V DOMINGO DE PASCUA – B (03 de mayo del 2015)
Proclamación del santo evangelio según San Juan 15,1-8
En aquel tiempo Dijo Jesús: Yo soy la verdadera vid y mi
Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da
fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra
que yo les anuncié.
Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el
sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no
permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en
mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero
el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después
se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras
permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi
Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.
PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
El domingo anterior Jesús nos decía: “Yo soy el Buen Pastor que
da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11) y decíamos que, efectivamente Jesús es el
único pastor que nos guía a toda la comunidad que es la Iglesia. Pero también resaltamos
el pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que
también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay
un solo Pastor” (Jn 10,16). Y agrega Jesús: “Si ustedes no escuchan mis
palabras, no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y
ellas me siguen” (Jn 10,26-27).
Hoy la parábola de la vid y los sarmientos nos plantea dos
ideas centrales. Por una parte, el principio de unidad de los cristianos y, por
otra, la unidad en la pluralidad y la diversidad.
En primer lugar, en el principio de unidad: Recordemos lo
del pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que
también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay
un solo Pastor” (Jn 10,16) Hoy, Jesús resalta esta unidad en otra secuencia
comparativa: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y
yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5).
Claro, Jesús es el tronco, la vida, el principio vital, ya que solo tendremos
vida en la medida en que vivamos unidos a Él. Según Mt 16,18, Jesús decía a
Pedro: “Tu res Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia”. Jesús habla de
una Iglesia y no de varias Iglesias. Es evidente que, no hay Iglesia sin Cristo
que es como eje y centro de la misma. Somos creyentes y cristianos en la medida
en que vivimos la vida en Jesús. Su vida tiene que correr por las venas de
nuestras almas por el don del Espíritu (Gal 3,27).
En segundo lugar, el principio de la diversidad y
pluralidad: En el episodio de Mt 25,15s Jesús nos dice:
“El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al
salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio
cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su
capacidad”. San Pablo también hace referencia a diferentes dones del modo
siguiente: “Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de
la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma
esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación
recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y
Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos. Sin
embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que
Cristo los ha distribuido” (Ef 4,4-7).
“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en
mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn
15,5). El tronco es uno, pero los sarmientos (las ramas) son muchos y son todos
diferentes. Unos más grandes y otros más pequeños. Unos dan más racimos, otros
dan menos. Pero siendo diferentes todos están unidos al mismo tronco y entre
todos forman una misma vid: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Pero
hay muchos creyentes y muchos bautizados (Ef 4,).
La gravedad que une al sistema solar procede del sol. La tierra
tiene una fuerza magnética que es la gravedad que nos mantiene sobre el piso. Así
también, el centro de gravedad de la Iglesia es Jesús. La parábola es clara. “Yo
soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15,5). La vida es el tronco que hunde
sus raíces en la tierra. Jesús, la vida, hunde sus raíces en el Padre y ahora
hunde sus raíces en la Iglesia. De la vitalidad del tronco procede la vitalidad
de los sarmientos. De la vitalidad de los sarmientos proceden los gustosos
racimos de las uvas. No habría racimos sin sarmientos y no habría sarmientos
sin el tronco de la vid. Raíces, tronco, sarmientos, racimos forman un todo. Al
respecto San pablo lo resume y dice: “Para mi cristo lo es todo” (Col 3,11). La
Iglesia es como los sarmientos que brotan del tronco que es Jesús. Sin Jesús no
hay Iglesia. Por eso el centro de la Iglesia, lo que le da vida es Jesús. Solo
desde una Iglesia centrada y vitalizada por el tronco Jesús, tenemos sentido
todos nosotros que somos sus sarmientos.
Jn 15,1-3: El viñador (El padre), la vid verdadera (El Hijo),
los sarmientos (Los bautizados) Estamos unidos por el don del Espiritu (Mt 28,19-20).
El viñador no sólo escoge la cepa -buscando siempre la mejor- para su viña sino
que se ocupa de ella observándola todos los días de punta a punta, para
eliminar de ella todo lo la pueda amenazar y, sobre todo, para hacer salir de
ella los mejores frutos. Lo primero que se ve es el “sarmiento”. Recordemos que el sarmiento es el vástago de
la vid, largo, delgado, flexible, nudoso, de donde brotan las hojas, las
tijeretas y los racimos. Del tronco, de la cepa plantada, van brotando los
sarmientos. Si el viñador deja que los
sarmientos broten y crezcan espontáneamente, sin ponerle mano, notaremos
que de repente el tronco se llena muchos
sarmientos, de todo tipo, como una especie de cabellera vegetal. Y es aquí
donde el viñador tiene que intervenir. Jesús dice que el viñador encuentra dos
tipos de sarmientos: 1) uno negativo, los que no dan fruto y 2) otro positivo,
aquellos que sí dan fruto. Veamos cómo
interviene el viñador:
1) Lo que Dios Padre hace con las ramas secas que no dan
fruto es: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (Jn 15,3ª). Cuando
hay sarmientos que son improductivos la vid se nota cargada de un follaje
excesivo que no hace sino quitarle la savia a las demás ramas y reducir la
cantidad de uvas que podrían aparecer.
La primera obra de Dios Padre es podar la vid, cortándole esos sarmientos
que no producen fruto. No es difícil entender el significado de la frase. En la
1ª carta de Juan 2,19 leemos: “salieron de entre nosotros, pero no eran de los
nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros.
Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros”.
2) Lo que Dios hace con los sarmientos que se notan vivos,
portadores de una gran fecundidad: “Todo el que da fruto, lo limpia, para que
dé más fruto” (Jn 15,3b). Los buenos sarmientos tampoco se quedan sin recibir
la mano benéfica del viñador. De la misma manera, la segunda obra de Dios Padre
es podar los sarmientos buenos para que den todavía más fruto. Y para ello usa
su santa Palabra. El término “podar”, en realidad es “purificar”, “limpiar” y
no es arrancar completamente. Esto quiere decir que le hace retoques, que la
recorta un poquito, para lograr lo que quiere de su viña. Así, el viñador no
sólo va recorriendo la vid arrancando las ramitas secas sino que le va haciendo
pequeños retoques a aquellos más prometedores, de manera que los potencializa
para que se vean mayores resultados. Entendemos así que lo que el viñador hace
no es un acto hostil ni violento contra los sarmientos. Lo que está haciendo es
bueno e inteligente: a quien puede dar más, Dios le pide más (Lc 12,48).
El modo como Dios nos purifica para que demos más fruto está
en las enseñanzas de Jesús. Se puede hablar de una función “purificadora” de la
Palabra de Dios. Por medio de ella comprendemos: a) en qué puntos de nuestra
vida es que tenemos que trabajar; b) cómo en nuestras debilidades, allí donde
no podemos salir adelante por nuestras propias energías, donde nuestras
capacidades personales son insuficientes, Dios está obrando; c) que sólo por la
obra del Padre que nos purifica misteriosamente con la Cruz de su hijo y nos
colma con la fuerza irresistible de su amor (Jn 3,16-17), es que nosotros
podemos “dar fruto por si, si no estamos unidos a él” (Jn 15,5). Del encuentro
con la Palabra de Dios debe siempre resultar un “dar más fruto”. Sobre este
punto trató el capítulo 14 de Juan. Hay una relación muy grande entre la
Palabra y la transformación personal: “Las palabras que les digo, no las digo
por mi cuenta, el Padre que permanece en mí es que realiza las obras” (Jn
14,10). La consecuencias es que: “hará
las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12).
Pero ciertamente la purificación de la Palabra es una
purificación en el amor: lima las asperezas de las malas relaciones, sana las
relaciones fracasadas, aproxima las distancias. La Palabra sumerge siempre en
una comunión profundísima con Dios que se irradia en todas las demás
relaciones: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esta es la Palabra que nos hace libres: “Si
se mantienen en mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la
verdad y la verdad les hará libres” (8,31-32). Por lo tanto el “fruto” esperado
está relacionado con la “Palabra” sembrada en nosotros, la cual se manifiesta
como conversión y compromiso, como cristificación de nuestra vida, esto es,
como transparencia de la “Palabra encarnada” (Jn 1,14). Si en verdad estamos
unidos a Jesús por el bautismo, entonces como san Pablo hemos de decir: “Vivo
yo pero no soy el que vive, es cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).
La respuesta del hombre: “permanecer” en Jesús (Jn 15,4-5). La
obra de Dios solicita nuestro compromiso, nuestra participación. No podemos
esperar que los resultados caigan del cielo si no hacemos el esfuerzo de
involucrarnos vitalmente en el cielo viviente que es Jesús, si no nos
incorporamos en él. Una rama sólo puede dar verdaderamente sus frutos si está
unida al tronco, si recibe su flujo vital. Por eso Jesús pide una sola cosa:
“¡Permanezcan en mi!” El término el “permanecer” en Jesús describe una relación
profunda que consiste en el “estar” en él, el “habitar” en él, el
“fundamentarse” en él. El “cómo” es la constancia en esa relación, la fidelidad
que implica. Esto es lo que los otros evangelios llaman “seguir a Jesús”. El
discipulado es el vivir este “permanecer” en Jesús en todas las circunstancias
de la historia, acogiendo y expresando allí la vida del Resucitado. Jesús
invita entonces a entrar en la dinámica de una bella y sólida relación con él:
“Permanecer en mí”. Este “en mí” indica
que la vida del cristiano consiste en encarnar la dinámica de vida de Jesús: un
apoyar la vida toda en la persona de Jesús y permitir que poco a poco se
cristifique el ser. Es lo que Pablo decía: “vivo, pero ya no yo, es Cristo
quien vive en mí” (Gal 2,20). La vida de
uno como discípulo consiste en esta interacción fecunda.
Segunda cara de la
moneda: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto” (Jn 15,5) El
punto principal no es el hecho negativo de lo que le sucede al discípulo
separado de Cristo, sino lo positivo, el gran misterio que encierra su comunión
con él: Jesús y su discípulo “permanecen” el uno en el otro.
Este es el culmen de la experiencia bíblica de la “Alianza”:
“Yo seré vuestro Dios y vosotros mi pueblo”.
Sólo que la experiencia de la Alianza da un paso hacia delante, ya no es
el estar el uno junto con el otro, sino el uno en el otro, es decir, una relación
idéntica a la que Jesús sostiene con el Padre: “El Padre permanece en
mí... Yo estoy en el Padre y el Padre en
mí” (Jn 14,10-11).
Esto se traduce en la vida cotidiana en un tremendo sentido
de la presencia de Jesús en nuestra vida, en la toma de conciencia continua de
lo que está obrando en y a través de nosotros y en la paciencia y la docilidad
para dejarnos conducir por él. Este es
el ejercicio del “él en mí y yo en él”. La oración y la vida cotidiana del discípulo
deben estar impregnadas de este ejercicio.
Los frutos de la comunión con Jesús: Oración, Discipulado y
Misión de alta calidad (Jn 15,6-8). Con dos condicionales (“si alguno no
permanece en mi... entonces”) y una frase conclusiva (“La gloria del Padre
consiste en...”) concluye nuestro texto.
Aquí se responde a la pregunta: ¿Qué resulta de la comunión con
Jesús? Como quien dice: ¿Qué debemos
esperar de un discípulo de Jesús –que sea, que viva y que haga- en el mundo de
hoy? Tenemos aquí una bella síntesis de todos los versículos anteriores, cuyas
enseñanzas se proyectan ahora en la vida cotidiana. Para enfatizar las
consecuencias de la comunión con Jesús,
se presentan de nuevo las dos caras de la moneda que vimos anteriormente.
Fuera de la comunión con Jesús: “Si alguno no permanece en
mí...” (Jn 15,6). De nuevo la primera obra del Padre es remover los sarmientos
que no producen fruto: el Padre los “arroja fuera” y “se secan”. Los que parecen ser discípulos pero no lo son
(mucha hoja pero nada de fruto), son sometidos al juicio que Jesús describe con
esta sugerente comparación: “Los recogen”, “Los echan al fuego”, “Arden”. Esto
nos recuerda otros pasajes de los otros evangelios, como por ejemplo Mt
25,41-46. No es que Dios quiera hacernos
daño, es cada persona la que se daña a sí mismo con una mala orientación, firme
y consciente, de su proyecto de vida. El
destino final no hace sino confirmar lo que cada uno construyó a lo largo de su
historia. Como decimos “se tiró la vida”, “no dio con nada”, el final es el
resultado de la propia contradicción.