lunes, 23 de abril de 2018

V DOMINGO DE PASCUA – B (29 de abril del 2018)


V DOMINGO DE PASCUA – B (29 de abril del 2018

Proclamación del santo evangelio según San Juan 15,1-8

15:1 Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.
15:2 Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.
15:3 Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.
15:4 Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.
15:5 Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.
15:6 Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.
15:7 Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán.
15:8 La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

El domingo anterior Jesús nos decía: “Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11) y decíamos que, efectivamente Jesús es el único pastor que nos guía a toda la comunidad que es la Iglesia. Pero también resaltamos el pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay un solo Pastor” (Jn 10,16). Y agrega Jesús: “Si ustedes no escuchan mis palabras, no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,26-27).

“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador” (Jn 15,1). “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos” (Jn15,8). El dueño del rebaño es Dios Padre y el pastor que da su vida por su rebaño es Jesús; o también el dueño de la viña es Dios y la vid es Jesús y todos los bautizados somos los sarmientos. Hoy la parábola de la vid y los sarmientos nos plantea dos ideas centrales. Por una parte, el principio de unidad de los cristianos con Dios Padre y, por otra, la unidad en la pluralidad y la diversidad.


“Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,9-10). “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (I Jn 4,8). “Nadie ha visto nunca a Dios, pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros”(I Jn 4,12). “Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso” (I Jn 4,20). “Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad” (I Jn 3,17-18).

En primer lugar, en el principio de unidad: Recordemos lo del pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay un solo Pastor” (Jn 10,16). Hoy, Jesús resalta esta unidad en otra secuencia comparativa: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Claro, Jesús es el tronco, la vida, el principio vital, ya que solo tendremos vida en la medida en que vivamos unidos a Él. Según Mt 16,18, Jesús decía a Pedro: “Tu res Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia”. Jesús habla de una Iglesia y no de varias Iglesias. Es evidente que, no hay Iglesia sin Cristo que es como eje y centro de la misma. Somos creyentes y cristianos en la medida en que vivimos la vida en Jesús. Su vida tiene que correr por las venas de nuestras almas por el don del Espíritu (Gal 3,27).

En segundo lugar, el principio de la diversidad y pluralidad: En el episodio de Mt 25,15s Jesús nos dice: “El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su capacidad”. San Pablo también hace referencia a diferentes dones del modo siguiente: “Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos. Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido” (Ef 4,4-7).

“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). El tronco es uno, pero los sarmientos (las ramas) son muchos y son todos diferentes. Unos más grandes y otros más pequeños. Unos dan más racimos, otros dan menos. Pero siendo diferentes todos están unidos al mismo tronco y entre todos forman una misma vid: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Pero hay muchos creyentes y muchos bautizados (Ef 4,).

La gravedad que une al sistema solar procede del sol. La tierra tiene una fuerza magnética que es la gravedad que nos mantiene sobre el piso. Así también, el centro de gravedad de la Iglesia es Jesús. La parábola es clara. “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15,5). La vida es el tronco que hunde sus raíces en la tierra. Jesús, la vida, hunde sus raíces en el Padre y ahora hunde sus raíces en la Iglesia. De la vitalidad del tronco procede la vitalidad de los sarmientos. De la vitalidad de los sarmientos proceden los gustosos racimos de las uvas. No habría racimos sin sarmientos y no habría sarmientos sin el tronco de la vid. Raíces, tronco, sarmientos, racimos forman un todo. Al respecto San Pablo lo resume y dice: “Para mi cristo lo es todo” (Col 3,11). La Iglesia es como los sarmientos que brotan del tronco que es Jesús. Sin Jesús no hay Iglesia. Por eso el centro de la Iglesia, lo que le da vida es Jesús. Solo desde una Iglesia centrada y vitalizada por el tronco Jesús, tenemos sentido todos nosotros que somos sus sarmientos.

Jn 15,1-3: El viñador (El padre), la vid verdadera (El Hijo), los sarmientos (Los bautizados) Estamos unidos por el don del Espiritu (Mt 28,19-20). El viñador no sólo escoge la cepa -buscando siempre la mejor- para su viña sino que se ocupa de ella observándola todos los días de punta a punta, para eliminar de ella todo lo la pueda amenazar y, sobre todo, para hacer salir de ella los mejores frutos. Lo primero que se ve es el “sarmiento”.  Recordemos que el sarmiento es el vástago de la vid, largo, delgado, flexible, nudoso, de donde brotan las hojas, las tijeretas y los racimos. Del tronco, de la cepa plantada, van brotando los sarmientos.  Si el viñador deja que los sarmientos broten y crezcan espontáneamente, sin ponerle mano, notaremos que  de repente el tronco se llena muchos sarmientos, de todo tipo, como una especie de cabellera vegetal. Y es aquí donde el viñador tiene que intervenir. Jesús dice que el viñador encuentra dos tipos de sarmientos: 1) uno negativo, los que no dan fruto y 2) otro positivo, aquellos que sí dan fruto.  Veamos cómo interviene el viñador:

1) Lo que Dios Padre hace con las ramas secas que no dan fruto es: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (Jn 15,3ª). Cuando hay sarmientos que son improductivos la vid se nota cargada de un follaje excesivo que no hace sino quitarle la savia a las demás ramas y reducir la cantidad de uvas que podrían aparecer.  La primera obra de Dios Padre es podar la vid, cortándole esos sarmientos que no producen fruto. No es difícil entender el significado de la frase. En la 1ª carta de Juan 2,19 leemos: “salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros”.

2) Lo que Dios hace con los sarmientos que se notan vivos, portadores de una gran fecundidad: “Todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15,3b). Los buenos sarmientos tampoco se quedan sin recibir la mano benéfica del viñador. De la misma manera, la segunda obra de Dios Padre es podar los sarmientos buenos para que den todavía más fruto. Y para ello usa su santa Palabra. El término “podar”, en realidad es “purificar”, “limpiar” y no es arrancar completamente. Esto quiere decir que le hace retoques, que la recorta un poquito, para lograr lo que quiere de su viña. Así, el viñador no sólo va recorriendo la vid arrancando las ramitas secas sino que le va haciendo pequeños retoques a aquellos más prometedores, de manera que los potencializa para que se vean mayores resultados. Entendemos así que lo que el viñador hace no es un acto hostil ni violento contra los sarmientos. Lo que está haciendo es bueno e inteligente: a quien puede dar más, Dios le pide más (Lc 12,48).

El modo como Dios nos purifica para que demos más fruto está en las enseñanzas de Jesús. Se puede hablar de una función “purificadora” de la Palabra de Dios. Por medio de ella comprendemos: a) en qué puntos de nuestra vida es que tenemos que trabajar; b) cómo en nuestras debilidades, allí donde no podemos salir adelante por nuestras propias energías, donde nuestras capacidades personales son insuficientes, Dios está obrando; c) que sólo por la obra del Padre que nos purifica misteriosamente con la Cruz de su hijo y nos colma con la fuerza irresistible de su amor (Jn 3,16-17), es que nosotros podemos “dar fruto por si, si no estamos unidos a él” (Jn 15,5). Del encuentro con la Palabra de Dios debe siempre resultar un “dar más fruto”. Sobre este punto trató el capítulo 14 de Juan. Hay una relación muy grande entre la Palabra y la transformación personal: “Las palabras que les digo, no las digo por mi cuenta, el Padre que permanece en mí es que realiza las obras” (Jn 14,10).  La consecuencias es que: “hará las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12).

Pero ciertamente la purificación de la Palabra es una purificación en el amor: lima las asperezas de las malas relaciones, sana las relaciones fracasadas, aproxima las distancias. La Palabra sumerge siempre en una comunión profundísima con Dios que se irradia en todas las demás relaciones: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).  Esta es la Palabra que nos hace libres: “Si se mantienen en mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad y la verdad les hará libres” (8,31-32). Por lo tanto el “fruto” esperado está relacionado con la “Palabra” sembrada en nosotros, la cual se manifiesta como conversión y compromiso, como cristificación de nuestra vida, esto es, como transparencia de la “Palabra encarnada” (Jn 1,14). Si en verdad estamos unidos a Jesús por el bautismo, entonces como san Pablo hemos de decir: “Vivo yo pero no soy el que vive, es cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

La respuesta del hombre: “permanecer” en Jesús (Jn 15,4-5). La obra de Dios solicita nuestro compromiso, nuestra participación. No podemos esperar que los resultados caigan del cielo si no hacemos el esfuerzo de involucrarnos vitalmente en el cielo viviente que es Jesús, si no nos incorporamos en él. Una rama sólo puede dar verdaderamente sus frutos si está unida al tronco, si recibe su flujo vital. Por eso Jesús pide una sola cosa: “¡Permanezcan en mi!” El término el “permanecer” en Jesús describe una relación profunda que consiste en el “estar” en él, el “habitar” en él, el “fundamentarse” en él. El “cómo” es la constancia en esa relación, la fidelidad que implica. Esto es lo que los otros evangelios llaman “seguir a Jesús”. El discipulado es el vivir este “permanecer” en Jesús en todas las circunstancias de la historia, acogiendo y expresando allí la vida del Resucitado. Jesús invita entonces a entrar en la dinámica de una bella y sólida relación con él: “Permanecer en mí”.  Este “en mí” indica que la vida del cristiano consiste en encarnar la dinámica de vida de Jesús: un apoyar la vida toda en la persona de Jesús y permitir que poco a poco se cristifique el ser. Es lo que Pablo decía: “vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).  La vida de uno como discípulo consiste en esta interacción fecunda.

Segunda cara de la moneda: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto” (Jn 15,5) El punto principal no es el hecho negativo de lo que le sucede al discípulo separado de Cristo, sino lo positivo, el gran misterio que encierra su comunión con él: Jesús y su discípulo “permanecen” el uno en el otro.

Este es el culmen de la experiencia bíblica de la “Alianza”: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” (Ez 36,28).  Sólo que la experiencia de la Alianza da un paso hacia delante, ya no es el estar el uno junto con el otro, sino el uno en el otro, es decir, una relación idéntica a la que Jesús sostiene con el Padre: “El Padre permanece en mí...  Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14,10-11).
Esto se traduce en la vida cotidiana en un tremendo sentido de la presencia de Jesús en nuestra vida, en la toma de conciencia continua de lo que está obrando en y a través de nosotros y en la paciencia y la docilidad para dejarnos conducir por él.  Este es el ejercicio del “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo él”(Jn 6,56). La oración y la vida cotidiana del discípulo deben estar impregnadas de este ejercicio.

Los frutos de la comunión con Jesús: Oración, Discipulado y Misión de alta calidad (Jn 15,6-8). Con dos condicionales (“si alguno no permanece en mi... entonces”) y una frase conclusiva (“La gloria del Padre consiste en...”) concluye nuestro texto.  Aquí se responde a la pregunta: ¿Qué resulta de la comunión con Jesús?  Como quien dice: ¿Qué debemos esperar de un discípulo de Jesús –que sea, que viva y que haga- en el mundo de hoy? Tenemos aquí una bella síntesis de todos los versículos anteriores, cuyas enseñanzas se proyectan ahora en la vida cotidiana. Para enfatizar las consecuencias de  la comunión con Jesús, se presentan de nuevo las dos caras de la moneda que vimos anteriormente.

Fuera de la comunión con Jesús: “Si alguno no permanece en mí...” (Jn 15,6). De nuevo la primera obra del Padre es remover los sarmientos que no producen fruto: el Padre los “arroja fuera” y “se secan”.  Los que parecen ser discípulos pero no lo son (mucha hoja pero nada de fruto), son sometidos al juicio que Jesús describe con esta sugerente comparación: “Los recogen”, “Los echan al fuego”, “Arden”. Esto nos recuerda otros pasajes de los otros evangelios, como por ejemplo: 

“Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero" (Mt 13,30). “Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13,40-43). Hay equivalencia entre la rama que no da fruto y se poda y se echa al fuego y la mala yerba que se echa el horno encendido (infierno).

¿Como saber si damos frutos y somos buenos arboles?: “Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los reconocerán” (Mt 7,16-20).