II DOMINGO DE ADVIENTO
Proclamación del Santo evangelio según
San Lucas 3,1-6:
El año decimoquinto del reinado
del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes
tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y
Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios
dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.
Este comenzó entonces a recorrer
toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el
perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: Una
voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos.
Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán
enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces,
todos los hombres verán la Salvación de Dios. PALABRA DEL SEÑOR.
Amigos(as) en el Señor Paz y Bien
El evangelio de este II domingo
de adviento tiene dos partes: El contexto histórico (Lc 3,1-2) y el ministerio
de Juan Bautista (Lc 3,3-6).
El ministerio de Juan Bautista: “Comenzó
entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). Antes de tomar detalles de
esta cita conviene contextualizar la figura de Juan Bautista:
Un día los discípulos preguntaron
a Jesús: ¿Por qué dicen los escribas que primero debe venir Elías? Él
respondió: Sí, Elías debe venir a poner en orden todas las cosas; pero les
aseguro que Elías ya ha venido, y no lo han reconocido, sino que hicieron con
él lo que quisieron. Y también harán padecer al Hijo del hombre. Los discípulos
comprendieron entonces que Jesús se refería a Juan el Bautista” (Mt 17,10-12). Esta
afirmación hecha por Jesús no es sino lo que el profeta dijo: “Yo les voy a enviar
a Elías, antes que llegue el Día del Señor, grande y terrible. Él hará volver
el corazón de los padres hacia sus hijos y el corazón de los hijos hacia sus
padres, para que yo no venga a castigar el país con el exterminio total” (Ml
3,23).
El ministerio de Juan Bautista
consiste en poner en orden todas las cosas (Mt 17.11) y ¿cómo lo hizo?: “Comenzó
entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). Juan tenía una túnica de
pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel
silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del
Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán,
confesando sus pecados” (Mt 3,4-6).
Al respecto del bautismo de conversión Juan
aclara y dice: “Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que
viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de
quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene
en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y
quemará la paja en un fuego inextinguible" (Mt 3,11-12).
Conversión: Al ver que muchos
fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: “Raza de
víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan
el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: Tenemos por
padre a Abraham. Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer
surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el
árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Mt 3,7-10).
Juan advierte un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). Cómo alcanzar el perdón de
los pecados? Acudamos a dos citas en el que el Señor aclara: “Para que ustedes
sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los
pecados” (Lc 5,24). Y también Jesús les dijo de nuevo: ¡La paz esté con ustedes¡
Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto,
sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán
perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que
ustedes se los retengan" (Jn 20,21-23).
Adviento tiempo de confesión de
los pecados: El Nuevo Catecismo de la Iglesia en el numeral 1422-1429) nos dice
lo siguiente: "Los que se acercan
al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de
los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con
su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).
El nombre de este sacramento: Se le denomina sacramento de conversión porque
realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (Mc 1,15), la
vuelta al Padre (Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado. Se
denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y
eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del
cristiano pecador.
Se le denomina sacramento de la confesión
porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el
sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo
este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y alabanza
de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador. Se le
denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del
sacerdote, Dios concede al penitente "el perdón [...] y la paz" (Ritual
de la Penitencia, 46, 55). Se le denomina sacramento de reconciliación porque
otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con
Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto
a responder a la llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu
hermano" (Mt 5,24).
¿Por qué un sacramento de la
Reconciliación después del Bautismo? "Han sido lavados [...] han sido
santificados, [...] han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y
por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de
la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación
cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel
que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan
dice también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad
no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar:
"Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de
nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.
La conversión a Cristo, el nuevo
nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de
Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante
Él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e
inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la
iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza
humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y
que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el
combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (DS 1515). Esta
lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que
el Señor no cesa de llamarnos (DS 1545; LG 40).
La conversión de los bautizados: Jesús
llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del
Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos
y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia,
esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su
Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y
fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (Hch 2,38) se
renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los
pecados y el don de la vida nueva.
Ahora bien, la llamada de Cristo a la
conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda
conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en
su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que
necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra
humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído
y movido por la gracia (Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de
Dios que nos ha amado primero (1 Jn 4,10). De ello da testimonio la conversión
de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita
misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y,
tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (Jn
21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto
aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!"
(Ap 2,5.16).
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