DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)
Proclamación del Santo evangelio según San Marcos 7,31-37:
7:31 Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por
Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
7:32 Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron
que le impusiera las manos.
7:33 Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le
puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.
7:34 Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le
dijo: "Efatá", que significa: "Ábrete".
7:35 Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la
lengua y comenzó a hablar normalmente.
7:36 Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a
nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban
7:37 y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo
ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos". PALABRA
DEL SEÑOR.
Queridos(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.
Dijo Jesús: "He venido a este mundo para un juicio.
Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos
que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros
somos ciegos?" Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no
tendrían pecado” (Jn 9,39-41). El pecado está en que, ven y no creen en lo que
ven. Preguntan a Jesús: "Juan el Bautista nos envía, Señor: "¿Eres tú
el que ha de venir o debemos esperar a otro? En esa ocasión, Jesús curó a mucha
gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió
la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: "Vayan a
contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan,
los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena
Noticia es anunciada a los pobres” (Lc 7,19-22).
Los discípulos preguntaron a Jesús: ¿Quién ha pecado, él o
sus padres, para que este naciera ciego? Jesús respondió: Ni él ni sus padres
han pecado para que naciera ciego, sino que este ha nacido ciego para que se
manifieste en él, la gloria de Dios” (Jn 9,2-3).
En el evangelio leído hoy se puede notar tres momentos: 1)
La descripción (Mc 7,31-32). 2) Los signos y gestos (Mc 7,33-34). 3) Los
efectos (Mc 7,35-37).
1. La descripción: “Se marchó de la región de Tiro y vino de
nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un
sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre
él” (Mc 7,31-32).
El evangelista Marcos ve la necesidad de dar detalles
precisos sobre el sufrimiento del sordo y mudo. En el versículo (Mc 7,32) hace
dos afirmaciones concretas sobre la situación del sordomudo. Primero lo
describe como un sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una
persona que no oye y que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los
cuales no se consigue captar el sentido. Pero en segundo lugar él especifica
que le ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se nota también que este
hombre no sabe siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros
lo lleven hasta donde Jesús. El caso en sí es bien desesperado.
2. Los signos y gestos: “El, apartándole de la gente, a
solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y,
levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere
decir: ¡Ábrete! Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su
lengua y hablaba correctamente” (Mc 7,33-35). Jesús, apartándose de la gente a
solas con este enfermo de incomunicación lo lleva de un espacio de bullicio a
otro espacio de silencio que supera el silencio absurdo al que ha sido sometido
este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un silencio
que brota de la comunión íntima entre los dos. Esta toma de distancia de la
multitud lleva al sordomudo a una nueva experiencia, a abrir también los oídos
a un nuevo conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la
delicadeza que Jesús muestra amablemente por él. 1) Le introduce los dedos en
las orejas para volver a abrirle los canales de la comunicación. 2) Le unge la
lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la que
expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia comunicación,
su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.
¿Cómo describir la intensa identificación entre Jesús y el
sordomudo? La increíble manera que Jesús tiene de entrar en la vida de una
persona encerrada en su propio mundo, en su inercia para sacarla de allí, no de
una manera superficial sino para hacer que se exprese de una manera clara como
lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con Dios, con los pecadores, con los
enemigos, con los niños, con los grandes sin ninguna dificultad. Y ¿Cómo
expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo
sino con gestos físicos concretos? Jesús comienza con la sanación de la escucha
y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para
después poder hablar. La comunicación no es solamente física sino una
comunicación profunda de corazón en la que Jesús capta lo hondo del corazón de
este enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de Jesús indica la
plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.
Effatá. Esta misma orden fue desde muy antiguo pronunciado
en la liturgia del bautismo en el rito de iniciación cristiana de adultos. E
inmediatamente después del imperativo, el evangelista nos describe el relato
sin perder la finura. El milagro se describe en tres pasos: en primer lugar
como una apertura: se le abrieron sus oídos. Se describe como una soltura de la
lengua, como un nudo complicado que después se desata. Apertura, soltura de la
lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede en este hombre.
3. Efectos: “Jesús les mandó que a nadie se lo contaran.
Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se
maravillaban sobremanera y decían todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos
y hablar a los mudos” (Mc 7,36-37). La capacidad de expresión del sordomudo de
repente se vuelve contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Se caen las
barreras de la comunicación, la palabra se expande como el agua que ha roto las
barreras de un dique. La gente queda tremendamente maravillada: “Todo lo ha
hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37).
Hay algo de terrible en el mundo del sordomudo, sobre todo
si consideramos al sordomudo del tiempo de Jesús, que no disponía de los medios
modernos de comunicación especial. Y tal era el hombre a quien Jesús separó de
la multitud para curar, y tal es cada hombre cuando es separado para el acto de
fe y deI bautismo.
En la antigüedad, a los que se preparaban para el bautismo
se los llamaba precisamente «catecúmenos», palabra griega que significa
literalmente: «los que escuchan», o sea, los que tienen los oídos abiertos. Y
no solamente se les permita escuchar la Palabra de Dios, sino también hacer
profesión de su fe, soltándoseles la lengua para proclamar el padrenuestro y el
credo. Toda la preparación del catecúmeno iba encaminada, pues, a revivir lo
que nos narra hoy Marcos: liberar al hombre abriendo su oído y soltando su
lengua. Podemos ahora preguntarnos qué implica esta liberación que nos trae
Jesucristo
La sordera del espíritu: ¿Cómo la podemos describir?
Fundamentalmente es un cerrarse totalmente a Dios y a los demás hombres. Es la
persona que edifica su vida teniéndose en cuenta sólo a sí misma. Vive como si
estuviera sola en una isla: los demás son un estorbo. El sordo espiritual está
cerrado al punto de vista de los demás y es incapaz de mirar una verdad desde
otro ángulo o dimensión. El es así, así aprendió las cosas, así encara la vida
y no tiene disposición alguna para cambiar. El es el único criterio para juzgar
la conveniencia o no de tal acción o empresa. Sólo sus intereses están en
juego.
El sordo de espíritu es un sectario: tiene su verdad como si
fuese la única; es irreductible en sus ideas, es un fanático. No escucha
razones ni quiere escucharlas. No puede comprender que una verdad puede ser
vista desde otro ángulo, según otra cultura, con otro lenguaje, según otras
circunstancias. Es tradicionalista a muerte: lo que una vez recibió, allí queda
fijado para siempre; no tiene elasticidad para el cambio. Es rígido y severo en
sus juicios. No tiene matices en sus ideas ni en sus juicios. No comprende que
-salvo en casos excepcionales- todo es relativo según el hombre que mira, según
su modo de ser, su edad, sexo o cultura.
Este sordo puede leer o hablar con los demás, puede
participar en reuniones o asistir a charlas o conferencias, pero jamás
escuchará al otro. Al final concluirá diciendo: Esto me da la razón, esto
confirma lo que tengo pensado. Todos son unos charlatanes. El único que
comprende bien las cosas soy yo.
Y de la misma forma se comporta con Dios. Ya en el Antiguo
Testamento los profetas echaron en cara al pueblo ésta su dureza de corazón
para escuchar al Señor. Y Jesús hará el mismo reproche a sus contemporáneos:
constituyen una sociedad que se ha anquilosado, que se ha enquistado en su
pecado. Tienen obstinación y mala voluntad. Su sordera actúa a base de
prejuicios, pronta a condenar y a sospechar, lista para liquidar a quien
intente interrumpir su monólogo.
Los sordos de espíritu pueden concurrir todos los domingos a
misa, escuchar la predicación, leer la Biblia o determinado libro. Pero nada
hay en sus vidas que haga sospechar de algún cambio. Observemos este caso de
sordera espiritual: nunca como en estos últimos treinta años se han publicado
tantos documentos de la Iglesia sobre la paz, el desarrollo de los pueblos, la
renovación, el ecumenismo, el diálogo, etcétera. Y podemos preguntarnos:
¿Fueron escuchados o nos hemos hecho los sordos? Lo que sucede es que la
sordera espiritual no es, como la física, una simple incapacidad estática de
escuchar; es, al contrario, una fuerza que nos impide escuchar, fuerza
centrípeta que nos vuelca más y más sobre nosotros mismos. Con tal sordera nada
hay que nos saque de nuestro aburguesamiento, y cuando aparece tal documento o
texto bíblico, ya tenemos el argumento a mano para esquivar el mensaje. Hasta
llegamos a pensar que tales palabras son muy buenas y sensatas, pero no para
nosotros, pues no las necesitamos.
Hay un íntimo orgullo en el sordo de espíritu; hay una
profunda egolatría. Por eso levanta murallas frente a los demás. Sólo sabe
mirar a los demás de arriba abajo, pero jamás sentirá la necesidad de mirar
hacia arriba para recibir algo de los otros. Así, hay sordos que hasta saben
dar o pretender exclusivamente dar. Ellos son maestros. Han nacido para enseñar
a los demás, pero no saben recibir. Nada tienen que aprender, por eso son
«pobres de espíritu» en el peor de los sentidos: día a día se empobrecen
espiritualmente al beber sólo de la fuente de su ego. Pues bien: Cristo nos
libera de esta sordera del espíritu. Nos da la capacidad de escuchar. Más aún,
nos da la libertad para escuchar.
¿Es que, acaso, hace falta ser libres para escuchar? ¿Libres
de qué y para qué? Para poder escuchar, necesitamos liberarnos de nosotros
mismos, del miedo a enfrentarnos con la verdad. El sordo de espíritu, detrás de
su arrogancia y egolatría, tiene miedo; por eso se encierra en sí mismo, pues
presiente que todo su edificio puede venirse abajo si se coteja con otras ideas
y con otros esquemas. En cambio, un hombre interiormente libre no teme
enfrentarse con palabra alguna, así venga de Dios o del demonio, de la derecha
o de la izquierda. Por eso el auténtico cristiano es capaz -al gozar de esta
libertad- de ponerse en contacto con otras ideas, con otras confesiones
religiosas, con otros pensamientos filosóficos. Precisamente porque busca con
sinceridad la verdad, escucha. Recuerda siempre aquello del Evangelio de Juan:
el Espíritu, como el viento, sopla donde quiere, y en cualquier parte podemos
hallar un hálito de su verdad.
Diríamos que el hombre libre sabe escuchar en silencio,
desde sí mismo, al otro. Escucha y reflexiona; no toma decisiones apresuradas
ni emite un juicio antes de tiempo. Se deja invadir por la palabra del otro
para ver las cosas desde el punto de vista del otro. El suyo es un escuchar
sereno y tranquilo; no está la polémica a las puertas ni replica a todo lo que
se le dice. Es capaz de llegar a pensar así: «El otro puede tener razón; ese
punto de vista es interesante; esto nunca lo hubiera imaginado.» De la misma
forma escucha a Dios; no es un fanático para decir que todo está bien ni que
todo está mal.
Hace silencio interior y deja que penetre la voz del
Evangelio. Escucha sin interpretar literalmente; escucha en libertad: sin dejar
de ser lo que es, con su propio punto de vista, con su esquema cultural, pero
tratando de encontrar el punto de vista de Dios, que hace que una palabra sea
divina. Por eso, a este hombre que escucha así y en esta libertad, Jesús lo
llama «discípulo», palabra latina que significa: el que aprende, el que sabe
mirar al otro desde abajo, el que recibe del otro. No se siente autosuficiente.
Es un discípulo o un catecúmeno: alguien abierto a una verdad que lo
trasciende. Cuando en una comunidad cristiana existe esta libertad interior
para escuchar: qué sereno es el diálogo, cómo se respeta y valora al otro; cómo
crece la riqueza de la palabra divina; qué madurez frente a las opiniones
distintas de los demás. Nadie se siente perseguido por sus ideas o por pensar
más o por pensar de otro modo. La libertad nos mantiene serenos, comprensivos y
prudentes. Jesucristo nos ha liberado para oír. Y eso que oímos de corazón y
que penetra en nuestro caudal de pensamiento, continúa y ahonda el proceso de
liberación.
Libres para hablar: La liberación de Jesús afecta también a
nuestra lengua, pues la liberación del oído sin la de la lengua es incompleta y
hasta peligrosa. En efecto, ¿cómo podremos sentirnos enteramente libres si se
nos prohíbe expresarnos y comunicar a los demás nuestros pensamientos,
proyectos y modo de ver las cosas? ¿En qué termina la libertad de escuchar si
solamente se nos considera discípulos que deben recibir y se nos prohíbe dar y
aportar a los demás y a esas mismas personas que nos dan? Existe, entonces, un
mutismo del espíritu. Veamos cómo se expresa en algunas de sus formas.
Hay un mutismo que nace del orgullo. A veces alguien le
niega la palabra a otro por considerarlo inferior. «A éste, ni vale la pena
dirigirle la palabra», se suele decir. Es un mutismo bastante frecuente:
hablamos con los importantes, con los ricos, con la gente de nuestra categoría
social; pero nos avergonzamos de dirigir la palabra, por ejemplo, a alguien que
consideramos de menor cultura, menos inteligente o extranjero.