sábado, 1 de marzo de 2014

DOMINGO VIII - A (2 de Marzo del 2014)



DOMINGO VIII - A (2 de marzo del 2014)

Proclamación del Evangelio: Mt 6,24-34:

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido?

Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos.

Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No se inquieten entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?». Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan.

Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción. PALABRA DEL SEÑOR. 

REFLEXIÓN

Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

No se puedo renunciar a la alegría de hoy pensando en lo que pueda sucedernos mañana un problema, aunque  es cierto, cada día tiene sus alegrías y sus problemas. El consejo de Jesús es que optemos hoy por la providencia de Dios y con alegría. Porque hoy despertamos con vida, hoy podemos movernos, hoy podemos disfrutar del calor del sol y de la familia, hoy podemos abrazar a quien más queremos, hoy podemos sentirnos amados, podemos decir te perdono, hoy podemos regalar una sonrisa de paz y perdón. Porque nada nos asegura que mañana despertaremos con vida, así que, por qué y para qué preocuparnos de esa realidad que aún no existe.


El Evangelio de hoy, puede parecernos un tanto extraño, porque Jesús nos propone como punto de partida un principio básico: "No se puede servir a Dios y al dinero, no se puede tener dos amos" (Mt 6,24). Luego nos propone un abandono total en su amor providente que no es fácil asimilar. Lo que intenta Jesús, en realidad, es mostrarnos el camino de la libertad y de la felicidad, pero lo hace con una serie de expresiones que chocan ciertamente nuestra mentalidad y nuestra cultura pragmática del hacer y el tener, una cultura materialista.

El Papa Francisco dijo algo importante y con mucha razón en su Exhortación Apostólica Evangelli Gaudium:  “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (AAS 67). Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos (Lc 15,20). Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete (Lc 23,34). Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!

Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (Is 9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (Is 12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (Is 40,9). La creación entera participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (Is 49,13).

Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9). Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (Sof 3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!

El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate llena de gracia» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estarás tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a verlos y se alegrará su corazón, y nadie les podrá quitar su alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (Jn 2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (Jn 8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (Jn 13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (Jn 8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (Jn 16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?” (EG 2-5).

En el mensaje del evangelio de hoy, Jesús nos invita y quiere vernos libres y felices sin esas angustias de cada día: “No se inquieten entonces, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan” (Mt 6,31-32). Pero la realidad hace difícil digerir estas normas y criterios de Jesús. Nosotros buscamos más nuestra felicidad en tener cada día más, que en abandonarnos en las manos de Dios. Siento que este desconcierto depende de que no leemos atentamente el final del evangelio de hoy: “Que sobre todo, busquemos el reino de Dios y su justicia, porque lo demás se nos dará por añadidura.” (Mt 6, 33).

¿Por qué andamos todos tensos, nerviosos, estresados e incluso depresivos, que parece ser la enfermedad moderna de la sociedad? Porque construimos nuestro mundo sobre la arena, Por qué no construimos nuestra casa sobre la roca que es Cristo Jesús? (Mt 7,24) , pero con nuestros criterios donde cada uno trata de acaparar lo más posible sin tener en cuenta a los demás. Mientras que el reino de Dios, que Jesús nos dice que tratemos de construir, es el mundo nuevo de la fraternidad y de la justicia y de la igualdad y solidaridad entre todos.

Abandonarse simplemente en manos de la providencia no es una invitación a la pasividad o quedarnos con las manos cruzadas, a dejarnos llevar y esperar a que lluevan panes del cielo; es comprometernos a recoger esos panes y hacer que llegue pan a todos. La justicia social es el único camino para un mundo mejor y más humano. Hay una frase en el Evangelio de hoy no fácil de entender: “Sobre todo, buscad el reino de Dios y su justicia, lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33).

¿Quién es capaz de abandonarse en la providencia de Dios seguro de que nada nos ha de faltar aunque nosotros no nos preocupemos? Creo que todavía somos muchos los que preferimos el refrán de “Tanto tienes y tanto vales”. Que aplicado a la vida nosotros traducimos: “Está bien fiarnos de Dios, pero yo me siento más seguro confiando en mis propias fuerzas y en mis propios esfuerzos”. En el fondo quiere decir que no nos fiamos de verdad de Dios. No creemos de verdad de Dios. Sin embargo, según Jesús, lo fundamental es ponernos en las manos de Dios, porque fiándonos de Él el resto vendrá por su cuenta. Que en el fondo es lo que vivió Jesús. Incluso muriendo en la Cruz, todo lo puso en manos de Dios: “En tus manos pongo mi espíritu.” Diremos que de poco le sirvió porque Dios no le bajó de la cruz, pero nos olvidamos que fue Dios quien se hizo cargo de la vida de Jesús hasta resucitarlo. ¿Crees que Dios puede darte la espalda a la hora de la verdad?


¿No se fía de su padre el niño pequeño? Y el padre, por bueno que sea, puede fallarle. Pues nosotros somos hijos de Dios. ¿Nos fiaremos como nos fiamos de nuestro padre? “Si Dios viste así a la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! (Mt 6,30). Al respecto, el Gran apóstol San Pablo exclama de gozo y dice: ¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores? ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarnos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,31-39).