DOMINGO XXX - C (26 de octubre del 2025)
Proclamación del Evangelio según San Lucas 18, 9 - 14:
18,9 Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
18,10 "Dos hombres subieron al Templo para orar: uno
era fariseo y el otro, publicano.
18,11 El fariseo, de pie, oraba en voz baja: "Dios mío,
te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos
y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
18,12 Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de
todas mis entradas".
18,13 En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no
se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!"
18,14 Les aseguro que este último volvió a su casa
justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y
el que se humilla será ensalzado". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
“Un hombre importante le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo
hacer para heredar la Vida eterna?" (Lc 18,18). El domingo anterior se nos
ha dicho que, si queremos heredar la vida eterna hace falta que seamos hombres
de oración (Lc 18,1) y que, seamos hombres de fe (Lc 18,8). De hecho los
discípulos a sugerencia del Señor que les dice: “pidan y se les dará” (Mt 7,7):
Los discípulos pidieron: “Señor enséñanos a orar” (Lc 11,1); “Seños auméntanos
la fe” (Lc 17,5). Dos dones que se complementan: A mayor oración mayor fe y a
menor oración menor es nuestra fe. Y a menor fe estamos más alejados de Dios.
En el salmo 101 se dice “A los que en secreto difaman a su
prójimo –dice Dios- los haré callar, ojos ingeridos y corazones arrogantes no
lo soportare” Pero dice también Dios en el salmo 50,19 “Un corazón quebrantado
y humillado nunca desprecia” Por tanto de que depende que Dios escuche nuestras
oraciones sino acercarse a Él con un corazón contrito y humillado por nuestras
miserias y pecados.
La parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14) es una
enseñanza profunda de Jesús que, en sus diversos niveles de interpretación, nos
invita a un triple ejercicio espiritual de la mirada: hacia nosotros mismos,
hacia los demás y hacia Dios. Teniendo en cuenta: “Sean misericordiosos, como
el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no
condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Porque la medida
con que ustedes midan también se usará para ustedes” ( Lc 6,36-38); “Solo hay
un legislador y juez, aquel que tiene el poder de salvar o de condenar. ¿Quién
eres tú para condenar al prójimo?” (Stg 4,12).
1. Mirarse con Sinceridad: El Publicano
Bíblicamente: La figura del publicano (recaudador de
impuestos para los romanos) era considerada un pecador público, un traidor. Su
actitud en el Templo es de total humildad y arrepentimiento: se queda "a
distancia," "no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo," y
"se golpeaba el pecho" mientras oraba: "¡Oh Dios!, ten compasión
de mí, que soy pecador." (Lc 18, 13).
Teológicamente: Representa la confesión radical de la
pecaminosidad y la dependencia absoluta de la misericordia de Dios (la gracia).
Su justificación (ser declarado justo) no se basa en sus obras, sino en su
reconocimiento sincero de su falta y en la súplica a la bondad divina. Es la
base de la justificación por la fe.
Espiritual y Místicamente: Jesús nos invita a una introspección
honesta, a despojarnos de toda autojustificación. El publicano simboliza el "corazón
quebrantado y humillado" (Sal 51,19), el punto de partida esencial para el
encuentro con Dios. Mirarnos con sinceridad es aceptar la verdad de lo que
somos sin el disfraz del orgullo; es el camino místico de la "noche
oscura" del yo, donde se reconoce la propia miseria para que la luz de
Dios pueda entrar.
2. Mirar a los Demás con Caridad: No como el Fariseo
Bíblicamente: El fariseo es un hombre cumplidor de la Ley,
que ayuna y da el diezmo (Lc 18, 12). Sin embargo, su oración es un autoelogio
y una condena del otro: "te doy gracias porque no soy como los demás
hombres... ni tampoco como ese publicano" (Lc 18,11).
Teológicamente: El fariseo comete el pecado de la soberbia
espiritual y del juicio. Su justicia se vuelve un medio para menospreciar a su
prójimo, anulando el mandamiento de la caridad. Su actitud rompe la dimensión
horizontal de la fe. Aunque cumplía la Ley, su corazón no estaba
"justificado," porque su piedad estaba viciada por el orgullo y el
desprecio.
Espiritual y Místicamente: Jesús nos llama a abandonar el
juicio y el desprecio. Mirar a los demás con caridad es reconocer en ellos la
misma fragilidad y la misma necesidad de la gracia que tenemos nosotros. Es el
ejercicio espiritual de la compasión que nos impide encerrarnos en una justicia
propia (egoísta). El fariseo se miraba en un espejo y despreciaba al otro; la
invitación de Jesús es a mirar al prójimo con los ojos de Dios, que son ojos de
misericordia y amor incondicional, sin importar su condición moral o social.
3. Mirar a Dios con Humildad: La Conclusión de Jesús
Bíblicamente: La sentencia final de Jesús es el punto
culminante: "Les digo que éste (el publicano) bajó a su casa justificado y
aquél (el fariseo) no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que
se humille, será ensalzado" (Lc 18, 14).
Teológicamente: Esta enseñanza revela el criterio divino de
la justificación. Dios no mira las apariencias o el cúmulo de obras externas,
sino la disposición interior del corazón. La humildad no es una virtud entre
otras, sino la condición indispensable para recibir la gracia de Dios, pues
solo el que se reconoce vacío puede ser llenado.
Espiritual y Místicamente: Mirar a Dios con humildad
significa adorar Su grandeza y Su misericordia, no nuestras propias obras. Es
el reconocimiento de que todo es gracia. El publicano, al no atreverse "ni
a alzar los ojos al cielo," muestra la reverencia y el temor santo de
quien se sabe indigno ante la Majestad de Dios. Esta humildad abre el alma a la
unión mística, porque solo el alma despojada de su orgullo puede acoger a Dios.
La parábola es una llamada radical a la conversión interior
que se verifica en la triple mirada:
- Sinceridad
al mirarme (como el publicano),
- Caridad
al mirar al prójimo (evitando la soberbia del fariseo), y
- Humildad
al mirar a Dios (reconociendo que Su justicia es don, no mérito).
La parábola del fariseo y del publicano es muy actual: sigue
aleccionándonos para que no centremos nuestra religiosidad en nosotros mismos
("no soy como...") ni en nuestras buenas obras ("yo
hago...").
Jesús de Nazaret nos dice que debemos confiarnos a la bondad
de un Dios que es compasivo y misericordioso, que ama y perdona si nos
acercamos a El con un corazón limpio y desnudo. El es el único juez y quien
salva.
El Señor, que siente debilidad por los pobres y los oprimidos,
los huérfanos y las viudas, los desvalidos y los inocentes (1.lect.), mira con
bondad al pobre publicano arrepentido, como mira también a Pablo, ahora
prisionero y abandonado en los últimos momentos de su vida, pero que siempre ha
confiado en el Señor desde su pobreza (2.lect.).
Las dos actitudes religiosas de todos los tiempos. Jesús,
con una vivacidad extraordinaria y cierta ironía, nos presenta a estos dos
hombres que encarnan las dos actitudes religiosas de los hombres de todos los
tiempos.
El fariseo o el hombre "disfrazado". Se ha
revestido de obras buenas: limosnas, plegarias, ayunos, diezmos... Y está
convencido de que cumple perfectamente la ley, de que no es como los demás, de
que el Señor debe estar a su lado.
El fariseísmo, o el arte del disfraz especial, no ha muerto,
por desgracia. Es una manera religiosa de vivir que siempre tiene seguidores o
adeptos. Son los que se creen "santos" y que sacrifican al hombre en
función de las formas y criterios humanos.
Siempre habrá santos de este tipo, orando en nuestros
templos, mientras no entendamos todos que el hombre vale más que la ley -y el
sábado- y mientras no comprendamos que Dios no se complace en nuestras manos
llenas de buenas obras, sino en nuestro corazón sincero, limpio, pobre,
arrepentido y desnudo: “EL hombre se fija en apariencias, Dios se fija en el corazón
del hombre” (I Sml 16,7). Porque el otro personaje, el publicano, es
precisamente esto, un hombre de corazón limpio y desnudo.
El publicano o el hombre "desnudo". No esconde la
realidad de su vida pecadora. Como recaudador de impuestos al servicio del
imperio romano se ha enriquecido injustamente, como los otros de la misma
profesión.
Y no se excusa defendiendo su puesto de trabajo... Se ve tan
pobre y tan poca cosa ante Dios que ni se atreve a levantar los ojos.
Sinceramente pide perdón de su pecado, de su mala vida. Y Dios lo salva, lo
mira con ojos de bondad. Lo ama. Porque a Dios no le asusta la verdad del
hombre, la realidad sincera de nuestra vida pecadora. Más aún: la desea, como
base de su obra salvadora en el corazón del hombre. Solamente el hombre desnudo
de toda suficiencia y orgullo puede ser salvado. Es lo que nos dice Jesús y nos
invita con esta parábola: a mirarnos con sinceridad; a mirar a los demás con
caridad; a mirar a Dios con humildad.
A mirarnos con sinceridad, para descubrir qué tenemos de uno
y de otro de estos dos personajes y saber si caminamos o no por el camino de la
verdadera justicia. Estas son las actitudes religiosas de los hombres de todos
los tiempos: de los fariseos de entonces y de los fariseos de ahora; de los
publicanos de hoy y de los publicanos de siempre; de los que de verdad buscan
al Dios de la salvación y de los que se buscan a sí mismos. No nos engañemos.
¿Cuál es nuestra actitud? ¿Confiamos que ya vamos bien? ¿Nos sentimos seguros
porque ya cumplimos, porque rezamos y hacemos caridad?
A mirar a los demás con caridad. Podemos ver cómo el juicio
de Jesús sobre uno y otro es muy desconcertante. Tenemos que pensar que
nuestras derechas e izquierdas no coinciden con las derechas e izquierdas de
Dios que nos mira de frente: los que situamos a nuestra derecha, a Él le quedan
a la izquierda y al revés. ¿Quiénes somos para juzgar al hermano? ¿Por qué
despreciamos a los demás?
A mirar a Dios con humildad. Debemos ir a la búsqueda del
Dios que salva, teniendo muy presente, sin embargo, nuestra pobreza, nuestra
limitación, nuestro pecado. Desde el abismo de nuestra nada podremos llamar a
Dios y Él nos escuchará, nos salvará, seremos justificados, seremos amados de
Dios.
La oración sincera y verdadera nos descubre nuestra
intimidad y nos adentra en la intimidad del Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo.
Gozando así del don de Dios, viviéndolo y anunciándolo. Este
es el auténtico sentido de la oración cristiana, algo que no descubrió -ni
descubre- el fariseo disfrazado de “buenas obras”.
La Eucaristía es el mejor momento para orar como el
publicano, el mejor momento para sentir nuestra pobreza ante el gran don del
Padre en su Hijo amado, pan de vida y vino de salvación. Que salgamos de aquí
justificados por la misericordia y la bondad del corazón de Dios.