DOMINGO XXIV – C (Domingo 11 de setiembre del 2016)
Proclamación del santo Evangelio Según San Lucas 15,1-32
En aquel tiempo solían acercarse a Jesús los publicanos y
los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas
murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos. Entonces les
dijo esta parábola. “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de
ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que
la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y
llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo,
porque he hallado la oveja que se me había perdido. "Les digo que, de igual modo, habrá más alegría en
el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan
necesidad de conversión.
¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no
enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la
encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice:
"Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido". Del
mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo
pecador que se convierta.»
Dijo: «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo
al padre: "Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde." Y
él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y
se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un
libertino. «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país,
y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los
ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y
deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie
se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre
tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me
levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya
no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Y,
levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vió su padre
y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le
dijo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado
hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed aprisa el mejor
vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed
el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado."
Y comenzaron la fiesta. «Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando
se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados,
le preguntó qué era aquello. El le dijo: "Ha vuelto tu hermano y tu padre
ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano." El se irritó y
no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre:
"Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya,
pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha
devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo
cebado!" «Pero él le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo
mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano
tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido
hallado." PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.
A veces pensamos y creemos que somos buenos hijos de Dios y fieles
al Evangelio acusando a los malos, pero Jesús nos muestra otro camino (Jn 8,7):
Hay que salir a buscarlos (Lc 15,4) , barrer la casa hasta encontrarlos (Lc 15,8),
Hay que estar muy atento y esperando si algún día vuelve el hijo (Lc 15,20). El
común denominador o el trasfondo de las tres escenas es el amor de Dios (Jn 3,16;
I Jn 4,8).
"Alégrense conmigo, porque he hallado la oveja que se
me había perdido" (Lc 15,6). "Alégrense conmigo, porque he hallado la
dracma que había perdido" (Lc 15,9).
“Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a
la vida; estaba perdido y ha sido hallado" (Lc 15,23). Los tres episodios tienen un común
denominador. Alegría y gozo (Lc 1,28): ¿Gozo de quién y por qué? Gozo de Dios por el regreso del hijo
pecador. Esta escena Jesús lo describe así:
“Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el que
cree en Él no muera si no que tenga vida, porque Dios no envió a su Hijo al
mundo para que el mundo se condene, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En
la misma línea Jesús responde a la pregunta: ¿Cuál es el mandamiento principal?
respondió: “El primero es ama a tu Dios con todo tu corazón, fuerza y mente, el
segundo es similar, ama a tu prójimo como a ti mismo, estos dos mandamientos
sostienen la ley y los profetas” (Mc 12,28). Es decir, Jesús resume todo los
mandamientos en dos: amor a Dios y al prójimo. Mejor dicho el amor a Dios tiene
que pasar por el amor al prójimo.
¿Si Dios nos ama tanto, habrá motivo para apartarnos de su
amor? Dios Conoce nuestros corazones (Lc 16,15). Dios sabe que en amarnos unos
a otros podemos fallar y por ende a Dios. Por eso acude en las parábolas a los
ejemplos de: La Oveja descarriada (Lc 15,4); La monda perdida (Lc 15,8) y el
Hijo que se va de casa (Lc15, 13). Dios que nos ama tanto, no se queda feliz
cuando uno de nosotros nos perdemos o nos alejamos de su amor por el pecado.
Dios no renuncia al amor que nos tiene. Esta siempre pendiente de nosotros, y
sabe que un día volveremos hacia él (Lc 15,20). Él sabe que nada podemos en su
ausencia: “Sin mi nada podrán hacer” (Jn 15,5). Y ¿qué padre o madre estará
feliz al saber que uno de sus hijos se marchó de casa? Y ¿Qué padre no se alegrará
porque el hijo que un día se marchó, vuelve a casa? Así “Habrá
más alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).
“Estando el hijo todavía lejos, el padre le vio y,
conmovido, corrió a su encuentro, se echó a su cuello y le besó efusivamente”
(Jn 15,20). Cuando Jesús cuenta esta
parábola del hijo prodigo, revela este misterio: nosotros los hombres
arruinamos y destruimos nuestra dignidad; pero esa dignidad esta para siempre
custodiada del mismo modo en el seno del Padre, más aún, en su corazón, en
donde, pase lo que pase, siempre somos sus hijos. El hijo presenta su discurso
de perdón... pero el Padre está tan contento, que ni siquiera se detiene a
hablar sobre el tema:
El padre dijo a sus siervos:
"Traigan aprisa el mejor vestido y vístanlo, pónganle un anillo en su mano
y unas sandalias en los pies. Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos y
celebremos una fiesta” (Lc 15,22-23). Si el pecado nos deja desnudos, al
descubierto e indefensos, es precisamente nuestro Padre el que nos cubre nuevamente
con su amor y su gracia en el sacramento de la confesión y nos devuelve la
dignidad de ser su imagen y semejanza (Gn 1,26).
“Todo
es puro para los puros. En cambio, para los que están contaminados y para los
incrédulos, nada es puro. Su espíritu y su conciencia están manchados. Ellos
hacen profesión de conocer a Dios, pero con sus actos, lo niegan: son personas
reprochables, rebeldes, incapaces de cualquier obra buena” (Ti 1,15). Esta cita
de San Pablo nos sirve para contraponer lo opuesto de la fiesta: a) “Todos los
publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, pero los fariseos y
los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos”
(Lc 15,1-2). b) “El hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se
acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados,
le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano y tu padre ha
matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano. Pero Él se enojó y no
quería entrar” (Lc 15,25-28).
Ya aquí se percibe una predisposición
negativa frente a la situación: no sabe de qué se trata, pero toma distancia de
la situación, y se informa a través de terceros. No pregunta ¿por qué es la
fiesta?, ni menos aún entra en ella. Pero pregunta qué significa eso. Cuando se
le informa, “Él se enojó y
no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió:
"Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de
tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis
amigos...” (Lc 15,29).
A lo largo de todo este diálogo, el hijo mayor nunca llama
Padre a su Padre; y los verbos que utiliza dan la pauta de cómo ha establecido
él esta relación: “ordenar”, “obedecer”, “servir”... son verbos más de un
cuartel que de una familia. Este hijo ha establecido con su Padre una relación
de servicio, y de servicio interesado “nunca me
diste un cabrito...”, no de amor. Este hijo se ha
quedado en la casa, pero no ha descubierto la grandeza inefable del Padre que
tiene delante de él, y que es su Padre. No conoce
su corazón, y por eso tampoco comprende su
proceder. Pero lo que viene es aún más terrible:
“Y ahora que ese hijo tuyo ha
vuelto, después de haber devorado tu hacienda con prostitutas, haces matar para
él el ternero engordado" (Lc 15,30). No llama hermano a su hermano, ni
menos aún por su nombre: toma distancia de ambos: “ese
hijo tuyo”; además,
no ahorra palabras a la hora de recalcar el pecado de su hermano, para
presentarlo como un criminal (uno de los nombres del diablo es precisamente
este: el acusador)
“Pero el padre le dijo: "Hijo
mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta
y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido y ha sido encontrado" (Lc 15,31-32).
El Padre no polemiza con el hijo mayor, que no comprende
nada, menos que el hecho de que su padre es PADRE; pero le responde con
términos distintos: para Él, los dos siguen siendo sus hijos (aunque, por
distintos motivos, ninguno de los dos sabe estar a la altura del amor del
Padre), los ama a los dos, y quiere que los dos compartan la vida y la
felicidad del Padre. El Evangelio no nos dice cómo terminó la historia: si el
hijo mayor entró o no a la fiesta (con todo lo que eso significa: toda una
conversión); y si el hijo menor, una vez ya saciadas sus necesidades
elementales, descubrió el amor del corazón de su Padre. Y no es que a Jesús se
le haya escapado el final, sino muy por el contrario: es que el final es un “final abierto”, tanto
como la vida misma, y esta historia puede tener tantos finales como personas
haya en este mundo.
En suma, entre el dios de los que dicen ser buenos y justos
(fariseos, hijo mayor) y Dios que Jesús
nos presenta, Dios lleno de amor y que siempre esta atento a sus hijos, es este
Dios que lo tenemos de Padre y Padre nuestro. De ahí que, en verdad me encanta
el Dios de Jesús. El Dios que no abandona a los malos sino que sale a
buscarlos. El Dios que deja en casa a los buenos y sale a buscar a los que se
han extraviado y corren peligro en el monte. El Dios que no se escandaliza del
hijo que se va de casa y malgasta toda su herencia. El Dios que no hace falta
ganarle con nuestras bondades, sino que Él nos sigue amando, incluso cuando
estamos perdidos en el monte y hay que fatigarse para encontrarnos. El Dios que
ni siquiera exige que primero cambiemos para luego regresar a casa.
El Dios que nos ofrece hoy la liturgia y que se describe en
las parábolas es el Dios de la gratuidad y puro amor. Es el Dios que sale a
buscar lo perdido y lo carga sobre sus hombros. Es el Dios que además se alegra
y hace fiesta. ¡Pero, qué poco festivo suele ser el Dios de nuestra fe! En
cambio, el Dios de Jesús es un Dios que no disfruta solo sino que quiere compartir
sus alegrías con los demás. Siempre ponemos nuestra atención en la oveja
perdida, cuando en realidad el personaje importante es el pastor que, cansado y
todo, renuncia al descanso hasta que la encuentra y no la trae a casa a patadas
y de mal humor, sino feliz de haberla encontrado.
¿Alguna vez te has sentido oveja perdida? ¿Alguna vez te has
sentido feliz de que Dios te haya salido a tu encuentro y te haya cargado sobre
sus hombros y haya celebrado tu regreso? Dios dice por el Profeta: “¡Aquí estoy
yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él. Como el pastor se ocupa de su rebaño cuando
está en medio de sus ovejas dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las
libraré de todos los lugares donde se habían dispersado, en un día de nubes y
tinieblas. Las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de entre las naciones,
las traeré a su propio suelo y las apacentaré sobre las montañas de Israel, en
los cauces de los torrentes y en todos los poblados del país. Las apacentaré en
buenos pastizales y su lugar de pastoreo estará en las montañas altas de Israel…
Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y
curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las
apacentaré con justicia” (Ez 34,11-16).