DOMINGO III DEL TIEMPO DE CUARESMA – C (24 de marzo de 2019)
Proclamación del santo evangelio según San Lucas 13,1-9:
13:1 En ese momento se presentaron unas personas que
comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con
la de las víctimas de sus sacrificios.
13:2 Él les respondió: "¿Creen ustedes que esos
galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
13:3 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten,
todos acabarán de la misma manera.
13:4 ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando
se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén?
13:5 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos
acabarán de la misma manera".
13:6 Les dijo también esta parábola: "Un hombre tenía
una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
13:7 Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que
vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué
malgastar la tierra?"
13:8 Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este
año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
13:9 Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la
cortarás" .PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.
“Si no se convierten, todos perecerán de la misma manera”
(Lc 13,3). "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no
los encuentro. Córtala" (Lc 13,7). Como se ve, el evangelio de hoy nos
ilustra dos temas que a su vez son complementarias: La conversión (Lc 13, 1-5)
y los frutos (Lc 13,6-9). El tema en referencia tiene mayor explicación en este
episodio: “Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y
todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos
malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos
buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes
los reconocerán” (Mt7,16-19).
El tiempo de la cuaresma es tiempo de convertirnos, del árbol
malo al árbol bueno y los frutos son el único indicativo que pone de manifiesto
si ya somos árbol bueno o árbol malo. En este contexto conviene traer a colación
la parábola siguiente: “Así como se arranca la cizaña (árbol malo) y se la
quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del
hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos
y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá
llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos (árbol bueno) resplandecerán
como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!” (Mt
13,40-43).
"¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo
esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes
no se convierten, todos morirán de la misma manera” (Lc 13,2-3).
El Señor empezó con una llamada a la conversión en el inicio
de su predicación: “Se ha cumplido el tiempo y esta cerca el Reino de Dios;
conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15) Más adelante irá explicando
las características del Reino, pero desde un principio se advierte que hace
falta una postura nueva de la mente para poder entender el mensaje de
salvación. Pone a los niños como ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay
que «hacerse como niños» o «nacer de nuevo», como dirá a Nicodemo (Jn. 3, 4) La
conversación con la mujer samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a
una persona a la conversión. A Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a
convertirse. Lo mismo hará con otros muchos.
Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, Juan le dijo: «Yo
necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» (Mt. 3, 14) Más adelante
dirá de Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo»
(Jn. 1, 29) San Juan Bautista no tenía el poder de perdonar los pecados, sino
solamente predicaba la conversión y la penitencia preparando el camino del
Señor. Como fruto de su labor serán muchos los que escucharán la doctrina de
Cristo. Los dos primeros discípulos de Jesucristo serán dos discípulos de San
Juan Bautista: Juan y Andrés. Además de estos discípulos primeros, muchos otros
discípulos de Juan fueron tras Jesús. Juan se llenó de alegría, añadiendo:
«Conviene que El crezca y yo disminuya» (Jn. 3, 30).
La conversión exige que se dé primero un arrepentimiento del
pecado: El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del
corazón del hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta
en una vida construida al margen de los mandamientos de Dios. El pecado mortal supone
un fallo en lo fundamental de la existencia cristiana y excluye del Reino de
Dios. Este fallo puede expresarse en situaciones, en actitudes o en actos
concretos.
Convertirse es, en definitiva, cambiar de actitud, tomar
otro camino (Lc 15,17). Es una vuelta a Dios, del que el hombre se aparta por
la mala conducta, por las malas obras, es decir, por el pecado. Esa vuelta a
Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva actitud hacia el
prójimo, que también ha de ser amado.
EL REINO DE DIOS COMIENZA CON LA CONVERSIÓN PERSONAL: Para
entrar en el Reino de los Cielos es preciso renacer del agua y del Espíritu (Jn
3,5); de esta manera anunció Jesús a Nicodemo el comienzo del Reino de Dios en
el alma de cada hombre. Para esta nueva vida Dios envía su gracia. La
conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina;
otras, de una manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el
último momento de la vida. En las parábolas del Reino de los Cielos es muy
frecuente que el Señor lo compare a una pequeña semilla, que crece y da fruto o
se malogra. Con estos ejemplos indica que el Reino de Dios debe empezar por la
conversión personal. Cuando un hombre se convierte, y es fiel, va creciendo en
esa nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla
el Reino de Dios en el mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar a
todos la conversión, denunciar todas las situaciones de pecado e ir formando a
los que se iban convirtiendo a su palabra
"Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta
higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" (Lc
13,7).
Hay otras citas respecto a los frutos: “Cuídense de los
falsos profetas, que vienen a Uds. con disfraces de ovejas, pero por dentro son
lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el
árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni
un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es
cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconocerán” (Mt
7,15-20). Quizá lo primero que nos viene a la mente al pensar en esta frase del
Señor es preguntarnos: ¿Qué frutos he dado en mi vida? Pero habría que
preguntarnos antes ¿a qué tipo de fruto se refiere el Señor en esta frase?
La figura del árbol utilizada por el Señor es muy gráfica.
Un árbol frutal hay que cuidarlo, regarlo, evitar que insectos o
microorganismos lo infecten, cuidar que los pájaros no se coman los frutos,
etc. De la misma manera, si nosotros queremos dar buenos frutos debemos cuidar
de nosotros mismos: “regándonos” con la Palabra de Dios, los sacramentos, la
oración; evitando todo aquello nos “infecta”: las tentaciones, el pecado;
cuidando que el demonio, el mundo y nuestro hombre viejo “se coman” nuestras
buenas intenciones y resoluciones.
El Señor habla del fruto bueno y del fruto malo (Mt 12,33).
Los frutos son las consecuencias visibles de nuestras opciones y actos. Si actuamos
bien, tendremos buenos frutos, y eso será un indicativo de que lo que hacemos
es de Dios, es parte de su Plan de Amor. Así, los frutos buenos señalan que nos
estamos acercando más al Señor, y los frutos malos que nos alejamos de Él y de
su Plan. Pero hay que señalar que la bondad del fruto no está relacionada
necesariamente con el éxito material o personal, con la eficacia o algo
similar. La bondad de los frutos a la que se refiere el Señor Jesús es el bien
de la persona y las personas, la realización y plenitud. Así por ejemplo,
cuando ayudo a un amigo(a), cuando me esfuerzo por hacer bien una
responsabilidad o cuando estoy atento a las situaciones que me rodean para
ayudar donde se me necesite estoy buscando dar frutos buenos y me acerco a
Dios. Por el contrario, si por “flojera” no ayudo a mi amigo(a), cumplo mis
responsabilidades dando el mínimo indispensable para que no llamen la atención
o estoy encerrado en mí mismo haciendo sólo lo que “me conviene a mí”, entonces
mi fruto será malo y me estaré alejando del Plan de amor que Dios tienen para
mí.
¿CÓMO DAR BUEN FRUTO? «El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). La
clave para dar buen fruto está en permanecer en el Señor Jesús. Y permanecer en
Él no es otra cosa que buscar ser otro Cristo: teniendo los mismos
pensamientos, sentimientos y modos de obrar que el Señor. Debemos preguntarnos
constantemente: ¿los pensamientos que tengo son los pensamientos que hubiera
tenido el Señor? ¿Estos sentimientos que experimento son los que Jesús tendría?
¿Es mi acción como la de Cristo? Se trata pues de conformar toda mi vida con el
dulce Señor Jesús; esforzarme por conocerlo leyendo los Evangelios, buscándolo
en la oración, acudiendo a los sacramentos: particularmente en la Eucaristía y
la Reconciliación.
El mejor fruto de nuestra conversión es la vida de santidad:
“Yo soy Dios, el que los ha sacado de la tierra de Egipto, para ser su Dios.
Sean, santos porque yo soy santo” (Lv 11,45). “Así como aquel que los llamó es
santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que
está escrito: Sean santos, porque yo soy santo” (I Pe 11,15). ¿Cómo lograr la
santidad? “Santifíquense y sean santos; porque yo soy Yahveh, su Dios. Guardando
mis preceptos y cumpliendo mis mandamientos. Yo soy Yahveh, el que los
santifico” (Lv 20,7). “Procuren estar en paz con todos y progresen en la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Pongan cuidado en que nadie se vea
privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz amarga retoñe ni los perturbe
y por ella llegue a infectarse la comunidad” (Heb 12,14-15). “¿No saben que un
poco de levadura hace fermentar toda la masa? Despójense de la vieja levadura, para ser una
nueva masa, ya que ustedes mismos son como el pan sin levadura. Porque Cristo,
nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos, entonces, nuestra Pascua, no con
la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin
levadura de la pureza y la verdad” (Gal 5,6-8).