miércoles, 23 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD - B (27 de mayo de 2018)

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Proclamación del santo evangelio según San Mateo 28,16-20:

28:16 Los once discípulos fueron a Galilea a la montaña donde Jesús los había citado.
28:17 Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
28:18 Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
28:19 Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
28:20 y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo". PALABRA DEL SEÑOR.

Amigos en el Señor Paz y Bien.

El principio de nuestra de la comunidad universal (Iglesia Católica: Mt 28,19) se fundamenta en el principio del Dios Uno y Trino. En el credo rezamos: Creo en Dios, Padre todo poderoso, Creador del cielo… Creo en el Hijo, que nació de María virgen… Creo en el Espíritu Santo… Es un único Dios, que tiene por esencia el amor: Porque Dios es amor (I Jn 4,8) se manifiesta como Padre,Hijo y Espíritu Santo. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Moisés dijo a Dios: "Si voy a los israelitas y les digo: El Dios de sus padres me ha enviado a Uds; cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: Yo soy y me ha enviado a Uds.” (Ex 3,13-14). El ser de Dios es Ser y no puede no ser. Dejemos que Dios sea lo que es. Pero, si cada uno tiene una experiencia personal de Dios, ¿no es deformar a Dios? No. Una cosa es que nosotros queremos un Dios a nuestra medida y otra muy diferente que Dios se nos haga experimentar de muchas maneras.

“El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (IJn 4,7-8). En esto nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él” (IJn 4,9). La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu”(I Jn 4,13). “Nadie ha visto nunca a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (IJn 4,12). El amor es el mismo, pero cada uno ama a su manera. El mundo es el mismo, pero cada uno tenemos una experiencia diferente del mundo. El matrimonio es el mismo, pero cada pareja tiene su modo personal de experimentarlo.

El rasgo que más define a Dios y que, por otra parte, es el que más nos interesa de Él, es el amor. Dios es amor (I Jn 4,8). Dios quiere ser vivido y experimentado no tanto como omnipotente, sino como amor. Que Dios es omnipotente ya lo dice la filosofía (razón), pero que Dios sea amor y que nos ama, esto ya es parte de la revelación de Sí mismo: “Yo soy lo que soy” (Ex 3,14). El amor de Dios Padre; el amor de Dios Hijo; y el amor Dios Espíritu Santo hacen del hombre en el ser más querido y preferido de Dios, por algo nos dio la dignidad de ser su imagen y semejanza (Gn 1,26).


Que buena noticia (Evangelio) saber que Dios nos ama de tres modos distintos: como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo. Por esta razón Nos recomienda Jesús: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20). Y si somos consagrados al amor de Dios por el padre y el Hijo y el Espíritu Santo hemos de vivir en este mandato: “Amense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

“La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios. La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (Jn 14,26) y por el Hijo de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.  El Espíritu Santo procede principalmente del Padre, y por concesión del Padre, sin intervalo de tiempo procede de los dos como de un principio común. Por la gracia del bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19) somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna”. (NCI 261-265).

El evangelio de hoy es el complemento al episodio: “Id y enseñad y el evangelio a toda la ceración, quien crea y se bautice se salvara, quien se resiste en creer será condenado” (Mc 16,15). Y también con el episodio: “Paz a Uds. como el Padre me envió así les envío a Uds. Y dicho esto soplo sobre ellos y les dijo reciban el Espíritu Santo, a quien les perdonen les quedan perdonados, a quienes se los retengan les queda retenidos” (Jn 20,21-22). Pero en el evangelio de Mateo se advierte algunas particularidades: 1) El pasaje se compone de una parte narrativa (Mt 28,16-18) y de una parte discursiva (Mt 28,18b-20).  2) La parte narrativa cuenta en pocas palabras el único encuentro de Jesús resucitado con su comunidad. Se trata, por tanto, de un momento solemne en el cual convergen los acontecimientos pascuales. Sobre este encuentro ya se había despertado expectativa desde la última cena y en la mañana de la Pascua. 3) Dentro de la parte discursiva notamos que en sólo cinco versículos se repite cuatro veces el término “Todo” (que alguno compara con los cuatro puntos cardinales): “Todo” poder (Mt 28,18): la totalidad del poder está en Jesús. “Todas” las gentes (Mt 28,19): la totalidad de la humanidad será evangelizada. “Todo” lo que Jesús enseñó (Mt 28,20): la totalidad de la enseñanza será aprendida. “Todos” los días (Mt 28,20b): la totalidad de la historia será abarcada por la presencia del Resucitado.

 El acento del texto recae sobre esta última parte, donde Jesús: 1) declara su victoria definitiva sobre el mal y la muerte (“Me ha sido dado todo poder…”), 2) les confiere a los discípulos un mandato (“Id, pues, y haced discípulos”) y, 3) les hace la promesa de su asistencia continua (“Yo estaré con Uds…”). Todo esto tendrá valor hasta el fin del mundo, y este enunciado nos advierte el tiempo del:

Pasado. El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos nos remite al comienzo del evangelio, cuando comenzó el discipulado a la orilla del lago a partir de la vocación (Mt 4,18-22). Un largo camino han recorrido juntos, en él la relación se fue estrechando cada vez más en cuanto el Maestro los insertaba en su ministerio, haciéndolos los primeros destinatarios de su obra, y los atraía para una relación aún más profunda con Él mediante el seguimiento. Jesús los devuelve al punto de partida.

Presente. Ahora los discípulos van a “Galilea”, y allí, a una “Montaña”: 1) Ellos van a Galilea, que como “Galilea de los gentiles”, ha sido destinada por Dios como campo de misión de Jesús (Mt 4,12-16). Allí habían sido llamados (Mt  4,18-22) y allí fueron testigos de misericordia de Jesús con enfermos y pecadores (8-9), donde la multitud andaba “vejada y abatida como ovejas sin pastor” (Mt 9,35).   2) La Montaña a la que van nos recuerda el lugar donde Jesús pronunció su primera y fundamental instrucción, el Sermón de la Montaña, la Ley esencial de la vida cristiana que comienza con las bienaventuranzas (Mt 5,1-7,29) y configura la existencia entera según “el Reino y la Justicia” (Mt 6,33).

Futuro. En este ambiente, el Resucitado se le aparece a los discípulos. Vuelven a la relación que tenían antes y a todo lo que vivieron juntos. Ahora les dice qué es lo que va a determinar en el futuro la relación con él: “Se acercó a ellos y les habló así…” (Mt 28,18ª).  Lo que Jesús aquí les dice será determinante y así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta cuando Jesús venga por segunda vez con la plenitud de su poder y su definitiva revelación (Mt 24,3). 

Un encuentro que cura la herida (misericordia): El grupo que ha sido convocado en Galilea tiene una herida producida por la traición y la muerte de Judas: ya no son “Doce” (Mt 10,2.5; 26,20), sino “Once” (“Los once discípulos marcharon a Galilea…”).  Esta herida recuerda que todos han sido probados en su fidelidad a Jesús. Ellos se han encontrado con su propia fragilidad. Cuando comenzó la pasión de Jesús, todos los discípulos interrumpieron el seguimiento: la traición de Judas (26,47-50), la triple negación de Pedro (Mt 26,69-75) y la fuga despavorida de los otros diez (Mt 26,56). Con todo, Jesús sana la herida provocada por la ruptura del seguimiento. No llama a otros discípulos, sino a los mismos que le fallaron en la prueba de la pasión.  
Jesús cumple la promesa.

•  La última noche había anunciado que los precedería en Galilea: “Todos Uds. Se van a escandalizar de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea” (Mt 26,31-32).
• En la mañana del día de la resurrección, el Ángel, junto a la tumba, les confió a las mujeres la tarea de recordarles a los discípulos estas palabras: “vayan a decir a mis discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le verán” Ya se los he dicho” (28,7).
• Enseguida el Resucitado en persona les confirmó la tarea: “No teman, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (28,10).

Los discípulos llegan a Galilea cargando sobre sus espaldas toda la historia dolorosa de la deslealtad. Pero la confianza del Maestro se muestra mayor que la fragilidad de sus discípulos. Jesús sí cumple sus promesas hechas durante la última cena. 

Es bello notar que en este encuentro con el Maestro después de la dolorosa historia de traición, negación y fuga, no escuchan ni una sola palabra de reclamo por parte de Jesús. Más bien todo lo contrario: cuando los manda llamar a través de las mujeres, los denomina por primera vez “mis hermanos” (Mt 28,10). 

La reacción ante el Resucitado: El narrador continúa diciéndonos que los discípulos “al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron” (28,17).

Así como lo había prometido (Mt 28,7.10), ellos ven al Resucitado. La primera reacción es que se arroja por tierra en un gesto de adoración que nos recuerda el comienzo del evangelio (cuando los magos “vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron”; Mt 2,11). También en medio del evangelio habíamos visto un gesto similar por parte de los discípulos: “Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: "Verdaderamente eres Hijo de Dios?" (Mt 14,33). En este momento cumbre del evangelio, los discípulos reconocen a Jesús resucitado como el Señor. Pero Mateo hace notar que algunos todavía “dudan”. No debe extrañarnos. Reconocimiento y duda pueden estar juntos, como lo muestra la petición: “Creo. Ayúdame en mi incredulidad” (Mc 9,24).
 
 “Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20). Estas palabras de Jesús tienen tres elementos: 1) El anuncio del Señorío del Resucitado (Mt 28,18b) 2) El envío misionero de sus discípulos (Mt 28,19-20ª) 3) La promesa de su permanencia fiel en medio de los discípulos (Mt 28,20b).

“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). Al postrarse, los discípulos reconocen que él es el Señor, el Señor sin límites, el Señor por excelencia.  Ante ellos, Jesús afirma que el Padre, el Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25), le ha dado todo poder en todo ámbito: en el cielo y sobre la tierra.  Ya desde el comienzo del evangelio el mensaje de Jesús se refirió a este “poder” cuando anunció la cercanía del “Reino de los Cielos” (ver 4,17). A lo largo de su ministerio Jesús ofreció los dones de este Reino (“Bienaventurados… porque de ellos es el Reino”; Mt 5,3.10).

La obra de Jesús fue continuamente experimentada como una “obra con poder” (ver 7,29; 8,8s; 21,23). Con este “poder” venció a Satanás y levantó al hombre postrado en sus sufrimientos y marginaciones. Ahora, una vez que su ministerio ha llegado a su culmen, el Resucitado se revela a sus discípulos como el que posee toda autoridad, es decir, un poder absoluto sobre todo.  Una vez que ha vencido al mal definitivamente en su Cruz, Jesús se presenta vivo y victorioso ante sus discípulos: el Señor del cielo y de la tierra. Y con base en esta posición real, Jesús les entrega ahora la misión, prometiéndoles su asistencia continua y poderosa.

 “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28.19-20). Con esta autoridad suprema de Jesús sobre el cielo y la tierra, los discípulos reciben el envío a la misión. Notemos las diversas afirmaciones que Jesús hace a partir del imperativo: “Vayan”.

1) El contenido de la misión: “Id, pues, y haced discípulos” La tarea fundamental es hacer discípulos a todas las gentes. Por medio de ellos el Señor resucitado quiere  acoger a toda la humanidad en la comunión con Él. Hasta ahora ellos han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso de discipulado. En este momento los discípulos son enviados para dar en el tiempo post-pascual lo que recibieron en el tiempo pre-pascual. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo pescadores de hombres (Mt 4,19), también los misioneros deben atraer a todos los hombres al seguimiento de Jesús, con el cual vivieron y continúan viviendo. 

“Seguimiento” quiere decir configurar el propio proyecto de vida en la propuesta de Jesús, entablar una cercana amistad con la persona de Jesús, entrar en comunión de vida con Él. El “discipulado” supone la docilidad: aceptar que es Jesús quien orienta el camino de la vida, quien determina la forma y la orientación de vida. El “discipulado” lleva a abandonarse completamente en Jesús, porque sólo Él conoce el camino y la meta y nos conduce con firmeza y seguridad hacia ella. Este camino y esta meta se han revelado a lo largo del evangelio. Entonces, la esencia de la misión de los discípulos es conducir a toda la humanidad a la persona del Señor, a su seguimiento. De la misma manera como Jesús los llamó, sin forzarlos sino seduciendo su corazón y apelando a la libre decisión de cada uno, así ellos deben hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra. 

2) Los destinatarios: “…A todas las gentes”  Puesto que se le ha puesto en sus manos el mundo entero y es superior al tiempo y al espacio, Jesús los manda todos los pueblos de la tierra. Recordemos que en la primera misión la tarea apostólica se limitaba explícitamente a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” (10,6; ver 15,24). Ahora la misión no conoce restricciones: a todos los hombres, y podríamos agregar “al hombre todo” (con todas sus dimensiones). 
3)  “…Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”  En el bautismo se realiza la plena acogida de los discípulos de Jesús en el ámbito de la salvación y en su nueva familia. El presupuesto de la fe. El Bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo” presupone el anuncio de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la fe en este Dios. El “nombre”  de Dios está puesto en relación con el conocimiento de Él. Como se evidencia a lo largo del Evangelio: • Dios manifiesta su amor para que nosotros podamos conocerlo y así entrar en relación con Él.  • Es a través de Jesús que Dios ha sido conocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesús predicó sobre Dios de una manera que no se conocía en el Antiguo Testamento. Allí se conocía al Dios en cuanto creador del cielo y de la tierra, pero al mismo tiempo se afirmó –y con razón- la enorme distancia entre el Creador y su criatura, lo cual hacía pensar en la infinita soledad de Dios. Jesús anunció que Dios no está solo sino que vive en comunión. Frente al Padre está el Hijo, ambos están unidos entre sí, se conocen, se comprenden y se aman recíprocamente (Mt 11,25) en la plenitud y perfección divina por medio del Espíritu Santo. Los discípulos deben bautizar en el “nombre” de este Dios, del Dios que así fue anunciado y creído.

 Al interior de la familia trinitaria. El bautismo:

Nos sumerge en el ámbito poderoso de este Dios y obra el paso hacia Él. Nos pone bajo su protección y su poder. Nos posibilita la comunión con Él, que en sí mismo es comunión. Nos hace Hijos del Padre, quien está unido con un amor ardiente a su Hijo. Nos hace hermanos y hermanas del Hijo que, con todo lo que Él es, está ante el Padre. Nos da el Espíritu Santo, quien nos une al Padre y al Hijo, nos abre a su benéfico influjo y nos hace vivir la comunión con ellos.

Si es verdad que el seguimiento nos introduce en el ámbito de vida de Jesús, también es verdad que esta vida es su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. El bautismo sella nuestra acogida en esta adorable comunión. 

4) El enseñar a poner en práctica las enseñanzas de Jesús: el discipulado como un nuevo estilo de vida. La comunión con este Dios, determinada por el seguimiento y sellada por el bautismo. Exige a los discípulos un estilo de vida que esté a la altura de ese don. Notamos una gran continuidad entra la misión de Jesús y la de sus apóstoles:

• De muchas maneras, desde las bienaventuranzas (5,3-12) hasta la visión del juicio final (Mt 25,31-46), Jesús instruyó a sus discípulos. A lo largo del evangelio distinguimos cinco grandes discursos de Jesús. Ahora los apóstoles deben transmitírselas a los nuevos discípulos atraídos por ellos. Las enseñanzas de Jesús no son opcionales.
• Hasta el presente fue Jesús quien llamó discípulos y los educó en una existencia según la voluntad de Dios. Ahora son ellos los que, por encargo suyo, deben llamar a todos los hombres como discípulos y educarlos en una vida recta. En otras palabras, todo lo que los discípulos recibieron del Maestro debe ser transmitido en la misión. 

El Resucitado muestra el significado pleno de su nombre “Emmanuel”, “Dios-con-nosotros” (Mt 28,20b) “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Durante su ministerio terreno, la relación de Jesús con sus discípulos estuvo caracterizada por su presencia visible y viva en medio de ellos. A partir de la Pascua esta presencia no termina sino que adquiere una nueva modalidad. Jesús utiliza una expresión conocida en la Biblia. En el Antiguo Testamento la expresión “El Señor está contigo”, le aseguraba a la persona que tenía una misión particular que Dios lo asistiría con poder y eficacia en su tarea. Con ello se quería decir que Dios no abandona al hombre a sus propias fuerzas, sino más bien que a la tarea que Dios le encomienda se le suma su presencia y su ayuda.
Jesús, a quien se le ha dado todo poder, habla con la potestad divina, asegurando su presencia y su ayuda a la Iglesia misionera. Quien al principio fue anunciado como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros” (Mt 1,23), muestra ahora la verdad de esta expresión: Él es la fidelidad viviente del Dios de la Alianza (“Dios-con-nosotros” es una expresión referida al “Yo soy vuestro Dios y vosotros mi pueblo”) que permanece al lado de sus discípulos con todo su poder, con su vivo interés y con su poderosa asistencia a lo largo de toda la historia.

La celebración de la Ascensión nos coloca ante estas palabras de Jesús, quien en la plenitud de su potestad toma determinaciones hacia el futuro. Él, ya no estará de forma visible en medio de sus discípulos, pero sí garantiza su presencia poderosa en medio de los suyos. Así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta que no ocurra con su venida el cumplimiento, y con él la plena e inmediata comunión de vida con la Trinidad Santa.

martes, 15 de mayo de 2018

DOMINGO DE PENTECOSTES – B (20 de mayo de 2018)


DOMINGO DE PENTECOSTES – B (20 de mayo de 2018)

Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23:

20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan". PALABRA DEL SEÑOR.

Queridos(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

Hoy es la solemnidad de Pentecostés, porque es el último día de la Pascua, el día del Espíritu Santo. En efecto, hoy celebramos el último día de la Pascua. Hoy llegan a su término los cincuenta días en honor de Jesucristo resucitado y glorificado, los cincuenta días de la alegría por la vida nueva de nuestro Señor crucificado. Y este final de la Pascua, es el día del Espíritu. El Espíritu de Dios que se cernía sobre la nada y hacía nacer la vida: “Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Hoy, celebramos en su plenitud la efusión del Espíritu sobre la comunidad nueva que nace (Iglesia, Mt.16,18): “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo” (Jn 20,21-22).

"Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). La Misión del Espíritu Santo:

“Como el Padre me amó, así también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: El Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes. No los dejaré huérfanos volveré a ustedes” (Jn 14,15-18). En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección" (Mc 1,9-11)
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación hasta su consumación; pero en los “últimos tiempos” –inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo– el Espíritu se reveló y nos fue dado, fue reconocido y acogido como Persona (Catecismo , 686). Por obra del Espíritu, el Hijo de Dios tomó carne en las entrañas purísimas de la Virgen María. El Espíritu lo ungió desde el inicio; por eso Jesucristo es el Mesías desde el inicio de su humanidad, es decir, desde su misma Encarnación (Lc 1, 35). Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Patriarcas (Lc 4, 18s), y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección. En Pentecostés el Espíritu fue enviado para permanecer desde entonces en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, vivificándola y guiándola con sus dones y con su presencia. Por esto también se dice que la Iglesia es Templo del Espíritu Santo, y que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia.

El día de Pentecostés el Espíritu descendió sobre los Apóstoles y los primeros discípulos, mostrando con signos externos la vivificación de la Iglesia fundada por Cristo. «La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria». El Espíritu hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, en el tiempo de la Iglesia. La animación de la Iglesia por el Espíritu Santo garantiza que se profundice, se conserve siempre vivo y sin pérdida todo lo que Cristo dijo y enseñó en los días que vivió en la tierra hasta su Ascensión; además, por la celebración-administración de los sacramentos, el Espíritu santifica la Iglesia y los fieles, haciendo que ella continúe siempre llevando las almas a Dios.

«La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Padre” ( Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia»
¿Cómo actúan Cristo y el Espíritu Santo en la Iglesia?: Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y les ofrece la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu Santo también actúa concediendo gracias especiales a algunos cristianos para el bien de toda la Iglesia, y es el Maestro que recuerda a todos los cristianos aquello que Cristo ha revelado (Jn 14, 25s). «El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den “el fruto del Espíritu” (Ga 5, 22)»

Creo en la Santa Iglesia Católica: La Iglesia es un misterio (Rm 16,25-27), es decir, una realidad en la que entran en contacto y comunión Dios y los hombres. Iglesia viene del griego “ekklesia”, que significa asamblea de los convocados. En el Antiguo Testamento fue utilizada para traducir el “quahal Yahweh”, o asamblea reunida por Dios para honrarle con el culto debido. Son ejemplos de ello la asamblea sinaítica, y la que se reunió en tiempos del rey Josías con el fin de alabar a Dios y volver a la pureza de la Ley (reforma). En el Nuevo Testamento tiene varias acepciones, en continuidad con el Antiguo, pero designa especialmente el pueblo que Dios convoca y reúne desde los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que, por la fe en su Palabra y el Bautismo, son hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo (Catecismo , 777).

En la Sagrada Escritura la Iglesia recibe distintos nombres, cada uno de los cuales subraya especialmente algunos aspectos del misterio de la comunión de Dios con los hombres. “Pueblo de Dios” es un título que Israel recibió. Cuando se aplica a la Iglesia, nuevo Israel, quiere decir que Dios no quiso salvar a los hombres aisladamente, sino constituyéndolos en un único pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. También significa que ella ha sido elegida por Dios, que es una comunidad visible que está en camino –entre las naciones– hacia su patria definitiva. En ese pueblo todos tienen la común dignidad de los hijos de Dios, una misión común, ser sal de la tierra, y un fin común, que es el Reino de Dios. Todos participan de las tres funciones de Cristo, real, profética y sacerdotal (Catecismo , 782-786).

Cuando decimos que la Iglesia es el “cuerpo de Cristo” queremos subrayar que, a través del envío del Espíritu Santo, Cristo une íntimamente consigo a los fieles, sobre todo en la Eucaristía, los incorpora a su Persona por el Espíritu Santo, manteniéndose y creciendo unidos entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo en la diversidad de los miembros y funciones. También se indica que la salud o la enfermedad de un miembro repercute en todo el cuerpo (1 Co 12, 1-24), y que los fieles, como miembros de Cristo, son instrumentos suyos para obrar en el mundo (cfr. Catecismo , 787-795). La Iglesia también es llamada “Esposa de Cristo” (Ef 5, 26ss), lo cual acentúa, dentro de la unión que la Iglesia tiene con Cristo, la distinción de ambos sujetos. También señala que la Alianza de Dios con los hombres es definitiva porque Dios es fiel a sus promesas, y que la Iglesia le corresponde asimismo fielmente siendo Madre fecunda de todos los hijos de Dios.

La Iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas. Como el verdadero templo del Espíritu Santo fue Cristo (Jn 2, 19-22), esta imagen también señala que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia. A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (1 Ts 5, 20-22).

«La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su Muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos» (Catecismo , 778).

Cuando Dios revela su designio de salvación que es permanente, manifiesta también cómo desea realizarlo. Ese designio no lo llevó a cabo con un único acto, sino que primero fue preparando la humanidad para acoger la Salvación; sólo más adelante se reveló plenamente en Cristo. Ese ofrecimiento de Salvación en la comunión divina y en la unidad de la humanidad fue definitivamente otorgado a los hombres a través del don del Espíritu Santo que ha sido derramado en los corazones de los creyentes poniéndonos en contacto personal y permanente con Cristo. Al ser hijos de Dios en Cristo, nos reconocemos hermanos de los demás hijos de Dios. No hay una fraternidad o unidad del género humano que no se base en la común filiación divina que nos ha sido ofrecida por el Padre en Cristo; no hay una fraternidad sin un Padre común, al que llegamos por el Espíritu Santo.

La Iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas. También se puede decir que la fundación de la Iglesia coincide con la vida de Jesucristo; la Iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la Iglesia, sino que la fundó en toda su vida: desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito. A lo largo de su vida, Cristo –en quien habitaba el Espíritu– fue manifestando cómo debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su Ascensión, el Espíritu fue enviado a la Iglesia y en ella permanece uniéndola a la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la Palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos [5] . Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).

Para nuestra catequesis:

1. Con la exaltación de Cristo por medio de la Resurrección, la era de Jesucristo se convierte en la era del Espíritu Santo. El Resucitado obra en su Comunidad de creyentes por la fuerza y la eficacia del Espíritu. La acción del Espíritu (Hch 2, 1-11) manifiesta al mundo la legitimación de la misión recibida por parte de Cristo. El Espíritu Santo hace que la tímida comunidad cristiana salga al público y continúe su misión.

2. La paz que Jesús da a los discípulos (Jn 20, 19-23) es más que un saludo. Como Jesús fue enviado por el Padre, así también Cristo envía a sus apóstoles: recibid el Espíritu Santo. Con Pentecostés comienza la Iglesia. El Señor sopló sobre los discípulos, como Dios sopló en la creación del hombre (Gén 2, 7), y les comunicó el don de vida que Dios había comunicado al hombre. Pentecostés constituye el origen de una nueva humanidad, de una nueva creación.

3. El don del Espíritu Santo es comunicado contra el pecado. El poder de perdonar los pecados debía provenir de Cristo. El envío de los apóstoles al mundo es prolongación del envío que el Padre hizo de su Hijo (Jn 17, 18). Los apóstoles, con la venida del Espíritu Santo, están habilitados para llevar adelante la obra que Cristo inició en su vida terrena (Jn 17, 11).

4. Los carismas, en los que abundaba la Iglesia primitiva (como lo vemos por la Iglesia de Corinto, 1Cor 12), presentaban sus peligros, como el de confundir la fe con los signos externos. De ahí que san Pablo nos ofrezca los criterios a seguir para distinguir los verdaderos carismas de los falsos. Primer criterio de discernimiento o distinción del auténtico carisma es su contribución a reforzar la fe en Cristo. Segundo criterio, la colaboración de los diversos carismas al único designio de Dios (1Cor 12, 4-6). Siendo Dios la única fuente de carismas, entre estos no puede haber oposición.

Si nos dejamos guiar por el Espíritu, todo servicio es en bien común y promueve la unidad del cuerpo (1Cor 12, 7). Todos los carismas tienen que dar vitalidad al cuerpo místico que es la Iglesia. Es la verdad que Él irá descubriéndonos poco a poco hasta que lleguemos a la verdad plena. Pero no solo eso, nos “anunciará lo que está por venir”. Quiere decir que no todo está terminado, que la obra de Dios sigue y nos compromete continuar con su obra en la historia de la Iglesia. Nos empuja hacia delante. Cada día damos un paso, pero cada día tenemos que descubrir lo que “aún está por venir”, lo que está por suceder, nos pone en un proceso de desarrollo constante y un vivir al día con los avances y el caminar de los hombres. Nos recordará el pasado, pero mirando hacia el futuro. El pasado es lo que ya hemos hecho. El futuro es lo que aún tenemos que hacer. Por eso el Evangelio se va escribiendo día a día en nuestra historia. Dios y el Evangelio y Jesús se van actualizando cada día.
En otras palabras, la misión del Espíritu Santo en la Iglesia es: El que suscita cambios y la conversión de los corazones a las exigencias y verdades del Evangelio. Sin esta transformación de los corazones seriamos de una cultura religiosa sin visión ni misión y la Iglesia seria mera comunidad de historia pasada. El que empuja, anima y guía a la Iglesia en su fidelidad al Evangelio y a Jesús, y en su fidelidad a los hombres de todos los tiempos. El que congrega y suscita la comunidad. Es cierto que a la comunidad la dota de una serie de servicios y carismas, pero la verdad de la Iglesia es “todo el pueblo de Dios” y no un grupo especializado dentro del Pueblo de Dios. Por eso mismo, el Espíritu guía y gobierna a la Iglesia regalando los dones necesarios a cada uno, según la misión que cada uno tiene dentro de la comunidad.

Tenemos que decir, que el Espíritu Santo guía a la Iglesia desde las cabezas que la gobiernan, pero también desde la vida y la fidelidad de cada uno de nosotros.
El primer don del Espíritu a su Iglesia es el don de la comunión, el sentirnos uno, en la unidad de la mente y del corazón, la unidad en la verdad y en la caridad. Donde no hay verdad del Evangelio no está el Espíritu, donde no hay comunión y comunidad fraterna, tampoco está el Espíritu. Por eso, la ruptura en la verdad la llamamos “herejía” y la ruptura en la comunión y unidad la llamamos “cisma”.

Recordemos los dones del espíritu santo:

El Don de Sabiduría. Es el don que nos capacita para descubrir el misterio insondable de Dios y de Cristo, relativizando o poniendo en su verdadero lugar, las cosas y a las personas.
El Don de Inteligencia. Nos hace comprender las riquezas y maravillas de la fe. Nos descubre la importancia de la fe en nosotros.
El Don de Ciencia. Nos ayuda a ver la verdad de las cosas, a valorarlas adecuadamente y a situarnos en la libertad de Hijos de Dios frente a las cosas.
El Don de Consejo. Nos muestra los verdaderos caminos de Dios, los caminos de la santidad y, sobre todo, nos ayuda a discernir con sentido de fe en los casos en que debemos tomar decisiones.
El Don de Fortaleza. Nos hace capaces de enfrentar las dificultades y los momentos difíciles de nuestra fe. Es el don que nos hace fuertes en las tentaciones.
El Don de Piedad. Es el don de la filiación divina. Nos revela el misterio de la paternidad divina y nuestra condición de hijos. Marca nuestras relaciones filiales con Dios Padre.
El Don de Temor de Dios. No es el temor servil, sino el temor amoroso de hijos. Nos da fuerza para no ceder a la tentación y evitar todo aquello que pudiera apartarnos de Dios.
 De los siete dones, tres se refieren al conocimiento: El don de inteligencia, el don de ciencia, el don de sabiduría. Todos ellos relacionados con la verdad.

jueves, 10 de mayo de 2018

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN – B (13 de mayo del 2018)

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN – B (13 de mayo del 2018)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 16,15-20:

16:15 Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.
16:16 El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
16:17 Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
16:18 podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
16:19 Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
16:20 Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

La Fiesta de la Ascensión de Jesucristo al Cielo es resumido por el mismo Señor de modo siguiente: "Salí del Padre, vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28). Esta fiesta Hace y evoca sentimientos encontrados de nostalgia y de alegría.  De nostalgia, por la partida de Cristo, Quien regresa a la gloria que comparte desde toda la eternidad con el Padre y con el Espíritu Santo.  De alegría, pues hacia esa gloria conduce a la humanidad por El redimida. El mismo Señor nos muestra esos sentimientos las veces que en el Evangelio hace el anuncio de su ida al Padre.  “He deseado muchísimo celebrar esta Pascua con Uds... porque ya no la volveré a celebrar hasta...” (Lc.22, 15-16). “Me voy y esta palabra los llena de tristeza” (Jn. 16, 6).

En cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolar a los Apóstoles: “Ahora me toca irme al Padre... pero si me piden algo en mi nombre, Yo lo haré”  (Jn. 14,12 y 14).  Inclusive trató de convencerlos acerca de la conveniencia de su vuelta al Padre: “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador.  Pero si me voy, se los enviaré... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn. 16, 7 - 14, 26). Con estas y muchas palabras de consolación el Señor preparó a sus discípulos para este momento de despedida, tal es por ejemplo este: “Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré. Y cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio” (Jn 16,7-8).

Con mucha antelación también, el Señor ya había dicho: “Si les hablo de las cosas terrenales, y no creen, ¿cómo creerán si les hablo de las celestiales? Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn 3,12-13). Hoy en la fiesta de la ascensión hace lo que ya nos lo dijo: “El Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios” (Mc 16,19). Al respecto en otro episodio se nos dice: “Les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: Así estaba escrito, el Mesías sufrirá y resucitará de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre se predicará a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto. Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo” (Lc 24,45-51).

El pasaje central de hoy: “El Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios” (Mc 16,19). Tiene otro complemento que nos hace más entendible, cuando Jesús dice a sus discípulos: “El padre los ama, porque Uds. me aman y han creído que yo vengo de Dios. Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre". Sus discípulos le dijeron: "Por fin hablas claro y sin parábolas” (Jn 16,27-29). Ahora si también comprendemos nosotros por qué dijo el Señor enfáticamente: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió” (Jn 6,38). E incluso viene bien citar este episodio cuando los judíos preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?" Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado" (Jn 6,28-29).

En la primera lectura que hemos leído se nos dice: “Uds. recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra. Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: "Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir" (Hch 1,8-11).

Ahora tenemos una gran misión que cumplir cuando nos ha dicho: "Vayan por todo el mundo, enseñen la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán" Mc 16,15-18). Como verán, al igual que los que corren en el pista suelen cambiar de “testigo” o “posta”, la Ascensión es el cambio de “posta de Jesús a nosotros”. Hasta ahora todo dependía de Él, desde la Ascensión todo depende de nosotros. “Vayan al mundo entero y enseñen el Evangelio.”

El Señor se va, pero nos deja a nosotros. Él se va, pero aun así será nuestro compañero. Él inició la predicación del reino, pero a nosotros nos toca llevar como el viento las semillas por todo el mundo. Con la única diferencia de que ahora la responsabilidad recae sobre todos. El Papa Francisco lo dijo muy claro: 

La evangelización es tarea de la Iglesia. Porque tiene que ver con la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos y Dios ha elegido un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Jesús se va, pero deja la Iglesia. Jesús vuelve al Padre, pero deja la Iglesia entre los hombres y para los hombres. Era necesaria la Ascensión como el triunfo de Jesús. Pero era necesaria para que nosotros comenzásemos a crecer asumiendo nuestras responsabilidades. La Iglesia no podía quedarse en el grupo de los Once, tenía que abrirse al mundo. No podía seguir bajo las alas de Jesús, tenía que llegar la hora de volar por sí misma. Tenía que llegar la hora de dar el examen de su fe y comenzar a anunciar a todos los hombres. Como Él también la Iglesia tenía que abrirse a buenos y malos. A los de dentro, pero también a los de fuera. Por eso hoy es el triunfo de Jesús, pero es el comienzo del camino que nos lleva a todos y a todos los hombres.

Pero no nos envía con las manos vacías pues fíjense que nos dejó bajo la custodia de otro defensor. El señor glorificado les dijo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan" (Jn 20, 21-23).

Jesús nos recomienda dejarnos guiar por el Espíritu Santo: “En adelante, el Paráclito, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: "Me voy y volveré a ustedes". Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean” (Jn 14,26-29).

La tarea que ahora nos toca desarrollar es: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-10). Ahora no nos toca quedarnos plantados como los galileos mirando el cielo (Hc 1,11). Sino trabajar, porque el mismo Señor que subió volverá a pedirnos cuentas (Mt 25,19). Y recompensara a cada uno según su trabajo (Mt 16,27). Esa recompensa es estar con Él en el cielo para siempre (Jn 14,1-3).

Recordemos que Jesucristo había resucitado después de su muerte, una muerte que fue ¡tan traumática! -traumática para El por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido- ... y traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo. Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección.  Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció en cuerpo glorioso, y entonces recordaron y creyeron lo que El les había anunciado.  Pero la verdad es que los Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder: lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo. Para fortalecerles la Fe, después de su Resurrección, el Señor pasa unos cuarenta días apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre.

Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles: “Se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.  Un día, les mandó: ‘No se alejen de Jerusalén.  Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo.’”   La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después en Pentecostés.

Luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su partida.  Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de todos los presentes. ¡Cómo sería la Ascensión de Jesús al Cielo!  Jesús, el Sol de Justicia (Mal 3, 20), ascendiendo radiantísimo a la vista de los presentes.  El impacto fue tan grande que, aún después de haber desaparecido Jesús, ocultado por una nube, los Apóstoles y discípulos seguían mirando fijamente al Cielo.  ¡Estaban en éxtasis!  Fue, entonces, cuando dos Ángeles los interrumpieron y los “despertaron”:  “¿Qué hacen ahí  mirando al cielo?  Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).   

“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes. No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes” (Jn 14,15-18).

Hay que tomar nota de estas palabras.  Es de suma importancia recordar ese anuncio profético de los Ángeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo.  Nos dicen que volverá de igual manera a como partió (Hch 1,11): en gloria y desde el Cielo.  Jesucristo vendrá, entonces, como Juez a establecer su reinado definitivo.  Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin. Estamos hablando de la Segunda Venida de Cristo.  Pero para saber cómo será y cómo no será la Segunda Venida de Cristo, debemos detallar bien cómo fue la Ascensión de Jesucristo al Cielo.  ¿Cómo lo vieron subir?  Con todo el poder de su divinidad, glorioso, fulgurante y, ascendiendo, desapareció entre las nubes.  

¿Cómo vendrá? “Los que estaban reunidos le preguntaron: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? Él les respondió: No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,6-8).  “El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (Mt 16,27).

Ya anteriormente lo había anunciado a sus discípulos:  “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre. Verán al Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo, con el Poder Divino y la plenitud de la Gloria.  Mandará a sus Ángeles, los cuales tocarán la trompeta y reunirán a los elegidos de los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del mundo” (Mt. 24, 30-31). Sin embargo han habido, hay y habrá muchos que querrán hacerse pasar por Cristo.  Y hay uno en especial, el Anticristo, que hará creer que él es Cristo.  Entonces hay que estar precavidos, pues Cristo vendrá glorioso con todo el poder de su divinidad, como los Apóstoles Lo vieron irse.

Tengamos en cuenta que el Anticristo será un hombre que se dará a conocer como Cristo y con la ayuda de Satanás realizará milagros y prodigios, y engañará a muchos, pues desplegará un gran poder de seducción.  He aquí la descripción que nos hace San Pablo: “Entonces aparecerá el hombre del pecado, instrumento de las fuerzas de perdición, el rebelde que ha de levantarse contra todo lo que lleva el nombre de Dios o merece respeto, llegando hasta poner su trono en el Templo de Dios y haciéndose pasar por Dios ... Al presentarse este Sin-Ley, con el poder de Satanás, hará milagros, señales y prodigios al servicio de la mentira.  Y usará todos los engaños de la maldad en perjuicio de aquéllos que han de perderse, porque no acogieron el amor de la Verdad que los llevaba a la salvación ... así llegarán hasta la condenación todos aquéllos que no quisieron creer en la Verdad y prefirieron quedarse en la maldad ” (2 Tes. 2, 3-11).

Entonces, ¿qué hacer?  Siguiendo, el consejo de la Sagrada Escritura, no debemos dejarnos engañar.  Los datos sobre la Segunda Venida de Cristo son muy claros:  Cristo vendrá en gloria.   El Anticristo no.  Hará grandes prodigios, pero no puede presentarse como tenemos anunciado que vendrá Cristo en su Segunda Venida.  De allí que Jesús nos advierta: “Llegará un tiempo en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del Hombre, pero no lo verán.  Entonces les dirán:  está aquí, está allá.  No vayan, no corran.  En efecto, como el relámpago brilla en un punto del cielo y resplandece hasta el otro, así sucederá con el Hijo del Hombre cuando llegue su día”. (Lc. 17, 22-24)
Esto es tan importante que el Señor nos lo dijo en otras ocasiones. Jesús nos advierte clarísimamente y nos explica con más detalle aún cómo será de sorpresiva y deslumbrante su Segunda Venida:

“Si en este tiempo alguien les dice:  Aquí o allí está el Mesías, no lo crean.  Porque se presentarán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigios capaces de engañar, si fuera posible, aun a los elegidos de Dios.  ¡Miren que se los he advertido de antemano!  Por tanto, si alguien les dice:  En el desierto está.  No vayan.  Si dicen:  Está en un lugar retirado.  No lo crean.  En efecto, cuando venga el Hijo del Hombre, será como relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente” (Mt. 24, 23-28).

Pero por encima de la nostalgia de su partida, por encima de la advertencia de cómo será su Segunda Venida, para que nadie nos engañe, el misterio de la Ascensión de Jesucristo es un misterio de fe y esperanza en la Vida Eterna. La misma forma física en que se despidió el Señor, la cual resalta San Pablo en la Segunda Lectura (Ef. 4, 1-13):  subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde El está, al que hemos sido invitados todos, para estar con El. Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3). El derecho al Cielo ya nos ha sido adquirido por Jesucristo. El nos ha preparado un lugar a cada uno de nosotros:  nos toca a nosotros vivir en esta vida de tal forma que merezcamos ocupar ese lugar.  .  ¡No dejemos nuestro lugar vacío!

Ahora bien, a pesar de todos estos anuncios, los Apóstoles y discípulos no alcanzaban a entender la trascendencia de lo anunciado.  La Santísima Virgen María seguramente fue preparada por su Hijo para el momento de su partida, con gracias especiales para poder consolar y animar a los Apóstoles. Jesucristo estaba dejando a Pedro como cabeza de la Iglesia y como su Representante.  Pero también estaba dejando a su Madre como Madre de su Iglesia, ya que siendo Ella Madre de Cristo, era también Madre de su Cuerpo Místico.  Por eso Ella los reunió y los animó, orando con ellos en espera del Espíritu Santo.

La Ascensión, entonces, nos invita a estar en la tierra, haciendo lo que aquí tengamos que hacer, todo dentro de la Voluntad de Dios.  Pero debemos estar en la tierra sin perder de vista el Cielo, la Casa del Padre, a donde nos va llevando Cristo por medio del Espíritu Santo, Quien nos recuerda todo lo que Cristo nos enseñó. Y nos recuerda también lo que debemos enseñar a otros, pues debemos llevar la Palabra de Dios a todo el que desee escucharla.  Es el llamado de Cristo que nos trae la Aclamación antes del Evangelio:  “Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor.  Y sepan que Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 19-20). Los mandó –y nos manda a nosotros- a ir, a partir.  “Jesús parte hacia el Padre y manda a los discípulos que partan hacia el mundo… Es un mandato preciso, ¡no es facultativo!” (Papa Francisco 1-6-2014). Es el llamado a la Nueva Evangelización, a la que insistentemente nos llama la Iglesia.

Para cumplir con esto, San Pablo nos recuerda en la Segunda Lectura (Ef. 4. 1-13) lo siguiente: “El que subió fue quien concedió a unos ser apóstoles;  a otros ser profetas;  a otros ser evangelizadores;  a otros ser pastores y maestros. Y esto para capacitar a los fieles, a fin de que, desempeñando debidamente su tarea, construyan el Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a estar unidos en la Fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, y lleguemos a ser hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo”.  

En suma, la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo al Cielo: Despierta el anhelo de Cielo, la esperanza de nuestra futura inmortalidad, en cuerpo y alma gloriosos, como El, para disfrutar con El y en El de una felicidad completa, perfecta y para siempre. Advierte cómo será la Segunda Venida de Cristo, para que no seamos engañados por el Anticristo. Nos invita a llevar la Palabra de Dios a todos, seguros de que el Espíritu Santo, Quien es el verdadero protagonista de la Evangelización, nos capacita para responder a este llamado.  Así contribuimos a construir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en esta época en que hay que realizar la Nueva Evangelización, atrayendo a la Iglesia a aquéllos que se han alejado.

martes, 1 de mayo de 2018

VI DOMINGO DE PASCUA –B (06 de Mayo del 2018)


VI DOMINGO DE PASCUA –B (06 de Mayo del 2018)

Proclamación del Santo evangelio según San Juan 15,9-17

15:9 Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.
15:10 Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
15:11 Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.
15:12 Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
15:13 No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
15:14 Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.
15:15 Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
15:16 No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
15:17 Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros. PALABRA DEL SEÑOR.

Amigos en el Señor Paz y Bien.

“Dios nos manifestó su amor enviándonos a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él” (I Jn 4,9). “La prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). “Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (Jn 4,12). La única evidencia que tenemos si estamos unidos a Dios es que vivamos en el amor. “Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad” (I Jn 3,18).

El Pasado domingo Jesús nos habló en la figura de la vid: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Hoy nos dice. “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10). ¿Cuáles son los mandamientos del que nos hace referencia el Señor? Tenemos que ir al siguiente episodio en el que nos dice: “Les doy un mandamiento nuevo que, ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

En los sinópticos el episodio del amor unos a otros tiene la connotación siguiente ante la pregunta del maestro de la ley: “¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,36-40). Como se ve; los tres primeros mandamientos de la ley Moisés (Ama a Dios, no levantar el nombre de Dios en vano y santificar las fiestas) lo resume en un solo mandato: Amor a Dios. El segundo: amor al prójimo agrupa a los siete mandamientos (honra a tu padre, hasta no codiciar los bienes ajenos). Hoy nos lo dice lo mismo pero de modo descendente: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9).

Juan nos dice: “A Dios nadie ha visto, pero el Hijo único que está en el seno del Padre nos lo dio a conocer” (Jn 1,18). Lo mismo se reitera en la I carta de Juan: “Nadie ha visto nunca a Dios pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (I Jn 4,12). Hoy en la segunda lectura nos lo resumió así: “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (IJn 4,7-8).

En segundo lugar, nos manda que vivamos alegres, pero participando de su propia alegría: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto”(Jn 15,10-11). Jesús no quiere seguidores tristes y que viven todo el día amargados, por eso nos da una serie de razones para poder estar alegres y vivir de la alegría, pero de una alegría plena. La primera razón para la alegría es, saber que Él nos ama. La segunda: que somos sus amigos (Jn 15,14). La tercera: que Él mismo nos ha elegido, somos elegidos de Él (Jn 15,16). Y cuarta: que nosotros estamos llamados a amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (Jn 16,17).

Como se dan cuenta, Él va siempre por delante: Él es la vida. El Padre le ama y Él nos ama. Él nos hace amigos suyos. Él nos elige y Él nos regala el amor con que nosotros tenemos que amarnos. ¿No nos parece un mensaje maravilloso?  Por eso Juan puede escribir: “Dios nos amó primero.”(I Jn 4,10). Aquí tendríamos que decir, ¿hay alguien que dé más? Se trata de un Evangelio que debiéramos leer todos los días al levantarnos.

Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (IJn 4,20). ¿Qué elementos comprende el amor? San Pablo nos describe así: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá” (I Cor 13,1-8).

lunes, 23 de abril de 2018

V DOMINGO DE PASCUA – B (29 de abril del 2018)


V DOMINGO DE PASCUA – B (29 de abril del 2018

Proclamación del santo evangelio según San Juan 15,1-8

15:1 Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.
15:2 Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.
15:3 Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.
15:4 Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.
15:5 Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.
15:6 Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.
15:7 Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán.
15:8 La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

El domingo anterior Jesús nos decía: “Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11) y decíamos que, efectivamente Jesús es el único pastor que nos guía a toda la comunidad que es la Iglesia. Pero también resaltamos el pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay un solo Pastor” (Jn 10,16). Y agrega Jesús: “Si ustedes no escuchan mis palabras, no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,26-27).

“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador” (Jn 15,1). “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos” (Jn15,8). El dueño del rebaño es Dios Padre y el pastor que da su vida por su rebaño es Jesús; o también el dueño de la viña es Dios y la vid es Jesús y todos los bautizados somos los sarmientos. Hoy la parábola de la vid y los sarmientos nos plantea dos ideas centrales. Por una parte, el principio de unidad de los cristianos con Dios Padre y, por otra, la unidad en la pluralidad y la diversidad.


“Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,9-10). “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (I Jn 4,8). “Nadie ha visto nunca a Dios, pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros”(I Jn 4,12). “Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso” (I Jn 4,20). “Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad” (I Jn 3,17-18).

En primer lugar, en el principio de unidad: Recordemos lo del pasaje: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño y a las que también las llamaré; ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño porque hay un solo Pastor” (Jn 10,16). Hoy, Jesús resalta esta unidad en otra secuencia comparativa: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Claro, Jesús es el tronco, la vida, el principio vital, ya que solo tendremos vida en la medida en que vivamos unidos a Él. Según Mt 16,18, Jesús decía a Pedro: “Tu res Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia”. Jesús habla de una Iglesia y no de varias Iglesias. Es evidente que, no hay Iglesia sin Cristo que es como eje y centro de la misma. Somos creyentes y cristianos en la medida en que vivimos la vida en Jesús. Su vida tiene que correr por las venas de nuestras almas por el don del Espíritu (Gal 3,27).

En segundo lugar, el principio de la diversidad y pluralidad: En el episodio de Mt 25,15s Jesús nos dice: “El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su capacidad”. San Pablo también hace referencia a diferentes dones del modo siguiente: “Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos. Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido” (Ef 4,4-7).

“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). El tronco es uno, pero los sarmientos (las ramas) son muchos y son todos diferentes. Unos más grandes y otros más pequeños. Unos dan más racimos, otros dan menos. Pero siendo diferentes todos están unidos al mismo tronco y entre todos forman una misma vid: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Pero hay muchos creyentes y muchos bautizados (Ef 4,).

La gravedad que une al sistema solar procede del sol. La tierra tiene una fuerza magnética que es la gravedad que nos mantiene sobre el piso. Así también, el centro de gravedad de la Iglesia es Jesús. La parábola es clara. “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15,5). La vida es el tronco que hunde sus raíces en la tierra. Jesús, la vida, hunde sus raíces en el Padre y ahora hunde sus raíces en la Iglesia. De la vitalidad del tronco procede la vitalidad de los sarmientos. De la vitalidad de los sarmientos proceden los gustosos racimos de las uvas. No habría racimos sin sarmientos y no habría sarmientos sin el tronco de la vid. Raíces, tronco, sarmientos, racimos forman un todo. Al respecto San Pablo lo resume y dice: “Para mi cristo lo es todo” (Col 3,11). La Iglesia es como los sarmientos que brotan del tronco que es Jesús. Sin Jesús no hay Iglesia. Por eso el centro de la Iglesia, lo que le da vida es Jesús. Solo desde una Iglesia centrada y vitalizada por el tronco Jesús, tenemos sentido todos nosotros que somos sus sarmientos.

Jn 15,1-3: El viñador (El padre), la vid verdadera (El Hijo), los sarmientos (Los bautizados) Estamos unidos por el don del Espiritu (Mt 28,19-20). El viñador no sólo escoge la cepa -buscando siempre la mejor- para su viña sino que se ocupa de ella observándola todos los días de punta a punta, para eliminar de ella todo lo la pueda amenazar y, sobre todo, para hacer salir de ella los mejores frutos. Lo primero que se ve es el “sarmiento”.  Recordemos que el sarmiento es el vástago de la vid, largo, delgado, flexible, nudoso, de donde brotan las hojas, las tijeretas y los racimos. Del tronco, de la cepa plantada, van brotando los sarmientos.  Si el viñador deja que los sarmientos broten y crezcan espontáneamente, sin ponerle mano, notaremos que  de repente el tronco se llena muchos sarmientos, de todo tipo, como una especie de cabellera vegetal. Y es aquí donde el viñador tiene que intervenir. Jesús dice que el viñador encuentra dos tipos de sarmientos: 1) uno negativo, los que no dan fruto y 2) otro positivo, aquellos que sí dan fruto.  Veamos cómo interviene el viñador:

1) Lo que Dios Padre hace con las ramas secas que no dan fruto es: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (Jn 15,3ª). Cuando hay sarmientos que son improductivos la vid se nota cargada de un follaje excesivo que no hace sino quitarle la savia a las demás ramas y reducir la cantidad de uvas que podrían aparecer.  La primera obra de Dios Padre es podar la vid, cortándole esos sarmientos que no producen fruto. No es difícil entender el significado de la frase. En la 1ª carta de Juan 2,19 leemos: “salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros”.

2) Lo que Dios hace con los sarmientos que se notan vivos, portadores de una gran fecundidad: “Todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15,3b). Los buenos sarmientos tampoco se quedan sin recibir la mano benéfica del viñador. De la misma manera, la segunda obra de Dios Padre es podar los sarmientos buenos para que den todavía más fruto. Y para ello usa su santa Palabra. El término “podar”, en realidad es “purificar”, “limpiar” y no es arrancar completamente. Esto quiere decir que le hace retoques, que la recorta un poquito, para lograr lo que quiere de su viña. Así, el viñador no sólo va recorriendo la vid arrancando las ramitas secas sino que le va haciendo pequeños retoques a aquellos más prometedores, de manera que los potencializa para que se vean mayores resultados. Entendemos así que lo que el viñador hace no es un acto hostil ni violento contra los sarmientos. Lo que está haciendo es bueno e inteligente: a quien puede dar más, Dios le pide más (Lc 12,48).

El modo como Dios nos purifica para que demos más fruto está en las enseñanzas de Jesús. Se puede hablar de una función “purificadora” de la Palabra de Dios. Por medio de ella comprendemos: a) en qué puntos de nuestra vida es que tenemos que trabajar; b) cómo en nuestras debilidades, allí donde no podemos salir adelante por nuestras propias energías, donde nuestras capacidades personales son insuficientes, Dios está obrando; c) que sólo por la obra del Padre que nos purifica misteriosamente con la Cruz de su hijo y nos colma con la fuerza irresistible de su amor (Jn 3,16-17), es que nosotros podemos “dar fruto por si, si no estamos unidos a él” (Jn 15,5). Del encuentro con la Palabra de Dios debe siempre resultar un “dar más fruto”. Sobre este punto trató el capítulo 14 de Juan. Hay una relación muy grande entre la Palabra y la transformación personal: “Las palabras que les digo, no las digo por mi cuenta, el Padre que permanece en mí es que realiza las obras” (Jn 14,10).  La consecuencias es que: “hará las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12).

Pero ciertamente la purificación de la Palabra es una purificación en el amor: lima las asperezas de las malas relaciones, sana las relaciones fracasadas, aproxima las distancias. La Palabra sumerge siempre en una comunión profundísima con Dios que se irradia en todas las demás relaciones: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).  Esta es la Palabra que nos hace libres: “Si se mantienen en mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad y la verdad les hará libres” (8,31-32). Por lo tanto el “fruto” esperado está relacionado con la “Palabra” sembrada en nosotros, la cual se manifiesta como conversión y compromiso, como cristificación de nuestra vida, esto es, como transparencia de la “Palabra encarnada” (Jn 1,14). Si en verdad estamos unidos a Jesús por el bautismo, entonces como san Pablo hemos de decir: “Vivo yo pero no soy el que vive, es cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

La respuesta del hombre: “permanecer” en Jesús (Jn 15,4-5). La obra de Dios solicita nuestro compromiso, nuestra participación. No podemos esperar que los resultados caigan del cielo si no hacemos el esfuerzo de involucrarnos vitalmente en el cielo viviente que es Jesús, si no nos incorporamos en él. Una rama sólo puede dar verdaderamente sus frutos si está unida al tronco, si recibe su flujo vital. Por eso Jesús pide una sola cosa: “¡Permanezcan en mi!” El término el “permanecer” en Jesús describe una relación profunda que consiste en el “estar” en él, el “habitar” en él, el “fundamentarse” en él. El “cómo” es la constancia en esa relación, la fidelidad que implica. Esto es lo que los otros evangelios llaman “seguir a Jesús”. El discipulado es el vivir este “permanecer” en Jesús en todas las circunstancias de la historia, acogiendo y expresando allí la vida del Resucitado. Jesús invita entonces a entrar en la dinámica de una bella y sólida relación con él: “Permanecer en mí”.  Este “en mí” indica que la vida del cristiano consiste en encarnar la dinámica de vida de Jesús: un apoyar la vida toda en la persona de Jesús y permitir que poco a poco se cristifique el ser. Es lo que Pablo decía: “vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).  La vida de uno como discípulo consiste en esta interacción fecunda.

Segunda cara de la moneda: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto” (Jn 15,5) El punto principal no es el hecho negativo de lo que le sucede al discípulo separado de Cristo, sino lo positivo, el gran misterio que encierra su comunión con él: Jesús y su discípulo “permanecen” el uno en el otro.

Este es el culmen de la experiencia bíblica de la “Alianza”: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” (Ez 36,28).  Sólo que la experiencia de la Alianza da un paso hacia delante, ya no es el estar el uno junto con el otro, sino el uno en el otro, es decir, una relación idéntica a la que Jesús sostiene con el Padre: “El Padre permanece en mí...  Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14,10-11).
Esto se traduce en la vida cotidiana en un tremendo sentido de la presencia de Jesús en nuestra vida, en la toma de conciencia continua de lo que está obrando en y a través de nosotros y en la paciencia y la docilidad para dejarnos conducir por él.  Este es el ejercicio del “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo él”(Jn 6,56). La oración y la vida cotidiana del discípulo deben estar impregnadas de este ejercicio.

Los frutos de la comunión con Jesús: Oración, Discipulado y Misión de alta calidad (Jn 15,6-8). Con dos condicionales (“si alguno no permanece en mi... entonces”) y una frase conclusiva (“La gloria del Padre consiste en...”) concluye nuestro texto.  Aquí se responde a la pregunta: ¿Qué resulta de la comunión con Jesús?  Como quien dice: ¿Qué debemos esperar de un discípulo de Jesús –que sea, que viva y que haga- en el mundo de hoy? Tenemos aquí una bella síntesis de todos los versículos anteriores, cuyas enseñanzas se proyectan ahora en la vida cotidiana. Para enfatizar las consecuencias de  la comunión con Jesús, se presentan de nuevo las dos caras de la moneda que vimos anteriormente.

Fuera de la comunión con Jesús: “Si alguno no permanece en mí...” (Jn 15,6). De nuevo la primera obra del Padre es remover los sarmientos que no producen fruto: el Padre los “arroja fuera” y “se secan”.  Los que parecen ser discípulos pero no lo son (mucha hoja pero nada de fruto), son sometidos al juicio que Jesús describe con esta sugerente comparación: “Los recogen”, “Los echan al fuego”, “Arden”. Esto nos recuerda otros pasajes de los otros evangelios, como por ejemplo: 

“Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero" (Mt 13,30). “Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13,40-43). Hay equivalencia entre la rama que no da fruto y se poda y se echa al fuego y la mala yerba que se echa el horno encendido (infierno).

¿Como saber si damos frutos y somos buenos arboles?: “Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los reconocerán” (Mt 7,16-20).