II DOMINGO DE CUARESMA – C (16 de Marzo de 2025)
Proclamación del Evangelio San Lucas 9,28-36:
9:28 Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a
Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar.
9:29 Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus
vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.
9:30 Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías,
9:31 que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la
partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
9:32 Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero
permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que
estaban con él.
9:33 Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús:
"Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías". Él no sabía lo que decía.
9:34 Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y
al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.
9:35 Desde la nube se oyó entonces una voz que decía:
"Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".
9:36 Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los
discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían
visto. PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXIÓN
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
Los tres discípulos que luego serán testigos del abatimiento
de Jesús en Getsamaní, fueron elegidos antes para ver su gloria en el Tabor.
La blancura de los vestidos de Jesús y el nuevo aspecto de
su rostro (Mateo dice que aquellos se tornaron blancos como la luz y que su
rostro resplandecía como el sol) no son más que la manifestación de la dignidad
y la gloria que le correspondía como Hijo de Dios. Moisés y Elías,
representando a la Ley y los Profetas -todo el Antiguo Testamento-, conversan
con Jesús de lo que aún ha de cumplirse en Jerusalén. Toda la historia de la
salvación culmina en Jesucristo, pero el momento de esta culminación es la hora
de su exaltación en la cruz. El Tabor no se explica sin el Calvario.
Hace seis días (Mt 17, 1) desde que Jesús les había
anunciado su pasión y muerte en Jerusalén y había reprendido precisamente a
Pedro porque intentó torcer su camino, éste sigue sin entender nada. Piensa que
ha llegado la hora de disfrutar el triunfo y que puede ahorrarse lo que ha de
suceder todavía: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Lc 9,33).
La "nube", o la "columna luminosa" (Lc
9,34), es en la biblia el símbolo de la presencia de Dios. Aquí aparece como
respuesta a la proposición de Pedro. De la nube sale la voz de Dios. El signo
de la nube es interpretado por la palabra. Y la palabra confirma a Jesús como
enviado de Dios, como Hijo que ha venido a cumplir su voluntad. A él deben
atenerse Pedro y sus compañeros. Lo fascinante y lo tremendo de la presencia de
Dios, de la teofanía, se advierte en las palabras de Pedro y en el temor de los
tres discípulos al ser introducidos dentro de la nube.
La transfiguración, que el evangelista sitúa como un alto en
el camino que sube a Jerusalén, no ha sido otra cosa que una anticipación
momentánea de la última meta y como un aliento para seguir caminando. Jesús les
manda que callen lo que han visto hasta que todo se cumpla y el Hijo del Hombre
resucite de entre los muertos (Mt 17,9).
Dios dice al pueblo: “Pongo ante ti cielo y tierra; vida y
muerte; bendición y maldición. Escoge la vida, amando a tu Dios, escuchando su
palabra y uniéndote a Él” (Dt 30,19). Dios mismo dice en referencia a su Hijo:
“Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi
alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las
naciones” (Is 42,1). Y Jesús cuando se bautizó, el Espíritu Santo
descendió sobre él como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: "Tú
eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección" (Lc
3,22). Luego dice Jesús en el inicio de su ministerio: “El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la
Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista
a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor” (Lc 4,18-19). Y al final de su ministerio Jesús recibe esta nuevo
mensaje de parte del Padre: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo"
(Lc 9,35).
En el ser del Hijo está el mismo ser Padre: “Yo y el Padre
somos una sola realidad” (Jn 10,30). Dios se deja ver en su Hijo; en el domingo
anterior en la parte humana, hoy en la parte divina. Es decir, Jesús en la
transfiguración se deja ver un momento en el cielo.
La II Divina Persona, Jesús es la manifestación del amor de
Dios a favor de toda la humanidad, pues así manifiesta Jesús a Nicodemo: “Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él
no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para que
el mundo se condene, sino que el que cree en Él se salve. El que cree en él, no
será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre
del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18). Completando la idea, Jesús dice: “Salí
del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). El
voy al padre o estar con el Padre es estar en el mismo cielo pero para estar en
este estado requiere la purificación y de eso se trata el tiempo de la
cuaresma: En el camino de la cuaresma entramos una nueva escena “alta” en la
vida de Jesús: la transfiguración. Se puede decir que éste es el momento
culminante de la revelación de Jesús en el cual se manifiesta a sus discípulos
en su identidad plena de “Hijo”. Ellos ahora no sólo comprenden la relación de
Jesús con los hombres, para los cuales es el “Cristo” (Mesías), sino su secreto
más profundo: su relación con Dios, del cual es “el Hijo” (Mc 1,11). Entremos
en el relato con el mismo respeto con que lo hicieron los discípulos de Jesús
al subir a la montaña y tratemos de recorrer también nosotros el itinerario
interno de esta deslumbrante revelación con sabor a pascua.
El domingo anterior, Primer Domingo de Cuaresma El Señor nos
enseñó con su ejemplo cómo debemos afrontar las tentaciones del demonio (Mt
4,1-11) Lo que claramente nos indica que el Hijo Único de Dios es hombre de
verdad, que sintió hambre, pero que el enemigo quiso aprovecharse de
esta carencia para someterlo y nunca pudo. El Hijo de Dios no solo se rebajó
para ser uno como nosotros: “El, que era de condición divina, no consideró esta
igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se
anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a
los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por
obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el
Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda
rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para
gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor” (Flp 2,6-11). En todo igual a
nosotros, menos en el pecado (Heb 4,15). Y en el credo confesamos esta verdad:
“Descendió al infierno y al tercer día resucito de entre los
muerto y subió al cielo…”
Pues, fíjense que estas enseñanzas divinas se nos ilustra en
dos partea: el domingo pasado en la parte humana del Hijo de Dios (Lc 4,1-13).
Hoy en el II domingo de cuaresma la manifestación de la parte
Divina: Jesús tomó consigo a Santiago, Pedro y Juan… mientras estaban en
oración se transfiguro… “ (Lc 9,28-36). Ya no es el Jesús tentado y con hambre,
sino el Jesús transfigurado y glorificado, como un sol brillante en la cima del
Tabor que es el cielo.
¿Cuál es el mensaje que acuña el evangelio de Hoy? Que este
tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, ayuno y oración, que es tiempo de
ascensión al monte tabor (cielo); que en este tiempo de oración terminemos en
la sima del tabor contemplando el rostro de Jesús transfigurado, y glorificado
(Mt 17,1-9). Esta es la mayor riqueza de la vida espiritual de los hijos de
Dios. Y así nos lo reitera mismo Juan: “Queridos míos, desde ahora somos hijos
de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que
tiene esta esperanza en él, sea santo, así como él es santo” (I Jn 3,2-3).
Qué maravilla saber que la riqueza espiritual que
llevamos dentro del cuerpo mortal, un día tengamos que, como premio
experimentar y contemplar a Jesús transfigurado, que no es sino el mismo cielo.
Pero para eso hace falta despojarnos de lo terrenal y subir a orar, como Jesús
esta vez acompañado de los tres discípulos preferidos: Pedro, Santiago y Juan.
Lo maravilloso del Tabor es verlo iluminado con la belleza interior de Jesús.
Allí se transfiguró, dejó que toda la belleza de su corazón traspasase la
espesura del cuerpo y todo Él se hiciese luz ante el asombro de los tres
discípulos y como Pedro exclamar: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres,
levantará aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías».” (Mt 17,4)
Toda oración bien hecha nos encamina al encuentro con el
Padre, la oración debe transformarnos. La oración nos debe hacer transparentes.
Transparentes a nosotros mismos, transparentes ante los demás, trasparentes
ante Dios. En la oración debemos vivimos nuestra real y verdad dimensión humana
y divina por la gracia de Dios (Mt 5,23).
La transfiguración del Señor nos debe situar ante la verdad
que viene de Dios: «Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán
verdaderamente mis discípulos, entonces conocerán la verdad y la verdad los
hará libres» (Jn 8,31). Libres de las tinieblas, que es el infierno (Lc
16,19-31).
En la Transfiguración del Señor, Dios nos habla de que algo
nuevo comienza, que lo viejo ha llegado a su fin: “A vino nuevo, odres nuevos”
(Mc 2,22). Ahora en la transfiguración apareció el Antiguo Testamento: Moisés y
Elías. Ellos son los testigos de que lo antiguo termina y de que ahora comienza
una nueva historia. Ya no se dirá “escuchen a Moisés”, sino “éste es mi hijo el
amado, mi predilecto: escúchenlo”(Mt 7,5). Ello aplicado a la Cuaresma bien
pudiéramos decir que es una invitación a la oración como encuentro con Dios, al
encuentro con nosotros mismos, además de un abrirnos a la nueva revelación de
Jesús.
“Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero
permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que
estaban con él” (Lc 9,32). En este tiempo de cuaresma es importante mantenernos
despiertos y en oración, pue así nos exhorta el mismo Señor: “Después volvió
junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: ¿Es
posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está
dispuesto, pero la carne es débil" (Mt 26,40-41).
En lo alto de la montaña: La Cuaresma constituye una invitación
permanente a subir a lo alto de la montaña, junto con el Señor y en compañía de
sus discípulos más adictos. Allí nos dedicaremos a orar, a dejarnos invadir por
el poderoso resplandor de su presencia luminosa. En la soledad de la montaña
(=en la intimidad del corazón) es donde el Señor se manifiesta a los suyos,
donde les descubre el resplandor de su rostro.
Moisés y Elías: Son los dos personajes misteriosos que
acompañan a Jesús en el momento de la transfiguración. Ellos representan a la
Ley y a los Profetas. Cristo transfigurado, en medio de ellos, se nos
manifiesta como la culminación definitiva de la ley y de los profetas, es
decir, del Antiguo Testamento. En él queda cumplida la esperanza mesiánica del
Pueblo de Israel. En él llega a su punto culminante la Historia de la
Salvación. En él la humanidad ha quedado definitivamente salvada.
El simbolismo de los números: Los antiguos gustaban de jugar
con el simbolismo de los números. El número cuarenta es uno de esos números
cargados de simbolismo. Por eso los años que pasó Israel en el desierto fueron
cuarenta, y cuarenta los días que pasó Jesús. Moisés estuvo cuarenta días y
cuarenta noches en el Sinaí. Elías caminó hacia el monte Horeb también por
espacio de cuarenta días y cuarenta noches. La coincidencia en el número denota
su densidad simbólica. No se trata de hacer malabarismos con los números en la
homilía. Pero sí conviene saber que este número es símbolo de preparación.
Además las seis semanas que contiene la cuaresma son imagen de la vida
temporal; mientras la siete de las cincuentena pascual simbolizan la vida
futura, la vida eterna. Por eso Pascua es el paso de este mundo (simbolizado en
el número "seis") a la vida en comunión con el Padre (Número
"siete" 7).
La cruz y la gloria: Es sorprendente que Moisés y Elías,
"que aparecieron con gloria" junto a Jesús transfigurado, conversaran
con él precisamente sobre "su muerte, que iba a consumar en
Jerusalén". Esta referencia a la muerte, justo en el momento de la
transfiguración gloriosa de Jesús, deja entender a las claras como reza el
prefacio, "que la pasión es el camino de la resurrección". Más aún,
cruz y gloria son las dos caras de la misma realidad: la Pascua. Esta
coincidencia hay que hacerla notar a los fieles.
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