DOMINGO XXIII - C (07 de setiembre de 2025)
Proclamación del santo Evangelio según San Lucas 14,25 - 33:
14,25 Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose
vuelta, les dijo:
14,26 "Cualquiera que venga a mí y no ame más que a su
padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y
hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
14,27 El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser
mi discípulo.
14,28 ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se
sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
14,29 No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda
acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
14,30 "Este comenzó a edificar y no pudo
terminar".
14,31 ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se
sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene
contra él con veinte mil?
14,32 Por el contrario, mientras el otro rey está todavía
lejos, envía una embajada para negociar la paz.
14,33 De la misma manera, cualquiera de ustedes que no
renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. PALABRA DEL
SEÑOR.
REFLEXIÓN:
Estimados amigos en la fe Paz y Bien.
¿Serán pocos los que se salven? (Lc 13,23. “El que se
ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado” (Lc 14,11).
Respondería Jesús: Se salvaran todos los que dejan ensalzar por Dios. Y Para
que Dios nos ensalce hace falta que seamos humildes y sencillos de corazón (Mt
11, 28). Ahora para que Dios nos salve o nos ensalce hace falta que lo amemos
como él nos amó (Jn 13,34). El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no
es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de
mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera
salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará” (Mt
10,37-39).
San pablo dice: “Para mí, Cristo Jesús lo es todo”
(Col,3,11) o lo mismo: “A causa del Señor nada tiene valor para mí, todo lo
considero basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8), “Para mí la vida es
Cristo” (Flp 1,21). En efecto, para quien piensa de esta manera las palabras
del evangelio de hoy tienen mucho sentido. Aunque la primera impresión que
pudiera Jesús suscitar en nosotros es que quiere poner muy alto el precio a su
seguimiento. Pero nada concordante es nuestro parecer con el querer y mensaje
de hoy. Lo que Jesús busca es decirnos que: "Nadie puede estar al servicio
de dos amos, pues amarà a uno y al otro despreciara, no pueden servir a Dios y
al dinero al mismo tiempo" (Mt 6,24).
No es poner muy alto precio del cielo y menos el tratar de
apagar las ilusiones y las esperanzas de nadie y menos se piense que Jesús
trata de desanimar a alguien que desea seguirle. Es sencillamente un llamado a
la realidad. Y es que, seguir a Jesús y por ende optar por el cielo, no es cosa
de juego, no es una broma, ni tampoco un irnos de un buen paseo un fin de
semana. Jesús no quiere un corazón dividido de sus discípulos. Seguir a Jesús
es una decisión para toda la vida y con todas las consecuencias. Aquí no hay
lugar y no debiera haber motivo alguno para dar vuelta atrás, y es que
sencillamente Dios no está jugando con nadie, la cuestión del Reino de Dios no
es una cosa pasajera y entre bromas.
Dios se jugó todo por la humanidad y por tanto también exige
de quien desea seguirle que se la juegue todo por él. Y dígase lo mismo de un
matrimonio. ¿A quién le gustaría que se jueguen de él? ¿A quién le gustaría que
lo vean hoy como un vaso descartable que se usa y se bota? Dice Jesús: "Lo
que Dios ha unido no lo separe el hombre" (Mt 19,6). Es decir, el amor
conyugal es para siempre. De la misma forma, Dios quiere que quien opte por
seguirle opte para siempre y con un corazón indiviso y por eso recalca: "
Ahí donde esta tu tesoro ahí estará también tu corazón" (Mt 6,21).
Me es imposible seguir hablando y no ceñirme a las mismas
palabras de Jesús y lo primero que me viene a la mente es este famoso episodio
del joven rico y del doctor de la ley que preguntan al Señor: “Cuando se puso
en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: «Maestro
bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Por qué
me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás
a nadie, honra a tu padre y a tu madre». El hombre le respondió: «Maestro, todo
eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo
te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro
en el cielo. Después, ven y sígueme” (Mc 10,17-21). Fíjese lo que dice Jesús
“dáselo a los pobre todo” y no le dijo y así ya estás en el cielo, sino que,
dice luego “vente conmigo”. Y es que nadie puede llegar al cielo por su propia
cuenta, con Razón ya dijo en otro episodio: “Yo soy camino verdad y vida, nadie
va al Padre sino por mi” (Jn 14,6).
“Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había
respondido bien, se acercó y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los
mandamientos?». Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor
nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El
segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más
grande que estos” (Mc 12,28-31).
Así, pues, cuando hoy Jesús nos dice: "Si alguno viene
donde mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a
sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo
mío” (Lc 14,26). Jesús nos invita que si queremos seguirle, primero que
reflexionemos seriamente, y somos libres de seguirlo, pero si decidimos ir tras
su llamada; porque no acepta seguidores que digan si y luego se cansen y se
queden a medio camino, como quien comienza a edificar una torre pero no tiene
con qué terminarla. La gente se va a reír de él, "comenzó y no pudo
terminar". (Lc 14,30). Esto hay que aplicarlo a todo. Por ejemplo en el
matrimonio ha de ser lo mismo: "Antes de casarte, piensa si estás
dispuesto a llegar hasta el final del camino con este hombre o con esta mujer,
y no quejarte y pedir el divorcio." O te casas para siempre o no te cases
mejor. Igual habría que decir que si te sientas llamado al sacerdocio o vida
consagrada, piénsalo bien, no sea que luego vengas con el cuento de que no era
para ti esta forma de vida. Desde luego hay muchos episodios que nos recuerda
esta opción a medias que Jesús nunca aceptará:
“Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te
seguiré adonde vayas!». Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las
aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la
cabeza». Y dijo a otro: «Sígueme». El respondió: «Permíteme que vaya primero a
enterrar a mi padre». Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren
a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré,
Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos». Jesús le respondió: «El
que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de
Dios” (Lc 9,57-62).
Jesús ya nos había dicho: “La verdad los hará libres” (Jn
8,32). Jesús no tiene reparo alguno al proponer como meta de su seguimiento una
meta muy alta. Ser capaz de aventurarse a una fidelidad que puede llevar hasta
la mismísima cruz: “El que quiera venir detrás de mí, que se renuncie a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida,
la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará. ¿De qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el
hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su
Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus
obras. Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes
de ver al Hijo del hombre, cuando venga en su Reino» (Mt 16,24-28).
"Cualquiera que venga a mí y no ame más que a su padre
y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su
propia vida, no puede ser mi discípulo… (Lc 14,26). Porque para ser cristiano de verdad hay que tener
ganas de serlo, hay que ser capaz de hacer lo que implica el seguimiento, hay
que escogerlo personalmente". Así como Dios se jugó del todo por el amor a
la humanidad (Jn 15,13). No se pone mano al arado de un momento y luego se deja
(Lc 9,62).
Para ser
cristianos hay que querer serlo. Y si no, mejor sería borrarse. Y luego Jesús
termina con una sentencia clara y definitiva, que explica las condiciones que
uno debe ser capaz y estar dispuesto a aceptar: "El que no renuncia a
todos sus bienes, no puede ser discípulo mío". Así como para entrar en la
universidad, si uno no tiene ganas de estudiar o no sabe, es mejor que no
entre, para ser seguidor de Jesús uno tiene que estar dispuesto a renunciar a
todo, a escoger a Jesús y su evangelio por encima de todo. Hay que amar a Jesús
por encima de toda cosa; hay que aceptar la cruz de Jesús. Y si no, mejor no
meterse. ¿Qué significan esas condiciones que Jesús pone a los que quieran
seguirlo, las condiciones de amarlo a él por encima de toda cosa, y llevar su
cruz? La primera condición es ésa: amar a Jesús por encima de toda cosa.
Incluso posponiendo al padre y a la madre, a la esposa y a los hijos... amar a
Jesús más que todo lo que uno pueda amar.
Dios, en su Hijo,
establece las condiciones para el seguimiento en Lucas 14,25-33. Este pasaje
subraya que el discipulado no es opcional ni negociable, sino una llamada
radical que exige una respuesta incondicional al indicar: “Yo soy camino,
verdad y vida; nadie va al Padre sino no por mi” (Jn 14,6).
Desde una
perspectiva teológica, el pasaje de Lucas 14,25-33 nos revela una verdad
fundamental: Dios, en su soberanía, es quien establece las reglas del juego y
el hombre las cumple si o si (II Tm 2,5). No somos nosotros quienes definimos
los términos de la relación con Él, sino que debemos responder a su invitación
(Mt 22,8). Jesús no está buscando seguidores a medias, sino discípulos que lo
amen por encima de todo (Col 3,11). El evangelio no es un producto que se
adapte a nuestras preferencias (Jn 13,8), sino una invitación a una vida nueva
que requiere nuestra total sumisión (Mt 22,12). Esto se relaciona directamente
con el concepto de la Gracia Divina (Stg 4,6), la cual es un don inmerecido de
Dios. Nuestra única respuesta es la fe y la obediencia, que se manifiestan en
la disposición a dejarlo todo por Él (Mt 16,24).
Reflexivamente,
este pasaje nos invita a una profunda introspección. En un mundo donde el
individualismo y el "yo decido" son la norma. Jesús nos confronta con
la idea de que, para ser verdaderamente libres, debemos entregar el control. La
renuncia a la familia, a los bienes y a la propia vida (simbolizada en la cruz)
no es un acto de pérdida, sino de ganancia (Flp 3,8). Al desprendernos de todo
aquello que nos define y nos ata, nos abrimos a una nueva identidad en Cristo.
¿Qué nos impide seguir a Jesús? A menudo, no son las grandes cosas, sino los
pequeños apegos que llenan nuestra vida. La familia, el trabajo, las
posesiones, incluso nuestro propio orgullo, pueden convertirse en ídolos que
nos alejan de Dios. El llamado de Jesús es un desafío a la autenticidad, a
examinar qué valoramos realmente en nuestra vida, ¿nuestra propia vida o
renunciar por aquel que da sentido a nuestra existencia?.
Espiritualmente,
el pasaje nos muestra el camino de la santidad (Lv 20,7-8). Este camino
comienza con la renuncia a lo que no es Dios (Ecl 1,2) para que se dé el
encuentro con Dios. Al "renunciar" a la familia, a los bienes y al
propio yo, estamos participando en un acto de vaciamiento de sí mismo
(kenosis), imitando a Cristo (Flp 2,8).
La cruz, en
particular, no es solo un símbolo de sufrimiento, sino de unión mística con
Cristo (Gal 6,14). Al cargar nuestra cruz, nos unimos a su Pasión, y en este
acto de entrega, nos purificamos de todo aquello que nos separa de Él (Jn 16,9).
Paradójicamente, es a través de esta muerte simbólica que encontramos la
verdadera vida (Flp ,1,21). La alegría y la plenitud de la vida espiritual no
se encuentran en la comodidad o en la ausencia de problemas, sino en la certeza
de que, incluso en el sufrimiento, estamos caminando con el Amado (Jn 15,13).
La renuncia es la puerta de entrada (Jn 10,9), la cruz es el camino, y la unión
con Dios es el destino (Jn 17,21). Es un viaje que transforma el dolor en gozo
(Jn 16,20) , la pérdida en ganancia y la muerte en vida (Gal 2,19-20).
Desde un punto de
vista humano, la renuncia a la familia, a los bienes y al propio yo es un acto
contracultural. Estamos programados para buscar la seguridad en las relaciones,
en las posesiones y en nuestra propia autonomía. El llamado de Jesús desafía
esta lógica, proponiendo que la verdadera seguridad no se encuentra en lo que
podemos controlar o poseer, sino en la entrega total a Dios.
Espiritualmente,
la renuncia es un acto de humildad y confianza. Es reconocer que no somos
autosuficientes y que los ídolos de nuestra vida (familia, dinero, poder) nos
impiden una relación profunda con lo divino. La renuncia, por lo tanto, es una
purificación del corazón que nos libera de los apegos que nos separan de Dios.
La Cruz como
Camino: La cruz, en este contexto, no es solo un símbolo de sufrimiento, sino
el camino de la unión. En la vida humana, el dolor es inevitable. A menudo, lo
evitamos o lo sufrimos en soledad. Jesús nos invita a cargar la cruz, es decir,
a abrazar nuestros sufrimientos y unirlos a los suyos.
Espiritualmente,
la cruz es el camino de la santificación. Al caminar por este sendero, el dolor
se transforma de una experiencia sin sentido a un medio de crecimiento y unión.
La cruz, que humanamente representa la muerte, espiritualmente se convierte en
el lugar de la muerte del ego, permitiendo que surja una nueva vida en el espíritu.
La Unión con Dios
como Destino: El destino de este viaje es la unión con Dios. La paradoja
central del cristianismo, y de este pasaje, es que al perder nuestra vida, la
encontramos. La renuncia y la cruz no son metas, sino el proceso que nos lleva
a la verdadera vida en Dios. Este destino no es solo para el más allá, sino que
comienza aquí y ahora.
Este viaje
transforma el dolor en gozo porque le da un propósito. La pérdida se vuelve
ganancia al descubrir un tesoro mayor que cualquier posesión. La muerte,
entendida como la muerte al ego, se convierte en la puerta a una vida plena en
la que Dios es el centro. Esta transformación no es un mero cambio de
mentalidad, sino una experiencia real y tangible de paz, alegría y propósito
que se experimenta en medio de las pruebas. La renuncia, el camino de la cruz y
la unión con Dios no son meros conceptos, sino la hoja de ruta para una vida
verdaderamente plena y libre. Por lo tanto, la renuncia, el camino de la cruz y
la unión con Dios no son conceptos abstractos, sino una hoja de ruta práctica
para vivir una vida santa y libre.
La renuncia es un
acto de liberación. En un mundo donde constantemente se nos presiona a acumular
más, la renuncia a los bienes materiales es un acto de rebeldía que nos libera
de la esclavitud del consumismo. De igual forma, la renuncia a las ataduras
familiares, en el sentido de poner a Cristo primero, no es un rechazo al amor,
sino una reorientación del amor mismo. Al amar a Dios por encima de todo,
aprendemos a amar a los demás de una manera más pura y desinteresada, sin las
expectativas o dependencias que a menudo nos limitan. Esta renuncia es un paso
crucial hacia la autonomía y la verdadera libertad interior.
La Cruz
como el Camino de la Transformación Espiritual: Espiritualmente, la cruz es el
camino de la santidad. No es un mero sufrimiento sin sentido, sino la
aceptación consciente de los desafíos y las pruebas de la vida como
oportunidades para crecer. Al cargar nuestra cruz, nos unimos a la Pasión de
Cristo, y en esa unión, nuestros sufrimientos se vuelven redentores. Esta
transformación espiritual nos permite ver el dolor no como un obstáculo, sino
como un medio para purificar el alma y fortalecer la fe. La cruz, que a nivel
humano es un símbolo de muerte y fracaso, se convierte en el camino a la
victoria.
La Unión con Dios
como el Destino de la Plenitud: El objetivo de este camino es la unión con
Dios. Esta unión no es una recompensa al final de la vida, sino una experiencia
real que comienza aquí y ahora. Es el destino que hace que la renuncia y la
cruz valgan la pena. Cuando unimos nuestra vida a la de Dios, descubrimos que
el gozo, la paz y el sentido que buscamos en el mundo ya están en Él. La
renuncia transforma la pérdida en ganancia, el camino de la cruz transforma el
dolor en gozo, y en última instancia, la unión con Dios transforma la muerte en
vida. Esta hoja de ruta, marcada por la renuncia y la cruz, nos lleva a una
vida verdaderamente santa y libre, porque es una vida en completa comunión para
y con Dios.