DOMINGO XV – C (10 de julio 2016)
Proclamación del santo evangelio según San Lucas 10,25-37
En aquel tiempo, un doctor de la Ley se levantó y le
preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para
heredar la Vida eterna?" Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?" Él le respondió: "Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y
con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo". "Has
respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta:
"¿Y quién es mi prójimo?"
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo
despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano
que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se
acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso
sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al
día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue,
diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al
volver". ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre
asaltado por los ladrones?" "El que tuvo compasión de él", le
respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma
manera". PALABRA DEL SEÑOR.
Muy estimados hermanos(as) en el Señor, Paz y Bien:
El evangelio de este domingo nos trae dos enseñanzas que se complementa:
a) El mandamiento principal de la ley (Lc 10,25-28). b) La parábola del buen
samaritanos (Lc 10,29-37). Las dos enseñanzas bien se pueden unir con esta
cita: “El que dice yo amo a Dios, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo
puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este
es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también
a su hermano” (I Jn 4,20-21). En la enseñanza de hoy, Jesús le dice al doctor de la ley que ponga en práctica aquello que en teoría ya
conocía: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc.
10,27-28). Después le explica quien es el prójimo con la conocida parábola del
buen samaritano.
En la parte final del evangelio leído en el domingo anterior
decía Jesús a sus discípulos: “No se alegren de que los espíritus se les
sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo"
(Lc 10,20). Y nos preguntábamos ¿Cómo hacer que nuestro nombre este escrito en
el cielo? ¿Por qué es importante que este escrito mi nombre en el cielo? La única
forma de inscribir mi nombre en el cielo es: Anunciando el Reino de Dios (Lc
10,11). Recordemos al respecto lo que dijo Jesús: “Quien me anuncie
abiertamente ante los hombres, yo lo también lo anunciaré ante mi Padre que
está en el cielo. Pero yo lo negaré ante mi Padre que está en el cielo a aquel
que me niegue ante los hombres en este mundo” (Mt 10,32-33).
Las dos enseñanzas de este domingo complementan aquella
enseñanza del domingo anterior, es decir: al anunciar el Reino de Dios uno
registra su nombre en el cielo, que tiene que ver con la misión, pero una misión
hecha vida o vivida y no un anuncio de mera teoría. Y esa experiencia de vida
es la que hoy se nos describe cuando un doctor de la Ley se levantó y le
preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para
heredar la Vida eterna?" (Lc 10,25). La respuesta es cumpliendo la ley de
Dios: amor a Dios y amor al prójimo. Mejor dicho el amor a Dios pasa por el
amor al prójimo. De aquí la pregunta ¿Quién es mi prójimo? (Lc 10,29).
La parábola del buen samaritano que acabamos de escuchar me
trae a la memoria la experiencia de vida de San Francisco de Asís: “El santo
enamorado de la perfecta humildad se fue a donde los leprosos; vivía con ellos
y servía a todos por Dios con extremada delicadeza: lavaba sus cuerpos infectos
y curaba sus úlceras purulentas, según él mismo lo refiere en el testamento: Como
estaba en pecado, me parecía muy amargo ver leprosos; pero el Señor me condujo
en medio de ellos y practiqué con ellos la misericordia” (Test 1-2). En efecto,
tan repugnante le había sido la visión de los leprosos, como él decía, que en
sus años de vanidades, al divisar de lejos, a unas dos millas, sus casetas, se
tapaba la nariz con las manos. Mas una vez que, por gracia y virtud del
Altísimo, comenzó a tener santos y provechosos pensamientos, mientras aún
permanecía en el siglo, se topó cierto día con un leproso, y, superándose a sí
mismo, se llegó a él y le dio un beso. Desde este momento comenzó a tenerse más
y más en menos, hasta que, por la misericordia del Redentor, consiguió la total
victoria sobre sí mismo. También favorecía, aun viviendo en el siglo y
siguiendo sus máximas, a otros necesitados, alargándoles, a los que nada
tenían, su mano generosa, y a los afligidos, el afecto de su corazón. Pero en
cierta ocasión le sucedió, contra su modo habitual de ser -porque era en
extremo cortés-, que despidió de malas formas a un pobre que le pedía limosna;
en seguida, arrepentido, comenzó a recriminarse dentro de sí, diciendo que
negar lo que se pide a quien pide en nombre de tan gran Rey, es digno de todo
vituperio y de todo deshonor. Entonces tomó la determinación de no negar, en
cuanto pudiese, nada a nadie que le pidiese en nombre de Dios. Lo cumplió con
toda diligencia, hasta el punto de llegar a darse él mismo todo en cualquier
forma, poniendo en práctica, antes de predicarlo, el consejo evangélico” (Vida
I de Tomas de Celano Cap. VII, 17).
El prójimo es el indigente en el camino, apaleados por la
miseria, por los ladrones del evangelio de hoy, esos leprosos en los que Jesús
sigue siendo injustamente crucificados por la miseria humana y en el que San
Francisco encontró a Jesús sufriente, esos heridos y golpeados por la vida y la
miseria y la enfermedad con quienes nos solemos topar en la calle hoy nos tiene
que interpelar si o si y preguntarnos qué actitud asumo ante la necesitad de
aquel que requiere una urgente ayuda y auxilio, teniendo en cuenta que tú eres
la mano de Dios desde el día de tu bautismo y te dice Dios: “Tu eres mi hijo,
yo te he engendrado” (Lc.3,22). Como nos portamos ante la necesidad del
prójimo? Somos como el sacerdote indiferente del evangelio? Somos como el
levita también indiferente o somos como el buen samaritano del evangelio, y
como el Buen pobre de Asís quien en el beso al leproso supo toparse con el
mismo Jesús que sufre?
Ante cruentas realidades y las necesidades de ayuda las
bonitas palabras no tienen sentido por eso Jesús presenta la verdad de nuestra
fe, de nuestra religiosidad y de la misma Iglesia situada en un contexto real.
Lucas dice muy finamente que por allí pasan "casualmente" un
sacerdote y un levita (Lc 10,31-32), se ve que no era normalmente su camino
porque su camino era el del templo, hasta es posible que viniesen del Templo.
Sacerdote y levita al verlo al herido "dan un rodeo", es decir, cierran
los ojos o miran a otra parte. Es una manera gráfica de expresar que el que
sufre no existe para ellos. Ellos viven otra realidad, la del templo, la de la
ley. Viven encerrados posiblemente en sus rezos. Viven una fe sin obras de
caridad (Stg 2,17).
Un samaritano que apesta para los judíos por ser un pagano,
ese está de viaje. No viene del templo, va a sus negocios o a solucionar alguno
de sus problemas. Pero éste sí tiene ojos y tiene ojos en el corazón porque
sintió lástima, se acercó, le vendó las heridas, lo monta en su cabalgadura y
lo lleva a una posada donde puedan atenderle mejor. Mete la mano al bolsillo y
paga los gastos. Aquí es donde se cumple aquello: “El Rey dirá a los de su
derecha vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les
fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me
dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver. Los
justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer;
sediento… ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte? Y el Rey les
responderá: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pobre de mis
hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 24,34-40).
Lo del buen samaritano, es una parábola que de hecho
interpela para los que viven la religión de la ley y del Templo. La gente
religiosa no tiene ojos porque no tiene sensibilidad en el corazón ante el
sufrimiento humano, es una religiosidad a la que no importa el dolor y el
sufrimiento. Al respecto dice el apóstol Santiago: “Si alguno se cree muy
religioso, pero no controla sus palabras, se engaña a sí mismo y su religión no
vale. La religión verdadera y perfecta ante Dios, nuestro Padre, consiste en
esto: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades y no
contaminarse con la corrupción de este mundo” (Stgo. 1,26-27).
La pregunta del doctor del evangelio que pregunta a Jesús demuestra
que sabe mucho de la ley, pero no sabe quién es realmente su prójimo. Sabe
mucho de Dios, pero ignora quién pueda ser su prójimo. Una religiosidad de la
indiferencia ante los demás. Una religiosidad que no tiene ojos para ver al que
sufre. Como contraste, un samaritano, un pagano, uno que no sabe nada del
Templo y de Dios tiene "entrañas de compasión". Para colmo, Jesús le
dice al letrado: "que también él haga lo mismo." Que sea no como su
gente del templo, sino que sea como ese pagano. ¡También fuera de la Iglesia
puede haber mucho corazón, mucha solidaridad, mucha bondad! Hay que estar
atentos a lo que hacemos. Pues Dios no es de bonitas palabras sino sobre todo
misericordia y caridad: “la fe sin obras es una fe muerta” (Stgo 2,17).
El Maestro de la Ley, busca justificaciones y le hace a
Jesús una pregunta: "¿Quién es mi prójimo?" (Lc 10,29). La pregunta
puede tener sentido, ya que en aquel entonces el concepto de prójimo, hacia
referencia esencialmente a los conciudadanos judíos y no a los extranjeros que
se establecían en la tierra de Israel. Digamos que el concepto de prójimo
estaba demarcado más por la geografía que por los sentimientos del corazón. Hoy
ya es muy claro la connotación de “Mi prójimo” que es cualquiera que tenga
necesidad de mí y que yo pueda ayudar. El concepto de prójimo no puede ser algo
abstracto y genérico. El prójimo sin rostro no es prójimo. Al prójimo hay que
ponerle rostro, por eso puede "ser cualquiera y de modo especial el que
tenga necesidad de mi ayuda. La idea de prójimo se universaliza, aunque siempre
tiene rostro concreto.
El amor al prójimo es tan universal como el amor de Dios. El
prójimo se mide y valora ante todo como persona y luego por sus necesidades.
Son las necesidades las que nos hace fijarnos en él. Son las necesidades las
que nos hacen detenernos en nuestras prisas para fijarnos en él. Esa es la
actitud del buen Samaritano.
Hay dos rasgos fundamentales cuando hablamos del prójimo. La
primera, que el mismo Jesús se identifica con él: "Tuve hambre, sed,
estuve desnudo, en la cárcel, enfermo, viejo, y me visitasteis." (Mt
25,31-46) El prójimo es como la encarnación de Jesús sin nombre y anónima. La
segunda, es la relación tan íntima del prójimo con Dios hasta el punto de que
Jesús anuncia el primer mandamiento, pero añadiéndole el segundo del amor al
prójimo (Lc 10,27). No hay amor a Dios donde no hay amor al prójimo, como
tampoco hay amor al prójimo que no sea a la vez amor a Dios (I Jn 4,20). El amor
a Dios sin amor al prójimo es una mentira.
Con frecuencia creemos amar a Dios, por más que no queramos
saber nada con nuestro prójimo. Incluso podemos confesarnos de un montón de pecados, pero sin que nuestro corazón se reconcilie con el prójimo. El amor
de Dios y el odio o resentimiento son irreconciliables. San Juan es bien
explícito al respeto: "Quien dice amar a Dios y aborrece al hermano, es un
mentiroso; pues no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no
ve". (I Jn 4,20) Lo primero es primero: Dios. Es que si en mi corazón no
existe el amor de Dios, difícilmente podré amar al prójimo. El amor al prójimo
brota del mismo amor de Dios y es más, lo expresa.
La Caridad es una virtud que Dios nos concede. Es decir,
nosotros no podemos amar por nosotros mismos, sino que Dios nos ama y con ese
Amor con que Dios nos ama, podemos nosotros amar a Dios y amar también a los
demás (Jn 13,34). ¿Podemos, entonces, amar a Dios, como nos pide el Evangelio
de hoy: con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras
fuerzas y con todo nuestro ser? (Lc. 10, 25-37). Si es posible, pero así, con
esa medida como Dios nos amó. Y esto no es imposible. Nos lo asegura la Primera
Lectura del Libro del Deuteronomio, que explica la Ley de Dios en forma
práctica. Ahí nos dice Moisés lo siguiente: “Los mandamientos no son superiores
a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance... Por el contrario, todos los
mandamientos están muy a tu alcance, en tu boca y en tu corazón solo hace falta
que los cumplas”. (Dt. 30, 10-14)
Resumiendo con nuestra reflexión traemos en recuerdo aquella
gran profecía mesiánica: “Dios dijo: Los sacaré de las naciones, los reuniré de
entre los pueblos y los traeré de vuelta a su tierra. Los rociaré con un agua
pura y quedarán purificados; los purificaré de todas sus impurezas y de todos
sus inmundos ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un
espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón
de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según mis
mandamientos, que observen mis leyes y que las pongan en práctica” (Ez.
36,24-27). Esta profecía tiene su cumplimiento como acto de caridad de Dios
para con toda la humanidad en su Hijo Cristo Jesús quien se ha portado como el
buen samaritano al darnos una gran ayuda de auxilio en nuestra salvación. San
Juan lo dice: “Tanto amó Dios al mundo le dio a su Hijo Único, para que quien
cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él”
(Jn. 3,16-17).
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