DOMINGO DE PENTECOSTES – B (20 de mayo de 2018)
Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23:
20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la
semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos,
"¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su
costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con
ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban
el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los
perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan". PALABRA DEL SEÑOR.
Queridos(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
Hoy es la solemnidad de Pentecostés, porque es el último día
de la Pascua, el día del Espíritu Santo. En efecto, hoy celebramos el último
día de la Pascua. Hoy llegan a su término los cincuenta días en honor de
Jesucristo resucitado y glorificado, los cincuenta días de la alegría por la
vida nueva de nuestro Señor crucificado. Y este final de la Pascua, es el día
del Espíritu. El Espíritu de Dios que se cernía sobre la nada y hacía nacer la
vida: “Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un
aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Hoy,
celebramos en su plenitud la efusión del Espíritu sobre la comunidad nueva que
nace (Iglesia, Mt.16,18): “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a
ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu
Santo” (Jn 20,21-22).
"Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). La Misión del
Espíritu Santo:
“Como el Padre me amó, así también yo los he amado a
ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). “Si ustedes me aman, cumplirán mis
mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté
siempre con ustedes: El Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir,
porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él
permanece con ustedes y estará en ustedes. No los dejaré huérfanos volveré a
ustedes” (Jn 14,15-18). En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea
y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos
se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz
desde el cielo dijo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda
mi predilección" (Mc 1,9-11)
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de
nuestra salvación hasta su consumación; pero en los “últimos tiempos”
–inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo– el Espíritu se reveló y nos
fue dado, fue reconocido y acogido como Persona (Catecismo , 686). Por obra del
Espíritu, el Hijo de Dios tomó carne en las entrañas purísimas de la Virgen
María. El Espíritu lo ungió desde el inicio; por eso Jesucristo es el Mesías
desde el inicio de su humanidad, es decir, desde su misma Encarnación (Lc 1,
35). Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa
hecha a los Patriarcas (Lc 4, 18s), y lo comunica a la Iglesia naciente,
exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección. En
Pentecostés el Espíritu fue enviado para permanecer desde entonces en la
Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, vivificándola y guiándola con sus dones y
con su presencia. Por esto también se dice que la Iglesia es Templo del Espíritu
Santo, y que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia.
El día de Pentecostés el Espíritu descendió sobre los
Apóstoles y los primeros discípulos, mostrando con signos externos la
vivificación de la Iglesia fundada por Cristo. «La misión de Cristo y del
Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y
difundir el misterio de la comunión trinitaria». El Espíritu hace entrar al
mundo en los “últimos tiempos”, en el tiempo de la Iglesia. La animación de la
Iglesia por el Espíritu Santo garantiza que se profundice, se conserve siempre
vivo y sin pérdida todo lo que Cristo dijo y enseñó en los días que vivió en la
tierra hasta su Ascensión; además, por la celebración-administración de los
sacramentos, el Espíritu santifica la Iglesia y los fieles, haciendo que ella
continúe siempre llevando las almas a Dios.
«La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables
porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero
inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando
Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe,
a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Padre” ( Rm 8, 15).
El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos
revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia»
¿Cómo actúan Cristo y el Espíritu Santo en la Iglesia?: Por
medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su
Cuerpo, y les ofrece la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el
Espíritu. El Espíritu Santo también actúa concediendo gracias especiales a
algunos cristianos para el bien de toda la Iglesia, y es el Maestro que
recuerda a todos los cristianos aquello que Cristo ha revelado (Jn 14, 25s).
«El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de
Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del
pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los
envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas
funciones, para que todos den “el fruto del Espíritu” (Ga 5, 22)»
Creo en la Santa Iglesia Católica: La Iglesia es un misterio
(Rm 16,25-27), es decir, una realidad en la que entran en contacto y comunión
Dios y los hombres. Iglesia viene del griego “ekklesia”, que significa asamblea
de los convocados. En el Antiguo Testamento fue utilizada para traducir el
“quahal Yahweh”, o asamblea reunida por Dios para honrarle con el culto debido.
Son ejemplos de ello la asamblea sinaítica, y la que se reunió en tiempos del
rey Josías con el fin de alabar a Dios y volver a la pureza de la Ley
(reforma). En el Nuevo Testamento tiene varias acepciones, en continuidad con
el Antiguo, pero designa especialmente el pueblo que Dios convoca y reúne desde
los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que, por la
fe en su Palabra y el Bautismo, son hijos de Dios, miembros de Cristo y templo
del Espíritu Santo (Catecismo , 777).
En la Sagrada Escritura la Iglesia recibe distintos nombres,
cada uno de los cuales subraya especialmente algunos aspectos del misterio de
la comunión de Dios con los hombres. “Pueblo de Dios” es un título que Israel
recibió. Cuando se aplica a la Iglesia, nuevo Israel, quiere decir que Dios no
quiso salvar a los hombres aisladamente, sino constituyéndolos en un único
pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que le
conociera en la verdad y le sirviera santamente. También significa que ella ha
sido elegida por Dios, que es una comunidad visible que está en camino –entre
las naciones– hacia su patria definitiva. En ese pueblo todos tienen la común
dignidad de los hijos de Dios, una misión común, ser sal de la tierra, y un fin
común, que es el Reino de Dios. Todos participan de las tres funciones de
Cristo, real, profética y sacerdotal (Catecismo , 782-786).
Cuando decimos que la Iglesia es el “cuerpo de Cristo”
queremos subrayar que, a través del envío del Espíritu Santo, Cristo une
íntimamente consigo a los fieles, sobre todo en la Eucaristía, los incorpora a
su Persona por el Espíritu Santo, manteniéndose y creciendo unidos entre sí en
la caridad, formando un solo cuerpo en la diversidad de los miembros y
funciones. También se indica que la salud o la enfermedad de un miembro
repercute en todo el cuerpo (1 Co 12, 1-24), y que los fieles, como miembros de
Cristo, son instrumentos suyos para obrar en el mundo (cfr. Catecismo ,
787-795). La Iglesia también es llamada “Esposa de Cristo” (Ef 5, 26ss), lo
cual acentúa, dentro de la unión que la Iglesia tiene con Cristo, la distinción
de ambos sujetos. También señala que la Alianza de Dios con los hombres es
definitiva porque Dios es fiel a sus promesas, y que la Iglesia le corresponde
asimismo fielmente siendo Madre fecunda de todos los hijos de Dios.
La Iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque
Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de
Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas. Como el verdadero
templo del Espíritu Santo fue Cristo (Jn 2, 19-22), esta imagen también señala
que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son
dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para
las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia.
A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (1 Ts 5, 20-22).
«La Iglesia tiene su origen y realización en el designio
eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel,
signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y
las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su Muerte
redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación
mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos,
alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos»
(Catecismo , 778).
Cuando Dios revela su designio de salvación que es
permanente, manifiesta también cómo desea realizarlo. Ese designio no lo llevó
a cabo con un único acto, sino que primero fue preparando la humanidad para
acoger la Salvación; sólo más adelante se reveló plenamente en Cristo. Ese
ofrecimiento de Salvación en la comunión divina y en la unidad de la humanidad
fue definitivamente otorgado a los hombres a través del don del Espíritu Santo
que ha sido derramado en los corazones de los creyentes poniéndonos en contacto
personal y permanente con Cristo. Al ser hijos de Dios en Cristo, nos
reconocemos hermanos de los demás hijos de Dios. No hay una fraternidad o
unidad del género humano que no se base en la común filiación divina que nos ha
sido ofrecida por el Padre en Cristo; no hay una fraternidad sin un Padre
común, al que llegamos por el Espíritu Santo.
La Iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una
respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en
Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se
han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas. También se
puede decir que la fundación de la Iglesia coincide con la vida de Jesucristo;
la Iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los
hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya
fundado la Iglesia, sino que la fundó en toda su vida: desde la encarnación
hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito. A lo
largo de su vida, Cristo –en quien habitaba el Espíritu– fue manifestando cómo
debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su
Ascensión, el Espíritu fue enviado a la Iglesia y en ella permanece uniéndola a
la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo
largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de
Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la Palabra, y la adorna
continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos [5] . Por su
presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta
el final de los tiempos (Mt 28, 20).
Para nuestra catequesis:
1. Con la exaltación de Cristo por medio de la Resurrección,
la era de Jesucristo se convierte en la era del Espíritu Santo. El Resucitado
obra en su Comunidad de creyentes por la fuerza y la eficacia del Espíritu. La
acción del Espíritu (Hch 2, 1-11) manifiesta al mundo la legitimación de la
misión recibida por parte de Cristo. El Espíritu Santo hace que la tímida
comunidad cristiana salga al público y continúe su misión.
2. La paz que Jesús da a los discípulos (Jn 20, 19-23) es
más que un saludo. Como Jesús fue enviado por el Padre, así también Cristo
envía a sus apóstoles: recibid el Espíritu Santo. Con Pentecostés comienza la
Iglesia. El Señor sopló sobre los discípulos, como Dios sopló en la creación
del hombre (Gén 2, 7), y les comunicó el don de vida que Dios había comunicado al
hombre. Pentecostés constituye el origen de una nueva humanidad, de una nueva
creación.
3. El don del Espíritu Santo es comunicado contra el pecado.
El poder de perdonar los pecados debía provenir de Cristo. El envío de los
apóstoles al mundo es prolongación del envío que el Padre hizo de su Hijo (Jn
17, 18). Los apóstoles, con la venida del Espíritu Santo, están habilitados
para llevar adelante la obra que Cristo inició en su vida terrena (Jn 17, 11).
4. Los carismas, en los que abundaba la Iglesia primitiva
(como lo vemos por la Iglesia de Corinto, 1Cor 12), presentaban sus peligros,
como el de confundir la fe con los signos externos. De ahí que san Pablo nos
ofrezca los criterios a seguir para distinguir los verdaderos carismas de los
falsos. Primer criterio de discernimiento o distinción del auténtico carisma es
su contribución a reforzar la fe en Cristo. Segundo criterio, la colaboración
de los diversos carismas al único designio de Dios (1Cor 12, 4-6). Siendo Dios
la única fuente de carismas, entre estos no puede haber oposición.
Si nos dejamos guiar por el Espíritu, todo servicio es en
bien común y promueve la unidad del cuerpo (1Cor 12, 7). Todos los carismas
tienen que dar vitalidad al cuerpo místico que es la Iglesia. Es la verdad que
Él irá descubriéndonos poco a poco hasta que lleguemos a la verdad plena. Pero
no solo eso, nos “anunciará lo que está por venir”. Quiere decir que no todo
está terminado, que la obra de Dios sigue y nos compromete continuar con su
obra en la historia de la Iglesia. Nos empuja hacia delante. Cada día damos un
paso, pero cada día tenemos que descubrir lo que “aún está por venir”, lo que
está por suceder, nos pone en un proceso de desarrollo constante y un vivir al
día con los avances y el caminar de los hombres. Nos recordará el pasado, pero
mirando hacia el futuro. El pasado es lo que ya hemos hecho. El futuro es lo
que aún tenemos que hacer. Por eso el Evangelio se va escribiendo día a día en
nuestra historia. Dios y el Evangelio y Jesús se van actualizando cada día.
En otras palabras, la misión del Espíritu Santo en la
Iglesia es: El que suscita cambios y la conversión de los corazones a las
exigencias y verdades del Evangelio. Sin esta transformación de los corazones
seriamos de una cultura religiosa sin visión ni misión y la Iglesia seria mera
comunidad de historia pasada. El que empuja, anima y guía a la Iglesia en su
fidelidad al Evangelio y a Jesús, y en su fidelidad a los hombres de todos los
tiempos. El que congrega y suscita la comunidad. Es cierto que a la comunidad
la dota de una serie de servicios y carismas, pero la verdad de la Iglesia es
“todo el pueblo de Dios” y no un grupo especializado dentro del Pueblo de Dios.
Por eso mismo, el Espíritu guía y gobierna a la Iglesia regalando los dones
necesarios a cada uno, según la misión que cada uno tiene dentro de la
comunidad.
Tenemos que decir, que el Espíritu Santo guía a la Iglesia desde las
cabezas que la gobiernan, pero también desde la vida y la fidelidad de cada uno
de nosotros.
El primer don del Espíritu a su Iglesia es el don de la
comunión, el sentirnos uno, en la unidad de la mente y del corazón, la unidad
en la verdad y en la caridad. Donde no hay verdad del Evangelio no está el
Espíritu, donde no hay comunión y comunidad fraterna, tampoco está el Espíritu.
Por eso, la ruptura en la verdad la llamamos “herejía” y la ruptura en la
comunión y unidad la llamamos “cisma”.
Recordemos los dones del espíritu santo:
El Don de Sabiduría. Es el don que nos capacita para
descubrir el misterio insondable de Dios y de Cristo, relativizando o poniendo
en su verdadero lugar, las cosas y a las personas.
El Don de Inteligencia. Nos hace comprender las riquezas y
maravillas de la fe. Nos descubre la importancia de la fe en nosotros.
El Don de Ciencia. Nos ayuda a ver la verdad de las cosas, a
valorarlas adecuadamente y a situarnos en la libertad de Hijos de Dios frente a
las cosas.
El Don de Consejo. Nos muestra los verdaderos caminos de
Dios, los caminos de la santidad y, sobre todo, nos ayuda a discernir con
sentido de fe en los casos en que debemos tomar decisiones.
El Don de Fortaleza. Nos hace capaces de enfrentar las
dificultades y los momentos difíciles de nuestra fe. Es el don que nos hace
fuertes en las tentaciones.
El Don de Piedad. Es el don de la filiación divina. Nos
revela el misterio de la paternidad divina y nuestra condición de hijos. Marca
nuestras relaciones filiales con Dios Padre.
El Don de Temor de Dios. No es el temor servil, sino el
temor amoroso de hijos. Nos da fuerza para no ceder a la tentación y evitar
todo aquello que pudiera apartarnos de Dios.
De los siete dones,
tres se refieren al conocimiento: El don de inteligencia, el don de ciencia, el
don de sabiduría. Todos ellos relacionados con la verdad.
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