jueves, 29 de octubre de 2015

DOMINGO XXXI - B (Domingo 01 de Noviembre de 2015)


DOMINGO XXXI – b (01 de Noviembre de 2015)

Proclamación del Santo evangelio según San Mateo 5,1-12:

En aquel tiempo Jesús al ver a la multitud, subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El evangelio de hoy, bien puede llevar por título: Los indicativos de la santidad. La santidad es requisito indispensable para entrar en el Reino de los Cielos. Mejor dicho debemos ser si o si santos si queremos ser ciudadanos del cielo; caso contrario no podremos ser ciudadano del cielo. Y si no somos santos, entonces viene la única opción el cual es ciudadanos de las tinieblas que es el infierno, instancia del que Jesús nos salvo dando su vida. Así nos lo dice en el siguiente episodio: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18).

¿EN QUE CONSISTE LA BIENAVENTURANZA DEL HOMBRE?

Fuente: Suma teológica - Parte I-IIae - Cuestión 2

Estudiaremos la bienaventuranza: En primer lugar en qué consiste; después, qué es; finalmente, cómo podemos alcanzarla:

Sobre lo primero se plantean ocho problemas:
¿Consiste la bienaventuranza en las riquezas?
¿En los honores?
¿En la fama o en la gloria?
¿En el poder?
¿En algún bien del cuerpo?
¿En el placer?
¿En algún bien del alma?
¿En algún bien creado?

Artículo 1: ¿Consiste la bienaventuranza del hombre en las riquezas?

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en las riquezas.

1. La bienaventuranza, por ser el fin último del hombre, está en lo que domina totalmente su afecto. Y así son las riquezas, pues dice Ecle 10,19: Todo obedece al dinero. Por tanto, la bienaventuranza del hombre consiste en las riquezas.
2. Además, la bienaventuranza es un estado perfecto con la unión de todos los bienes, como dice Boecio en III De consol. Pero parece que todo se posee con el dinero, porque, como dice el Filósofo en el V Ethic., el dinero se inventó para ser como la fianza de cuanto desee el hombre. Luego la bienaventuranza consiste en las riquezas.
3. Además, el deseo del bien sumo parece que es infinito, pues nunca se extingue. Pero esto ocurre sobre todo con la riqueza, porque el avaro nunca se llenará de dinero, como dice Ecle 5,9. Luego la bienaventuranza consiste en las riquezas.

Contra esto: el bien del hombre consiste más en conservar la bienaventuranza que en gastarla. Pero, como dice Boecio en II De consol.: Lo que da más brillo al dinero no es el atesorarlo, sino el gastarlo; por eso, la avaricia inspira aversión, mientras que la generosidad merece el aplauso de la gloria. Luego la bienaventuranza no consiste en las riquezas.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en las riquezas. Hay dos clases de riquezas, como señala el Filósofo en I Polit., las naturales y las artificiales. Las riquezas naturales sirven para subsanar las debilidades de la naturaleza; así el alimento, la bebida, el vestido, los vehículos, el alojamiento, etc. Por su parte, las riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles.

Es claro que la bienaventuranza del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa; para sustentar la naturaleza del hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin. Por eso, en el orden de la naturaleza, todas las cosas están subordinadas al hombre y han sido hechas para el hombre, como dice el salmo 8,8: Todo lo sometiste bajo sus pies.

Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para disfrutar de la vida. Por eso tienen mucha menos razón de último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre esté en las riquezas.

A las objeciones:

1. Todas las cosas corporales obedecen al dinero, por lo que se refiere a la multitud de los necios, que sólo reconocen bienes corporales, que pueden adquirirse con dinero. Pero no son los necios, sino los sabios, quienes deben facilitarnos el criterio acerca de los bienes humanos, del mismo modo que el criterio acerca de los sabores debemos tomarlo de quienes tienen el gusto bien dispuesto.
2. El dinero puede adquirir todas las cosas vendibles, pero no las espirituales, que no pueden venderse. Por eso dice Prov 17,16: ¿De qué sirve al necio tener riquezas, si no puede comprar la sabiduría?
3. El deseo de riquezas naturales no es infinito, porque las necesidades de la naturaleza tienen un límite. Pero sí es infinito el deseo de riquezas artificiales, porque es esclavo de una concupiscencia desordenada, que nunca se sacia, como nota el Filósofo en I Polit. Sin embargo, el deseo de riquezas y el deseo del bien supremo son distintos, porque cuanto más perfectamente se posee el bien sumo, tanto más se le ama y se desprecian las demás cosas. Por eso dice Eclo 24,29: Los que me comen quedan aún con hambre de mí. Pero con el deseo de riquezas o de cualquier otro bien temporal ocurre lo contrario: cuando ya se tienen, se desprecian y se desean otras cosas, como manifiesta Jn 4,13, cuando el Señor dice: Quien bebe de esta agua, refiriéndose a los bienes temporales, volverá a tener sed. Y precisamente porque su insuficiencia se advierte mejor cuando se poseen. Por lo tanto, esto mismo muestra su imperfección y que el bien sumo no consiste en ellos.

Artículo 2: ¿La bienaventuranza del hombre consiste en los honores?

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en los honores.

1. La bienaventuranza o felicidad es el premio de la virtud, como dice el Filósofo en I Ethic. Pero parece que el premio más adecuado a la virtud es el honor, como dice el Filósofo en IV Ethic. Luego la bienaventuranza consiste propiamente en el honor.
2. Además, parece evidente que la bienaventuranza, que es el bien perfecto, se identifica con lo propio de Dios y de los seres más excelentes. Pero así es el honor, como dice el Filósofo en IV Ethic. También, en 1 Tim 1,17, dice el Apóstol: A Dios solo el honor y la gloria. Luego la bienaventuranza consiste en el honor.
3. Además, lo que más desean los hombres es la bienaventuranza. Pero no parece haber nada más deseable para ellos que el honor, porque, para evitar el menor detrimento de su honor, los hombres soportan la pérdida de todas las demás cosas. Luego la bienaventuranza consiste en el honor.
Contra esto: la bienaventuranza está en el bienaventurado. Pero el honor no está en quien es honrado, sino más bien en quien honra, en quien le rinde homenaje, como advierte el Filósofo en I Ethic. Luego la bienaventuranza no consiste en el honor.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza consista en el honor, pues se le tributa a alguien por motivo de la excelencia que éste posee, y así el honor es como signo o testimonio de la excelencia que hay en el honrado. Pero la excelencia del hombre se aprecia sobre todo en la bienaventuranza, que es el bien perfecto del hombre, y en sus partes, es decir, en aquellos bienes por los que se participa de la bienaventuranza. Por tanto, el honor puede acompañar a la bienaventuranza, pero ésta no puede consistir propiamente en el honor.

A las objeciones:

1. Como señala el Filósofo en el mismo lugar, el honor no es el premio de la virtud por el que se esfuerzan los virtuosos, sino que los hombres se lo tributan a modo de premio por no tener nada mejor que dar. Pero el premio auténtico de la virtud es la misma bienaventuranza, por la que se esfuerzan los virtuosos. Si se esforzaran por el honor, no habría virtud, sino ambición.
2. Debemos honor a Dios y a los seres más excelentes como signo y testimonio de su excelencia previa, no porque el honor los haga excelentes.
3. Los hombres aprecian mucho el honor por su deseo natural de bienaventuranza, a la que acompaña el honor, como se ha dicho (a.2). Por eso buscan sobre todo que los honren los sabios, pues con su aprobación se creen excelentes y felices.

Artículo 3: ¿La bienaventuranza del hombre consiste en la fama o gloria? lat

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en la gloria.

1. Parece que la bienaventuranza consiste en lo que se da a los santos por las tribulaciones que padecen en el mundo. Y eso es la gloria, pues dice el Apóstol, Rom 8,18: Los sufrimientos del presente tiempo no son comparables con la gloria que se manifestará en nosotros. Por tanto, la bienaventuranza consiste en la gloria.
2. Además, el bien es difusivo de sí mismo, como muestra Dionisio en el capítulo 4 del De div. nom. Pero el bien del hombre llega al conocimiento de los demás mediante la gloria, porque, como dice Ambrosio, la gloria es una notoriedad laudatoria. Luego la bienaventuranza del hombre consiste en la gloria.
3. Además, la bienaventuranza es el más estable de los bienes. Y así parece ser la fama o gloria, porque por ella los hombres alcanzan de algún modo la eternidad. Por eso dice Boecio en De consol.: Vosotros creéis asegurar vuestra inmortalidad cuando pensáis en vuestra gloria venidera. Por tanto, la bienaventuranza del hombre consiste en la fama o gloria.

Contra esto: la bienaventuranza es el verdadero bien del hombre. Pero la fama o gloria pueden ser falsas, como dice Boecio en el libro III De consol.: Son muchos los que deben su renombre a la falsa opinión del vulgo: ¿puede darse algo más vergonzoso? Pues quien es alabado sin merecimiento forzosamente sentirá vergüenza de los elogios. Por tanto, la bienaventuranza no consiste en la fama o gloria.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en la fama o gloria humana. La gloria se define como una notoriedad laudatoria, como dice Ambrosio. Ahora bien, el conocimiento de una cosa es distinto en Dios y en el hombre, pues el conocimiento humano es producido por las cosas conocidas, mientras que el conocimiento divino las produce. Por eso, la perfección del bien humano, que llamamos bienaventuranza, no puede producirla el conocimiento humano, sino que éste procede de la bienaventuranza de alguien y es como causado por ella, sea incoada o perfecta. Por tanto, la bienaventuranza del hombre no puede consistir en la fama o en la gloria. Pero el bien del hombre depende, como de su causa, del conocimiento de Dios. Y, por eso, la bienaventuranza del hombre tiene su causa en la gloria que hay ante Dios, como dice el salmo 90,15-16: Lo libraré y lo glorificaré, lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación.

Hay que considerar también que el conocimiento humano se equivoca con frecuencia, sobre todo al juzgar los singulares contingentes, como son los actos humanos; y, por eso, la gloria humana es frecuentemente engañosa. En cambio, la gloria de Dios, como Él no puede equivocarse, es siempre verdadera; por eso se dice en 2 Cor 10,18: Está probado aquel a quien recomienda el Señor.

A las objeciones:

1. El Apóstol no se refiere a la gloria que procede de los hombres, sino a la que otorga Dios ante sus ángeles. De ahí que se diga en Mc 8,38: El Hijo del hombre lo reconocerá en la gloria de Dios, ante sus ángeles.
2. El reconocimiento multitudinario de la bondad de un hombre ilustre, si es verdadero, debe derivar de la bondad existente en ese hombre y, entonces, presupone su bienaventuranza, perfecta o sólo iniciada. Pero si este reconocimiento es falso, no concuerda con la realidad y, por tanto, la bondad no se encuentra en quien la fama ha hecho célebre. En consecuencia, queda claro que la fama nunca puede hacer a un hombre bienaventurado.
3. La fama no tiene estabilidad, es más, la destruye fácilmente un rumor falso. Si alguna vez permanece estable es por accidente. Pero la bienaventuranza tiene estabilidad por sí misma y siempre.

Artículo 4: ¿Consiste la bienaventuranza del hombre en el poder? lat

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza consiste en el poder.

1. Todas las cosas tienden a asemejarse a Dios, como fin último y primer principio. Pero los hombres constituidos en poder se parecen más a Dios por la semejanza del poder; por eso en la Escritura se les llama incluso dioses, como puede verse en Ex 22,28: No hablarás mal de los dioses. Luego la bienaventuranza consiste en el poder.
2. Además, la bienaventuranza es un bien perfecto. Pero lo más perfecto es que el hombre pueda gobernar también a los demás, y esto es propio de los que están investidos de poder. Luego la bienaventuranza consiste en el poder.
3. Además, la bienaventuranza, por ser lo más deseable, se opone a lo que es más repulsivo. Pero los hombres huyen sobre todo de la esclavitud, que es lo opuesto al poder. Luego la bienaventuranza consiste en el poder.

Contra esto: la bienaventuranza es un bien perfecto. Pero el poder es muy imperfecto, porque, como dice Boecio en III De consol.: El poder humano no es capaz de impedir el peso de las preocupaciones, ni de esquivar el aguijón de la inquietud. Y añade: ¿Llamarás poderoso a quien se rodea de una escolta y teme más que es temido? Por tanto, la bienaventuranza no consiste en el poder.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza consista en el poder, por dos razones. La primera, porque el poder tiene razón de principio, como se ve en V Metaphys., mientras que la bienaventuranza la tiene de fin último. La segunda, porque el poder vale indistintamente para el bien y para el mal; en cambio, la bienaventuranza es el bien propio y perfecto del hombre. En consecuencia, puede haber algo de bienaventuranza en el ejercicio del poder, más propiamente que en el poder mismo, si se desempeña virtuosamente.

Pueden aducirse, con todo, cuatro razones generales para probar que la bienaventuranza no puede consistir en ninguno de los bienes externos de los que venimos hablando. La primera es que, por ser la bienaventuranza el bien sumo del hombre, no es compatible con algún mal; y todos esos bienes los encontramos tanto en los buenos como en los malos. La segunda es que, por ser propio de la bienaventuranza el ser suficiente por sí misma, como se dice en I Ethic. 19, es de rigor que, una vez alcanzada, no le falte al hombre ningún bien necesario. Pero, después de lograr cada uno de esos bienes, pueden faltarle al hombre otros muchos necesarios, como la sabiduría, la salud del cuerpo, etc. La tercera es que la bienaventuranza no puede ocasionar a nadie ningún mal, porque es un bien perfecto; pero esto no sucede con los bienes citados, pues se dice en Ecle 5,12 que las riquezas se guardan para el mal de su dueño, y lo mismo ocurre con los otros tres. La cuarta es que el hombre se ordena a la bienaventuranza por principios internos, pues se ordena a ella por naturaleza; pero esos cuatro proceden de causas externas y, con frecuencia, de la fortuna, de ahí que se les llame también bienes de fortuna. Por tanto, de ningún modo puede consistir la bienaventuranza en ellos.

A las objeciones:

1. El poder divino se identifica con su bondad y, por eso, no puede ejercerse mal. Pero esto no ocurre en los hombres. De ahí que no baste para la bienaventuranza del hombre el asemejarse a Dios en el poder si no se asemeja también en la bondad.
2. Del mismo modo que lo mejor es que alguien desempeñe bien el poder en el gobierno de muchos, lo peor es que lo desempeñe mal. Es que el poder vale lo mismo para el bien que para el mal.
3. La esclavitud es un impedimento para el buen uso del poder y, por eso, los hombres sienten una aversión natural hacia ella; no porque en el poder humano esté el bien supremo.

Artículo 5: ¿Consiste la bienaventuranza del hombre en algún bien del cuerpo?

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en los bienes del cuerpo.
1. Dice Eclo 30,16: No hay tesoro mayor que la salud del cuerpo. Pero la bienaventuranza consiste en lo mejor. Luego consiste en la salud del cuerpo.
2. Además, dice Dionisio, en el capítulo 5 del De div. nom., que es mejor ser que vivir, y vivir mejor que las otras cosas que siguen. Pero para ser y vivir el hombre necesita la salud del cuerpo. Luego por ser la bienaventuranza el mayor bien del hombre, parece que la salud del cuerpo es una parte muy importante de ella.
3. Además, cuanto más común es una cosa, tanto más elevado es el principio del que depende, porque cuanto más alta es una causa, a más cosas alcanza su virtualidad. Pero del mismo modo que la causalidad de la causa eficiente se mide por su influencia, la causalidad del fin se aprecia por la tendencia hacia él. Por tanto, lo mismo que la primera causa eficiente es la que influye en todas las cosas, el último fin es lo que todos desean. Pero lo que todos desean es ser. Luego la bienaventuranza consiste en lo perteneciente al ser mismo del hombre, como es la salud del cuerpo.
Contra esto: el hombre aventaja a todos los demás animales en la bienaventuranza. Pero muchos animales le superan en los bienes del cuerpo, como el elefante en longevidad, el león en fuerza, el ciervo en velocidad. Luego la bienaventuranza del hombre no consiste en los bienes del cuerpo.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en los bienes del cuerpo, por dos razones. La primera, porque es imposible que el último fin de una cosa, que tiene otra como fin, sea su propia conservación en el ser. Así, el comandante de una nave no busca como último fin la conservación de la nave que tiene encomendada, porque el fin de la nave es otra cosa, navegar. Ahora bien, el hombre ha sido entregado a su voluntad y razón para que lo gobiernen, lo mismo que se entrega una nave a su comandante, como dice Eclo 15,14: Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su criterio. Pero es claro que el hombre tiene un fin distinto de él mismo, pues el hombre no es el bien supremo. Por tanto, es imposible que el último fin de la razón y de la voluntad humana sea la conservación del ser humano.

La segunda, porque no se puede decir que el fin del hombre sea algún bien del cuerpo, aunque se conceda que el fin de la razón y de la voluntad humana es la conservación del ser humano. Porque el ser del hombre consta de alma y de cuerpo y, aunque el ser del cuerpo depende del alma, el ser del alma no depende del cuerpo, como se ha demostrado antes (1 q.75 a.2; q.76 a.1 ad 5,6; q.90 a.2 ad 2); además, el cuerpo existe por el alma, como la materia por la forma y los instrumentos por el motor, para que con ellos realice sus acciones. Por tanto, todos los bienes del cuerpo se ordenan a los del alma como a su fin. En consecuencia, es imposible que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre, consista en los bienes del cuerpo.

A las objeciones:
1. Los bienes exteriores tienen como fin al cuerpo, lo mismo que el cuerpo al alma. Y, por eso, igual que el bien del alma es preferible a los del cuerpo, el bien del cuerpo es preferible, con toda razón, a los bienes exteriores, que son los señalados con la palabra tesoro.
2. El ser, considerado en sí mismo, por incluir toda la perfección del ser, vale más que la vida y todo lo que le sigue, pues el ser así considerado comprende en sí todo lo que le sigue. Y en este sentido se expresa Dionisio. Pero, si consideramos el ser como se participa en las cosas concretas, que no contienen en sí toda la perfección del ser, sino que tienen un ser imperfecto, como es el ser de toda criatura; entonces es claro que el ser dotado de más perfección es más eminente. Por eso, también Dionisio señala en el mismo lugar que los seres inteligentes son mejores que los vivientes, y éstos, que los sólo existentes.
3. Porque el fin se corresponde con el principio, en este argumento se demuestra que el último fin es el primer principio del ser, en el que se halla toda la perfección del ser, y cuya semejanza buscan todos según su capacidad: unos sólo en el existir, otros en el ser vivo, otros en el ser vivo, inteligente y bienaventurado. Y esto es propio de pocos.

Artículo 6: ¿La bienaventuranza del hombre consiste en el placer? lat

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en el placer.
1. Por ser la bienaventuranza el fin último, no se la desea por otra cosa, sino que las demás cosas se desean por ella. Pero esto es lo más propio de la delectación, pues es ridículo preguntarle a uno por qué quiere deleitarse, como se dice en X Ethic. Por tanto, la bienaventuranza consiste principalmente en el placer y la delectación.
2. Además, la causa primera influye con más vehemencia que la segunda, como se dice en el libro De causis. Pero el influjo del fin se mide por su deseo. Luego parece que lo que más mueve al deseo tiene razón de fin último. Ahora bien, esto ocurre con el placer, y la prueba está en que la delectación absorbe de tal modo la voluntad y la razón del hombre, que le hacen despreciar los otros bienes. Luego parece que el último fin del hombre, que es la bienaventuranza, consiste sobre todo en el placer.
3. Además, parece que lo mejor es el deseo del bien, de aquello que todos desean. Pero todos desean la delectación, tanto los sabios como los necios, incluso los que carecen de razón. Luego la delectación es lo mejor.

Contra esto: dice Boecio en III De consol.: Quien quiera recordar sus liviandades, comprenderá el triste resultado de los placeres. Si pudieran proporcionar la felicidad, nada impediría que las bestias fueran bienaventuradas.

Respondo: Las delectaciones corporales, por ser las que conoce más gente, acaparan el nombre de placeres, como se dice en VII Ethic., aunque hay delectaciones mejores. Pero tampoco en éstas consiste propiamente la bienaventuranza, porque en todas las cosas hay que distinguir lo que pertenece a su esencia y lo que es su accidente propio; así, en el hombre, es distinto ser animal racional que ser risible. Según esto, hay que considerar que toda delectación es un accidente propio que acompaña a la bienaventuranza o a alguna parte de ella, porque se siente delectación cuando se tiene un bien que es conveniente, sea este bien real, esperado o al menos recordado. Pero un bien conveniente, si es además perfecto, se identifica con la bienaventuranza del hombre; si, en cambio, es imperfecto, se identifica con una parte próxima, remota o al menos aparente, de la bienaventuranza. Por lo tanto, es claro que ni siquiera la delectación que acompaña al bien perfecto es la esencia misma de la bienaventuranza, sino algo que la acompaña como accidente.

Con todo, el placer corporal no puede acompañar, ni siquiera así, al bien perfecto, porque es consecuencia del bien que perciben los sentidos, que son virtudes del alma que se sirve de un cuerpo; pero el bien que pertenece al cuerpo y es percibido por los sentidos no puede ser un bien perfecto del hombre. La razón de esto es que, por superar el alma racional los límites de la materia corporal, la parte de ella que permanece desligada de órganos corpóreos tiene cierta infinitud respecto al cuerpo y a sus partes vinculadas al cuerpo; lo mismo que los seres inmateriales son de algún modo infinitos respecto a los seres materiales, porque en éstos la forma queda contraída y limitada de algún modo por la materia y, por eso, la forma desligada de la materia es en cierto modo ilimitada. Y así, los sentidos, que son fuerzas corporales, conocen lo singular, que está determinado por la materia; mientras que el entendimiento, que es una fuerza desligada de la materia, conoce lo universal, lo que está abstraído de la materia y se extiende sobre infinitos singulares. Por consiguiente, es claro que el bien conveniente al cuerpo, que causa una delectación corporal al ser percibido por los sentidos, no es el bien perfecto del hombre, sino un bien mínimo comparado con el del alma. Por eso se dice en Sab 7,9: Todo el oro, en comparación con la sabiduría, no es más que arena. Así, pues, el placer corporal ni se identifica con la bienaventuranza ni es propiamente un accidente de ella.

A las objeciones:
1. La misma razón tenemos para apetecer el bien que para apetecer la delectación, pues ésta es el sosiego del apetito en el bien; igual que se debe a la misma fuerza de la naturaleza que los cuerpos graves desciendan hacia abajo y se queden ahí. Por eso, igual que el bien se desea por sí mismo, la delectación es también deseada por sí misma, si por indica causa final. Pero si indica causa formal, o mejor, motiva, entonces la delectación es apetecible por otra cosa: por el bien, que es su objeto y, en consecuencia su principio y quien le da forma, pues se apetece la delectación precisamente por ser el descanso en un bien deseado.
2. El apetito vehemente de la delectación sensible se debe a que las operaciones de los sentidos son más perceptibles, porque son el principio de nuestro conocimiento. Por eso también la mayoría desea las delectaciones sensibles.
3. Todos desean la delectación del mismo modo que desean el bien; sin embargo, desean la delectación en razón del bien, y no al contrario, como se acaba de decir (ad 1). Por tanto, no se sigue que la delectación sea el bien máximo y esencial, sino que acompaña al bien, y una delectación determinada, al bien que es el máximo y esencial.

Artículo 7: ¿La bienaventuranza del hombre consiste en algún bien del alma? lat

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza consiste en algún bien del alma.
1. La bienaventuranza es el bien del hombre. Pero este bien se divide en tres: bienes exteriores, bienes del cuerpo y bienes del alma. Ahora bien, la bienaventuranza no consiste en los bienes exteriores ni en los del cuerpo, como se demostró antes (a.4.5). Luego consiste en los bienes del alma.
2. Además, amamos más a quien le deseamos un bien que al bien que le deseamos; así, amamos más al amigo al que deseamos dinero que al dinero. Pero cada uno desea para sí todo el bien. Luego cada uno se ama a sí mismo más que a todos los demás bienes. Pero la bienaventuranza es lo que más se ama, como manifiesta el que amamos y deseamos todas las demás cosas por ella. Por tanto, la bienaventuranza consiste en algún bien del hombre mismo. Pero no en los del cuerpo. Luego en los bienes del alma.
3. Además, la perfección es algo del sujeto que se perfecciona. Pero la bienaventuranza es una perfección del hombre. Luego la bienaventuranza es algo del hombre. Pero no es algo del cuerpo, como se demostró (a.5). Luego la bienaventuranza es algo del alma. Y así, consiste en bienes del alma.
Contra esto: como dice Agustín en el libro De doctr. christ., debe ser amado por sí mismo aquello en que consiste la vida bienaventurada. Pero no debemos amar al hombre por sí mismo, sino que cuanto hay en el hombre debemos amarlo por Dios. En consecuencia, la bienaventuranza no consiste en ningún bien del alma.

Respondo: Como se dijo más arriba (q.1 a.8), se llama fin a dos cosas: a la cosa misma que deseamos alcanzar, y a su uso, consecución o posesión. Por tanto, si hablamos del fin último del hombre refiriéndonos a la cosa misma que deseamos como fin último, entonces es imposible que el fin último del hombre sea su misma alma o algo de ella; porque el alma, considerada en sí misma, es como existente en potencia, pues de ser sabia en potencia pasa a ser sabia en acto, y de ser virtuosa en potencia a serlo en acto. Pero es imposible que lo que en sí mismo es existente en potencia tenga razón de último fin, porque la potencia existe por el acto, como por su complemento. Por eso es imposible que el alma sea el último fin de sí misma.

De igual modo, tampoco puede serlo algo del alma, sea potencia, hábito o acto, porque el bien que es último fin es un bien perfecto que sacia el apetito. Pero el apetito humano, que es la voluntad, tiene como objeto el bien universal, y cualquier bien inherente al alma es un bien participado y, por consiguiente, particularizado. Por tanto, es imposible que alguno de ellos sea el fin último del hombre.
Pero, si hablamos del fin último del hombre en el sentido de la consecución, posesión o uso de la cosa misma que se apetece como fin, entonces algo del hombre, por parte del alma, pertenece al último fin, porque el hombre consigue la bienaventuranza mediante el alma. Por tanto, la cosa misma que se desea como fin es aquello en lo que consiste la bienaventuranza y lo que hace al hombre bienaventurado. Pero se llama bienaventuranza a la consecución de esta cosa. Luego hay que decir que la bienaventuranza es algo del alma; pero aquello en lo que consiste la bienaventuranza es algo exterior al alma.

A las objeciones:
1. Como en esa división se comprenden todos los bienes que son apetecibles para el hombre, hay que llamar bien del alma no sólo a la potencia, al hábito o al acto, sino también al objeto, que es extrínseco. Y, de este modo, nada impide decir que la bienaventuranza consiste en algo que es un bien del alma.
2. Ciñéndonos al tema, la bienaventuranza es lo que más se ama como bien deseado, pero al amigo se le ama como a quien se le desea un bien; y así también se ama el hombre a sí mismo. Por tanto, no hay la misma razón de amor en uno y otro caso. Cuando se trate de la caridad (2-2 q.26 a.3), será el momento de considerar si el hombre ama con amor de amistad algo más que a sí mismo.
3. La bienaventuranza misma, por ser una perfección del alma, es un bien inherente al alma; pero aquello en lo que consiste la bienaventuranza, es decir, lo que hace bienaventurado, es algo exterior al alma, como acabamos de decir (a.7).

Artículo 8: ¿La bienaventuranza del hombre consiste en algún bien creado? lat

Objeciones por las que parece que la bienaventuranza del hombre consiste en algún bien creado.
1. Dice Dionisio, en el capítulo 7 del De div. nom., que la sabiduría divina une los fines de los primeros seres con los principios de los segundos; y de esto se puede entender que lo sumo de la naturaleza inferior es alcanzar lo ínfimo de la naturaleza superior. Pero el bien sumo del hombre es la bienaventuranza. Por tanto, parece que la bienaventuranza del hombre consiste en alcanzar de algún modo al ángel, porque el ángel es superior al hombre en el orden de la naturaleza, como se ha visto en la primera parte (q.96 a.1 ad 1; q.108 a.2 ad 3; a.8 ad 2; q.111 a.1).
2. Además, el fin último de cada cosa está en su obra perfecta, por eso la parte es por el todo, como por su fin. Pero todo el conjunto de las criaturas, que se llama mundo mayor, se compara con el hombre, que en el VIII Physic. se le llama mundo menor, como lo perfecto con lo imperfecto. Luego la bienaventuranza del hombre consiste en todo el conjunto de las criaturas.
3. Además, lo que calma el deseo natural del hombre es lo que le hace bienaventurado. Pero el deseo natural del hombre no llega hasta un bien mayor que el que pueda recibir. Por tanto, parece que el hombre puede llegar a ser bienaventurado por algún bien creado, pues no es capaz de un bien que supere los límites de toda la creación. Y así, la bienaventuranza del hombre consiste en algún bien creado.

Contra esto: está lo que dice Agustín en el XIX De civ. Dei: La vida bienaventurada del hombre es Dios, como la vida de la carne es el alma; por eso se dice (Sal 143,15): Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor.

Respondo: Es imposible que la bienaventuranza del hombre esté en algún bien creado. Porque la bienaventuranza es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo contrario no sería fin último si aún quedara algo apetecible. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal. Por eso está claro que sólo el bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre, como se dice en Sal 102,5: El que colma de bienes tu deseo. Luego la bienaventuranza del hombre consiste en Dios solo.

A las objeciones:
1. Lo superior del hombre alcanza ciertamente lo ínfimo de la naturaleza angélica por cierta semejanza, pero no se detiene allí como en el último fin, sino que se dirige hasta la misma fuente universal del bien, que es el objeto universal de la bienaventuranza de todos los bienaventurados, como bien existente, infinito y perfecto.
2. El fin último de una parte es algo distinto del mismo todo, si este todo no es último fin, sino que se ordena a otro fin ulterior. Pero el conjunto de las criaturas, con quien se relaciona el hombre como la parte con el todo, no es el fin último, sino que se ordena a Dios como al último fin. Por tanto, el bien del universo no es el último fin del hombre, sino Dios mismo.

3. El bien creado no es menor que el bien del que el hombre es capaz, como cosa intrínseca e inherente; sin embargo, es menor que el bien del que el hombre es capaz como objeto, que es infinito. Pero el bien del que participan el ángel y todo el universo es un bien finito y limitado.

sábado, 24 de octubre de 2015

DOMINGO XXX - B (25 de Octubre de 2015)


DOMINGO XXX – B (24 de octubre de 2015)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 10,46-52:

En aquel tiempo, después que llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo —Bartimeo, un mendigo ciego— estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!" Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!" Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Ánimo, levántate! Él te llama".  Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.

Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". Él le respondió: "Maestro, que yo pueda ver". Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.

El evangelista San Lucas acuña el inicio del ministerio público de Jesús de este modo: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías (61) y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír" (Lc 4,16-21).

En el posterior relato Lucas trae a colación las primeras reacciones de la gente de unos a favor otro en contra de Jesús: “Ellos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y otros decían: ¿No es este el hijo de José? Pero él les respondió: "Sin duda ustedes me citarán el refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"…y agregó: Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra”. (Lc 4,22-24). El evangelio de Juan trae otras escenas como por ejemplo: “Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo. Y decían: ¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo? (Jn 6,41).

Los discípulos de Juan el Bautista preguntaron a Jesús: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? En esa ocasión, Jesús curó a mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: "Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!" (Lc 7,20-23).

En otra ocasión Jesús aclaro a sus discípulos y les dijo: “Les hablo por medio de parábolas porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure” (Mt 13,13-15). Es más, Jesús les dijo: “Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven, y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron” (Mt 13,16-17). El evangelista Marcos agrega y dice: “Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. ¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?". Ellos le respondieron: Doce. Y aun ¿no entiendes? (Mc 8,18-19).

Jesús es más enfático en decir: "Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida" (Jn 8,12). Y ante el ciego de nacimiento dijo: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: Ve a lavarte a la piscina de Siloé, que significa Enviado. El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía” (Jn 9,5-7).

Así, pues conviene preguntarnos ¿Quién es el ciego de nuestros tiempos si Bartimeo dejó de ser ciego?

Bartimeo, un mendigo y además ciego. Dos desgracias juntas: “La de mendigo”, es decir, que vivía en la pobreza mendigando un pedazo de pan para comer y subsistir cada día, para el colmo “ciego”. Está sentado junto al camino por donde pasaría cantidad de gente a la que él no podía ver ni reconocer; sin embargo, se da cuenta de que el que ahora pasa es Jesús. No lo ve, pero quiere verlo. Se resigna a pedir limosna, pero no se resigna a seguir viviendo ciego. ¿Imaginemos cuanta gente vive sentada en el camino esperando no solo una limosna sino que alguien le haga ver? ¡Cuantos que creemos tener buena vista, no logramos ver a nadie, y menos a Jesús que pasa a nuestro lado y lo dejamos pasar, tal vez porque nadie nos despierta esa curiosidad de conocerle algún día! No nos resignamos a vivir de limosna y somos capaces de resignarnos a vivir ciegos espiritualmente.

Bartimeo decidió valerse por sí y gritó. Nada de cortesías, grita. Hasta molesta a los que acompañaban a Jesús que lo mandan callar, pero él grita más fuerte. Varias imágenes llenas de sentido para iluminar también nuestras vidas. En primer lugar, no basta decir que yo no veo a Dios. Hasta dónde tenemos esas ganas profundas del corazón que quiere ver y oramos no en voz baja para que no se entere nadie, sino a gritos. ¿Alguna vez has rezado dejando que tu corazón grite? No le pide a Jesús que lo saque de su pobreza y mendicidad, le pide que le haga ver. Además, la fineza de Jesús. Mientras los demás le mandan callar, que siempre es lo más fácil, mandar callar a quienes reclaman sus derechos, Jesús mismo lo manda llamar. Jesús es tan delicado que ni siquiera le dice yo te voy devolver la visión, le dice “tu fe ha curado”. ¿Qué le pedimos nosotros a Dios? ¿Que nos dé cosas o nos haga verle a Él y ver a los demás? ¿Somos de los que mandamos callar a los que gritan sus necesidades o más bien nos acercamos a ellos? Como ven, muchas preguntas que esperan nuestras respuestas.

En resumen, ya en el A.T. se habla del valor trascendente de la vista: "Replicó la serpiente a la mujer: De ninguna manera morirán. Es que Dios sabe muy bien que el día en que coman del árbol prohibido, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal.  Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, (Rm5, 12) que igualmente comió. Entonces se les abrieron a los dos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores” (Gn 3,4-7).

En el N. T. Jesús da el sentido real al mensaje de la ceguera: "Jesús dijo al hombre que ha sido curado de su ceguera: "He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?" Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: "Vemos", su pecado permanece en Uds." (Jn 9,39-41).

Muchos como Bartimeo pueden hoy dejar de ser ciegos, pero seguirán siendo ciegos  a falta de esa fe como la de Bartimeo. “Señor auméntanos la fe” (Lc 17,5). Porque tú eres nuestra luz (Jn 6,12).

sábado, 17 de octubre de 2015

DOMINGO XXIX - B (18 de Octubre de 2015)


DOMINGO XXIX – B (18 de Octubre de 2015)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 10,35-45:

En aquel tiempo, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir". Él les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?" Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria". Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré? "Podemos", le respondieron. Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados".

Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) hermanos(as) en el Señor paz y Bien.

Recordemos el evangelio del domingo anterior: “Uno corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10,17). Jesús recordándole los mandamientos (Ex 20,2-8) le advierte que le falta algo más: “Dar todo lo que tiene a los pobres y que luego lo siga” (Mc 10,21). El hombre se fue muy triste porque era rico y le era imposible desprenderse de sus bienes. Por eso Jesús advierte que será muy difícil que un rico entre en el Reino de los cielos” (Mc 10.24). Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible" (Mc 10,26-27).

Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria" (Mc 10,37). Un día, estar en el cielo, que debe ser ilusión de todos, no es cuestión de meras ilusiones, sino efecto de una opción concreta. Jesús tampoco rechaza las aspiraciones de los discípulos, Él no desea discípulos conformistas, sin iniciativa y sin proyección, por eso admite que se llegue a ser “grande” y “el primero” (Mc 10,43-44). El problema no está en el “qué hacer” sino en el “para qué hacer” (en función de qué) y el “cómo seguir el camino correcto”.

Los hijos de Zebedeo le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria" (Mc 10,37). Jesús respondió que “no saben los que piden”.  Cuestiona la actitud egocéntrica: cuando el interés por el éxito terreno, el prestigio y la honra personal es la aspiración fundamental. El individualismo vanidoso y egocéntrico, que lleva a una persona a querer sobreponerse sobre los demás, es la fuente de la mayor parte de los conflictos de la convivencia, como bien lo ilustra la división –en la indignación de unos contra otros- que brota inmediatamente en la comunidad de los Doce (Mc 10,41). Jesús responde, no con una teoría, sino sobre el fundamento de su propia vida: Él es el criterio último del actuar del discípulo. Las aspiraciones espontáneas de los discípulos (Mc 10,35-37) y los modelos de comportamiento de la sociedad (Mc 10,42) se confrontan con la instrucción de Jesús que indica cómo es que se le sigue (Mc 10,38-40 y 43-45).

Jesús enseña, a partir del ejemplo de su propia vida. Su autoridad no es la imposición sino la atracción del ejemplo: “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Mc 10,45). Es decir, reorienta la mirada del discípulo hacia la radicalidad de la pasión, momento cumbre de su ministerio y de su revelación. Así aprende que la comunión con Jesús o es total o simplemente no existe. Si es total, entonces incluye el camino de la cruz, de la cual se derivan los principios que determinan su comportamiento (Mc 10,38 -39). Jesús revela que si bien, desde el punto de vista externo experimentó la cruz como la agresión del poder religioso y político que intentaron anularlo, desde el punto de vista interno la vivió activamente como un servicio a la vida (Mc 10,45 .33-34).

La palabra clave “servir” (Mc 10,45), que el camino del prestigio y de la grandeza está en el constituirse “servidor”  y  “esclavo” (Mc 10, 43-44). El puesto más alto es el más bajo, sólo se es primero si se ocupa el puesto de los últimos. El discípulo es el que hace de las necesidades de los demás el centro de sus preocupaciones, el centro no es él mismo sino los otros. De este modo, Jesús diseña el perfil del discípulo con los matices que tienen los términos. El “servicio” es el de la mesa, lo cual indica todo lo que contribuye a la formación de la comunidad (Mc 10,43). El “ser esclavo” es una manera de  enfatizar que el servicio es “gratuito”, no espera contraprestación, se hace porque hay un sentido de pertenencia profundo (Mc 10,44).

“Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos” (Mc 10,43-44). Como es de ver, Jesús visualiza también la comunidad a señalar los destinatarios del servicio no sólo son los de dentro, sino también los de fuera. En el servicio cristiano no hay fronteras (el “de todos” del (Mc 10,44), que le hace eco al “muchos” (Mc 10,45). Pero también es verdad que el amor a los cercanos no puede ser sustituido por el servicio a los lejanos tentación del ser “luz en la calle” y “tiniebla en la casa” (Mt 23,3).


Jesús y los que le siguen estrechamente van  proféticamente en contra de los intereses económicos y políticos de toda sociedad cuya ética del poder excluye, margina, mata o niega la persona. En el oído de uno queda resonando la frase: “Entre Ustedes no será así” (Mc 10,43). La respuesta de Jesús al joven rico: “Que difícil será que un rico entre en el Reino de los cielos (Mc 10, 24) que leímos el domingo anterior, el pasaje de hoy pone de relieve el mismo sentido pero con otra connotación: “Qué difícil será que uno que piensa egoístamente entre en el Reino de los Cielos”. Que la única fórmula de llegar al cielo es el camino del amor y en el amor no hay lugar para el egoísmo, como el solo pensar en sí, sino en el servicio con amor a los demás. Con mucha razón ya nos dijo: “Les doy un mandamiento nuevo. Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos. En el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

sábado, 10 de octubre de 2015

DOMINGO XXVIII - B (11 de Octubre de 2015)


DOMINGO XXVIII – B (11 de Octubre de 2015)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 10, 17-30:

En aquel tiempo, cuando se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna? Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre". El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme".

El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes. Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios! Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios. Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: Entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible".

Pedro le dijo: Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.  Jesús respondió: Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna. PALABRA DEL SEÑOR.


Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El evangelio de hoy nos sitúa en tres escenas: La inquietud del joven rico (Mc 10,17-21); O por Dios o por la riqueza del mundo (Mc 10,22-27); la recompensa de los que siguen a Jesús (Mc 10,28-30).

La inquietud del joven rico: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?  (Mc 10,17-22). La respuesta de Jesús es muy clara, se remite al AT: Honra a tu padre, no robes, no mientas, no codicies, no desees la mujer de tu prójimo, no cometas actos impuros (Ex 20,12-17). Recordemos aquel episodio en que dijo Jesús: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Pues, Jesús en su respuesta al rico no hace sino reafirmar esa convicción.

Curiosamente el Joven rico reaccionó y dijo: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud" (Mt 10,20). Hasta aquí, denota dos cosas: El deseo de informarse sobre la vida eterna y los mandamientos cosa ya superada para el rico. Pero, no bastan los buenos deseos si luego no hay valentía y decisión para hacerlos realidad. No basta soñar si luego la realidad de la vida mata nuestros sueños. Como tampoco basta ser un buen cumplidor de la ley o los mandamientos, si no vivimos el ideal de Jesús, el Ideal del Evangelio y del Reino, siempre estaremos faltos de algo más.

El joven que llega corriendo a Jesús lo tiene “todo” y que, sin embargo, siente un vacío en su corazón y busca algo más pero esa búsqueda está motivada por el ego y no por la fe. Por eso, cuando Jesús le pide que vacíe su corazón de lo que tiene y lo llene con la Novedad del Evangelio prefiere quedarse con lo que no llena y seguir vacío. Desde luego es triste ver a un joven correr por la vida tan lleno de ilusiones y luego verlo echarse atrás triste y apesadumbrado.

La riqueza de por si no es mala ni buena, depende cómo se use. Lo malo es cuando las riquezas se nos pegan y nos invade el corazón. ¿Qué ofrecemos a nuestros jóvenes que andan inquietos por llenar el vacío del corazón? Ofrecemos algo que dé sentido a sus vidas o, somos nosotros mismos los que matamos las ilusiones que brotan en sus mentes y en sus corazones.

En realidad, tenemos miedo a confrontarlos con los retos y desafíos de la vida (Lc 5,4) y preferimos mantenerlos arropados en un pasado que no les dice nada. ¿No será que nosotros mismos preferimos la religión de la ley a la religión del Evangelio? ¿No será que también nosotros preferimos llenar el corazón de cosas más que de Dios? Tengamos fe en los jóvenes que, aunque nosotros no tengamos valor, son capaces de abrirse a lo grande y bello de la vida.

El joven del evangelio lo tenía todo, pero no era feliz, su corazón seguía buscando algo más. Las cosas son necesarias, las riquezas son necesarias, pero no pueden llenar el corazón. El corazón es más grande que todas las riquezas. Las riquezas no son malas, reitero. Al contrario, creo que lo malo es la pobreza. Por tanto, el problema no puede estar en las riquezas, sino en el apego del corazón a las mismas. Es decir, el problema está en nuestra actitud frente a las riquezas: “Solo te falta una cosa; vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme” (Mc 10,21).

O por Dios o por la riqueza del mundo: “El rico, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes” (Mc 10,22-27). Recordemos aquellas citas que refuerzan la idea que plantea Jesús al rico: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón” (Mt 6,19-21). Cuando vemos que el joven rico se fue triste, comprobamos que su corazón está apegado a su tesoro que es la riqueza que solo vale para este mundo. El rico esta entre la espada y la pared, tiene que tomar la decisión de si opta por la propuesta de Jesús o por quedarse con su riqueza. Ya Jesus en otro episodio dice: “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).

Cuando hablamos o pensamos seguir a Jesús, de vivir a fondo nuestra fe, pensamos en lo que tenemos que dejar, en lo que tenemos que renunciar. Y ese no es el verdadero problema del seguimiento de Jesús. Seguirle a Él no es dejar, sino encontrar. Encontrar algo mejor. Seguirle a Él no es renunciar, sino descubrir. Descubrir que Jesús es el valor supremo ante el cual el resto de valores queda relativizado. De ahí que el camino de la fe, tiene que comenzar por descubrir la belleza del Evangelio, la belleza del Reino, la belleza de Dios. Cuando esta belleza invade el corazón todo el resto queda relativizado. Pablo lo dice de sí mismo: “A causa del Señor, nada tiene valor para mí en este mundo, todo lo considero basura comparado con la riqueza de mi Señor Jesús” (Flp 3,8).

Andrés dijo Simón: "Hemos encontrado al Mesías, que traducido significa Cristo” (Jn 1,41). Del encuentro con Jesús nace el anuncio de la buena Noticia. Luego, es necesario presentar a Jesús, hacer que se descubra a Jesús. Solo entonces, cuando Jesús sea nuestro verdadero valor, la moral nos resultará lo más normal de la vida. La pedagogía de la fe no ha de comenzar por “prohibir” que es lo que solemos hacer, sino por presentar la figura y el ideal de Jesús. El joven rico quería algo más, pero aún no había descubierto a Jesús ni al Evangelio. No entendió aun lo del pasaje: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo” (Mt 13,44).


Efecto de los que optan por Dios: Pedro le dijo: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús respondió: Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno… Y en la otra vida recibirá la Vida eterna” (Mc 10,28-30). El Señor promete el cielo a quien opte por Dios. Y recordemos que estas, no son meras promesas, sino realidades, así lo dice: ”El cielo y la tierra pasaran, mis palabras no pasaran” (Mt 24,35). El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (Mt 16,27). Es claro que el optar por seguir a Jesús es el camino correcto porque entonces optamos por el cielo, pero si como el joven rico del evangelio optamos por nuestra riqueza material que solo vale para este mundo, entonces hemos optado por lo opuesto al cielo que es el infierno y lamentablemente no hay más opciones o caminos que seguir.

sábado, 3 de octubre de 2015

DOMINGO XXVII - B (4 de octubre del 2015)


DOMINGO XXVII - B (4 de octubre del 2015)

Proclamamos el Evangelio según San Marcos 10, 2-12:

En aquel tiempo, se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?" El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado? Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella. Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido". Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio" PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

Hoy el evangelio nos enseña sobre el matrimonio, tema de mucha actualidad y el atentado contra el matrimonio. Dijo Jesús: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mc 10,8-9). ¿Cómo entender que un varón y una mujer en el matrimonio ya no son dos sino uno solo?

El nuevo catecismo nos dice que: “Dios ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. Dios los bendijo diciendo: "Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra y sométanla" (Gn 1,28). NC 1604. En efecto, lo que hace uno a los cónyuges es el amor y con razón Jesús insiste mucho en el amor, traemos a colación por ejemplo la cita: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como loe he amado” (Jn 13,34). “Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18). La mujer, "carne de su carne" (Gn 2, 23), su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio" (Gn 2, 18), representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador (Mt 19, 4): "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). NC 1605.

El matrimonio es una sabia institución del Creador para realizar su designio de amor en la humanidad. Por medio de él, los esposos se perfeccionan y crecen mutuamente y colaboran con Dios en la procreación de nuevas vidas. El matrimonio para los bautizados es un sacramento que va unido al amor de Cristo su Iglesia, lo que lo rige es el modelo del amor que Jesucristo le tiene a su Iglesia. Sólo hay verdadero matrimonio entre bautizados cuando se contrae el sacramento. El matrimonio se define como la alianza por la cual, - el hombre y la mujer - se unen libremente para toda la vida con el fin de ayudarse mutuamente, procrear y educar a los hijos. Esta unión - basada en el amor – que implica un consentimiento interior y exterior, estando bendecida por Dios, al ser sacramental hace que el vínculo conyugal sea para toda la vida. Nadie puede romper este vínculo. (CIC can. 1055).

En lo que se refiere a su esencia, los teólogos hacen distinción entre el casarse y el estar casado. El casarse es el contrato matrimonial y el estar casado es el vínculo matrimonial indisoluble. El matrimonio posee todos los elementos de un contrato. Los contrayentes que son el hombre y la mujer. El objeto que es la donación recíproca de los cuerpos para llevar una vida marital. El consentimiento que ambos contrayentes expresan. Unos fines que son la ayuda mutua, la procreación y educación de los hijos soy los dones y propiedades del matrimonio.

Cristo lo elevó a la dignidad de sacramento esta institución natural deseada por el Creador. No se conoce el momento preciso en que lo eleva a la dignidad de sacramento, pero se refería a él en su predicación. Jesucristo explica a sus discípulos el origen divino del matrimonio. “No han leído, como Él que creó al hombre al principio, lo hizo varón y mujer? Y dijo: por ello dejará a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne”. (Mt. 19, 4-5). Cristo en el inicio de su vida pública realiza su primer milagro – a petición de su Madre – en las Bodas de Caná. (Jn. 2, 1-11). Esta presencia de Él en un matrimonio es muy significativa para la Iglesia, pues significa el signo de que - desde ese momento - la presencia de Cristo será eficaz en el matrimonio. Durante su predicación enseñó el sentido original de esta institución. “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. (Mt. 19, 6). Para un cristiano la unión entre el matrimonio – como institución natural – y el sacramento es total. Por lo tanto, las leyes que rigen al matrimonio no pueden ser cambiadas arbitrariamente por los hombres.
Las propiedades del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación de los hijos y la educación de estos. (CIC 1055). 

El hombre y la mujer se atraen mutuamente, buscando complementarse. Cada uno necesita del otro para llegar al desarrollo pleno - como personas - expresando y viviendo profunda y totalmente su necesidad de amar, de entrega total. Esta necesidad lo lleva a unirse en matrimonio, y así construir una nueva comunidad de fecunda de amor, que implica el compromiso de ayudar al otro en su crecimiento y a alcanzar la salvación. Esta ayuda mutua se debe hacer aportando lo que cada uno tiene y apoyándose el uno al otro. Esto significa que no se debe de imponer el criterio o la manera de ser al otro, que no surjan conflictos por no tener los mismos objetivos en un momento dado. Cada uno se debe aceptar al otro como es y cumplir con las responsabilidades propias de cada quien. El amor que lleva a un hombre y a una mujer a casarse es un reflejo del amor de Dios y debe de ser fecundo (GS n. 50)

Si hablamos del matrimonio como institución natural, nos damos cuenta que el hombre o la mujer son seres sexuados, lo que implica una atracción a unirse en cuerpo y alma. A esta unión la llamamos “acto conyugal” (Gn 2,24). Este acto es el que hace posible la continuación de la especie humana. Entonces, podemos deducir que el hombre y la mujer están llamados a dar vida a nuevos seres humanos, que deben desarrollarse en el seno de una familia que tiene su origen en el matrimonio. Esto es algo que la pareja debe aceptar desde el momento que decidieron casarse. Cuando uno escoge un trabajo – sin ser obligado a ello - tiene el compromiso de cumplir con él. Lo mismo pasa en el matrimonio, cuando la pareja – libremente – elige casarse, se compromete a cumplir con todas las obligaciones que este conlleva. No solamente se cumple teniendo hijos, sino que hay que educarlos con responsabilidad.

Es derecho –únicamente - de los esposos decidir el número de hijos que van a procrear. No se puede olvidar que la paternidad y la maternidad es un don de Dios conferido para colaborar con Él en la obra creadora y redentora. Por ello, antes de tomar la decisión sobre el número de hijos a tener, hay que ponerse en presencia de Dios –haciendo oración – con una actitud de disponibilidad y con toda honestidad tomar la decisión de cuántos tener y cómo educarlos. La procreación es un don supremo de la vida de una persona, cerrarse a ella implica cerrarse al amor, a un bien. Cada hijo es una bendición, por lo tanto se deben de aceptar con amor.

Podemos decir que el matrimonio es verdadero sacramento porque en él se encuentran los elementos necesarios. Es decir, el signo sensible, que en este caso es el contrato, la gracia santificante y sacramental, por último que fue instituido por Cristo. La Iglesia es la única que puede juzgar y determinar sobre todo lo referente al matrimonio. Esto se debe a que es justamente un sacramento de lo que estamos hablando. La autoridad civil sólo puede actuar en los aspectos meramente civiles del matrimonio (Nos. 1059 y 1672).

El sacramento del matrimonio origina un vínculo para toda la vida. Al dar el consentimiento – libremente – los esposos se dan y se reciben mutuamente y esto queda sellado por Dios. (Cfr. Mc. 10, 9). Por lo tanto, al ser el mismo Dios quien establece este vínculo – el matrimonio celebrado y consumado - no puede ser disuelto jamás. La Iglesia no puede ir en contra de la sabiduría divina. (Cfr. Catec. nos. 1114; 1640)

Este sacramento aumenta la gracia santificante. Mejor dicho, el matrimonio es el camino de santificación. Se recibe la gracia sacramental propia que permite a los esposos perfeccionar su amor y fortalecer su unidad indisoluble. Está gracia – fuente de Cristo – ayuda a vivir los fines del matrimonio, da la capacidad para que exista un amor sobrenatural y fecundo. Después de varios años de casados, la vida en común puede que se haga más difícil, hay que recurrir a esta gracia para recobrar fuerzas y salir adelante (NC. 1641).

El apóstol Pablo habla sobre el matrimonio y da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: «"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne". Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,31-32). Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza.


La virginidad por el Reino de Dios es una connotación particular del matrimonio. Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo: “Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19,12). La virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (Mc 12,25)