DOMINGO II DE ADVIENTO – B (10 de Diciembre del 2017)
Proclamación del Santo Evangelio según San Marcos 1,1-8:
1:1 Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de
Dios.
1:2 Como está escrito en el libro del profeta Isaías: Mira,
yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino.
1:3 Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del
Señor, allanen sus senderos,
1:4 así se presentó Juan el Bautista en el desierto,
proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.
1:5 Toda la gente de Judea y todos los habitantes de
Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán,
confesando sus pecados.
1:6 Juan estaba vestido con una piel de camello y un
cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba,
diciendo:
1:7 Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo
ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus
sandalias.
1:8 Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los
bautizará con el Espíritu Santo". PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXIÓN
Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien en el Señor.
“La Ley y los Profetas llegan hasta Juan. Desde entonces se
proclama el Reino de Dios, y todos tienen que esforzarse para entrar en él” (Lc
16,16). Y para entrar o ser parte del Reino de Dios es indispensable el
bautismo. Jesús dijo a Nicodemo: "Te aseguro que el que no nace del agua y
del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es
carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. (Jn 3,5). Además, se nos dijo:
"Que todos los pueblos sean mis discípulos bautizándolos en el nombre del
padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
El Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al
Bautismo, elementos constitutivos de la misión (trabajo evangelizador de la Iglesia) y una misión efectiva suscita
la salvación tal como Jesús mismo nos indica al decir: "Id por todo el mundo
y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se
salvará y quien se resiste en creer será condenado" (Mc 16, 15-16). El
Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque
nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra
justificación (Rm 4, 25), a fin de que "vivamos también una vida nueva"
(Rm 6, 4). En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al
recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el
perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la
pecado original, sea de cualquier otra cometida u omitida por nuestra propia
voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas.
La eficacia del
Bautismo nos encamina a la santidad (Lv 11,45). Pero hay que tener en cuenta que no nos libra de las debilidades de nuestra naturaleza humana que
tenemos que afrontar después del bautismo. Nosotros tenemos
que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de incitarnos al mal"
(NC Nº 977-978). Al respecto San Pablo dice: “No entiendo lo que hago, porque
no hago lo que quiero sino lo que no quiero” (Gal 5, 17). “Sé que nada bueno
hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a
mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino
el pecado que reside en mí” (Rm 7,18-19).
El Señor delego a la Iglesia en sus ministros consagrados la
misión de administrar los sacramentos como el bautismo y la reconciliación al
decir: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del
infierno no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los
Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que
desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". (Mt 16,18-19). Por
medio del sacramento del bautismo la Penitencia, el bautizado configura con Jesús
y se reconcilia con Dios y con la Iglesia
Hoy, segundo domingo de adviento: “Juan el Bautista se
presentó en el desierto, proclamando el bautismo de conversión para el perdón de
los pecados” (Mc 1,4). Luego recalca: “Detrás de mí viene el que es más
poderoso que yo, ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias.
Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo"
(Mc 1,7-8). Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Este es
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando
dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que
yo” (Jn 1,29-30). “Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con
agua, él me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, este es el que bautiza
con el Espíritu Santo” (Jn 1:33). “Yo lo he visto y doy testimonio de que él es
el Hijo de Dios" (Jn 1,34).
Para comprensión mejor el evangelio de hoy, recordemos
aquella cita donde Jesús nos dice: “Salí del Padre y viene al mundo; ahora dejo
el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16,28). En la primera venida el Hijo de Dios
viene como cualquiera de nosotros: De las entrañas de una mujer: (Lc 1,26-38).
Este misterio de la encarnación del Hijo de Dios (Jn 1,14) celebraremos en la
navidad y para ello nos preparamos en este tiempo de adviento, tiempo de
espera. ¿Para qué vino el Hijo de Dios? Para invitarnos al reino de Dios, es la
misión del Hijo, por eso al inicio de su vida pública nos dice: “El tiempo se
ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca conviértanse y crean en el
Evangelio” (Mc 1,15). Pero, también más luego a la pregunta de los fariseos
¿Cuándo llegaría el Reino de Dios. Jesús respondió: El Reino de Dios no viene
ostensiblemente, y no se podrá decir: Está aquí o Está allí. Porque el Reino de
Dios está entre ustedes" (Lc 17,20-21). Además Jesús agrega: “Si yo
expulso a los demonios con el poder de Dios, quiere decir que el Reino de Dios
ha llegado a ustedes” (Lc 11,20). Jesús es el despliegue del Reino de Dios y
entrar o estar en el reino de Dios es estar Con Dios: “La Virgen concebirá y
dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que traducido
significa: "Dios con nosotros" (Mt 1,23).
A diferencia del domingo
anterior en el que hemos resaltado la actitud de espera a la segunda venida del Hijo en su estado glorioso
(Mc 13,33.35.37), que será para premiarnos (Mt
16,27). Hoy resaltamos su primera venida en su naturaleza humana (Jn
1,14), que será para invitarnos al Reino de Dios, para eso tenemos que
bautizarnos: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén
acudían a Juan Bautista, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán,
confesando sus pecados” (Mc 1,5). Pero el bautismo tiene elementos como
requisitos que cumplir, así por ejemplo se nos dice: Al ver que muchos fariseos
y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: "Raza de
víboras, ¿quién les enseñó a escapar de
la ira de Dios que se acerca? Produzcan
el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: Tenemos por
padre a Abraham. Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer
surgir hijos de Abraham” (Mt 3,7-9).
El año pasado tuvimos como hilo conductor en
nuestras reflexiones la cita: “Un hombre preguntó al Señor: ¿Qué obras
buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?” (Mt 19,16). Este año también
reiteramos esta inquietud: “Un hombre corrió hacia Jesús y, arrodillándose, le
preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida
eterna?" (Mc 10,17). Como es de ver, el tema recurrente es la salvación.
En el inicio del adviento y durante el año iremos preguntándonos ¿Qué he de
hacer o hemos de hacer para obtener la vida eterna? El domingo anterior se nos
ha dicho que: “Tengan cuidado y estén vigilantes, porque no saben cuándo
llegará el momento” (Mc 13,33). Hoy nos dice que para obtener nuestra salvación
debemos entrar o ser parte del Reino de Dios. ¿Cómo se es parte del reino de Dios?
Bautizándonos y para el bautismo hace
falta nuestra sincera conversión (Mt 3,7). Y este tiempo de adviento es tiempo
propicio para renovar nuestro bautismo mediante el sacramento de la reconciliación.
Hay que tener en cuenta sobre aquella cita: “Las necias
dijeron a las prudentes: ¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras
lámparas se apagan? Pero estas les respondieron: No va a alcanzar para todas.
Es mejor que vayan a comprarlo al mercado. Mientras tanto, llegó el esposo: las
que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: "Señor, señor, ábrenos, pero
él respondió: Les aseguro que no las conozco. Estén prevenidos, porque no saben
el día ni la hora” (Mt 25,8-13). Debemos estar bautizados todos, eso es
importante, pero luego debemos ejercer el don del bautismo en nuestra vida. Si
no somos creyentes comprometidos con
nuestra fe en la Iglesia, seremos como las mujeres necias que tenemos lámparas
pero las tenemos apagadas. Y si tenemos apagadas la luz de la fe, no podremos
entrar en el banquete de boda del cordero (cielo). Pero, ¿no basta ser bautizados?
El bautismo es importante, pero luego hay que practicar o ejercer la fe. Las
mujeres necias tienen lámparas pero no tiene aceite y no alumbra.
"Quien se bautice se salvara" (Mc 16,15). El primer efecto del
bautismo es la destrucción del pecado y el hombre arrancado del pecado y acompañado de sus obras de caridad tiene a su favor la salvación. Se ve claramente ya en el A.T. y en numerosos textos
bíblicos donde se afirma que los pecados son borrados, quitados, lavados,
purificados: “Yo soy, yo mismo soy el que borro tus iniquidades... y no me
acordaré de tus pecados” (Is 43,25); “Hagan, penitencia y conviértanse, para
que sean borrados sus pecados (He 3,19). La justificación misma que no es sólo
remisión de los pecados; sino que la
justificación arranca al hombre del pecado".
El segundo efecto del bautismo es la conversión
"pone" algo en el alma. La Sagrada Escritura lo afirma diciendo que se
trata de una renovación interior del hombre: “Les daré un corazón nuevo y
pondré en ustedes un espíritu nuevo. Arrancaré de su cuerpo el corazón de
piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré
que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes. Ustedes
habitarán en la tierra que yo he dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo
seré su Dios. Los salvaré de todas sus impurezas” (Ez 36,26-29).
En dos ocasiones emplea san Pablo la imagen del cambio de
vestidura para referirse a la conversión (transformación) que actúa el Espíritu
Santo en el hombre: “Han sido encaminados conforme a la verdad de Jesús a
despojarse, en cuanto a su vida anterior, del hombre viejo que se corrompe
siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de su mente, y a revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y
santidad de la verdad” (Ef 4,20-24; Col 3,9-10).
El Apóstol toma de la escatología judía este tema del hombre
viejo y el hombre nuevo para expresar la transformación que supone en el hombre
la nueva vida en Cristo. El «hombre nuevo» es como el prototipo de una nueva
humanidad recreada por Dios en Cristo (Ef 2,15). Constituye el centro de la
nueva creación (2 Co 5,17; Ga 6,15) que Cristo ha obtenido restaurando con su
sangre todas las cosas desordenadas por el pecado (Col 1,15-20). Si el hombre
viejo representa a la humanidad creada a imagen de Dios pero condenada después
por desobediencia a la esclavitud del pecado y de la muerte (Rm 5,12), el
hombre nuevo es el hombre recreado en Cristo, que ha recuperado la imagen de su
Creador (Col 3,10).
Tanto esta contraposición como la anterior describen dos
órdenes existenciales e históricos: «El hombre viejo o deteriorado por el
pecado es el que procede de Adán, creado por Dios del barro de la tierra, e
inclinado al barro tras el pecado. El hombre nuevo es el recreado por la acción
del Espíritu a imagen de Cristo. Un linaje viene por la carne y trae consigo
las limitaciones de la carne; está realmente sometido a la concupiscencia, al
dolor y a la muerte. El otro linaje viene por el Espíritu y trae consigo la
Fuerza del Espíritu. El orden de la carne o puramente animal es realmente
terreno y mortal; el del Espíritu lleva un principio real y eficaz de
resurrección». Nos encontramos ante dos linajes o dos modos de vida: el de la
carne y el del espíritu; el del hombre viejo y el hombre nuevo.
San Pablo dice: “Uds. aprendieron de Jesús que es preciso
renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va
corrompiendo dejándose arrastrar por los deseos engañosos, para renovarse en lo
más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, en la justicia y en la
verdadera santidad” (Ef 4,22-24). El tema del hombre viejo y hombre nuevo proviene
de la escatología judía; y el del hombre
exterior e interior es de origen griego. Esta segunda contraposición completa
la primera haciendo referencia más concretamente a la pugna que existe dentro
del mismo hombre que recibe al Espíritu. Ese combate entre el cuerpo pasible y
mortal y la parte racional del hombre, es una ley de experiencia que el mismo
Apóstol sufre (Rm 7,21-23).
Juan Bautista nos dice: “Detrás de mí viene el que es más
poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar
la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los
bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1,7-8). La actuación del Espíritu se
inicia en el interior del hombre y transforma por completo el ser del hombre.
El hombre interior se relaciona con lo íntimo del hombre transformado por el
Espíritu Santo: es el hombre nuevo en Cristo; en contraste con él aparece el
hombre exterior, lo que queda del hombre viejo caduco y mortal, con la
concupiscencia inclinada hacia las cosas de este mundo. Mientras el hombre
exterior se va desmoronando, el hombre interior se renueva día tras día (2 Co
4,16), anticipando la completa realización de la nueva humanidad en camino
hacia la santidad.
Si ya estamos convertidos, San Pablo nos exhorta: “Déjense
conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de
la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la
carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien
que quieren” (Gal 5,16-17). Quien vive guiado por el espíritu no da lugar a la apetencia
de la carne, y el que vive según la carne vive en: fornicación, impureza y
libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y
violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias,
ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza. Les vuelvo a
repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios” (Gal
5,19-21). Pero si vivimos guiados por e espíritu, entonces viviremos en: “Amor,
alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y
temperancia. Frente a estas cosas, la Ley está de más, porque los que
pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos
deseos” (Gal 5,22-24). Quienes vivimos en estos principios ya somos hombre
nuevos y hemos entrado a ser parte del Reino de Dios porque llevando la vida de santidad somos como san Pablo bien nos dice: “Vivo yo, pero no soy yo el que
vive, es Cristo quien vive en mi”
(Gal 2,20).
Para ser perseventes en la vida de santidad no olvidemos el consejo del Señor: “Estén despiertos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está fuerte, pero la carne es débil" (Mt 26,41). El tiempo adviento es tiempo de renovar nuestro compromiso, tiempo de oración, penitencia y reconciliación. Es tiempo de reabastecernos de aceite y tener encendida las lámparas, tiempo nuevo o tiempo de conversión.
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