DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR – A (09 de Abril del
2017)
Anuncio del Evangelio de San Mateo: 26,14-27.66
El primer día de los ácimos, los discípulos fueron a
preguntar a Jesús: «¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?». El
respondió: «Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: «El Maestro
dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis
discípulos». Ellos hicieron como Jesús
les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con
los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me
entregará». Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno:
«¿Seré yo, Señor?». El respondió: «El que acaba de servirse de la misma fuente
que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay
de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber
nacido!». Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: «¿Seré yo, Maestro?».
«Tú lo has dicho», le respondió Jesús.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición,
lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman, esto es mi
Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: «Beban
todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se
derrama por muchos para la remisión de los pecados. Les aseguro que desde ahora
no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el
vino nuevo en el Reino de mi Padre»…
Cuando se hubieron burlado de Él, le quitaron el manto, le
pusieron sus ropas y le llevaron a crucificarle. Al salir, encontraron a un
hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz. Llegados a un lugar llamado Gólgota, esto es,
“Calvario”, le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero él, después de
probarlo, no quiso beberlo.
Una vez que le crucificaron, se repartieron sus vestidos,
echando a suertes. Y se quedaron
sentados allí para custodiarle. Los que pasaban por allí le insultaban,
meneando la cabeza y diciendo: “Tú que destruyes el Templo y en tres días lo
levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!” Igualmente los sumos sacerdotes junto con los
escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo
no puede salvarse. Si es el Rey de Israel que baje ahora de la cruz, y
creeremos en él.
Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es
que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios." De la misma
manera le injuriaban también los salteadores crucificados con Él. Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda
la tierra hasta la hora nona. Y
alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por
qué me has abandonado?” Pero Jesús,
dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. Por su parte, el centurión
y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que
pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios.”
PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXION:
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
Se han dado cuenta que desde el saludo, hoy pareciera ser un
domingo distinto? Pues, claro que sí, es el domingo de la entrada triunfal de
Jesús a Jerusalén, hecho que muchos siglos antes ya se anunció: “Esto es lo que
el Señor hace oír hasta el extremo de la tierra: «Digan a la hija de Sión: Ahí
llega tu Salvador; el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo
precede” (Is 62,11). O con mayores detalles: “¡Alégrate mucho, hija de Sión!
¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es
justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno. El suprimirá los
carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; el arco de guerra será suprimido
y proclamará la paz a las naciones. Su dominio se extenderá de un mar hasta el
otro, y desde el Río hasta los confines de la tierra” (Zac 9,9-10).
Las palmas benditas que hoy se recogen simbolizan que con
ellas proclamamos a Jesús como Rey de Cielos y Tierra, pero -sobre todo- que lo
proclamemos como Rey de nuestro corazón. ¡Jesús, Rey y Dueño de nuestra vida!
Sin embargo, si bien con las palmas benditas hemos aclamado a Cristo como Rey,
las lecturas de la Misa de hoy son todas referidas a la Pasión y Muerte de
nuestro Señor Jesucristo (Jn 12,12).
En la Primera Lectura, el Profeta Isaías (Is. 50, 4-7) nos
anuncia cómo iba a ser la actitud de Jesús ante las afrentas y los sufrimientos
de su Pasión: no opuso la más mínima resistencia a todo lo que le hacían. “No
he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que
me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban la barba. No aparté mi rostro de
los insultos y salivazos.” Pero aún tenemos mayores detalles de esta semana
santa ya descrito por el profeta en este episodio:
“Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores
y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan
despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y
cargaba con nuestra dolencia, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por
Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por
nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus
heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada
uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos
nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un
cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no
habría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su
suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las
rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba
con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca”
(Is 53,3-9).
En el Salmo (Sal. 21) repetiremos las palabras de Cristo en
la cruz, justo antes de expirar: Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has
abandonado? ... Jesús cargó con todo el peso de nuestros pecados, al punto de
sentir el abandono de Dios en que nos encontramos cuando pecamos y damos la
espalda a Dios. Nunca, salvo en su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús quiso
dejarse tratar como Rey ... Siempre lo evitó ... Como nos dice San Pablo en la
Segunda Lectura (Flp. 2, 6-11): Cristo nunca hizo alarde de su categoría de
Dios, sino que más bien se humilló hasta parecer uno de nosotros. Y -como si
fuera poco- se dejó matar como un malhechor.
En la lectura de la pasión de Nuestro Señor tomado según el Evangelista San
mateo Mt. 26, 14 – 27, hemos oído la Pasión que no es sino acto de puro amor de
Dios hacia cada uno de nosotros (IJn 4,8). La lectura de la Pasión nos invita
en este Domingo de Ramos, en el inicio de la Semana Santa, a acompañar a Jesús
en su sufrimiento, en las torturas a las que fue sometido, para darle gracias
por redimirnos, por rescatarnos, por salvarnos y abrirnos las puertas del
Cielo.
Pero volvamos al tema de la entrada triunfal de Jesús a
Jerusalén a pocos días de su Pasión y Muerte, el cual nos invita a reflexionar
sobre si Jesús es Rey, y si lo es ¿qué clase de Rey es? Porque ... ¿no es
extraño un Rey montado en un burrito? ¿Por qué no vino sentado en una carroza o
cabalgando un caballo blanco bien aperado? (Zac 9,9). La verdad es que Jesús,
aun siendo el Mesías, siempre huyó de la idea que la gran mayoría del pueblo de
Israel tenía del Mesías: ellos esperaban un Mesías poderoso, de acuerdo a
criterios humanos y políticos, que los libertara del dominio romano. Jesús, por
el contrario, va dejando bien claro que su misión es diferente. Por ejemplo,
cuando después del milagro de la multiplicación de los panes, la multitud
quiere aclamarlo como rey, ¿qué hace? Sencillamente desaparece.
Sin embargo, sólo en la ocasión de su entrada a Jerusalén se
deja aclamar como Mesías y como Rey de Israel, como “el Rey que viene en nombre
del Señor” (Lc. 19, 38). Pero entonces observamos la paradoja del Rey montado
en un burrito, con lo que se cumple lo anunciado por el Profeta Zacarías (9,9):
“He aquí que tu Rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito”.
Lo del burrito nos indica la profunda humildad de ese Rey, que -como nos dice
la Segunda Lectura (Flp. 2, 6-11) de la Carta de San Pablo a los Filipenses-
nunca quiso hacer alarde de su categoría de Rey, ni de su condición de Dios,
sino que más bien se humilló hasta hacerse uno como cualquiera de nosotros ...
y menos aún, pues se consideró y actuó como servidor obediente, llegando a la
mayor deshonra y al mayor sufrimiento posible: morir torturado y crucificado
como malhechor y -por si fuera poco- como blasfemo:
“El, que era de condición divina, no consideró esta igualdad
con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí
mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y
presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la
muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios
lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de
Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda
lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor”. (Flp 2,
6-11).
Cuando ya comienza el proceso que terminaría en su Pasión y
Muerte, Jesús, interrogado por Pilatos “¿Eres el Rey de los Judíos?”, no niega
que lo sea, pero precisa: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36). Ya lo
había dicho antes a sus seguidores: “Mi Reino está en medio de Ustedes”(Lc.17,
21). Y es así, pues el Reino de Cristo va calando paulatinamente en medio de
aquéllos -y dentro de aquéllos- que acogen la Buena Nueva. Y ¿cuál es esa Buena
Nueva? Es el mensaje de salvación –no de
los Romanos- sino de una opresión mucho peor que ésa: la del Enemigo de Dios y de todos nosotros,
el propio Satanás.
Pero si el Reino de Cristo no es de este mundo ¿de qué mundo
es? ¿Cuándo se instaurará? Ya lo había anunciado Jesús mismo en el
momento en que fuera juzgado por Caifás: “Verán al Hijo del Hombre sentado a la
derecha del Dios Poderoso y viniendo sobre las nubes” (Mt. 26, 64). El Reino de
Cristo, aunque ya comienza a estar dentro de cada uno de los que siguen la
Voluntad de Dios, se establecerá definitivamente con el advenimiento del Rey a
la tierra, en ese momento que el mismo Jesús anunció durante su juicio; es decir, en la Parusía (al final de los tiempos)
cuando Cristo venga a establecer los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando
venza definitivamente todo mal y venza al Maligno.
Para nuestra reflexión de la semana: Aquí no vale culpar a
otros. Aquí no vale lavarse las manos. Aquí no vale decir yo no fui. ¿Alguien
se siente libre e inocente?: “Quien esté sin pecados que tire la primera
piedra” (Jn 8,7). No se nos ocurra lavarnos manos como Pilatos (Mt 27,24).
Mejor será decir “Oh Señor ten piedad de mí que soy un pecador” (Lc 18,13).
Porque con nuestras pecados claro que estamos actuando como el mismo fariseo,
el sanedrín, quienes crucifican al Señor.
Frente a la Pasión de Jesús tenemos muchas preguntas: ¿La
muerte de Jesús fue realmente un fracaso? ¿Fracaso de Dios o fracaso de los
hombres? Frente la Pasión y a la muerte de Jesús se pueden hacer infinidad de
interrogantes. La podremos explicar racionalmente como un crimen político o
religioso, pero su verdadero sentido sólo será posible desde nuestra
experiencia de fe. Hay cosas que sólo se entienden con el corazón. La Pasión y
la Muerte de Jesús solo podremos entenderla metiéndonos en el corazón de Dios y
en el corazón de Jesús. Por eso San Pablo nos dijo: “Tengan los mismos
sentimientos que Cristo” (Flp 2,5).
Es “Domingo de Ramos en la Pasión del Señor”, la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén. Nada de preparaciones, nada de comisión de
preparación de la fiesta. Todo se debe a la espontaneidad del pueblo sencillo y
como tal, tampoco nada de grandes solemnidades, nada de grandes arreglos y
manifestaciones. A Jesús le basta un burrito. El resto lo puso espontáneamente
la gente. Mantos echados como alfombra por el suelo. Ramas de olivo y palmas.
El resto salía de dentro, el canto, el grito de alabanza, los vivas, los
aplausos. El pueblo sencillo hace las cosas sencillamente, pero que resultan
simpáticas. Por lo demás, Jesús tampoco necesitaba de más.
Jesús no quiere entrar en Jerusalén como los conquistadores,
sino como el hombre sencillo, como el Salvador sencillo. Porque para Jesús era
una entrada que quería ser como una nueva oferta de la salvación y la salvación
no se ofrece con títulos de grandeza, pero eso sí se ofrece con cantos, con
bailes con alegría. Jesús quiere que descubran la novedad del Evangelio con
gozo y con sentido festivo. La entrada de Ramos termina en rechazo. La entrada
de esta Semana termina en la alegría de la Pascua. Hoy, a nosotros Jesús viene
en el Evangelio, y más aún estoy seguro que llega a través de la Cruz.
¿Dónde estará Dios? Todos, ricos y pobres, autoridades y
súbditos. Hoy clamamos todos con Jesús y decimos: "Dios mío, Dios Mío, por
qué me has abandona” (Slm 21). ¿Dónde está Dios en estos terribles momentos y
horas nuestra pasión Pasión? Pareciera brillar por su ausencia. Jesús lo llama
varias veces y Dios responde con el silencio. La respuesta es clara: Dios está
en la Pasión misma del hijo y está identificado con su Hijo Jesús. No. Dios no
es un ausente en estas horas de dolor. Es la presencia de todo su ser en su
propio Hijo, con razón ya nos había dicho: Quien me ve, ve a quien me envió, yo
estoy en el Padre y el Padre en mi” (Jn 14,8-10). Esa es la gran lección de
Dios en la Pasión para cada uno de nosotros, que quisiéramos ver a Dios en
nuestras oscuridades, ver a Dios en nuestros sufrimientos.
Sería bueno unirnos a los sentimientos de grandes santo como
San Pablo que exclamó rebosante de fe: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo
lo estoy crucificado para el mundo. Estar circuncidado o no estarlo, no tiene
ninguna importancia: lo que importa es ser una nueva criatura. Que todos los
que practican esta norma tengan paz y misericordia, lo mismo que el Israel de
Dios. Que nadie me moleste en adelante:
yo llevo en mi cuerpo las huellas de Jesús crucificado. Hermanos, que la gracia
de nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes. Amén” (Gal 6,14-18).
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