DOMINGO III DEL TIEMPO DE CUARESMA – C (23 de Marzo de 2025)
Proclamación del santo evangelio según San Lucas 13,1-9:
13:1 En ese momento se presentaron unas personas que
comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con
la de las víctimas de sus sacrificios.
13:2 Él les respondió: "¿Creen ustedes que esos
galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
13:3 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten,
todos acabarán de la misma manera.
13:4 ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando
se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén?
13:5 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten,
todos acabarán de la misma manera".
13:6 Les dijo también esta parábola: "Un hombre tenía
una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
13:7 Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que
vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué
malgastar la tierra?"
13:8 Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este
año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
13:9 Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la
cortarás". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.
“Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta
de su mala conducta y viva” (Ez 33,11). “Los rociaré con agua pura, y ustedes
quedarán purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus
ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les
arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (
Ez 36,25-26).
“Si no se convierten, todos perecerán de la misma manera”
(Lc 13,3). "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no
los encuentro. Córtala" (Lc 13,7). Como se ve, el evangelio de hoy nos
ilustra dos temas que a su vez son complementarias: La conversión (Lc 13, 1-5)
y los frutos (Lc 13,6-9). El tema en referencia tiene mayor explicación en este
episodio: “Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo
árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos,
ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos
se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los
reconocerán” (Mt7,16-19).
El tiempo de la cuaresma es tiempo de convertirnos, del
árbol malo al árbol bueno y los frutos son el único indicativo que pone de
manifiesto si ya somos árbol bueno porque dejamos ser árbol malo. En este
contexto conviene traer a colación la parábola siguiente: “Así como se arranca
la cizaña (árbol malo) y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá
al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de
su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en
el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos
(árbol bueno) resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga
oídos, que oiga!” (Mt 13,40-43).
"¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto
porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se
convierten, todos morirán de la misma manera” (Lc 13,2-3).
El Señor empezó con una llamada a la conversión en el inicio
de su predicación: “Se ha cumplido el tiempo y esta cerca el Reino de Dios;
conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15) Más adelante irá explicando
las características del Reino, pero desde un principio se advierte que hace
falta una postura nueva de la mente para poder entender el mensaje de
salvación. Pone a los niños como ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay
que «hacerse como niños» o «nacer de nuevo», como dirá a Nicodemo (Jn. 3, 4) La
conversación con la mujer samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a
una persona a la conversión. A Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a
convertirse. Lo mismo hará con otros muchos.
Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, Juan le dijo: «Yo
necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» (Mt. 3, 14) Más adelante
dirá de Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo»
(Jn. 1, 29) San Juan Bautista no tenía el poder de perdonar los pecados, sino
solamente predicaba la conversión y la penitencia preparando el camino del
Señor. Como fruto de su labor serán muchos los que escucharán la doctrina de
Cristo. Los dos primeros discípulos de Jesucristo serán dos discípulos de San
Juan Bautista: Juan y Andrés. Además de estos discípulos primeros, muchos otros
discípulos de Juan fueron tras Jesús. Juan se llenó de alegría, añadiendo: «Conviene
que El crezca y yo disminuya» (Jn. 3, 30).
La conversión exige que se dé primero un arrepentimiento del
pecado: El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del
corazón del hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta
en una vida construida al margen de los mandamientos de Dios. El pecado mortal
supone un fallo en lo fundamental de la existencia cristiana y excluye del
Reino de Dios. Este fallo puede expresarse en situaciones, en actitudes o en
actos concretos.
Convertirse es, en definitiva, cambiar de actitud, tomar
otro camino (Lc 15,17). Es una vuelta a Dios, del que el hombre se aparta por
la mala conducta, por las malas obras, es decir, por el pecado. Esa vuelta a
Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva actitud hacia el
prójimo, que también ha de ser amado.
EL REINO DE DIOS COMIENZA CON LA CONVERSIÓN PERSONAL: Para
entrar en el Reino de los Cielos es preciso renacer del agua y del Espíritu (Jn
3,5); de esta manera anunció Jesús a Nicodemo el comienzo del Reino de Dios en
el alma de cada hombre. Para esta nueva vida Dios envía su gracia. La
conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina;
otras, de una manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el último
momento de la vida. En las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente
que el Señor lo compare a una pequeña semilla, que crece y da fruto o se
malogra. Con estos ejemplos indica que el Reino de Dios debe empezar por la
conversión personal. Cuando un hombre se convierte, y es fiel, va creciendo en
esa nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla
el Reino de Dios en el mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar a
todos la conversión, denunciar todas las situaciones de pecado e ir formando a
los que se iban convirtiendo a su palabra
"Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta
higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" (Lc
13,7).
Hay otras citas respecto a los frutos: “Cuídense de los
falsos profetas, que vienen a Uds. con disfraces de ovejas, pero por dentro son
lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el
árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni
un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es
cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconocerán” (Mt
7,15-20). Quizá lo primero que nos viene a la mente al pensar en esta frase del
Señor es preguntarnos: ¿Qué frutos he dado en mi vida? Pero habría que
preguntarnos antes ¿a qué tipo de fruto se refiere el Señor en esta frase?
La figura del árbol utilizada por el Señor es muy gráfica.
Un árbol frutal hay que cuidarlo, regarlo, evitar que insectos o
microorganismos lo infecten, cuidar que los pájaros no se coman los frutos,
etc. De la misma manera, si nosotros queremos dar buenos frutos debemos cuidar
de nosotros mismos: “regándonos” con la Palabra de Dios, los sacramentos, la
oración; evitando todo aquello nos “infecta”: las tentaciones, el pecado;
cuidando que el demonio, el mundo y nuestro hombre viejo “se coman” nuestras
buenas intenciones y resoluciones.
El Señor habla del fruto bueno y del fruto malo (Mt 12,33).
Los frutos son las consecuencias visibles de nuestras opciones y actos. Si
actuamos bien, tendremos buenos frutos, y eso será un indicativo de que lo que
hacemos es de Dios, es parte de su Plan de Amor. Así, los frutos buenos señalan
que nos estamos acercando más al Señor, y los frutos malos que nos alejamos de
Él y de su Plan. Pero hay que señalar que la bondad del fruto no está
relacionada necesariamente con el éxito material o personal, con la eficacia o
algo similar. La bondad de los frutos a la que se refiere el Señor Jesús es el
bien de la persona y las personas, la realización y plenitud. Así por ejemplo,
cuando ayudo a un amigo(a), cuando me esfuerzo por hacer bien una
responsabilidad o cuando estoy atento a las situaciones que me rodean para
ayudar donde se me necesite estoy buscando dar frutos buenos y me acerco a
Dios. Por el contrario, si por “flojera” no ayudo a mi amigo(a), cumplo mis
responsabilidades dando el mínimo indispensable para que no llamen la atención
o estoy encerrado en mí mismo haciendo sólo lo que “me conviene a mí”, entonces
mi fruto será malo y me estaré alejando del Plan de amor que Dios tienen para
mí.
¿CÓMO DAR BUEN FRUTO? «El que permanece en mí y
yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5). La clave para dar buen fruto está en permanecer en el Señor Jesús. Y
permanecer en Él no es otra cosa que buscar ser otro Cristo: teniendo los
mismos pensamientos, sentimientos y modos de obrar que el Señor. Debemos
preguntarnos constantemente: ¿los pensamientos que tengo son los pensamientos
que hubiera tenido el Señor? ¿Estos sentimientos que experimento son los que
Jesús tendría? ¿Es mi acción como la de Cristo? Se trata pues de conformar toda
mi vida con el dulce Señor Jesús; esforzarme por conocerlo leyendo los
Evangelios, buscándolo en la oración, acudiendo a los sacramentos:
particularmente en la Eucaristía y la Reconciliación.
El mejor fruto de nuestra conversión es la vida de santidad:
“Yo soy Dios, el que los ha sacado de la tierra de Egipto, para ser su Dios.
Sean, santos porque yo soy santo” (Lv 11,45). “Así como aquel que los llamó es
santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que
está escrito: Sean santos, porque yo soy santo” (I Pe 1,15). ¿Cómo lograr la
santidad? “Santifíquense y sean santos; porque yo soy Yahveh, su Dios.
Guardando mis preceptos y cumpliendo mis mandamientos. Yo soy Yahveh, el que
los santifico” (Lv 20,7). “Procuren estar en paz con todos y progresen en la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Pongan cuidado en que nadie se vea
privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz amarga retoñe ni los perturbe
y por ella llegue a infectarse la comunidad” (Heb 12,14-15). “¿No saben que un
poco de levadura hace fermentar toda la masa? Despójense de la vieja
levadura, para ser una nueva masa, ya que ustedes mismos son como el pan sin
levadura. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos,
entonces, nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la
perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad” (Gal
5,6-8).
¿ESTA O NO ESTA DIOS ENTRE NOSOTROS? Estas situaciones
provocan preguntas y hasta acusaciones frente a los creyentes. ¿Se puede hablar
de la salvación de Dios en un mundo atravesado por el sufrimiento y la pobreza?
El Evangelio de hoy hace referencia a estas preguntas. Algunos oyentes de Jesús
le cuentan un hecho monstruoso que acaba de suceder y que llenó de indignación
al pueblo: Pilato, el representante de Roma, ha mandado degollar a unos
galileos en el preciso momento en que estaban ofreciendo en el templo sus
sacrificios (Lc 13,1).
Podemos imaginar el dramatismo de la escena. La indignación
de todos. ¿Por qué? ¿Qué hacer? Jesús no pierde los nervios. Si acaso, aumentar
el sufrimiento de los pobres. Aprovecha la ocasión para dar una lección religiosa:
"Les digo que si no se convierten, todos morirán del mismo modo" (Lc
13,5).
Las calamidades y el sufrimiento no son un castigo de Dios,
como creían los fariseos piadosos. La explicación última del problema del mal
sigue siendo un misterio. Lo que para Jesús no ofrece duda es que todos los
hombres somos pecadores (Jn 8,7). Nadie puede sentirse justo ante Dios. Todo
hombre necesita la salvación de Dios. Lo queramos o no reconocer, todos vivimos
aún en el país de Egipto, esclavos del pecado, y somos solidarios del
sufrimiento y la pobreza de los otros.
LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN (Ez 36,26). Para Jesús, el más
hondo mal del hombre, su más dura y funesta esclavitud, está radicada en el propio
corazón del hombre. Por eso, su mensaje es, ante todo, una llamada al cambio de
la persona, a la conversión del corazón. Como nuevo Moisés, Jesús ha venido
"a salvar a su pueblo de los pecados" (Mt. 1, 21).
Cuando el hombre entra en esta dinámica de conversión,
comienza a descubrir el significado del nombre de Dios. Entonces se llega a
comprender, mejor que con definiciones, quién es ese "Dios que
salva"=Yavé. Sólo entonces estaremos en condiciones de construir un mundo
mejor, el que Dios quiere, el que no perecerá jamás.
La conversión del corazón es condición que hace posible la
llegada del reino de Dios. Todo sería distinto, incluso al nivel de la
convivencia humana y de la propia relación del hombre con la naturaleza. Un
escritor contemporánea ha dicho: "La supervivencia física de la especie
humana no depende de las lluvias ni del sol, sino de un cambio radical del
corazón humano" (E. Fromm).
POR SUS FRUTOS LOS CONOCERAN (Mt 7,20). Ahora bien, la
conversión no se reduce a una buena disposición interior ni a un vago deseo de
ser mejores. Con la parábola de la higuera que no da frutos Jesús nos enseña
que Dios espera de nosotros obras de amor, justicia y verdad. De lo contrario,
la conversión no es auténtica.
Tenemos el ejemplo de los santos. El hijo de Bernardone
había oído las palabras del Señor: "Si quieres ser perfecto..." Sólo
cuando vendió sus bienes, entregó el dinero a los pobres y cambió su forma de
vida pudo ser San Francisco de Asís.
La conversión se hace tarea para construir un mundo de
hermanos (Mt 23,8). No se puede dejar a los hombres en el país de Egipto de la
miseria y opresión. Se trata de una tarea obligatoria para cada cristiano. No
podemos olvidar las palabras de Jesús: "Tuve hambre y me disteis de comer,
estuve desnudo y me vestisteis...".
Mientras no sigamos este camino, permanecemos en nuestros
pecados y no es fecunda en nosotros la salvación de Dios. Porque, "¿Cómo
puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien
ve" (I Jn 4,20).
PARÁBOLA DE LA PACIENCIA (Lc 13,8). Preciosa conclusión del
evangelio de hoy: El Señor espera nuestra respuesta libre porque quiere contar
con nosotros para transformar el mundo. "Señor, no cortes la higuera;
déjala todavía este año, a ver si da frutos". Jesús sabe que la
contemplación de la actitud acogedora y entrañable de Dios es lo que puede
cambiar nuestro corazón y abrirlo al amor.
Lo mismo que con el pueblo de la antigua Alianza, también
hoy el Señor tiene paciencia con nosotros. Construir una nueva humanidad, sólo
es posible con la colaboración decidida de hombres nuevos. Por eso espera
nuestra respuesta. Como espera la vuelta del hijo pródigo con mucha paciencia
(Lc 15,17).
Dios, para salvarnos, toma siempre la iniciativa, pero pide
nuestra colaboración. Recordemos los signos: Cuando regala el vino, exige
primero el agua (Jn 2,3) y cuando multiplica la pesca, pide que echen primero
la red (Lc 5,4). Podría hacerlo de otra manera. Sin nosotros. Podría hacer
llover los panes, que brotaran ríos de agua, vino y leche, curar de golpe a
todos los enfermos... pero lo ha hecho así por respeto. Para dignificar al
hombre. Para hacernos sentir útil en sus manos y cooperadores de su creación,
por algo nos creó a su imagen y semejanza (Gn 1,27).