DOMINGO XVIII – B (02 de agosto del 2015)
Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 6,22-35:
En aquel tiempo, al día siguiente, la multitud que se había
quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en
la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos. Mientras
tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido
el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud
se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las
barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra
orilla, le preguntaron: Maestro, ¿cuándo llegaste? Jesús les respondió: Les
aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido
pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que
permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es
él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello.
Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar
las obras de Dios? Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes
crean en aquel que él ha enviado. Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos
haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres
comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el
pan bajado del cielo". Jesús respondió: Les aseguro que no es Moisés el
que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo".
Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les respondió:
Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí
jamás tendrá sed. PALABRA DEL SEÑOR
Amigos en el Señor Paz y Bien.
Tres puntos que Jesús acentúa y con los cuales le abre
nuevos caminos a la “búsqueda” de parte de la gente: Primero Jesús les dice:
“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece
para vida eterna” (Jn 6,27). Trabajar por la comida del día es importante es
importante, es necesaria para vivir y uno tiene que ganársela todos los días
con el sudor de la frente (Gn 3,19). Pero ésta no es la única razón por la cual
madrugamos para trabajar. Hay que trabajar “por el alimento que permanece hasta
la vida eterna” (Mt 26,26).
La multitud de esa ocasión, como también mucha gente hoy,
sentía que lo más importante en la vida era sobrevivir. Muchas cosas se hacen
simplemente para sobrevivir más que para construir una vida con calidad. Hoy
Jesús nos está planteando la pregunta: “¿Para qué estoy trabajando?”, “¿Trabajo
para vivir o vivo para trabajar?”. Y no perdamos de vista esto: a diferencia de
los animales, nosotros los hombres somos los únicos seres del planeta que, por
más que resolvamos lo básico, por más confort que tengamos, siempre estamos
insatisfechos. Jesús nos dice que más allá de lo inmediato de la vida –que
tiene su importancia, es claro– tenemos una necesidad más profunda que tenemos
que resolver y que si sabemos resolver lo segundo –el vivir plenamente–
podremos resolver con mayor sentido lo primero –el sostener y promover la vida
hoy–.
Luego les dice: “...El que os dará el Hijo del hombre” (Jn
6, 27b). Jesús se da a sí mismo un título: “Hijo del hombre”. Es curiosamente
un título de “gloria”, pero que pasa por la “pasión”.
El problema que Jesús enfrenta con la multitud que lo busca
para que repita el milagro del pan abundante, tiene que ver con la imagen que
tienen de Él. Jesús les hace entender que en Él hay mucho más de lo que ven a
primera vista. La gente se deja arrastrar por el mesianismo, quiere respuestas
inmediatas y corre detrás del primero que le ofrezca soluciones inmediatas. Por
eso, al final de la multiplicación de los panes ya querían hacer a Jesús Rey,
pero Jesús –para desconcierto de ellos– lo que hizo fue esconderse. La gente de
la multiplicación de los panes pensaba en un Mesías Rey que usara su poder para
eliminar a los romanos, un mesías que les repartiera pan gratuito todos los
días sin tener que hacer ningún esfuerzo, un mesías que los mantuviera, un
mesías hecho a la medida de las expectativas populares, un mesías que no le
corrigiera al pueblo sus actitudes egoístas para perder puntaje. Finalmente
dice: “... Porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello”. La
autoridad de Jesús viene de Dios. Esto lo expresa con una imagen: “el sello de
Dios”.
¿Por qué esta imagen del “sello”? En la antigüedad no era la
firma sino el “sello” lo que autenticaba los documentos. En el caso de
documentos comerciales y políticos éstos se imprimían con un anillo, así las
decisiones eran válidas y permanecían garantizadas. Los sellos se hacían de
arcilla, de metal o de joyas, en los dos primeros casos parte del material se
quedaba pegado en el documento y así se expresaba que el asunto allí contenido
era en firme. En Jesús está el “sello” de Dios: (1) Dios lo ha autenticado con
la unción del Espíritu Santo: “El que acepta su testimonio certifica que Dios
es veraz; porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque
da el Espíritu sin medida” (Juan 3,33-34). (2) Él es la “verdad” encarnada de
Dios (término que en Juan traduce el hebreo “emet”, que describe la fidelidad
de Dios con su pueblo). (3) Por todo lo anterior, Él es único que puede
satisfacer el hambre de eternidad que está impresa en el corazón de todo
hombre.
Ellos le dijeron: ¿Qué hemos de hacer para obrar en el
querer de Dios? Jesús les respondió: “La obra de Dios es que crean en quien él
ha enviado” (Jn 6,28-29). Tener esa firmeza, creer en el que Dios envió: Jesús,
el Hijo único (Jn 1,18). Ante el imperativo “¡Obrad!”, la reacción no se deja
esperar: ¿Cómo llevarlo a cabo? En otras palabras: ¿dónde hay que poner los
mejores esfuerzos de la vida espiritual para que nuestra vida se realice en la
dirección del proyecto de Dios? En esta parte del diálogo de Jesús con la
gente, aparecen a la luz nuevas luces sobre lo que debe caracterizar la
relación de los hombres con Dios.
Notamos, en primer lugar, que la pregunta que le plantean a
Jesús requiere una aclaración. Cuando Jesús habló de las “obras de Dios”, la
gente entendió “las buenas obras”. Desde pequeños han sido educados en la
convicción de que el favor de Dios se gana haciendo “buenas obras”. Por lo
tanto, la pregunta “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?”, espera
una respuesta concreta, casi prevista: cuál es la lista de las “Buenas Obras”
que agradan a Dios. La respuesta breve de Jesús corrige el intento de sus
interlocutores y abre la puerta para entender las relaciones con Dios desde otro
ángulo que es mucho más profundo y de grandes consecuencias. En la frase “La
obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”, se deja entender que lo que
Dios espera del hombre es la “fe”: primero que sus “manos” les pide su
“corazón”. Y esto es importante.
La espiritualidad es “acción”, pero es ante todo “relación”.
Se corre el riesgo de perder de vista lo esencial cuando todo se reduce a
procedimientos mecánicos de parte nuestra (ritos religiosos, de caridad, etc.),
y peor aún, se ve a Dios como alguien que también se comporta mecánicamente con
nosotros, al ritmo de nuestros requerimientos, en una lógica de
contraprestación. Dios es Padre y Amigo, la relación con Él debe ser de
confianza, de entrega, de obediencia, de amor, de gratuidad. La “obra” que
Jesús propone, entonces, es que construyamos una nueva relación con Dios: más
cercana y profunda, determinada por su Palabra en la Escritura, avivada por la
oración, recreada en la comunidad, coherente con nuestro estilo de vida,
consistente con nuestros principios de acción.
La nueva relación con Dios (el caminar de la fe en Jesús)
desemboca en un estilo de vida. Esta relación se convierte en proyecto de vida
compartida entre Él y uno, entre uno y la comunidad de fe y de amor a la que
pertenece. De ahí se desprenden todas las “obras buenas” de amor y de servicio,
institucionales y espontáneas, porque todo lo que hacemos (y no solamente unas
cuantas cosas) refleja ese conocimiento de Dios en Cristo que habita nuestra
vida. Para esta “obra” el mismo Jesús nos capacita. Esto es lo que se va a
profundizar enseguida.
Segundo movimiento: De Dios hacia el hombre. Aprender a leer
los signos de su amor y salvación (Jn 6,30-33): “Ellos entonces le dijeron:
“¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros
padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: “Pan del cielo les
dio a comer” (Jn 6,31-32). Pero la respuesta del Señor es: “En verdad, en
verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que
os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del
cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,33).
La última frase pronunciada por Jesús suscita una nueva
pregunta de este tipo: “Si tú te presentas como el Mesías (= “el enviado”, “el
que Dios Padre ha marcado con su sello”), y esto supone que te aceptemos con
todas las implicaciones (= “creer”), entonces muéstrenos sus credenciales”. En
otras palabras: ¿En qué debemos apoyar nuestra fe?
La interpelación a Jesús por parte de los judíos: Ellos
entonces le dijeron: ¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué
obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está
escrito: Pan del cielo les dio a comer” (Jn 6,30-31) Esta parte de la
conversación es típicamente judía y nos recuerda tanto los temas como el estilo
de las discusiones entre los rabinos: se plantea una pregunta difícil y se da
una pista de solución en la que se indica el tipo de respuesta que el rabino
estaría esperando. Tomando como base la carta que Jesús acaba de poner sobre la
mesa, que el creer en Él era verdadera obra de Dios, los judíos le hacen una
interpelación académica: “Si tú eres el Mesías, ¡demuéstralo!”. Esto se plantea
con dos preguntas sobre el “obrar” y un ejemplo “modelo” del “obrar” de Dios en
la historia: “¿Qué señal haces... qué obra realizas?” (Jn 6,30). Jesús es
interpelado explícitamente sobre lo que Él “hace”. De hecho, si miramos la
historia de la salvación el “hacer” de Dios siempre ha precedido el “hacer” del
hombre. La obra del hombre es “creer”, pero previamente debe hacer una obra de
parte de Dios que sirva de base y de ruta para el camino del creer. Esta es
como la “prueba” de la confiabilidad de Dios.
Las dos preguntas, que en realidad plantean lo mismo (“¿Y
qué prueba nos das, para que al verla te creamos?”), suenan extrañas. ¿Cómo se
plantea semejante pregunta después de la multiplicación de los panes, en la que
todos estuvieron de acuerdo de que se trataba de un hecho extraordinario? (Mt
14,16-21). Es claro que la multitud no está satisfecha con el signo de los
panes y los peces. No creen que sea un signo de que Jesús es el Mesías y por
eso le piden un “signo” todavía mayor.
Los interlocutores de Jesús, teniendo en cuenta que Él se
presenta como el que “obra” de parte de Dios, se remiten inmediatamente una de
las grandes acciones de Dios a favor de su pueblo en el caminar pascual y le
piden que actúe en ese plano. El ejemplo “modelo”: “Nuestros padres comieron
del maná en el desierto...” (Jn 6,31). El hecho de que todavía tengan en mente
la multiplicación de los panes, los lleva a traer de la historia de la pascua
uno de sus momentos más deslumbrantes: el don del maná en el desierto, cuando
Dios alimentó milagrosamente al pueblo peregrino y los salvó de morirse de
hambre. Toman este ejemplo y no otro por la conexión que se da en el “pan”.
El relato del don del maná en el desierto lo encontramos en
Éxodo 16 (vale la pena volverlo a leer). Se cree que más tarde se había
conservado en un recipiente algo de ese maná y se había depositado en el arca
de la alianza que estaba en el templo de Salomón. Se cree también que, cuando
el templo fue destruido por Nabucodonosor, el profeta Jeremías lo había
escondido para sacarlo a la luz cuando llegara el Mesías. Pero, ¿qué es lo que
tienen en mente los interlocutores de Jesús trayendo a colación el caso del
“maná”?
Se le pide que repita un milagro de bellísimas implicaciones
o evidencias: 1) En el maná hay un alimento ordinario, natural (grano de
coriandro), pero también una provocación al misterio. La palabra “maná”
significa “¿Qué es esto?” (ver Éxodo 16,15; de la etimología popular: man hu).
¿Se imagina Usted comiendo “¿Qué es esto?” durante cuarenta años, todos los
días sin falta, y luego mirar atrás y concluir que fue una gran experiencia? 2)
Se trata de una acción típica de Dios: su origen es el mismo Dios providente.
Esta comprensión se apoya en dos citas bíblicas que califican el maná como “el
pan del Dios”: “Este es el pan que
Yahveh os da por alimento” (Éxodo 16,15) y “les dio el trigo de los cielos”
(Salmo 78,24). 3) Es un signo identificador del Mesías, porque éste actúa en
sintonía con Dios para atender las expectativas vitales del pueblo; de ahí que
se creyera que cuando viniera el Mesías se repetiría el milagro del maná, como
dice el Talmud: “Así como fue el primer redentor, así será el redentor final;
como el primer redentor hizo que cayera maná del cielo, así el postrer redentor
hará descender maná del cielo”.
Los interlocutores de Jesús no han visto en el milagro de la
multiplicación de los panes el signo pedido. Es como si estuvieran pensando:
“Lo que hiciste ayer fue simplemente darnos panes y peces, nos diste comida
común y corriente, lo que comemos todos los días aquí a la orilla del lago de
Galilea. No hay nada extraordinario en los panes y los peces, aunque el hecho
de multiplicarlos superó un poquito lo normal. Pero Moisés alimentó a nuestros
padres cuarenta años con maná, comida del cielo. El pan y el pescado vienen de
la tierra, en cambio el maná viene del cielo. ¿Qué haces para superarlo?”. Por
lo tanto, los judíos están interpelando la propuesta de Jesús de que “crean en
el enviado” desafiándolo para que produzca “el pan de Dios”, “el pan del cielo”
(como se le llama, a partir de las referencias ya citadas) y de esta manera
justifique sus pretensiones y les dé un apoyo para depositar en Él su fe, al
mismo nivel de su fe en Yahveh “Señor” y “Padre providente” del Pueblo que
lleva su nombre.
Respuesta de Jesús: "En verdad, en verdad os digo: (a)
No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; (b) es mi Padre el que os da el
verdadero pan del cielo; 33 porque el pan de Dios (a) es el que baja del cielo
(b) y da la vida al mundo” (Jn 6,32-33). La raíz de las dificultades para
“creer”, hasta ahora presentadas, es la incapacidad de interpretar los “signos”
de Jesús. Los judíos que conversan con Jesús no han sido capaces de “ver más
allá” del milagro: el pan que comieron los cinco mil no era más que pan
terrenal, multiplicado como pan terrenal. Para ellos el maná sí era una prueba
contundente. La respuesta de Jesús se va por la línea educativa, no sólo
corrige la visión estrecha que ellos tienen con relación a los asuntos de Dios,
sino que también les da pistas para saber entender a fondo los signos de
presencia salvífica de Dios en la historia. Dicho de otra manera, su respuesta,
con palabras bien precisas, les abre los horizontes de la mente y el corazón
para poder leer a fondo la presencia y la obra de Dios en la persona de Él.
Veamos los pasos, bien exactos, que da Jesús. En su
respuesta, que hace con toda la fuerza de su autoridad (“En verdad, en verdad
os digo...”) hace básicamente dos afirmaciones:
La primera hace una corrección al pensamiento “teológico” de
sus interlocutores acerca del dador del pan: ¿Quién es el que da el pan? (Jn
6,32). La segunda hace dos precisiones sobre la naturaleza del “verdadero pan
del cielo”: ¿Cómo es este pan? (Jn 6,33).
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