DOMINGO XIV - C (3 de
Julio de 2016)
PROCLAMACION DEL SANTO EVANGELIO SEGUN San Lucas
10,1-12.17-20:
En aquel tiempo El Señor designó a otros 72, y los envió de
dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde Él había de ir.
Y les decía: "La mies es abundante y los obreros pocos; rueguen, pues al
dueño de la mies que mande obreros a su mies. Pónganse en camino! Miren que les
envío como corderos en medio de lobos.
No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saluden a
nadie en el camino. En la casa en que entren, digan primero: "Paz a esta
casa." Y si hubiere allí un hijo de paz, su paz reposará sobre él; si no,
se volverá a Uds. Permanezcan en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que
tengan, porque el obrero merece su salario. No vayan de casa en casa. En la
ciudad en que entren y les reciban, coman lo que les pongan; curen los enfermos
que haya en ella, y díganles: "El Reino de Dios está cerca de Uds. En la
ciudad en que entren y no les reciban, salgan a sus plazas y díganles: Hasta el
polvo de su ciudad que se nos ha pegado a los pies, y se los sacudimos. Pero
sepan, con todo, que el Reino de Dios está cerca. Les digo que en aquel Día
habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad.
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo:
"Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre". Él les dijo:
"Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder para
caminar sobre serpientes, escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo;
y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les
sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el
cielo". PALABRA DE DIOS
REFLEXION:
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y bien.
El evangelio de hoy nos sitúa en un contexto de misión: “Pónganse
en camino… (Lc 10,3); anuncien que el Reino de Dios está cerca…(Lc 10,11); alégrense
porque su nombre este escrito en el cielo” (Lc 10,20). Tema que complementa al
mensaje del domingo anterior en que trataba el tema de seguir y estar con
Jesús: “Mientras iban caminando, uno le dijo: Te seguiré adondequiera que
vayas. Y Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos;
pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro dijo:
Sígueme. Él respondió: Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Le respondió:
Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de
Dios" (Lc. 9, 57-60). Y decíamos que uno no puede llamarse a sí mismo; es
Jesús quien llama (Jn 15,16). Uno no puede irse al cielo por su cuenta y por eso hasta el joven rico al interesarse por el cielo preguntó: ¿Qué tengo que hacer para llegar al cielo? Jesús le dijo:
“Cumple los mandamientos de la ley de Dios”. El Joven dijo: Ya cumplí con todo eso desde pequeño qué mas me falta. Y
Jesús le dijo: Claro que te falta algo más: Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y vente
conmigo” (Mc10,17).
Como vemos, el tema de hoy es el ser enviado a una misión, pero
para ser enviado hay que estar antes con el maestro. El buen apóstol es el que antes
es un buen discípulo. Quien ha escuchado la llamada, comprenderá esta
preocupación: “La mies es mucha, los obreros son pocos” (Lc. 10,2). Los hombres
y mujeres que necesita a Dios y que quieren conocer la verdad son muchos, pero
los comprometidos con el Evangelio son pocos. Esta vez, Jesús no manda
solo a los Doce, manda a setenta y dos, es decir manda a todos los discípulos
de dos en dos (sentido eclesial y comunitario).
La segunda preocupación del misionero es precisamente esta
advertencia: “Sepan que los envío como corderos en medio de lobos” (Lc 10,3).
La misión no será nada fácil. Con razón ya había dicho Jesús a los que se
movían por meras ilusiones: “Te seguiré adondequiera que vayas. Y Jesús le
dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del
hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro dijo: Sígueme. Él respondió:
Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Le respondió: Deja que los muertos
entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios" (Lc. 9,
57-60). La misión es para los sabios, decididos, arriesgados, valientes, pero
para los humildes de corazón (Mt 11,28).
La misión que les encarga es el Reino de los cielos y su
propagación: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca,
conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15). Por tanto para tal misión no
hace falta “llevar monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar
a conocidos. Al entrar en cualquier casa, bendíganla antes diciendo: La paz sea
en esta casa” (Lc 10,5).
Nada de quedar sentados calentando las bancas de la Iglesia.
El verdadero lugar del que lleva el evangelio de Jesús es el camino, no la
tranquilidad de la casa. Es el camino y no la tranquilidad de instalarnos
cómodamente en la Iglesia preocupados de que esté siempre limpia. El Evangelio
de hoy nos pide a todo bautizado tener no zapatos lustrados, sino pies sucios
por el polvo del camino. Nos invita ser parte de Iglesia en misión.
Al respecto este año, estamos en el año de la misericordia
por tanto estamos en la tarea de ser misericordiosos con nosotros mismos al
comprometernos en la misión, para ello es indispensable fortalecernos en la fe,
con el único propósito de decir: “hemos visto el Señor” (Jn 20,25). Porque de
este encuentro con el Señor nace una autentica misión. Benedicto XVI lo expresó
muy bien cuando dijo: "La Iglesia no está ahí para ella misma, sino para
la humanidad." Y el Papa actual ha dicho reiteradas veces que “tenemos que
ser pastores con olor de ovejas”. Esta tare nos compromete desde el bautismo:"¡Id
y haced discípulos a todos los pueblos!" (Mt. 28,19-20)- de esta noble misión
depende nuestra salvación cuando el mismo Señor nos lo dice: “¿De qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el
hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su
Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus
obras” (Mt 16,26-27).
El último aspecto a tenerse encuentra en el evangelio de hoy
es esto: “Sanen a los enfermos y digan a la gente: El Reino de Dios ha venido a
ustedes. Pero si entran en una ciudad y no quieren recibirles, vayan a sus
plazas y digan: Nos sacudimos y les dejamos hasta el polvo de su ciudad que se
ha pegado a nuestros pies. Con todo, sépanlo bien: el Reino de Dios ha venido a
ustedes” (Lc. 10,9-11). Jesús les pide que anuncien, pero haciendo signos que
hagan creíble la buena Noticia. "Curen enfermos." Demostrando que
Dios se preocupa del bienestar y la salud integral del hombre.
Esta misión del envió a los 72 no es sino un anticipo lo que
luego y en definitiva será cuando se consuma la redención, es decir la pasión,
muerte de nuestro Señor y su resurrección. Después de su resurrección, el Señor
Jesús se presentó muchas veces a los apóstoles, reforzando su fe y
preparándolos para el inicio de una gran misión evangelizadora, que les confió
de modo definitivo en el momento de su ascensión al cielo. Es entonces cuando
el Señor dirigió a sus apóstoles este mandato: «Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc. 16,15-16). De este momento el
Evangelista San Mateo recoge también estas otras palabras del Señor: “Id y
haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”
(Mt 28,19-20). El del Señor hace un llamado a ponerse en marcha, un envío con
su poder para continuar su propia misión reconciliadora y proclamar el
Evangelio a todas las culturas de todos los tiempos para transformar a modo de
fermento el mundo entero.
CON LA FUERZA DE SU ESPÍRITU
El Señor había mandado anteriormente a los discípulos a que
esperaran en Jerusalén la venida del Espíritu. Les había dicho: “Serán
bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días”(Hch1,8). Siguiendo
aquellas indicaciones volvieron al cenáculo y allí perseveraban en la oración
en compañía de María, preparándose de esta manera sus corazones para recibir el
Don prometido (Hch. 1,14).
Cincuenta días después de la resurrección del Señor sucedió
aquél imponente derroche del Espíritu sobre María y los apóstoles: “De repente,
un ruido del cielo, como de un viento impetuoso, resonó en toda la casa donde
se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían
posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le
sugería” (Hch 2,2-12). El Espíritu fortaleció interiormente a los hasta
entonces temerosos apóstoles y los lanzó al anuncio incontenible, ardoroso,
valiente y audaz del Evangelio, con el fin de encender el mundo entero: “Todos
estaban asombrados y perplejos, y se preguntaban unos a otros qué querría
significar todo aquello. Pero algunos se reían y decían: ¡Están borrachos!
Entonces Pedro, con los Once a su lado, se puso de pie, alzó la voz y se
dirigió a ellos diciendo: Amigos judíos y todos los que se encuentran en
Jerusalén, escúchenme, pues tengo algo que enseñarles. No se les ocurra pensar
que estamos borrachos, pues son apenas las nueve de la mañana, sino que se está
cumpliendo lo que anunció el profeta Joel: Escuchen lo que sucederá en los últimos días, dice Dios:
derramaré mi Espíritu sobre cualesquiera que sean los mortales. Sus hijos e
hijas profetizarán, los jóvenes tendrán visiones y los ancianos tendrán sueños
proféticos. En aquellos días derramaré mi Espíritu sobre mis siervos y mis
siervas y ellos profetizarán. Haré prodigios arriba en el cielo y señales
milagrosas abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas y la luna en
sangre antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el
Nombre del Señor se salvará. Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó
entre ustedes a Jesús de Nazaret. Hizo que realizara entre ustedes milagros,
prodigios y señales que ya conocen. Ustedes, sin embargo, lo entregaron a los
paganos para ser crucificado y morir en la cruz, y con esto se cumplió el plan
que Dios tenía dispuesto. Pero Dios lo libró de los dolores de la muerte y lo
resucitó, pues no era posible que quedase bajo el poder de la muerte” (Hch
2,12-24).
Hoy como ayer, el Espíritu Santo es el protagonista de la
evangelización. Este Don divino comunicado a hombres y mujeres frágiles y
débiles como nosotros es, al mismo tiempo, luz y fuerza: luz, para anunciar el
Evangelio, la verdad plenamente revelada por Dios en Jesucristo; fuerza, ardor
y vitalidad para proclamar e irradiar el Evangelio a todos los seres humanos,
para dar testimonio de la fe venciendo todo miedo, complejo o limitación. De
este modo se cumplía y se cumple también hoy lo que el Señor había anunciado ya
anteriormente a sus discípulos: “Recibieran la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre Uds. y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (Hch. 1,8).
“ID POR TODO EL MUNDO Y ENSEÑAD EL EVANGELIO” (Mc 16,15)
Jesús les volvió al decir: “¡La paz esté con ustedes! Como
el Padre me envío a mí, así los envío yo también.” Dicho esto, sopló sobre
ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus
pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Jn
20,21-23).
Dios nos ha llamado a cada uno por nuestro nombre, nos ha
ungido y nos ha enviado, haciéndonos partícipes de la misión de su Hijo amado.
Tenemos también hoy en nosotros la fuerza del Espíritu y experimentamos el
dinamismo expansivo de la Buena Nueva: ¡no podemos contener su anuncio! Arde en
nuestro corazón un fuego que necesita comunicarse (Jer. 20,9) y expandirse
encendiendo otros corazones con el anuncio del Evangelio, buscando ganarlos
para el Señor con el testimonio de una vida que llevando al Señor muy dentro lo
irradia con su sola presencia. Eso no puede sino expresarse en la creciente
coherencia con que en la vida cotidiana vivimos el Evangelio que predicamos.
Por ello la semilla de la Buena Nueva espera y necesita ser acogida por
nosotros mismos cada día, pues está llamada a germinar y dar frutos de
conversión y santidad en mí, para que de ese modo pueda anunciarla de modo
creíble y convincente a todas las personas.
Jamás podemos olvidar que la evangelización del mundo entero
pasa a través de nuestra propia santidad, posible sólo en la medida en que cada
uno sepa acoger el Espíritu divino en sí dejándose transformar por su dinamismo
de amor. No olvidemos que nadie da lo que no tiene: ninguno de nosotros podrá
transmitir el Señor si no lo lleva dentro, si cada día no le abre la puerta de
su corazón y se encuentra con Él. Si no arde el fuego del amor del Señor en
nuestros corazones (Lc. 24,32), ¿cómo podremos encender otros corazones, cómo
podremos encender el mundo entero? Al respecto y con mucha razón San Pablo nos advierte:
“Ahora vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) Pero también
exclamó lleno de gozo: ¡Pobre de mí si no anuncio el Evangelio! (I Cor 9,16).
LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA QUE ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA (Según NCI 858-865).
Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su
ministerio, "llamó a los que él quiso y vinieron donde él. Instituyó
Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,
13-14). Desde entonces, serán sus "enviados" [es lo que significa la
palabra griega apóstoloi. En ellos continúa su propia misión: "Como el
Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; Jn 13, 20; 17, 18). Por
tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: "Quien a
vosotros recibe, a mí me recibe", dice a los Doce (Mt 10, 40; Lc 10, 16).
Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como
"el Hijo no puede hacer nada por su cuenta" (Jn 5, 19.30), sino que
todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía
no pueden hacer nada sin Él (Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión
y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están
calificados por Dios como "ministros de una nueva alianza" (2 Co 3,
6), "ministros de Dios" (2 Co 6, 4), "embajadores de
Cristo" (2 Co 5, 20), "servidores de Cristo y administradores de los
misterios de Dios" (1 Co 4, 1).
En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto
intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los
fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión.
Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (Mt
28, 20). "Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que
durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el
principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon
de instituir [...] sucesores" (LG 20).
Los obispos sucesores de los Apóstoles: "Para que
continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles]
encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más
inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les
encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les
había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto,
de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte,
otros hombres probados les sucedieran en el ministerio" (LG 20).
"Así como
permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio
que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el
ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido
perennemente por el orden sagrado de los obispos". Por eso, la Iglesia enseña
que "por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como
pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en
cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió" (LG 20).
El apostolado: Toda la Iglesia es apostólica mientras
permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en
comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto
que ella es "enviada" al mundo entero; todos los miembros de la
Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. "La
vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al
apostolado". Se llama "apostolado" a "toda la actividad del
Cuerpo Místico" que tiende a "propagar el Reino de Cristo por toda la
tierra" (AA 2).
"Siendo Cristo,
enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia", es
evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados
como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15,
5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones
variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero
la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, "siempre es como el
alma de todo apostolado" (AA 3).
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su
identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin
de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de Dios"
(cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece
misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena
manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él,
hechos en él "santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor"
(Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, "la Esposa del
Cordero" (Ap 21, 9), "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a
Dios y tiene la gloria de Dios" (Ap 21, 10-11); y "la muralla de la
ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce
Apóstoles del Cordero" (Ap 21, 14).