dijo Jesús es verdadero: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37).


Si murió Jesús; ¿Dónde está el cuerpo de Jesús el crucificado? No está en la tumba y si no está en la tumba solo cabe dos posibilidades: O Robaron el cuerpo o Resucitó como Él mismo ya lo había dicho (Mc 10,33). Si robaron el cuerpo del Señor ¿Quién o quiénes pudieron robar? solo dos posibilidades: O los enemigos o los amigos, porque a otras personas no les interesa el cuerpo del crucificado. Luego si los enemigos robaron, sin duda que lo mostrarían el cuerpo del crucificado porque se alborotó mayor escándalo al ser proclamado por los apóstoles que Jesús resucitó (Hch 2,36). Los enemigos no lo mostraron el cuerpo, por tanto no robaron los enemigos. Pero tampoco robaron los amigos o los discípulos porque nadie daría la vida por una mentira. Si los apóstoles dan su vida por una verdad: Que Jesús si resucitó. Porque nadie da su vida por una mentira. Por tanto Jesús si resucitó: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!" (Lc 24,34).

sábado, 19 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS - C (20 de marzo de 2016)


DOMINGO DE RAMOS - C

Proclamamos la Pasión de Jesucristo según San Lucas en el Capítulo 23, 1-49 (Lectura abreviada)

Levantándose todos ellos, le llevaron ante Pilato. Comenzaron a acusarle diciendo: «Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo Rey.» Pilato le preguntó: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» El le respondió: «Sí, tú lo dices.» Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «Ningún delito encuentro en este hombre.» Pero ellos insistían diciendo: «Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.» Al oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo. Y, al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que por aquellos días estaba también en Jerusalén. Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar alguna señal que él hiciera. Le preguntó con mucha palabrería, pero él no respondió nada.

Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándole con insistencia. Pero Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido y le remitió a Pilato. Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados.

Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo y les dijo: «Me han traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de Uds y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusan. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré.» Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!» Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!» Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que le castigaré y le soltaré.» Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes. Pilato sentenció que se cumpliera su demanda. Soltó, pues, al que habían pedido, el que estaba en la cárcel por motín y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su voluntad. Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevará detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren más bien por uds y por sus hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caigan sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cúbranos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» Llevaban además otros dos malhechores para ejecutarlos con él. Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido.» También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!» Había encima de él una inscripción: «Este es el Rey de los judíos.» Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.» Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.»

Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo.» Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho. Estaban a distancia, viendo estas cosas, todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea”. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

Con la celebración del domingo de ramos iniciamos la semana santa y tiene varias escenas, desde el día más oscuro (Viernes Santo) como el día más claro (Domingo de Pascua). En resumidas cuentas ¿Qué significa la semana santa? Todo pensamiento que podemos decir, queda insuficiente ante el misterio y silencio de Jesús en la cruz. Ya el profeta Isaías hace 7 siglos, antes de la escena de la pasión del Señor anuncio: “Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él (Hijo) las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no habría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y, ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo” (Is. 53,7-58).
El salmista clama viendo esta escena de la pasión del Señor: “Mis enemigos me han rodeado como toros, como bravos toros de Basán; rugen como leones feroces, abren la boca y se lanzan contra mí. Soy como agua que se derrama; mis huesos están dislocados. Mi corazón es como cera que se derrite dentro de mí. Tengo la boca seca como una teja; tengo la lengua pegada al paladar. ¡Me has hundido hasta el polvo de la muerte! Como perros, una banda de malvados me ha rodeado por completo; me han desgarrado las manos y los pies. ¡Puedo contarme los huesos! Mis enemigos no me quitan la vista de encima; se han repartido mi ropa entre si y sobre ella echan suertes” (Slm 21,19). Con muchos pasajes podemos buscar su real dimensión de la pasión del Señor, incluso el mis Señor dirá resumiendo todo el A.T: “Estas profecías que acaban de oír, hoy se cumplen”(Lc 4,21).

En este relato de la pasión del Señor, es tan cierto como el Profeta lo predijo: “Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca. Como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca para su defensa” (Is 53,7). Donde solo hablan los hombres y tan cierto que Jesús guarda silencio. Pero con la poca fuerza que le queda, sólo alguna que otra palabra pronuncia, no en su defensa, sino manifestando su amor incluso a sus verdugos. Esas que llamamos las siete palabras. Lucas pone en boca de Jesús tres palabras: La del perdón (Lc 23,34), la de la promesa al buen ladrón (Lc 23,43) y la entrega de su espíritu en manos del Padre (Lc 23,46). Lucas trae un detalle: la muerte de Jesús está sellada con la confesión de fe del Centurión Romano, un pagano que reconoce a Dios en la Cruz por ver el modo como muere (Lc.23,47).

Las tres Palabra citadas en la pasión, relatadas por Lucas son de doble dimensión: divinas y humanas. Divinas porque sólo Dios puede olvidarse de sí mismo y de sus sufrimientos para seguir pensando en el hombre. Sólo Dios puede morir perdonando, que es el mejor oficio de Dios. Y sólo Dios es capaz de abrir a la esperanza de la salvación a un facineroso que muere a su lado. Morir regalando esperanza. Y sólo Él es dueño de la muerte. Por eso sólo Él es capaz de vencer a la muerte (Jn 11,25) entregando voluntariamente su espíritu en las manos del Padre (Lc 23,46). Son también, palabras profundamente humanas. Revelan la gran sensibilidad de Jesús hacia el dolor de los demás (Lc 23,43). Revelan que se puede morir olvidándose de su muerte para dedicar sus últimos momentos a quienes están necesitados de perdón y de esperanza (Lc 23,34). Por eso mismo, la Semana Santa no podemos vivirla sin sentirnos solidarios con los demás (Mc 12,28). La Semana Santa es un diálogo con Dios y con los hombres, un compromiso con Dios y con los hombres. Porque es la gran semana del amor (Jn 13,34).

 ¡QUÉ DIFICIL ES CREER EN UN DIOS QUE SE DEJA MORIR! (Lc 23,46)

¿Qué Dios se nos manifiesta en la Semana definitiva de la Pasión? Un Dios, para muchos, un tanto extraño, un Dios que no responde a nuestras expectativas. Pues a nosotros nos encanta un Dios que lo sabe todo, lo puede todo. En la Pasión Dios se nos revela con un rostro totalmente diferente. Es el Dios débil, del que los hombres pueden hacer lo que les viene en gana: prenderlo, juzgarlo, condenarlo y crucificarlo. Aquí no hay nada de grandeza humana, lo único que hay es debilidad: “Pero yo no soy un hombre, sino un gusano; ¡soy el hazmerreír de la gente!” (Slm 21,7) . Un Dios que, hasta los soldados y criados, se permiten el lujo de escupirle en la cara, darle de bofetadas, y convertirlo en objeto de diversión y burla. ¿A esto se ha reducido Dios? ¿Es posible que Dios se haya podido empequeñecer más? Un Dios víctima de todos. Todos tienen derecho a jugar con él. El único que carece de derechos es él.

¿Qué tipo de Dios tenías en la mente? El Dios de la Pasión es el Dios débil y de los débiles, crucificado y de los crucificados, el Dios que calla y sufre en el silencio, mientras todos vociferan y piden a gritos su condena. Sin embargo, todo eso no es sino el ropaje con el que se reviste Dios porque, por dentro, la realidad es otra. El Dios de la Pasión es el Dios que encarna los valores del Reino. El Dios que se sale del sistema humano(Razón) y anuncia un sistema nuevo(Fe y amor). Se sale del sistema de la fuerza y el poder y proclama el sistema del amor y la solidaridad y la fraternidad. El Dios que se comparte a sí mismo con los débiles y ofrece la esperanza a los débiles. El Dios que no ama el dolor, pero que es capaz de convertirlo en expresión de amor y de vida. Un Dios que, colgado en la Cruz, es capaz de olvidarse de sí mismo y escucha y atiende las súplicas de un crucificado que se desangra a su lado.


Hoy, propios y extraños nos preguntamos: ¿qué hace un Dios colgado de la Cruz? ¿No parece el mayor absurdo humano? Pues lo único que hace Dios colgado de la Cruz es hacernos entender cuánto Dios nos ama, perdonar, salvar, dar su vida por ti. Dar la vida por los demás, dar su vida para que otros vivan, puede ser un absurdo humano, pero es la sabiduría divina. Con razón dijo san Pablo: “El mensaje de la cruz es una locura para los que están en camino de perdición, pero para los que están en camino de salvación es fuerza de Dios. Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el docto sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (I Cor 1,18-25). 

En resumidas cuentas, la escena de la pasión del Señor no s sino la manifestación del amor de Dios en su Hijo a la humanidad y la concreción y manifestación del Hijo que nos enseña por su palabra y ahora por su testimonio: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,38-39).

sábado, 12 de marzo de 2016

V DOMINGO DE CUARESMA – C (13 de marzo de 2016)





















V DOMINGO DE CUARESMA – C

Proclamación del santo evangelio según San Juan 8,1-11:

En aquel tiempo, Jesús se fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?" Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?" Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante" PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

Recordemos , que el domingo anterior hemos reflexionado aquella escena: “El hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue de casa a un país lejano, donde malgastó sus bienes viviendo perdidamente. Cuando  había gastado todo, sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a pasar necesidad” (Lc 15,13). Tuvo que sentir el golpe de la vida  misma que lo obligo a deponer la actitud de soberbia y soñar de nuevo en el calor del hogar. Hoy el Evangelio nos presenta una escena casi similar: “Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices? (Jn 8,3-5). Dos escenas distintitas: a) Una escena de acusación donde domina la soberbia. b) Escena tremendamente humana, tierna la de Jesús.

Recordemos algunas escenas de enseñanza de Jesús que dijo a los que se creen perfectos: ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: Deja que te saque la paja de tu ojo, si hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7,3-5). Otras escenas también convienen recordar porque estamos en el año de la misericordia. Jesús les dijo: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes" (Lc 6,36-38). Como vemos, que tan lejos de estas enseñanzas están los maestros de la ley para darse a sí mismos de jueces. Al respecto Santiago nos dice: “Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla en contra de un hermano o lo condena, habla en contra de la Ley y la condena. Ahora bien, si tú condenas la Ley, no eres cumplidor de la Ley, sino juez de la misma. Y no hay más que un solo legislador y juez, aquel que tiene el poder de salvar o de condenar. ¿Quién eres tú para condenar al prójimo? (Stg 4,11-12).

En el evangelio de hoy, una mujer sorprendida en pecado y con la muerte pendiente sobre su cabeza. Unos escribas y fariseos acusándola y, con las manos llenas de piedras, dispuestos a apedrearla. Pero también un Jesús sereno y tranquilo, dispuesto siempre a defender al débil que ha caído y dispuesto siempre a levantarle, escena equivalente al padre  recibe entre besos y abrazos al hijo que vuelve a casa (Lc 15,20), aquí Jesús dispuesto siempre al perdón y devolver a la vida a la que los hombres están dispuestos a apedrear.

Los maestros de la ley, los fariseos dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices? (Jn 8,4-5). Una mujer hundida en la vergüenza, temblando de miedo ante la dureza y la incomprensión humana. Unos hombres siempre dispuestos a escandalizarse de los pecados de los demás, siempre dispuestos a juzgar y condenar a los otros. Además, un Jesús, siempre dispuesto a amar, a perdonar, a salvar, a tender sus manos para levantar al que ha caído. Ya nos dijo con claridad: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,12-13).

Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra" (Jn 8,7). Escena que cambia completamente el panorama. Los acusadores se convirtieron en acusados por su conciencia. Y aquí es donde se cumple exactamente lo que Jesús ya dijo: “Con la medida con que ustedes midan también ustedes serán medidos" (Lc 6,38). O aquel refrán que dice: “No escupas al cielo”. Estas palabras de Jesús desubicaron completamente a los acusadores quienes incluso buscaban con la supuesta sentencia de Jesús, saber acusarlo y llevarlo a la cruz al mismo maestro. “Los acusadores se fueron retirando uno por uno” (Jn 8,9). Apedreados por su misma conciencia. Y es que no lo dijo por gusto aquella enseñanza: “No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido” (Mt 10,16). Todo queda al descubierto ante Dios, nada se puede ocultar.

Jesús le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante" (Jn 8,10-11). Que palabras de consolación y de amor para la pecadora. Este el amor misericordioso de Dios por cada pecador convertido al evangelio, con razón nos dijo: “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7).

Jesús explicó a Nicodemo en el siguiente termino respecto del amor: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18). Jesús no vino al mundo a condenar a nadie sino a mostrarnos cuanto Dios nos ama.

El amor auténtico no permite condenar a nadie.  Por algo insiste Jesús en hacernos entender el tema cuando en su enseñanza central nos dice: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

domingo, 6 de marzo de 2016

DOMINGO IV DE CUARESMA –C (06 de marzo de 2016)

DOMINGO IV DE CUARESMA – C

Proclamación del santo evangelio según San Lucas 15, 1-3;11-32:

En aquel tiempo todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde". Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros". Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo". Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El Evangelio de hoy bien puede llevar por título la Parábola del evangelio de la misericordia por varias razones. Recordemos que estamos en el año de la misericordia y el mensaje central de reflexión es esta: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes" (Lc 6,36-38). El evangelio de hoy, no es sino la descripción de la actitud misericordiosa del Padre con el hijo menor. Enseñanza que se puede resumir con el siguiente episodio: Jesús les dijo, en el cielo habrá más alegría por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15.7).

Eh aquí alguno detalles del evangelio para su mejor reflexión: Mientras los adversarios  de Jesús preferían mantener distancia para no “ensuciarse” con ellas de las personas de mala reputación y las miraban con desprecio, Jesús, por su parte, iba al encuentro de ellas, anunciándoles la misericordia de un Dios que se arrimaba a ellos sin pudor, dispuesto a perdonarlos y a acogerlos de nuevo en la comunión con él. Este hecho despertó desencanto entre los enemigos de Jesús: “Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".( Lc 15,2; Mt 9, 11). Jesús responde con tres parábolas en las que en diversos personajes (un pastor, una madre y un padre) que han perdido algo preciado para ellos, una vez que lo encuentran invitan a todos (a los amigos y vecinos, a los siervos y al hermano) a compartir su alegría: “Alégrense conmigo” (Lc 6 y 9; Lc 24 y 32). En la parábola del Padre misericordioso la alegría compartida es mucho más expresiva: “Comamos y celebremos una fiesta” (Lc 23). Ahí está la explicación del comportamiento escandaloso de Jesús.

La parábola tiene dos partes: 1) la historia de la conversión del hijo menor (Lc 15,11-24) y 2) la historia de la resistencia del hijo mayor para compartir la misericordia y la alegría del Papá (Lc 15,25-32). Como hilo conductor, a lo largo de todo el relato no se pierde de vista nunca al Papá, él es el punto de referencia y el verdadero protagonista de la historia.

1) La historia del hijo menor está presentada en un camino de ida y vuelta: “Se marchó a un país lejano...” (Lc 15,13) y “Levantándose, partió hacia su padre” (Lc 15,20). En la ida y vuelta del hijo menor se recorren los cinco pasos de un camino de conversión:

a) La ida (Lc 15,11-13). b) La penuria en la extrema lejanía (Lc 15,14-16). c) La toma de conciencia de la situación y la decisión de volver (Lc 15,17-20). d) El encuentro con el Padre (Lc 15,20b-21). e) La celebración de la vida del hijo menor (Lc 15,22-24).

2) La historia del hijo mayor presenta la problematización del comportamiento exagerado del Padre con el hijo renuente (su derroche de alegría en la fiesta), que se recoge en la frase: “Él se irritó y no quería entrar” (Lc 15,28); todo lo contrario del hermano menor que “partió hacia su padre”, (Lc 15,20). Esta parte de la historia gira en torno a dos diálogos que el hijo mayor sostiene respectivamente:

a) Cuando está a punto de llegar a la casa, los criados le exponen la situación y el motivo de la fiesta (Lc 15,25-27). b) Con su padre, quien sale a buscarlo para pedirle insistentemente que entre en casa, escucha el argumento de su rabia y finalmente le responde exponiéndole sus motivos (Lc 15,28-32). Ambas partes convergen en la misma idea, la cual se repite casi en los mismos términos al final de cada una de ellas: la invitación a la fiesta (Comamos y celebremos una fiesta” “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse”; Lc 15,23-32) y su motivo (Porque este hijo mío [hermano tuyo] estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”; (Lc 24 y 32). El énfasis de la parábola está en el modo de acoger al hijo alejado y de celebrar su regreso con alegría total porque “le ha recobrado sano” (Lc 15,27). Aquí reposa el misterio de la reconciliación en su clave pascual (paso de la muerte a la vida), acción salvífica de Dios en el hombre (Jn 5,24).

3. El comportamiento del Padre: Actitud misericordiosa (Lc 15,20b-24)

El centro de la parábola está en el encuentro entre el hijo menor y su padre (Lc 15,20-24). Hacia allá apunta toda la primera parte. Los siervos y el hijo mayor no logran comprenderlo, se les vuelve un enigma. Poniendo la mirada en el eje focal de la parábola, vemos en el colorido de las imágenes una catequesis sobre la misericordia: 1) El hijo arrepentido va hacia su Padre, pero al final es el padre el que “corre” hacia su hijo, impulsado por la “conmoción” interior. Esta agitación interna que se vuelve impulso de búsqueda es lo que se traduce por “misericordia”: puesto que el hijo nunca se le ha salido del corazón (lo lleva en lo más profundo como una madre lleva a su hijo en las entrañas), la visión del hijo en su humillación y sufrimiento descompone el distanciamiento. 2) El sentimiento (emoción) interno se explicita en siete gestos de amor que reconstruyen la vida del hijo disipado. La misericordia reconstruye la vida del otro:

a) El padre que corre al encuentro de su hijo primero “lo abraza” (Lc 15,20): El padre se humilla más que el mismo hijo. No espera sus explicaciones. No le pide purificación previa al que viene con el mal aspecto de la vida disoluta, contaminado en el contacto con paganos y rebajado al máximo en la impureza (legal y física) de los cerdos; el padre rompe las barreras. No hay toma de distancia sino inmensa cercanía con este que está “sucio”, para él es simplemente su hijo.

b) Lo “besa” (Lc 15,20): “Efusivamente”. El beso es la expresión del perdón paterno (como el beso de perdón de David a su hijo Absalón en 2ªSamuel 14,33). Nótese que el perdón se ofrece antes de la confesión de arrepentimiento del hijo (Lc 15,21).

c) Le manda poner “el mejor vestido” (Lc 15,22); como se podría leer en griego): el padre le restituye su dignidad de hijo y le confirma sus antiguos privilegios. El vestido viejo, su pasado, queda atrás.
d) Le manda poner “el anillo” (Lc 15,22). Este anillo es una simplemente señal del nuevo pacto o alianza, el amor del padre siempre está en vigencia hacia el hijo menor, derrochador de plata (Lc 15,13). ¡Qué confianza la que este padre tiene en la conversión de su hijo! (uno normalmente lo pondría primero en cuarentena hasta que demuestre que sabe manejar la plata, antes de entregarle la chequera).

e) Le manda poner “sandalias” (Lc 15,22): este era un privilegio de los hombres libres, incluso en una casa sólo las llevaba el dueño, no los huéspedes. Este gesto es una delicada negativa al hijo que iba a pedir ser tratado como jornalero. Para el padre la dignidad del hijo siempre está en vigencia.

f) Hace sacrificar el “novillo cebado” (Lc 15,23), el animal que se alimentaba con más cuidado y se reservaba para alguna celebración importante en la casa.

g) Convoca una “fiesta” (Lc 15,23) con todas las de la ley: la mejor comida, música y danza. La fiesta parece desproporcionada, pero el padre expone el motivo: el gran valor de la vida del hijo menor. Esto llama la atención: la casa cambia completamente. Se suspende toda labor cotidiana, en el centro de la fiesta esta la presencia del hijo vuelto a nacer en la familia.

3) El Hijo mayor: En esta parte de la parábola está el punto de confrontación que manda al piso los mezquinos paradigmas de relación humana representados en el rol que juega el hijo mayor en la parábola:

El problema no es simplemente “estar” con el padre (“Hijo, tú estás siempre conmigo”, Lc 15,31) sino de qué manera se está. Mientras el hermano mayor mide su relación con el padre a partir del cumplimiento externo de la norma (“hace tantos años te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya”, Lc 15,29) y su expectativa es la proporcional retribución (“pero nunca me has dado un cabrito...”; Lc 15,29), la relación entre el padre y el hijo menor se rige por el amor, en el cual lo que importa no es lo que uno le pueda dar al otro sino el hecho de ser “hijo”. Sale a flote en inmenso valor de la relación y de su verdadero fundamento. Basta recordar qué es lo que le duele al Padre: la “perdida”, y para él lo “perdido” no fueron los bienes sino “el hijo mío” (“este hijo mío estaba perdido y ha sido hallado”). El hijo menor admite que ha “pecado”, pero el fondo de su pecado es el abandono de la casa, es decir, el rechazar ser hijo. Pedir la herencia es declarar la muerte del padre, es decir la muerte de la relación padre-hijo. Por eso dice: “pequé contra el cielo y ante ti” Lc 15,18 y 21). La vida disoluta es el resultado de una vida autónoma que excluye la relación fundante. En el perdón se reconstruyen todos los aspectos de esta relación y esto es lo que importa en primer lugar: un hijo que redescubre (o quizás experimenta por primera vez) el amor paterno y que se goza en ello porque resurge con una nueva fuerza de vida (“estaba muerto y ha vuelto a la vida”). El hijo mayor, en cambio, aún en casa, seguirá viviendo como un extraño. El redescubrimiento de la filiación lleva a la recuperación de la fraternidad. Por eso el Padre se permite corregir al hermano mayor: le sustituye el “¡Ese hijo tuyo!” (Lc 15,30) por “¡Este hermano tuyo!” (Lc 15,32). Los caminos de reconciliación con el hermano deben partir del encuentro común en el corazón del Padre, allí donde “todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).


Conviene preguntarnos, ¿Qué actitud asumimos como hijos. Somos como el hijo mayor que vive dominado por el orgullo o como el hijo menor que se reconoce pecador?. Otra cita describe el mismo sentir de los que se creen prefectos y el pecador: Jesús dijo a Simón, el fariseo: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor". Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,44-48). 

sábado, 27 de febrero de 2016

DOMINGO III DEL TIEMPO DE CUARESMA – C (28 de febrero de 2016)


DOMINGO III DEL TIEMPO DE CUARESMA – C (28 de febrero de 2016)

Proclamación del santo evangelio según San Lucas 13,1-9:

En aquel tiempo se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. Él les respondió: "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera".

Les dijo también esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás" PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El evangelio de hoy nos ilustra dos temas que a su vez son complementarias: La conversión (Lc 13, 1-5). Los frutos (Lc 13,6-9). Quien se ha convertido al evangelio debe dar frutos:

a) "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos morirán de la misma manera” (Lc 13,2-3).

El Señor empezó con una llamada a la conversión en el inicio de su predicación: “Se ha cumplido el tiempo y esta cerca el Reino de Dios; conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15) Más adelante irá explicando las características del Reino, pero desde un principio se advierte que hace falta una postura nueva de la mente para poder entender el mensaje de salvación. Pone a los niños como ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay que «hacerse como niños» o «nacer de nuevo», como dirá a Nicodemo (Jn. 3, 4) La conversación con la mujer samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a una persona a la conversión. A Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a convertirse. Lo mismo hará con otros muchos.

Cuando los sacerdotes de Jerusalén enviaron a preguntar a Juan Bautista quién era, contestó: «Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías. (Jn. 1, 23) Con estas palabras indica que preparaba el camino del Mesías, que había de venir, predicando la conversión y la penitencia. Sus palabras eran claras y fuertes. San Lucas narra esta predicación y cómo animaba a compartir con los demás lo que se posee, a no exigir más de lo que marca la justicia en los negocios, a no ser violentos, ni denunciar falsamente a nadie (Lc. 3, 1-18) Para conseguir vivir sin pecado proponía el bautismo de agua y la penitencia. Sin embargo, siempre insistió en que estos medios eran insuficientes, pues él era sólo el precursor: «Yo os bautizo con agua para la penitencia; pero el que viene detrás de mí es más poderoso que yo. No soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era; reunirá su trigo en el granero, y la paja la quemará en un fuego inextinguible» (Mt. 3. 11-12)

Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, le dijo: «Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» (Mt. 3, 14) Más adelante dirá de Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn. 1, 29) San Juan Bautista no tenía el poder de perdonar los pecados, sino solamente predicaba la conversión y la penitencia preparando el camino del Señor. Como fruto de su labor serán muchos los que escucharán la doctrina de Cristo. Los dos primeros discípulos de Jesucristo serán dos discípulos de San Juan Bautista: Juan y Andrés. Además de estos discípulos primeros, muchos otros discípulos de Juan fueron tras Jesús. Juan se llenó de alegría, añadiendo: «Conviene que El crezca y yo disminuya» (Jn. 3, 30).

La conversión exige que se dé primero un arrepentimiento del pecado: El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del corazón del hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida construida al margen de los mandamientos de Dios. El pecado mortal supone un fallo en lo fundamental de la existencia cristiana y excluye del Reino de Dios. Este fallo puede expresarse en situaciones, en actitudes o en actos concretos.

La conversión amerita primero renuncia al pecado, el siguiente paso será abrir el corazón a la luz nueva: “Dios es luz y no hay en El tiniebla alguna” (1 Jn. 1, 5) San Juan explica las posibles actitudes ante la conversión, diciendo: “Todo el que obra el mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios” (Jn. 3, 20-21). Todos los hombres llevan en su interior la posibilidad de una oposición a Dios. Por el pecado original la naturaleza humana ha quedado debilitada y herida en sus fuerzas naturales. La inteligencia se mueve entre oscuridades y cae fácilmente en engaños. La voluntad se inclina maliciosamente hacia conductas pecaminosas. Las pasiones y los sentidos experimentan un desorden que les lleva a rebelarse al impulso de la razón. Esta inclinación al mal que todo hombre posee, se acentúa con los pecados personales y con la influencia de ambientes corrompidos.

Convertirse es, en definitiva, cambiar de actitud, tomar otro camino (Lc 15,17). Es una vuelta a Dios, del que el hombre se aparta por la mala conducta, por las malas obras, es decir, por el pecado. Esa vuelta a Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva actitud hacia el prójimo, que también ha de ser amado.

EL REINO DE DIOS COMIENZA CON LA CONVERSIÓN PERSONAL: Para entrar en el Reino de los Cielos es preciso renacer del agua y del Espíritu (Jn 3,5); de esta manera anunció Jesús a Nicodemo el comienzo del Reino de Dios en el alma de cada hombre. Para esta nueva vida Dios envía su gracia. La conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina; otras, de una manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el último momento de la vida. En las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente que el Señor lo compare a una pequeña semilla, que crece y da fruto o se malogra. Con estos ejemplos indica que el Reino de Dios debe empezar por la conversión personal. Cuando un hombre se convierte, y es fiel, va creciendo en esa nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla el Reino de Dios en el mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar a todos la conversión, denunciar todas las situaciones de pecado e ir formando a los que se iban convirtiendo a su palabra

b) "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" (Lc 13,7).

Hay otras citas respecto a los frutos: “Cuídense de los falsos profetas, que vienen a Uds. con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconocerán” (Mt 7,15-20). Quizá lo primero que nos viene a la mente al pensar en esta frase del Señor es preguntarnos: ¿Qué frutos he dado en mi vida? Pero habría que preguntarnos antes ¿a qué tipo de fruto se refiere el Señor en esta frase?

La figura del árbol utilizada por el Señor es muy gráfica. Un árbol frutal hay que cuidarlo, regarlo, evitar que insectos o microorganismos lo infecten, cuidar que los pájaros no se coman los frutos, etc. De la misma manera, si nosotros queremos dar buenos frutos debemos cuidar de nosotros mismos: “regándonos” con la Palabra de Dios, los sacramentos, la oración; evitando todo aquello nos “infecta”: las tentaciones, el pecado; cuidando que el demonio, el mundo y nuestro hombre viejo “se coman” nuestras buenas intenciones y resoluciones.

El Señor habla del fruto bueno y del fruto malo (Mt 12,33). Los frutos son las consecuencias visibles de nuestras opciones y actos. Si actuamos bien, tendremos buenos frutos, y eso será un indicativo de que lo que hacemos es de Dios, es parte de su Plan de Amor. Así, los frutos buenos señalan que nos estamos acercando más al Señor, y los frutos malos que nos alejamos de Él y de su Plan. Pero hay que señalar que la bondad del fruto no está relacionada necesariamente con el éxito material o personal, con la eficacia o algo similar. La bondad de los frutos a la que se refiere el Señor Jesús es el bien de la persona y las personas, la realización y plenitud. Así por ejemplo, cuando ayudo a un amigo(a), cuando me esfuerzo por hacer bien una responsabilidad o cuando estoy atento a las situaciones que me rodean para ayudar donde se me necesite estoy buscando dar frutos buenos y me acerco a Dios. Por el contrario, si por “flojera” no ayudo a mi amigo(a), cumplo mis responsabilidades dando el mínimo indispensable para que no llamen la atención o estoy encerrado en mí mismo haciendo sólo lo que “me conviene a mí”, entonces mi fruto será malo y me estaré alejando del Plan de amor que Dios tienen para mí.

Hay una relación estrecha entre los frutos y las acciones que tomo. Si mis acciones son buenas —que buscan y cumplen el Plan de Dios— mis frutos serán correspondientes; si mis acciones son malas —se alejan del Plan de Dios— mis frutos seguirán esa ruta. Esta disyuntiva entre estos dos caminos que se me presentan delante —dar fruto bueno o dar fruto malo— es capital para mi felicidad, que no es otra que alcanzar el Cielo. Lo vemos en la dureza con la que el Señor se refiere a los árboles que dan frutos malos: «Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego» (Mt 7,19).

¿CÓMO DAR BUEN FRUTO? «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). La clave para dar buen fruto está en permanecer en el Señor Jesús. Y permanecer en Él no es otra cosa que buscar ser otro Cristo: teniendo los mismos pensamientos, sentimientos y modos de obrar que el Señor. Debemos preguntarnos constantemente: ¿los pensamientos que tengo son los pensamientos que hubiera tenido el Señor? ¿Estos sentimientos que experimento son los que Jesús tendría? ¿Es mi acción como la de Cristo? Se trata pues de conformar toda mi vida con el dulce Señor Jesús; esforzarme por conocerlo leyendo los Evangelios, buscándolo en la oración, acudiendo a los sacramentos —particularmente en la Eucaristía y la Reconciliación—, para así conociéndolo saber cómo piensa, siente y actúa, y luego confrontarlo con mi pensar, sentir y actuar. De esa manera permaneceremos en Cristo y Él permanecerá en nosotros, volviéndonos un árbol frondoso que da muchos frutos buenos. Nuestro camino espiritual nos enseña a conformarnos con el Señor de la mano de Santa María, por el camino de la piedad filial.

«La gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos». (Jn 15,8). El Señor no nos pide dar simplemente frutos buenos, sino que además nos dice que demos “mucho” fruto. El mundo que nos ha tocado vivir necesita de muchos frutos buenos para cambiar, para ser un mundo mejor y transformarse así en la anhelada Civilización del Amor. No basta con dar uno o dos frutos buenos de vez en cuando. Debemos dar muchos frutos buenos, ése es el desafío que nos ofrece Jesús. Por lo tanto siguiendo la lógica de lo ya explicado debemos conocer cada vez más a Jesús, para poder conformarnos cada vez más con Él —hasta poder decir que «es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)— y así nuestra acción sea una acción que dé muchos frutos buenos. Estos frutos podemos verlos en nuestra vida personal y en el apostolado que realizamos. En nuestra vida personal: frutos de conversión, virtudes, dominio de nosotros mismos, una vida plena y alegre; en nuestro apostolado: la conversión de las personas a las que llegamos y la infinidad de situaciones que mejoran por el apostolado que hacemos. “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). 

“Planta un árbol bueno, y su fruto será bueno; planta un árbol malo, y su fruto será malo; porque por el fruto se conoce el árbol.» (Mt 12,33). «El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero los preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta.» (Mt13,22-23). Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.» (Lc 3,9). «Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia.» (2Cor 9,10). «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabi-lidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22-23). «Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bon-dad, justicia y verdad.» (Ef5,8-9). «Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor. Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías.» (Stgo 5,7)