DOMINGO IV – A (02 de febrero del 2020)
Proclamación del santo evangelio según San Lucas: 2,21-38
2:21 Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al
niño Génesis y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por
el Ángel Mateo antes de su concepción.
2:22 Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la
purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
2:23 como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito
será consagrado al Señor.
2:24 También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas
o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
2:25 Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón,
que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo
estaba en él
2:26 y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías
del Señor.
2:27 Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y
cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las
prescripciones de la Ley,
2:28 Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
2:29 "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera
en paz, como lo has prometido,
2:30 porque mis ojos han visto la salvación
2:31 que preparaste delante de todos los pueblos:
2:32 luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu
pueblo Israel".
2:33 Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían
decir de él.
2:34 Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre:
"Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será
signo de contradicción,
2:35 y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así
se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".
2:36 Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de
Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su
juventud, había vivido siete años con su marido.
2:37 Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta
y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con
ayunos y oraciones.
2:38 Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar
gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén. PALABRA DEL SEÑOR.
"Este niño será causa de caída y de elevación para
muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te
atravesará el corazón” (Lc 2,34-35). Estas palabras Simeón, anunciando dos acontecimientos:
1) “El que cree en el Hijo, no será
condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre
del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los
hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas” (Jn
3,18-19). 2) La participación de María en
la misión salvífica del Mesías, ponen de manifiesto el papel de la mujer en el
misterio de la redención. María no es sólo una persona individual; también es
la "hija de Sión", la mujer nueva que, al lado del Redentor, comparte
su pasión y engendra en el Espíritu a los hijos de Dios. Esa realidad se
expresa mediante la imagen popular de las "siete espadas" que
atraviesan el corazón de María. Esa representación pone de relieve el profundo
vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija de Sión y con
la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
María al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios,
para consagrarlo a su misión de salvación, María se entrega también a sí misma
a esa misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo
fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el consentimiento
de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.
En su intervención, Simeón señala la finalidad del
sacrificio de Jesús y del sufrimiento de María: se harán "a fin de que
queden al descubierto las intenciones de muchos corazón" (Lc 2, 35). Jesús,
"signo de contradicción" (Lc 2, 34), que implica a su madre en su
sufrimiento, llevará a los hombres a tomar posición con respecto a él,
invitándolos a una decisión fundamental. En efecto, "está puesto para
caída y elevación de muchos en Israel" (Lc 2, 34). Así pues, María está
unida a su Hijo divino en la "contradicción", con vistas a la obra de
la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a
Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos.
Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya
testimonia el fruto del sacrificio.
Al poner bajo la mirada de la Virgen estas perspectivas de
la salvación antes de la ofrenda ritual, Simeón parece sugerir a María que
realice ese gesto para contribuir al rescate de la humanidad. De hecho, no
habla con José ni de José: sus palabras se dirigen a María, a quien asocia al
destino de su Hijo.
La prioridad cronológica del gesto de María no oscurece el
primado de Jesús. El concilio Vaticano II, al definir el papel de María en la
economía de la salvación, recuerda que ella se entregó totalmente a sí misma
(...) a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se
puso (...) al servicio del misterio de la redención.
En la presentación de Jesús en el templo, María se pone al
servicio del misterio de la Redención con Cristo y en dependencia de él: en
efecto, Jesús, el protagonista de la salvación, es quien debe ser rescatado
mediante la ofrenda ritual. María está unida al sacrificio de su Hijo por la
espada que le atravesará el alma.
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el
papel propio e insustituible de la mujer. Implicando a su madre en su
sacrificio, Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del mismo y
mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la cruz. La intención
divina de solicitar la cooperación específica de la mujer en la obra redentora
se manifiesta en el hecho de que la profecía de Simeón se dirige sólo a María,
a pesar de que también José participa en el rito de la ofrenda.
La conclusión del episodio de la presentación de Jesús en el
templo parece confirmar el significado y el valor de la presencia femenina en
la economía de la salvación. El encuentro con una mujer, Ana, concluye esos
momentos singulares, en los que el Antiguo Testamento casi se entrega al Nuevo.
Al igual que Simeón, esta mujer no es una persona socialmente importante en el
pueblo elegido, pero su vida parece poseer gran valor a los ojos de Dios. San
Lucas la llama "profetisa", probablemente porque era consultada por
muchos a causa de su don de discernimiento y por la vida santa que llevaba bajo
la inspiración del Espíritu del Señor.
Ana era de edad avanzada, pues tenía ochenta y cuatro años y
era viuda desde hacía mucho tiempo. Consagrada totalmente a Dios, "no se
apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones"
(Lc 2, 37). Por eso, representa a todos los que, habiendo vivido intensamente
la espera del Mesías, son capaces de acoger el cumplimiento de la Promesa con
gran júbilo. El evangelista refiere que, "como se presentase en aquella
misma hora, alababa a Dios" (Lc 2, 38).
Viviendo de forma habitual en el templo, pudo, tal vez con
mayor facilidad que Simeón, encontrar a Jesús en el ocaso de una existencia
dedicada al Señor y enriquecida por la escucha de la Palabra y por la oración. En
el alba de la Redención, podemos ver en la profetisa Ana a todas las mujeres
que, con la santidad de su vida y con su actitud de oración, están dispuestas a
acoger la presencia de Cristo y a alabar diariamente a Dios por las maravillas
que realiza su eterna misericordia.
Simeón y Ana, escogidos para el encuentro con el Niño, viven
intensamente ese don divino, comparten con María y José la alegría de la
presencia de Jesús y la difunden en su ambiente. De forma especial, Ana
demuestra un celo magnífico al hablar de Jesús, testimoniando así su fe
sencilla y generosa, una fe que prepara a otros a acoger al Mesías en su vida. La
expresión de Lucas: "Hablaba del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén" (Lc 2, 38), parece acreditarla como símbolo de las
mujeres que, dedicándose a la difusión del Evangelio, suscitan y alimentan
esperanzas de salvación.