martes, 23 de diciembre de 2025

NOCHE BUENA – 24 DE DICIEMBRE

 NOCHE BUENA – 24 DE DICIEMBRE

Proclamación del evangelio según San Lucas 2,1-14:

2,1 En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.

2,2 Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.

2,3 Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.

2,4 José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,

2,5 para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.

2,6 Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;

2,7 y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.

2,8 En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche.

2,9 De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor,

2,10 pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:

2,11 Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.

2,12 Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre».

2,13 Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:

2,14 ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!. PALABRA DEL SEÑOR.

Paz en bien el Señor que vino a salvarnos.

“El que peca procede del diablo, porque el diablo es pecador desde el principio. Pero, el Hijo de Dios vino para destruir las obras del diablo” (I Jn 3,8). 14 ¡Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén! Porque, El Señor ha eliminado la sentencia que pesaba sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti: ya no temerás ningún mal. Aquel día, se dirá a Jerusalén: ¡No temas, Sión, que no desfallezcan tus manos! ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! El exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, (Sof 3,14-17).

Hoy y durante todo el tiempo de Navidad que hoy empieza, celebramos en primer lugar un hecho histórico: el nacimiento de Jesús, el hijo de María, la esposa de José. El mismo que después de unos treinta años de vida oculta, pasó haciendo el bien y anunciando la buena nueva del evangelio del Reino, y que fue crucificado y sepultado y después resucitó. Nació en un sitio determinado, en Belén, y en un tiempo concreto, bajo el imperio del César Augusto y siendo Quirino gobernador de Siria.

En el evangelio, escuchamos las palabras mediante las cuales los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del hijo de Dios, Jesucristo el Señor: Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor (Lc 2,14). Palabras de fiesta y de congratulación, no sólo para la mujer cuyo seno había dado a luz al niño, sino también para el género humano, en cuyo beneficio la virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y de todo punto conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y tierra y había permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su alumbramiento no con festejos humanos de algunas mujeres, sino con los divinos cánticos de alabanza de un ángel.

Nosotros también digámoslo con el mayor gozo que nos sea posible; nosotros que no anunciamos su nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo celebramos en compañía de sus ovejas, la familia, con nuestras miserias, limitaciones; digamos también nosotros, vuelvo a repetirlo, con un corazón lleno de fe y con devota voz: Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Meditemos con fe, esperanza y caridad estas palabras divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico, considerado con toda la atención de que seamos capaces. Tal como creemos, esperamos y deseamos, también nosotros seremos «gloria a Dios en las alturas» cuando, una vez resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro en las nubes con Cristo, a condición de que ahora, mientras nos hallamos en la tierra, busquemos la paz con buena voluntad. Vida en las alturas ciertamente, porque allí está la región de los vivos; días buenos también allí donde el Señor es siempre el mismo y sus años no pasan. Pero quien ame la vida y desee ver días buenos, cohíba su lengua del mal y no hablen mentira sus labios; apártese del mal y obre el bien, y conviértase así en hombre de buena voluntad. Busque la paz y persígala, pues paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Hace ya años que nos dicen que los evangelios no son "vidas de Jesús" -por lo menos en el sentido de las biografías modernas- pero quizás nos habíamos refugiado excesivamente en el Cristo de la fe, en detrimento del Jesús de la historia, Y si prescindimos de la historia de Jesús, fácilmente nosotros podríamos prescindir de la nuestra. Con razón hemos reaccionado, movidos tanto por la exégesis más reciente como por la urgencia de los cristianos comprometidos en la transformación del mundo, y redescubrimos la necesidad de apoyar nuestra fe, no en mitos atemporales, sino en acontecimientos históricos, entre los cuales el nacimiento de Jesús ocupa un puesto central.

Prácticamente toda la humanidad ha aceptado la era cristiana, es decir, que divide la historia en "antes" y en "después" de Cristo, y cuenta los años a partir de aquella primera Navidad. La historicidad de Jesús exige la historicidad del cristianismo: su repercusión en la historia. Nosotros, recordando el realismo de la vida mortal de nuestro Salvador, que nació en Belén y fue colocado en un pesebre, y que después de crucificado y muerto, fue colocado en un sepulcro en Jerusalén, nosotros "haremos histórico" a Jesús si contribuimos a la edificación de un mundo nuevo, más conforme con el plan de Dios.

EL QUE HA NACIDO ES LA PALABRA DE DIOS, en el Hijo Dios nos visita (Lc 7,16). Ha nacido un niño. Este niño es verdaderamente Dios hecho verdaderamente hombre. Pero si Dios se ha hecho hombre es para que el hombre pueda convertirse en hijo de Dios (I Jn 5,2). Es "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" (como decimos en la profesión de fe) que compartió nuestra condición mortal. En Jesucristo, la vida divina fue vivida humanamente, a través de una inteligencia, una voluntad y unos sentimientos de hombre, y esta vida divina vivida humanamente es comunicada por Jesucristo a todos los que creen en él, a los que no han nacido meramente "de sangre ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios". En Jesús de Nazaret la vida divina se hace perceptible a nuestros sentidos, para que "conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible" (prefacio de Navidad).

Todo hombre es llamado a convertirse en hijo de Dios. Para cada uno de los hombres, de las mujeres y de los niños, Dios se hizo hombre, murió y resucitó. Por eso, quien cree verdaderamente en el misterio de la Encarnación, debe creer también en la dignidad inviolable de la persona humana, y evitar profanarla: la propia por el pecado, la de los demás con tratos inhumanos.

EUCARISTÍA. El prefacio que he citado había sido compuesto originariamente para la fiesta de la Eucaristía, el Corpus. Porque la Eucaristía no sólo nos hace presente la fuerza salvadora de Cristo, como los demás sacramentos, sino también su misma persona, y en este sentido es la misma Encarnación la Encarnación. Pero no piensen que hoy al comulgar recibimos al niño Jesús; recibimos a JC resucitado y glorificado, que se hizo un niño, pero que por su misterio pascual ha vuelto allí donde estaba antes, junto al Padre, donde le ha sido dado todo poder, con el fin de poder enviar el Espíritu, y con él la vida divina, a todos los que creen en él. Esta vida divina consiste, sobre todo, en amar, tal como Jesús nos amó, hasta el extremo. El amor que nuestro Padre nos ha manifestado, en la Encarnación y en la Eucaristía, nos urge, no sólo a imitar a Jesús, sino más aún, a no sofocar su Espíritu en nosotros.

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