DOMINGO XIV – B (07 de Julio del 2024)
Proclamación del Santo Evangelio según San
Marcos 6,1 - 6:
6:1 Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de
sus discípulos.
6:2 Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la
sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De
dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes
milagros que se realizan por sus manos?
6:3 ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de
Santiago, y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y
Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
6:4 Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado
solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
6:5 Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a
unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
6:6 Y él se asombraba de su falta de fe. PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.
LA FE ES ASOMBROSA: Porque si la falta de fe impide actuar a
Jesús -no pudo allí hacer ningún milagro-, aun entre gentes religiosas, en
cambio no hay situación imposible para que el cree. No olvidemos que el
evangelio de hoy nos habla de personas religiosas, pero con falta de fe. ¿No
habrá entre nosotros tan pocos "milagros" porque somos, sí,
religiosos, pero en el fondo no creemos y desconfiamos! ¿Somos conscientes del
enorme horizonte que se abre al que cree? Precisamente, para que el contraste
sea bien claro, la escena de hoy es continuación de otra en que la fe ha obrado
lo que parecía imposible. "No temas, basta que tengas fe" (Mc 5,36),
dijo Jesús a Jairo. El y la mujer hemorroisa, experimentaron asombrados el
efecto de su confianza. Quizá será también bueno que hoy volvamos a escuchar el
reproche de Jesús a sus discípulos, aterrorizados en la tempestad: "¿Aún
no tienen fe?" (Mc 4,40). Somos gente religiosa, sí, discípulos de Jesús,
también, pero ¿de verdad tenemos fe?
Este trozo (Mc 6, 1-6) tiene, en la economía del evangelio
de Marcos, una gran importancia cristológica: constituye una etapa fundamental
en el camino de Jesús hacia el abandono y la cruz. Desde ahora en adelante
Jesús abandona la enseñanza en las sinagogas; seguirá hablando, pero en medio
de la gente, lejos de todo ambiente oficial.
Cuando se lee este episodio, no es posible dejar de pensar
en aquella afirmación del prólogo de Juan: "Vino a los suyos y los suyos
no lo recibieron" (Jn 1,11). Leído de esta manera, este episodio va mucho
más allá de la repulsa de una oscura aldea de Galilea: figura la repulsa de
todo Israel, una repulsa que por lo demás parece acompañar a toda la historia
del pueblo de Dios. Incluso las motivaciones de esta repulsa van mucho más allá
de la resistencia particular de los habitantes de Nazaret: son las resistencias
de siempre, arraigadas en el corazón del hombre. Por este trozo de Marcos puede
afectarnos también seriamente a nosotros.
Los habitantes de Nazaret no niegan la sabiduría de Jesús,
sus milagros, la lucidez de su predicación; incluso se muestran sorprendidos
por todo eso. Pero discuten su origen (versículo 3). Ha trabajado de carpintero
como cualquier otro, ha crecido entre nosotros, conocemos a su madre y a sus
hermanos; ¿cómo es posible que venga de Dios? Esta es la primera y la
fundamental razón de su repulsa: la invisibilidad de Dios, su manera de hacerse
presente bajo las apariencias comunes. La grandeza de Dios parece contradecirse
a sí misma, y esto constituye un escándalo. Nos parece oir la pregunta de los
nazarenos: "De dónde le viene todo esto? ¿Qué pensar de su
sabiduría?" (Mc 6,2). En otras
palabras, ¿cómo se explica su ciencia, la novedad y la eficacia de sus
enseñanzas? La respuesta está ya en la misma pregunta: es una sabiduría que se
le ha dado, que no viene de un hombre o de una escuela, sino de Dios (Jn 10,38).
Los judíos, admirados, decían: "¿Cómo conoce las
Escrituras sin haber estudiado? Jesús les respondió: Mi enseñanza no
es mía, sino de aquel que me envió” (Jn 7,15-16). Jesús les dijo: “Sé de dónde
vine y a dónde voy; pero ustedes no saben de dónde vine, y a donde voy” (Jn
8,14). Ellos preguntaron a Jesús: ¿Dónde está tu Padre? Jesús respondió:
Ustedes no me conocen ni a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían
también a mi Padre" (Jn 8,19). Jesús les dijo: “El que es de Dios escucha
las palabras de Dios; si ustedes no las escuchan, es porque no son de
Dios" (Jn 8,47).
San Pablo resume en pocas palabras toda la figura del Hijo
de Dios: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Porque
Él siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría Dios; sino, todo
lo contrario, se rebajó a sí mismo, tomando la condición de esclavo y
haciéndose semejante a los hombres… se humilló hasta someterse por obediencia
la muerte y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que
está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en
el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de
Dios Padre” (Flp 2,5-11). Las mismas palabras de Jesús resaltan la humildad y
sencillez como don y querer de Dios al decir: "Te alabo, Padre, Señor de
cielo y tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y
haberlas revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así lo has querido”
(Mt 11,25-26). Y en muchos pasajes vamos constatando que efectivamente Dios se
revela en la sencillez de las cosas.
Nos preguntamos, si nosotros buscamos a Dios y quisiéramos
encontrar a Dios de verdad, ¿Dónde y con qué lo buscamos? Buscamos guiados por
nuestra razón porque pensamos que Dios tiene que acomodarse a nuestro modo de
pensar y actuar, así los mismos apóstoles reflejan eso y por eso un buen día
Pedro se ganó una llamada de atención: “Apártate de mi vista satanás, porque tú
piensas como los hombre y no como Dios” (Mt 16,23). El evangelio de este
domingo nos sitúa el modo de pensar de los judíos quienes con criterio humano
se dan la libertad de analizar la identidad de Jesús (Mc 6,1-6). Jesús llega a
su pueblo y nadie le hace una recepción. Entró como cualquier vecino del
barrio, incluso ni se cita el nombre de Nazaret, sencillamente se dice, “su
pueblo”. Hasta resulta curioso que no digan “el hijo de José”, ya que el padre
era el que personificaba a la familia y a la tradición. Le reconocen como el
“hijo de María”, que no lleva ni el apellido paterno. Primero, se admiran de
sabiduría y hasta se cuestionan de dónde saca todo ese saber. Pero, luego le
descubren la suela de la sandalia: “es el carpintero”. Por tanto, enviado de
Dios. Dios no puede rebajarse a ser tan poca cosa, en un triste
carpintero del pueblo.
El mensaje del Evangelio nos ilustra ese conflicto interno
de la gente. Por una parte, no pueden dudar de que allí hay un saber y una
sabiduría distinta, superior; pero, a la vez, no están dispuestos a aceptarla.
Entonces buscan todas las razones posibles para negarse a creer en Él. A Él le
conocen, es el eterno problema. Para ser famoso hay que venir de lejos
precedido de una gran campaña publicitaria porque si nos conocen, “lo nuestro
no vale y todo lo de fuera, lo de extraño si vale y vale mucho”. Muchos quisiéramos
un Dios llamativo, que nos haga milagros, y nos olvidamos de que Dios quiere
hacer milagros, pero se siente defraudado porque no encuentra fe suficiente en
nosotros para hacerlos. No nos quejemos de que “Dios no me escuchó”,
preguntémonos más bien si “nuestra fe es capaz de hacer milagros”. El problema
no es Él, sino nosotros porque queremos a menudo que Dios corresponda
a nuestros criterios y caprichos humanos.
Dios tiene diverso criterio de revelarse y acercarse a
nosotros y lo hace con el vestido de la sencillez. Dios no es de los que nos
abruma con sus trajes, sus ternos de última moda, sus zapatos último modelo.
Dios nunca se manifiesta de estreno. Utiliza siempre el mismo vestido.
Digámoslo así, Dios no es ningún exhibicionista ni presume de grandeza. Por eso
mismo, Dios nunca pretende aplastarnos con lo maravilloso y lo extraordinario.
Desde que decidió encararse (Jn 1,14), “se rebajó hasta hacerse uno cualquiera”
(Flp 2,6-8). Es uno más del pueblo, uno más del barrio, uno más de la calle. Por
eso Dios no inspira ni miedo. Así a Dios no tenemos que buscarlo ni lejos, ni
en las alturas ni en las grandezas, y tenemos que protegernos de Él, al
contrario, a Dios lo reconoceremos en las cosas simples y sencillas de la vida.
Los judíos lo vieron como el “hijo del carpintero”. Ese fue
el pecado de Jesús. Mientras hablaba todos admiraban su sabiduría, pero cuando
analizaron su real identidad todo se vino abajo. Un carpintero en Nazaret es un
don nadie. ¿Qué tiene que decirnos un carpintero? ¿Qué importancia puede tener
un carpintero? ¿Qué cosa buena puede salir de Nazaret? (Jn 1,45). Sin embargo,
Dios se revistió de carpintero y desde entonces se le puede encontrar en
cualquier carpintería de aldea. Como es de entenderse, nosotros nos dejamos
llevar demasiado de la grandeza y del poder. Dios se deja llevar de la
sencillez de las cosas de la vida. Él empeñado en manifestarse en lo pequeño y
nosotros, tercos, empeñados en verlo en lo grande y llamativo. Por eso pasamos
a su lado constantemente y no lo vemos porque brilla poco y deslumbra poco.
Un día preguntaron a Jesús sus discípulos: "¿Quién es
el más grande en el Reino de los Cielos? Jesús llamó a un niño, lo puso en
medio de ellos y dijo: "Les aseguro que si ustedes no cambian o no se
hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Por lo tanto, el que
se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los Cielos”
(Mt 18,1-4). ¿Hay algo más sencillo que un niño? En los niños juega Dios con
los hombres. ¿Hay algo más sencillo que un anciano? En los ancianos se sienta
Dios en el parque y reclama cuidados de una empleada para que no le atropelle
un carro. Pero, nosotros necesitamos de un terremoto para gritarle pidiendo
compasión y misericordia. No le reconocemos en ese enfermo que necesita le den
de comer porque ya no tiene fuerzas. ¿Quieres encontrarte con Dios? Búscalo en
lo sencillo, entre los maderos, los martillos y los clavos de una carpintería.
La fe no es ver en la grandeza. La fe es ver en la pequeñez.
Si buscamos a Dios con el presupuesto de la sabiduría
humana, no lograremos encontrar a Dios. Las cabezas infladas de saber, ya lo
saben todo. No necesitan de nada. Nadie tiene nada que enseñarles. Ni Dios
tiene nada que decirles porque la ciencia ya se lo ha dicho todo. Hoy todo lo
justificamos con la ciencia o, mejor dicho, con lo que nosotros queremos llamar
ciencia y marginamos la fe como fuente de conocimiento y fuente de verdad.
Tenemos miedo a creer, a abrirnos a la verdad revelada, que es la otra dimensión
de la verdad a la que la ciencia humana no puede llegar. Se busca
incompatibilidades entre ciencia y razón, donde en realidad lo único que hay es
ignorancia de la fe y no pocas veces, reduccionismos científicos. Y donde
quedan las palabras del Señor: “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra,
serán verdaderamente mis discípulos y conocerán la verdad, la verdad los hará
libres" (Jn 8,31-32).
Jesús se encontró con esos científicos de la religión,
dopados también ellos por sus propias convicciones y cerrados a la buena
noticia del Reino. También, se encontró con esa gente simple del pueblo, la
única que no está dopada de prejuicios ni de soberbia intelectual, esa gente
hecha de una sola pieza, abría su corazón a las llamadas de Dios. «Gracias,
Padre, porque has ocultado todo esto a los sabios y los prudentes
intelectuales, pero se lo has revelado a los pequeños.» (Mt 11,25). Así con
Jesús estamos llamados a clamar y decir: ¡Qué pequeños son los grandes! ¡Qué
grandes son los pequeños! ¡Qué poco saben los que saben y cuánto saben los que
no saben! Los sabios tienen la ciencia de los libros, pero la gente sencilla
tiene la sabiduría de la vida.