domingo, 10 de diciembre de 2023

DOMINGO III DE ADVIENTO - B (17 de diciembre del 2023)

 DOMINGO III DE ADVIENTO - B (17 de diciembre del 2023)

 Proclamamos el Evangelio de Jesucristo según San  Juan 1,6-8. 19-28:

 1:6 Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.

1:7 Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.

1:8 Él no era la luz, sino el testigo de la luz.

1:19 Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?"

1:20 Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías".

1:21 "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron: "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió.

1:22 Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?"

1:23 Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor,  como dijo el profeta Isaías".

1:24 Algunos de los enviados eran fariseos,

1:25 y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?"

1:26 Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen:

1:27 él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia".

1:28 Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXIÓN:

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

¿Qué obras buenas tengo que hacer para obtener la salvación eterna? (Mc 10,17). Siendo testigo de la luz (Jn 1,8).

 Estamos ya celebrando el III domingo del tiempo de adviento. En el I domingo se nos ha dicho: “Estén despiertos y vigilantes porque Uds. no saben cuándo será el día y la hora en que llegue el dueño de casa” (Mc 13,33). En el II domingo: “Yo soy la voz que clama en el desierto, preparen el camino del Señor” (Is 40,3; Mc 1,3). Hoy, Juan Bautista dice: “Yo no soy la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Nosotros también estamos llamados a esta sagrada misión: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Mt 28, 11-20).

“Yo soy testigo de la luz” (Jn 1,8). Esta  afirmación contundente se complementa con esta cita: Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,29). Además agrega Juan y dice: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre el que veas descender el Espíritu, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios" (Jn 1,33-34). Luego Jesús mismo nos dice: “Yo soy la luz del mundo quien me sigue no camina en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). No es lo mismo caminar en tiniebla que en la luz, como no es lo mismo estar en día que de noche.

“El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él" (Jn 11,9-10). Hay distinción clara entre el que está en la luz y en tinieblas. ¿Quién es el que está en la luz y en tinieblas? El que ha nacido en el espíritu: "El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3,5-6). San Pablo dice: “Los que han sido bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo” (Gal 3,27). “Despójense del hombre viejo, y renuévense en la mente y espíritu para revestirse del hombre nuevo encaminados a ser santos” (Ef 4,22-24). Así pues, el que se ha convertido al evangelio (Mc 1,15) es hombre nuevo. San Pablo exclama de gozo al comprender este gran misterio: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). Quien se convierte al evangelio, es sin duda el hombre testigo de la luz (Jn 1,8).

Juan Baustista exhorta tajantemente al advertir que algunos quieren bautizarse sin dejar las tinieblas: “Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: "Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan frutos de una sincera conversión, y no se contenten con decir: Tenemos por padre a Abraham. Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego. (Mt 3,7-10; Mt 7, 19). Ser bautizados nos purifica de todos los pecados, pero ejerciendo el don del bautismo en nuestra vida es como nos santificamos (Lv 11,45). Si estamos bautizados, pero no ejercemos el don de nuestra fe, seguimos siendo hombre de tinieblas no por la ineficacia del sacramento del bautismo sino por no dejarnos transformar por la fuerza del espíritu. En este sentido, Jesús mismo hace referencia al hombre que finge ser bautizado, el hombre envuelto en tinieblas (fariseos) y dice: “Son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos ciegos caerán en un pozo" (Mt 15,14).

El hombre convertido al evangelio (Mc 1,15) está comprometido con esta consigna: “Enseñen el evangelio a toda la creación, quien crea y se bautice se salvara y quien se resiste en creer será condenado” (Mc 16,15). ¿Cómo enseñar el evangelio? Siendo testimonio de la luz: “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en la cima de una montaña y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así alumbre ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y por ella glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 15,14-16). En suma, Jesús nos recomienda ser testigo de la luz (Jn 1,8) para asegurar nuestra salvación (Mc 16,15).  

La Iglesia se conforma por cada uno de los bautizados (Gal 3,27). Y todos los bautizados seguimos al Señor quien con mucha razón nos dice: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas sino que tendrá luz y vida” (Jn 8,12). Pero los que no conocen a Dios son los hijos de las tinieblas (Ef 5,5). Felizmente vivimos unos momentos en los que la Iglesia tiene mejores testigos de la luz. ¿Quién negará, por ejemplo que el Papa Francisco no está siendo el gran testigo de la luz para el mundo? ¿Qué decir de los santos que brillaron y brillan por siempre por su santidad? (Mt 22,12): San Francisco de Asís, San Antonio de Padua, Santa Clara; santa Rosa de Lima, San Martin de Porres, San Francisco Solano etc.

Dijo Jesús: “Yo soy la luz del mundo” (Mt 8,12). Y Juan lo reconoce: la luz es Él, yo soy simple testigo de la luz (Jn 1,7). Esa es también la misión de cada cristiano. No es él la luz, pero él vive iluminado por la luz de Jesús y del Evangelio y nos convertimos también nosotros en “testigos de la luz” (Jn 1,8): Somos testigos de la luz, cuando vivimos iluminados por Jesús, cuando vivimos en la verdad del Evangelio, cuando vemos a los demás como hermanos, cuando defendemos la dignidad de los hermanos, cuando amamos a los demás como a nosotros mismos y como Dios los ama (Mt 22,36). Somos testigos de la luz, cuando somos sensibles a las necesidades de los demás, cuando los demás pueden reconocer a Dios en nuestras vidas, cuando los demás se sienten iluminados en su camino. Seamos la lámpara en la que arde la mecha del Evangelio y de Jesús (Mt 5,14). Seamos testigos de la luz dejando que nuestra vida sea una Navidad. Un principio de esperanza para sí y los demás.

El Evangelio de hoy nos plantea una pregunta directa y personal a la que, de ordinario, no queremos responder. “¿Quién eres tú?” “¿Qué dices de ti mismo?”(Jn 1,19). Todos sabemos muy bien quiénes son los demás, todos sabemos muchas cosas de los otros, lo difícil es cuando alguien nos pregunta: ¿Y tú quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Es una pregunta que muy pocos son capaces de hacerse porque es preguntarse por su propia identidad, por su propio ser y ¿Quién se conoce realmente a sí mismo?

Respecto a la identidad, Hay Varios pasajes o citas en las que se hace referencia al tema, así tenemos por ejemplo: Los judíos lo rodearon a Jesús y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente. Jesús les respondió: Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,24-27). Los discípulos de Juan el Bautista preguntaron a Jesús ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? En aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias, y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: Digan a Juan lo que han visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” (Lc 7,20-23). Pero la inquietud más importante de la identidad es:

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es? Ellos le respondieron: Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas. Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy? Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le dijo: Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella” (Mt 16,13-18;  Mc 8, 29; Lc 9, 20; Jn 6, 68-69). Y la afirmación contundente de la nueva identidad lo trae san Pablo al afirmar: “En virtud de la Ley, he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. La vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,19-20).

Así pues, nosotros mismos, cuando un día tengamos que presentarnos en el cielo, nos pedirá nuestra identidad, el Justo Juez que es Cristo Jesús (Hch 10,42): ¿Usted quién es? Si le decimos, mire yo soy el ingeniero... Él nos dirá: Yo no le he preguntado por el oficio, sino quién es. Yo ayudé a construir muchas Iglesia. Yo no le preguntado qué ha construido sino quién es usted. Soy un padre de familia. Por favor, Señor, yo no le he preguntado si tiene hijos, sino quién es. No se enfade, Señor, pero a decir verdad es lo único que sé de mí mismo.

Esto es lo que le pasó a Juan cuando los interlocutores le preguntaron: “¿Quién eres, que dices de ti mismo?” (Jn 1,19). Juan dijo: Yo no soy Elías, ni soy el profeta, yo no soy el Mesías. Pero, ¿quién demonios es usted? Yo soy el que bautiza y abre caminos al que está por venir porque en medio de vosotros hay uno a quien no conocen y al que no soy digno de desatarle la corre de sus sandalias (Jn 1,25-27). Yo no soy yo, sino que soy en relación al otro. ¿Quién soy yo? La respuesta nos la da Pablo: “Ya no soy yo, sino Cristo que vive en mí.” (Gal 2,20) Eso es ser cristianos comprometidos con la misión de anunciar el evangelio (I Cor 9,16).

¿Quien eres; el Mesías; Elías o el profeta? Quedan desorientados. Las respuestas de Juan Bautista son cada vez más breves, hasta terminar en un escueto y seco "No", que bloquea el interrogatorio y deja desorientados a los inquisidores. No se atribuye ninguna función que pueda centrar la atención en su persona. El evangelista pone en boca del Bautista la triple negación, porque las tres figuras van a ser representadas por Jesús. El Mesías, Elías y el Profeta encarnaban diversos aspectos de la salvación esperada como instrumentos del Espíritu.

"¿Quién eres?" Le piden que se defina a sí mismo. Las autoridades quieren una respuesta clara para juzgar si Juan representa un peligro; quieren saber qué pretende con su actividad. No ponen el mínimo interés por enterarse de su mensaje. Así son siempre los dirigentes: ya lo saben todo; sólo tienen que vigilar para que nadie se desmande. Se define como "la voz que grita en el desierto". Es alguien que debe ocultarse para no hacer sombra al que viene. Es la conciencia del pueblo fiel que esperaba la venida del Mesías. Juan es "la voz", Jesús es "la Palabra". Quita la palabra, ¿y qué es la voz?: un ruido vacío. La voz sin palabras llega al oído, pero no edifica el corazón. Lo que Juan Bautista está indicando es el proverbio: "Si alguien te señala el cielo, no te quedes mirando el dedo". El sólo es dedo que señala al que viene.

La actitud de Juan es la única válida para los cristianos, tanto como individuos aislados como formando comunidad. Su misión -nuestra misión- es ser testigo de la Luz o indicar la presencia de Cristo en el mundo, procurando que nuestro testimonio sea transparente, que los hombres no tropiecen en nosotros, sino que descubran el rostro de Jesús. Tampoco nosotros tenemos ninguna importancia, no tenemos influencias, pero sabemos que Jesús se encuentra entre nosotros, sabemos que está en medio de nuestro mundo.

Al identificarse con la "voz que clama en el desierto" (Is  40,3), Juan conecta con la tradición profética. Y exhorta a los dirigentes a quitar los obstáculos que ellos mismos han puesto: "Allanen el camino del Señor". El Señor va a recorrer su camino y debe encontrarlo libre. Las autoridades son las que han torcido ese camino; han impedido la liberación que el Señor quiere hacer, manteniendo al pueblo en la esclavitud de la tiniebla.

Preparar el camino al que viene requiere una actitud activa y comprometida. Con nuestro trabajo tenemos que adelantar el día del Señor. Juan es un ejemplo de creyente convencido de verdad, que trata de "ser". Su acción brotó como consecuencia de su fe adulta.

El cristiano no puede vivir fuera del mundo (Jn 17,15); vive en una sociedad en la que sabe que está presente Jesús Resucitado, aunque no sea visible (Mt 28,20). Sabe que este mundo no es el fin, sino camino que construye la futura plenitud. Pero ¿cómo vivir en el mundo haciendo camino hacia el Reino? No hay exclusiones previas, no hay normas que resuelvan a priori los problemas. Es preciso vivir en el mundo, pero sabiendo juzgar, criticar, descubrir "lo bueno". Lo dice san Pablo: "Examínenlo todo, quédense con lo bueno" (I Tes 5,21). Y el criterio sobre lo bueno es el evangelio: será bueno todo lo que conduzca hacia el Reino, hacia más amor, más justicia, más libertad, más fraternidad... para todos.

"Allanen el camino del Señor" es quitar de nosotros todo lo que no responda a ese progreso hacia el Reino. Cada uno verá qué. Y es abrirse a todo lo que nos conduzca a él. Es un examen que cada uno puede y debe hacer.

¿Sabemos rechazar lo que es obstáculo al camino? ¿Qué es lo que estamos rechazando ahora? ¿Sabemos unirnos a lo que favorece este camino, venga de donde venga? ¿En qué lo demostramos? ¿Qué nos impide aceptar el Reino? ¿Qué nos "llena" en el camino hacia él de esperanza, de ilusión, de alegría...? No olvidemos que el evangelio es un anuncio de libertad, de esa libertad que tanta falta nos hace al hombre y a la sociedad de hoy.

La presencia de Dios, realidad oculta: Aparecen los fariseos. Serán los acérrimos adversarios de Jesús a lo largo de todo el evangelio. Es el grupo de los observantes y guardianes de la ley. Se han quedado en la letra de ella y por eso son enemigos del Espíritu. Han absolutizado a Moisés y se opondrán ferozmente a Jesús. Están muy dignamente representados en nuestra Iglesia de hoy. Al no identificarse con ninguno de los personajes previsibles y pretender ser enviado por Dios, Juan parece colocarse fuera de la tradición de Israel. La pregunta que le hacen es casi una acusación: "¿Por qué bautizas?" Era el bautismo lo que provocaba la alarma de los dirigentes, porque el hecho de bautizar estaba asociado de algún modo a las tres figuras mencionadas.

El bautismo significaba sepultar el pasado para empezar una vida nueva. El bautismo de Juan pedía la adhesión a la persona del Mesías, que comportaba la ruptura con las instituciones; aparecía como símbolo de un movimiento que avivaba el descontento existente respecto a los dirigentes. Era el signo de una liberación.

Desconcertados por sus negaciones, los representantes de los dirigentes han recibido como respuesta a su insistencia un mensaje de denuncia: son ellos los que impiden la obra liberadora de Dios: "Allanen el camino". Ahora les anuncia una noticia inquietante: el Mesías no es él, pero está ya presente y va a responder a los anhelos del pueblo.

"Yo bautizo con agua". Juan es consciente de que su bautismo será seguido de otro superior, y quita importancia al suyo. El agua pertenece al mundo físico y únicamente con lo físico puede tener contacto. El bautismo con "Espíritu Santo" (Jn 1,33) penetra en el interior mismo del hombre. El agua simboliza una transformación, pero es el Espíritu el único que puede realizarla. Su bautismo no es definitivo, sino solamente preparación para recibir a un personaje que va a llegar; sólo El dará el bautismo definitivo. Juan suscita un movimiento popular, en espera de Otro.

"En medio de Uds. hay uno que no conocen". El personaje al que mira su bautismo está ya presente, pero ellos no se han dado cuenta aún de su presencia. Los fariseos están incapacitados para reconocer el Espíritu. Lo mismo todos los que son -¿somos?- como ellos.

Tampoco nosotros lo reconocemos frecuentemente, pero está en nuestra vida. Esta frase, central en el presente pasaje, sigue resonando en nuestros oídos. Y es que la presencia de Dios es y será siempre una presencia oculta. Jesús vive a nuestro lado. ¿Cómo lo reconoceremos? ¿Queremos reconocerlo de verdad? Puede ser cualquiera, puede parecerse a cualquiera.

La verdad de la encarnación de Dios es muy difícil de ser aceptada. Llegamos a creernos a duras penas que Dios se encarnó en Jesús de Nazaret. Pero todo se complica cuando vamos entendiendo que Jesús está presente en cada persona que vive en el mundo (Mt 25,31-46; He 9,4-5). Esta encarnación-presencia de Jesús en la humanidad nos oprime. Si Dios vive entre nosotros, no podemos vivir tranquilos.

Dios se ha hecho solidario con todos los hombres. Lo que se le hace a cada persona, se le hace a Dios. Estamos tan cerca de Dios como lo estamos del prójimo. Cada ser humano es Dios al alcance de nuestra mano y de nuestro corazón. Pero somos demasiado "razonables" para poder entender esto y vivirlo en consecuencia. A lo máximo que llegamos es a decirlo, a "creerlo" de palabra.

¿Cómo es posible que Dios se pueda presentar "así"? Es éste un tema importante de reflexión para todos nosotros. Nuestro Dios es terriblemente "molesto". Su presencia será siempre desconcertante, dolorosa, comprometida, una llamada a la generosidad, a la justicia, a la libertad, a la fe, al amor...

No esperemos el "juicio final" (Mt 25,31-46) para entenderlo. Dios ha venido a habitar entre nosotros (Enmanuel). Tenemos que tener mucho cuidado para descubrirlo en los acontecimientos y en las personas que nos rodean.

No solemos aceptarle tal como se nos manifiesta. Tenemos una auténtica hostilidad a la forma que tiene Dios de manifestarse en el presente: nosotros queriendo alejarlo de nuestra vida, encumbrarlo, adorarlo tranquilo en el cielo; y El siempre cercano, a nuestro lado, delante de nosotros cuando nos ponemos a caminar por su camino y detrás cuando le pedimos evidencias. Nuestro Dios no es una idea, una imaginación; es una realidad que hace daño porque nos compromete a una acción en favor de todos los hombres.

Juan afirma su inferioridad: "No soy digno de desatar la correa de su sandalia". "Esto pasaba en Betania". La localización de Betania es insegura, hasta el punto que puede dudarse haya existido una localidad de tal nombre. Sin embargo, su localización, real o simbólica, es importante en el relato evangélico: será a este lugar donde Jesús se retire al final de su vida pública (Jn 12,1).

"En la otra orilla del Jordán". No es la Betania de Lázaro y sus hermanas. Esta nos recuerda el paso del río efectuado por Josué para entrar en la tierra prometida. Para anunciar la liberación que va a realizar Jesús, Juan se coloca en un territorio que evoca esa tierra, donde el propicio la purificación para entrar a la tierra de promesas de Dios, fuera de las instituciones judías.

Las actitudes diversas que el tiempo de Adviento nos invita a vivir con intensidad, hoy se destaca una: la alegría, el gozo. De hecho, hoy es aquel domingo llamado tradicionalmente «Domingo de Gaudete», precisamente por ese tono gozoso que sobresale a lo largo de toda la celebración.

Ya en la primera lectura Isaías anuncia el retorno del exilio como una gran noticia: Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos. Ante tal perspectiva la única reacción lógica es el entusiasmo: Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo. Se trata de la misma alegría y entusiasmo que María cantó en el Magníficat, hoy propuesto como salmo responsorial, por las maravillas obradas por Dios en su persona. Y san Pablo, en el fragmento de su primera carta a los de Tesalónica que leemos hoy, acaba de remachar el clavo: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.

Así pues, la actitud de espera, de preparación, y también aquel compromiso de anuncio, de testimonio, de esta venida del Señor, han de ir acompañados de un tono gozoso, festivo, alegre, sobre todo porque sabemos reconocer que el Señor ya ha venido, y sigue viniendo cada día, y ha hecho obras grandes por nosotros, por lo que debemos estarle agradecidos, esperando que continuará haciéndose presente. Todo lo cual queda muy bien resumido en la oración colecta del día: Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante.

«La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» .

La gran verdad es que fuera del cristianismo no hay alegría. Tan vieja como las cartas de S. Ignacio de Antioquía, que -incluso cuando ya se sabía trigo de Cristo próximo a ser molido en los dientes de las fieras- se dirigía a sus fieles deseándoles «muchísima alegría».

En el mundo también hay alegría, es cierto; pero una alegría falsa y poco duradera. Alegría es el reclamo que coloca el mundo ante las diversiones más estúpidas o menos dignas. La fuente de nuestra perenne alegría debe brotar más hondo: la alegría viene de un fondo de serenidad que hay en el alma.

El motivo de nuestra alegría es porque Dios está cerca y porque viene a nosotros como Salvador, como Libertador (Ver Antífona de entrada). Aquí está la raíz de nuestra alegría: en que hemos sido rescatados del poder del maligno y trasladados a un mundo inundado por la gracia. En que Dios se ha hecho de nuestra carne y de nuestra sangre. En que su madre es nuestra madre y su vida es nuestra vida. En que somos pequeños y miserables, y llenos de defectos, para que en nosotros resplandezca el poder y la misericordia de Dios.

Toda la vida áspera y dura del Bautista está comprendida humanamente por dos soledades: la soledad del desierto y la soledad de la prisión, pero la revelación se encarga de dejar bien claro que el eje auténtico de la vida del Precursor se apoya en dos nota de júbilo y de alegría. Dice su madre Isabel: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 01,44). «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría que ha alcanzado su plenitud» (Jn 03,29).

“En medio de Uds. hay uno que no conocen». El personaje al que mira su bautismo está ya presente, pero ellos no se han dado cuenta aún de su presencia. Los fariseos están incapacitados para reconocer el Espíritu. Lo mismo todos los que son -¿somos?- como ellos.

Tampoco nosotros lo reconocemos frecuentemente, pero está en nuestra vida. Esta frase, central en el presente pasaje, sigue resonando en nuestros oídos. Y es que la presencia de Dios es y será siempre una presencia oculta. Jesús vive a nuestro lado.

¿Cómo lo reconoceremos? ¿Queremos reconocerlo de verdad? Puede ser cualquiera, puede parecerse a cualquiera. La verdad de la encarnación de Dios es muy difícil de ser aceptada. Llegamos a creernos a duras penas que Dios se encarnó en Jesús de Nazaret. Pero todo se complica cuando vamos entendiendo que Jesús está presente en cada persona que vive en el mundo (Mt 25,31-46; He 9,4-5).

Esta encarnación-presencia de Jesús en la humanidad nos oprime. Si Dios vive entre nosotros, no podemos vivir tranquilos. Dios se ha hecho solidario con todos los hombres. Lo que se le hace a cada persona, se le hace a Dios. Estamos tan cerca de Dios como lo estamos del prójimo. Cada ser humano es Dios al alcance de nuestra mano y de nuestro corazón.

Pero somos demasiado «razonables» para poder entender esto y vivirlo en consecuencia. A lo máximo que llegamos es a decirlo, a «creerlo» de palabra. ¿Cómo es posible que Dios se pueda presentar «así»? Es éste un tema importante de reflexión para todos nosotros. Nuestro Dios es terriblemente «molesto». Su presencia será siempre desconcertante, dolorosa, comprometida, una llamada a la generosidad, a la justicia, a la libertad, a la fe, al amor...

No esperemos al «juicio final» (Mt 25,31-46) para entenderlo. Dios ha venido a habitar entre nosotros. Tenemos que tener mucho cuidado para descubrirlo en los acontecimientos y en las personas que nos rodean.

PREPARACIÓN INTERIOR SIENDO HOMBRE NUEVOS (Col 3,9): Finalmente, tendremos que invitar a todos a intensificar la preparación personal. La Navidad ya está cerca, y todos corremos el riesgo de quedar atrapados por el trajín de los días previos a las fiestas. Hemos de dedicar un tiempo a la dimensión interior, espiritual, a la oración, para poder vivir y saborear de verdad lo que estamos a punto de celebrar. Tal como afirmaba san Pablo en la segunda lectura de hoy: Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo.