DOMINGO XXIV – A (14 De Setiembre del 2014)
Proclamación del santo evangelio según San Juan 3,13-17:
En aquel tiempo dijo Jesús a Nadie ha subido al cielo, sino
el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la
misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es
necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que
creen en él tengan Vida eterna.
Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque
Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él. PALABRA DEL SEÑOR.
Paz y Bien el Señor.
Hoy, en la fiesta de la exaltación de la cruz hemos de
preguntarnos ¿Qué valor tiene para nosotros, los creyentes la Cruz? ¿Por qué es
sagrada y bendita la Santa cruz? En el Credo decimos: “POR NUESTRA CAUSA
JESUCRISTO FUE CRUCIFICADO EN TIEMPOS DE
PONCIO PILATO PADECIÓ, Y FUE SEPULTADO Y AL TERCER DÍA RESUCITÓ SEGÚN LAS
ESCRITURAS” (I Cor 15,3-4). Y el mismo Señor nos ha dicho: “De la misma manera
que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario”
que el Hijo del hombre sea levantado en alto (Jn 3,14; Núm 21, 9, 2; Re 18, 4).
Y este hecho, que es el misterio central de la redención es gesto del amor de
Dios a toda la humanidad: “Porque Dios tanto amó al mundo, que entregó a su
Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida
eterna” (Jn 3,16).
En el Nuevo Catecismo se nos dice: El Misterio Pascual de la
cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los
Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El
designio salvador de Dios se ha cumplido de "una vez por todas" (Hb
9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo. La Iglesia permanece fiel
a "la interpretación de todas las Escrituras" dada por Jesús mismo,
tanto antes como después de su Pascua ((Lc 24, 27. 44-45): "¿No era
necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,
26). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el
hecho de haber sido "reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y
los escribas" (Mc 8, 31), que lo "entregaron a los gentiles, para
burlarse de él, azotarle y crucificarle" (Mt 20, 19).
¿Qué razones llevaron a Jesús a la cruz?: Desde los comienzos
del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con
sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para eliminarle (Mc 3, 6). Por
algunas de sus obras (expulsión de demonios, Mt 12, 24; perdón de los pecados,
Mc 2, 7; curaciones en sábado, Mc 3, 1-6; interpretación original de los
preceptos de pureza de la Ley, Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y
los pecadores públicos, (Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos
malintencionados sospechoso de posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10,
20). Se le acusa de blasfemo (Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo
(Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte
a pedradas (Jn 8, 59; 10, 31).
Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, un
"signo de contradicción" (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas
de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con
frecuencia "los judíos" (Jn 1, 19; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19,
38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (Jn 7, 48-49).
Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas.
Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (Lc 13, 31).
Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces
en casa de fariseos (Lc 7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por
esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (Mt 22,
23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, Mt 6, 18) y
la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento
de amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 28-34). A los ojos de muchos en Israel,
Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:
Contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y,
para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral. Contra el
carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de
una manera privilegiada. Contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún
hombre puede compartir.
Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una
advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de
la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza: «No penséis que
he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar
cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una "Y" o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por
tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a
los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los
observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).
Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados: El Hijo
de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que
le ha enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo, dice: “He aquí
que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad”. En virtud de esta voluntad somos
santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de
Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el
Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo
entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre:
"El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha
de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn
14, 31).
Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su
Padre anima toda la vida de Jesús (Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su
Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre líbrame de
esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12, 27).
"El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (Jn 18, 11). Y
todavía en la cruz antes de que "todo esté cumplido" (Jn 19, 30),
dice: "Tengo sed" (Jn 19, 28).
Jesús es el cordero que quita el pecado del mundo: Juan
Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (Lc
3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que
quita los pecados del mundo" (Jn 1, 29; Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús
es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is
53, 7; Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (Is 53, 12) y el
cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera
Pascua (Ex 12, 3-14; Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su
misión: "Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre: Jesús,
al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los
amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento
como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su
amor divino que quiere la salvación de los hombres (Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5,
7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y
a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita la vida; yo la
doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de
Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida: Jesús
expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los
doce Apóstoles (Mt 26, 20), en "la noche en que fue entregado" (1 Co
11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta
última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (1
Cor 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a
ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi sangre de la
Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados"
(Mt 26, 28). La Eucaristía que instituyó en este momento será el
"memorial" (1 Cor 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los
Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (Lc 22, 19). Así Jesús
instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: "Por ellos me
consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad"
(Jn 17, 19).
La agonía de Getsemaní: El cáliz de la Nueva Alianza que
Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (Lc 22, 20), lo acepta a
continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (Mt 26, 42)
haciéndose "obediente hasta la muerte" (Flp 2, 8; Hb 5, 7-8). Jesús
ora: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz..." (Mt 26,
39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana.
Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a
diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (Hb 4, 15) que es
la causa de la muerte (Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona
divina del "Príncipe de la Vida" (Hch 3, 15), de "el que
vive", (Ap 1, 18; Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se
haga la voluntad del Padre (Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para
"llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre la cruz" (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo: La
muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la
redención definitiva de los hombres (1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del
"Cordero que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; 1 P 1, 19) y el
sacrificio de la Nueva Alianza (1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión
con Dios (Ex 24, 8) reconciliándole con Él por "la sangre derramada por
muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28; Lv 16, 15-16). Este
sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios
(Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien
entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es
ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (Jn 15, 13),
ofrece su vida (Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (Hb 9,
14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia:
"Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos
justos" (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo
la sustitución del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en
expiación", "cuando llevó el pecado de muchos", a quienes
"justificará y cuyas culpas soportará" (Is 53, 10-12). Jesús repara
por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados.
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio: El "amor hasta
el extremo"(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de
reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha
conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25).
"El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos,
todos por tanto murieron" (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más
santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres
y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona
divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas
humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su
sacrificio redentor por todos. "Por su sacratísima pasión en el madero de
la cruz nos mereció la justificación"), enseña el Concilio de Trento (DS,
1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como "causa de
salvación eterna" (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando.
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo: La Cruz es
el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los
hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada,
"se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2) Él
"ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida
se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos
a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque Él "sufrió por
nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21).
La misión de todo bautizado es proclamar el I kerigma
anunciado por Pedro a todos los judíos: “A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios
acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y
signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al
plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz
por medio de los paganos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las ataduras de
la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hch
2,22-24). Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a
Pedro y a los otros Apóstoles: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?" Pedro
les respondió: "Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo
para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu
Santo” (Hch 2,37-41). Y porque “el mensaje de la cruz es una locura para los
que se pierden, pero para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios.
Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la
ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto?
¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la
sabiduría del mundo es una necedad?” (I Cor 1,8-20).