domingo, 27 de marzo de 2022

DOMINGO V DE CUARESMA – C (03 de Abril de 2022)

 DOMINGO V DE CUARESMA – C (03 de Abril de 2022)

Proclamación del santo evangelio según San Juan 8,1-11:

8:1 Jesús fue al monte de los Olivos.

8:2 Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.

8:3 Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos,

8:4 dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.

8:5 Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?"

8:6 Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.

8:7 Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra".

8:8 E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.

8:9 Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí,

8:10 e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?"

8:11 Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“El Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados" (Lc 5,24). "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante" (Jn 8,10-11). “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13).

Jesús va al encuentro de los hombres y los acoge, con su autoridad personal (Mt 28,18), en la comunión divina, en el ámbito del amor de Dios que otorga vida (Jn 10,10), y confía en que tal comportamiento, ese perdón de los pecados pueda tocar al hombre en lo más íntimo, a fin de moverle de esa manera a la conversión. El perdón de los pecados que Jesús otorga provoca la conversión; es la secuela del perdón, no su condición previa. En los profetas del Antiguo Testamento y en Juan Bautista la conversión es además el retorno al antiguo ordenamiento divino, a la alianza, y está marcada por la obediencia a la voluntad divina expresada en la tora. Ese orden salvífico fue violado por el pecado, y la conversión lo restablece. O dicho más exactamente: el perdón divino, que sin duda tiene también aquí la última palabra, acoge de nuevo a los convertidos, a los que se vuelven, en el antiguo orden divino.

Un signo visible de ello era el sacrificio cúltico por el pecado. Además, el judaísmo conocía y conoce la gran importancia de la reconciliación entre los hombres. Para Jesús, en cambio, no se trata de restablecer un orden divino ya existente ni un orden cúltico, sino de algo más radical: la revelación de un nuevo orden divino escatológico, verdadero y definitivo, del reino de Dios, que Dios lleva a cabo por su amor absoluto e incondicional. Ese orden nuevo consiste, pues, en que Dios a través de la acción de Jesús se manifiesta a los hombres fundamentalmente como el Dios del amor incondicional; lo cual se echa de ver en el perdón incondicional de los pecados, como el que Jesús practica. Ya no se trata de un retorno a otro ordenamiento legal mejor, sino de una conversión o vuelta que debería afectar al estrato más íntimo y profundo del hombre. Es un retorno del hombre al Dios del amor, a un Dios en quien se identifican amor y libertad.

Es un nuevo encontrarse a sí mismo y una nueva autoexperiencia, por cuanto que el hombre se sabe amado y acogido por Dios. Es una liberación de todas las prisiones y miedos; un suscitar y encontrar eco en la capacidad amorosa del hombre. Con su perdón Jesús no busca ya la «obediencia a la ley», ni el retorno a unas formas de vida convenientes ni tampoco la adaptación a un conformismo social, sino la capacidad de reacción del corazón humano, es decir, del amor mismo. Al amor «preveniente» de Dios ha de responder el hombre con su amor.

"Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres” (Dt 22,20-21) ¿Y Tú qué dices? (Jn 8,4-5).

El domingo anterior hemos reflexionado aquella escena: “El hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue de casa a un país lejano, donde malgastó sus bienes viviendo perdidamente. Cuando  había gastado todo, sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a pasar necesidad” (Lc 15,13). Tuvo que sentir el golpe de la vida  misma que lo obligo a deponer la actitud de soberbia y soñar de nuevo en el calor del hogar. Hoy el Evangelio nos presenta una escena casi similar: “Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices? (Jn 8,3-5). Dos escenas distintas: a) Una escena de acusación donde domina la soberbia. b) Escena tremendamente humana, tierna la de Jesús.

Recordemos algunas escenas de enseñanza de Jesús que dijo a los que se creen perfectos: ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: Deja que te saque la paja de tu ojo, si hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7,3-5). Otras escenas también convienen recordar. Jesús les dijo: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes" (Lc 6,36-38). Como vemos, que tan lejos de estas enseñanzas están los maestros de la ley para darse a sí mismos de jueces. Al respecto Santiago nos dice: “Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla en contra de un hermano o lo condena, habla en contra de la Ley y la condena. Ahora bien, si tú condenas la Ley, no eres cumplidor de la Ley, sino juez de la misma. Y no hay más que un solo legislador y juez, aquel que tiene el poder de salvar o de condenar. ¿Quién eres tú para condenar al prójimo? (Stg 4,11-12).

En el evangelio de hoy, una mujer sorprendida en pecado y con la muerte pendiente sobre su cabeza. Unos escribas y fariseos acusándola y, con las manos llenas de piedras, dispuestos a apedrearla. Pero también un Jesús sereno y tranquilo, dispuesto siempre a defender al débil que ha caído y dispuesto siempre a levantarle, escena equivalente al padre  recibe entre besos y abrazos al hijo que vuelve a casa (Lc 15,20), aquí Jesús dispuesto siempre al perdón y devolver a la vida a la que los hombres están dispuestos a apedrear.

Los maestros de la ley, los fariseos dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices? (Jn 8,4-5). Una mujer hundida en la vergüenza, temblando de miedo ante la dureza y la incomprensión humana. Unos hombres siempre dispuestos a escandalizarse de los pecados de los demás, siempre dispuestos a juzgar y condenar a los otros. Además, un Jesús, siempre dispuesto a amar, a perdonar, a salvar, a tender sus manos para levantar al que ha caído. Ya nos dijo con claridad: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,12-13).

Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra" (Jn 8,7). Escena que cambia completamente el panorama. Los acusadores se convirtieron en acusados por su conciencia. Y aquí es donde se cumple exactamente lo que Jesús ya dijo: “Con la medida con que ustedes midan también ustedes serán medidos" (Lc 6,38). O aquel refrán que dice: “No escupas al cielo”. Estas palabras de Jesús desubicaron completamente a los acusadores quienes incluso buscaban con la supuesta sentencia de Jesús, saber acusarlo y llevarlo a la cruz al mismo maestro. “Los acusadores se fueron retirando uno por uno” (Jn 8,9). Apedreados por su misma conciencia. Y es que no lo dijo por gusto aquella enseñanza: “No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido” (Mt 10,16). Todo queda al descubierto ante Dios, nada se puede ocultar.

Jesús le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante" (Jn 8,10-11). Que palabras de consolación y de amor para la pecadora. Este el amor misericordioso de Dios por cada pecador convertido al evangelio, con razón nos dijo: “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7). “Quien no practico misericordia será juzgado sin misericordia” (Stg 2,13). En la base de todo acto misericordioso está el amor. Preguntaron a Jesús: “¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas" (Mt 22,36-40).

Jesús explicó a Nicodemo en el siguiente termino respecto del amor: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18). Jesús no vino al mundo a condenar a nadie sino a mostrarnos cuanto Dios nos ama.

El amor auténtico no permite condenar a nadie.  Por algo insiste Jesús en hacernos entender el tema cuando en su enseñanza central nos dice: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).