domingo, 1 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

Proclamación del Santo evangelio según San Marcos 7,31-37:

7:31 Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

7:32 Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.

7:33 Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.

7:34 Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Ábrete".

7:35 Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

7:36 Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban

7:37 y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos". PALABRA DEL SEÑOR.

Queridos(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.

Dijo Jesús: "He venido a este mundo para un juicio. Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?" Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado” (Jn 9,39-41). El pecado está en que, ven y no creen en lo que ven. Preguntan a Jesús: "Juan el Bautista nos envía, Señor: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? En esa ocasión, Jesús curó a mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: "Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Lc 7,19-22).

Los discípulos preguntaron a Jesús: ¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que este naciera ciego? Jesús respondió: Ni él ni sus padres han pecado para que naciera ciego, sino que este ha nacido ciego para que se manifieste en él, la gloria de Dios” (Jn 9,2-3).

En el evangelio leído hoy se puede notar tres momentos: 1) La descripción (Mc 7,31-32). 2) Los signos y gestos (Mc 7,33-34). 3) Los efectos (Mc 7,35-37).

1. La descripción: “Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él” (Mc 7,31-32).

El evangelista Marcos ve la necesidad de dar detalles precisos sobre el sufrimiento del sordo y mudo. En el versículo (Mc 7,32) hace dos afirmaciones concretas sobre la situación del sordomudo. Primero lo describe como un sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una persona que no oye y que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los cuales no se consigue captar el sentido. Pero en segundo lugar él especifica que le ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se nota también que este hombre no sabe siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros lo lleven hasta donde Jesús. El caso en sí es bien desesperado.

2. Los signos y gestos: “El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: ¡Ábrete! Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc 7,33-35). Jesús, apartándose de la gente a solas con este enfermo de incomunicación lo lleva de un espacio de bullicio a otro espacio de silencio que supera el silencio absurdo al que ha sido sometido este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un silencio que brota de la comunión íntima entre los dos. Esta toma de distancia de la multitud lleva al sordomudo a una nueva experiencia, a abrir también los oídos a un nuevo conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la delicadeza que Jesús muestra amablemente por él. 1) Le introduce los dedos en las orejas para volver a abrirle los canales de la comunicación. 2) Le unge la lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la que expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia comunicación, su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.

¿Cómo describir la intensa identificación entre Jesús y el sordomudo? La increíble manera que Jesús tiene de entrar en la vida de una persona encerrada en su propio mundo, en su inercia para sacarla de allí, no de una manera superficial sino para hacer que se exprese de una manera clara como lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con Dios, con los pecadores, con los enemigos, con los niños, con los grandes sin ninguna dificultad. Y ¿Cómo expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo sino con gestos físicos concretos? Jesús comienza con la sanación de la escucha y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para después poder hablar. La comunicación no es solamente física sino una comunicación profunda de corazón en la que Jesús capta lo hondo del corazón de este enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de Jesús indica la plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.

Effatá. Esta misma orden fue desde muy antiguo pronunciado en la liturgia del bautismo en el rito de iniciación cristiana de adultos. E inmediatamente después del imperativo, el evangelista nos describe el relato sin perder la finura. El milagro se describe en tres pasos: en primer lugar como una apertura: se le abrieron sus oídos. Se describe como una soltura de la lengua, como un nudo complicado que después se desata. Apertura, soltura de la lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede en este hombre.

3. Efectos: “Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,36-37). La capacidad de expresión del sordomudo de repente se vuelve contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Se caen las barreras de la comunicación, la palabra se expande como el agua que ha roto las barreras de un dique. La gente queda tremendamente maravillada: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37).

Hay algo de terrible en el mundo del sordomudo, sobre todo si consideramos al sordomudo del tiempo de Jesús, que no disponía de los medios modernos de comunicación especial. Y tal era el hombre a quien Jesús separó de la multitud para curar, y tal es cada hombre cuando es separado para el acto de fe y deI bautismo.

En la antigüedad, a los que se preparaban para el bautismo se los llamaba precisamente «catecúmenos», palabra griega que significa literalmente: «los que escuchan», o sea, los que tienen los oídos abiertos. Y no solamente se les permita escuchar la Palabra de Dios, sino también hacer profesión de su fe, soltándoseles la lengua para proclamar el padrenuestro y el credo. Toda la preparación del catecúmeno iba encaminada, pues, a revivir lo que nos narra hoy Marcos: liberar al hombre abriendo su oído y soltando su lengua. Podemos ahora preguntarnos qué implica esta liberación que nos trae Jesucristo

La sordera del espíritu: ¿Cómo la podemos describir? Fundamentalmente es un cerrarse totalmente a Dios y a los demás hombres. Es la persona que edifica su vida teniéndose en cuenta sólo a sí misma. Vive como si estuviera sola en una isla: los demás son un estorbo. El sordo espiritual está cerrado al punto de vista de los demás y es incapaz de mirar una verdad desde otro ángulo o dimensión. El es así, así aprendió las cosas, así encara la vida y no tiene disposición alguna para cambiar. El es el único criterio para juzgar la conveniencia o no de tal acción o empresa. Sólo sus intereses están en juego.

El sordo de espíritu es un sectario: tiene su verdad como si fuese la única; es irreductible en sus ideas, es un fanático. No escucha razones ni quiere escucharlas. No puede comprender que una verdad puede ser vista desde otro ángulo, según otra cultura, con otro lenguaje, según otras circunstancias. Es tradicionalista a muerte: lo que una vez recibió, allí queda fijado para siempre; no tiene elasticidad para el cambio. Es rígido y severo en sus juicios. No tiene matices en sus ideas ni en sus juicios. No comprende que -salvo en casos excepcionales- todo es relativo según el hombre que mira, según su modo de ser, su edad, sexo o cultura.

Este sordo puede leer o hablar con los demás, puede participar en reuniones o asistir a charlas o conferencias, pero jamás escuchará al otro. Al final concluirá diciendo: Esto me da la razón, esto confirma lo que tengo pensado. Todos son unos charlatanes. El único que comprende bien las cosas soy yo.

Y de la misma forma se comporta con Dios. Ya en el Antiguo Testamento los profetas echaron en cara al pueblo ésta su dureza de corazón para escuchar al Señor. Y Jesús hará el mismo reproche a sus contemporáneos: constituyen una sociedad que se ha anquilosado, que se ha enquistado en su pecado. Tienen obstinación y mala voluntad. Su sordera actúa a base de prejuicios, pronta a condenar y a sospechar, lista para liquidar a quien intente interrumpir su monólogo.

Los sordos de espíritu pueden concurrir todos los domingos a misa, escuchar la predicación, leer la Biblia o determinado libro. Pero nada hay en sus vidas que haga sospechar de algún cambio. Observemos este caso de sordera espiritual: nunca como en estos últimos treinta años se han publicado tantos documentos de la Iglesia sobre la paz, el desarrollo de los pueblos, la renovación, el ecumenismo, el diálogo, etcétera. Y podemos preguntarnos: ¿Fueron escuchados o nos hemos hecho los sordos? Lo que sucede es que la sordera espiritual no es, como la física, una simple incapacidad estática de escuchar; es, al contrario, una fuerza que nos impide escuchar, fuerza centrípeta que nos vuelca más y más sobre nosotros mismos. Con tal sordera nada hay que nos saque de nuestro aburguesamiento, y cuando aparece tal documento o texto bíblico, ya tenemos el argumento a mano para esquivar el mensaje. Hasta llegamos a pensar que tales palabras son muy buenas y sensatas, pero no para nosotros, pues no las necesitamos.

Hay un íntimo orgullo en el sordo de espíritu; hay una profunda egolatría. Por eso levanta murallas frente a los demás. Sólo sabe mirar a los demás de arriba abajo, pero jamás sentirá la necesidad de mirar hacia arriba para recibir algo de los otros. Así, hay sordos que hasta saben dar o pretender exclusivamente dar. Ellos son maestros. Han nacido para enseñar a los demás, pero no saben recibir. Nada tienen que aprender, por eso son «pobres de espíritu» en el peor de los sentidos: día a día se empobrecen espiritualmente al beber sólo de la fuente de su ego. Pues bien: Cristo nos libera de esta sordera del espíritu. Nos da la capacidad de escuchar. Más aún, nos da la libertad para escuchar.

¿Es que, acaso, hace falta ser libres para escuchar? ¿Libres de qué y para qué? Para poder escuchar, necesitamos liberarnos de nosotros mismos, del miedo a enfrentarnos con la verdad. El sordo de espíritu, detrás de su arrogancia y egolatría, tiene miedo; por eso se encierra en sí mismo, pues presiente que todo su edificio puede venirse abajo si se coteja con otras ideas y con otros esquemas. En cambio, un hombre interiormente libre no teme enfrentarse con palabra alguna, así venga de Dios o del demonio, de la derecha o de la izquierda. Por eso el auténtico cristiano es capaz -al gozar de esta libertad- de ponerse en contacto con otras ideas, con otras confesiones religiosas, con otros pensamientos filosóficos. Precisamente porque busca con sinceridad la verdad, escucha. Recuerda siempre aquello del Evangelio de Juan: el Espíritu, como el viento, sopla donde quiere, y en cualquier parte podemos hallar un hálito de su verdad.

Diríamos que el hombre libre sabe escuchar en silencio, desde sí mismo, al otro. Escucha y reflexiona; no toma decisiones apresuradas ni emite un juicio antes de tiempo. Se deja invadir por la palabra del otro para ver las cosas desde el punto de vista del otro. El suyo es un escuchar sereno y tranquilo; no está la polémica a las puertas ni replica a todo lo que se le dice. Es capaz de llegar a pensar así: «El otro puede tener razón; ese punto de vista es interesante; esto nunca lo hubiera imaginado.» De la misma forma escucha a Dios; no es un fanático para decir que todo está bien ni que todo está mal.

Hace silencio interior y deja que penetre la voz del Evangelio. Escucha sin interpretar literalmente; escucha en libertad: sin dejar de ser lo que es, con su propio punto de vista, con su esquema cultural, pero tratando de encontrar el punto de vista de Dios, que hace que una palabra sea divina. Por eso, a este hombre que escucha así y en esta libertad, Jesús lo llama «discípulo», palabra latina que significa: el que aprende, el que sabe mirar al otro desde abajo, el que recibe del otro. No se siente autosuficiente. Es un discípulo o un catecúmeno: alguien abierto a una verdad que lo trasciende. Cuando en una comunidad cristiana existe esta libertad interior para escuchar: qué sereno es el diálogo, cómo se respeta y valora al otro; cómo crece la riqueza de la palabra divina; qué madurez frente a las opiniones distintas de los demás. Nadie se siente perseguido por sus ideas o por pensar más o por pensar de otro modo. La libertad nos mantiene serenos, comprensivos y prudentes. Jesucristo nos ha liberado para oír. Y eso que oímos de corazón y que penetra en nuestro caudal de pensamiento, continúa y ahonda el proceso de liberación.

Libres para hablar: La liberación de Jesús afecta también a nuestra lengua, pues la liberación del oído sin la de la lengua es incompleta y hasta peligrosa. En efecto, ¿cómo podremos sentirnos enteramente libres si se nos prohíbe expresarnos y comunicar a los demás nuestros pensamientos, proyectos y modo de ver las cosas? ¿En qué termina la libertad de escuchar si solamente se nos considera discípulos que deben recibir y se nos prohíbe dar y aportar a los demás y a esas mismas personas que nos dan? Existe, entonces, un mutismo del espíritu. Veamos cómo se expresa en algunas de sus formas.

Hay un mutismo que nace del orgullo. A veces alguien le niega la palabra a otro por considerarlo inferior. «A éste, ni vale la pena dirigirle la palabra», se suele decir. Es un mutismo bastante frecuente: hablamos con los importantes, con los ricos, con la gente de nuestra categoría social; pero nos avergonzamos de dirigir la palabra, por ejemplo, a alguien que consideramos de menor cultura, menos inteligente o extranjero.

Concluyendo... Cuando fuimos bautizados, pequeños aún, Cristo nos llamó a la libertad para escuchar y para hablar. Hoy tomamos conciencia de cuántas cosas implica dicha libertad, y cómo esa libertad interior es la base para el diálogo y la comunicación. Jesús no quiere una comunidad de ovejas mudas y sumisas que sólo saben decir amén; una comunidad donde los laicos solamente pueden oír pero sin expresarse. Hoy se nos urge a este mutuo esfuerzo de escuchar a los demás desde el corazón, y de comunicar nuestra palabra con humildad y valentía. Esta libertad interior es el signo de que Jesús es el Salvador y de que estamos viviendo su tiempo, el tiempo anunciado por Isaías: El tiempo del Mesías.