DOMINGO DE PENTECOSTES – C (05 Junio de 2022)
Proclamación del santo evangelio según San Juan 20, 19-23:
20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la
semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos,
les dijo: "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su
costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con
ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
"Reciban el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los
perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan". PALABRA
DEL SEÑOR.
Estimados amigos en la fe Paz y Bien.
En el principio la tierra era caos y confusión y oscuridad
por encima del abismo, el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas”
(Gn 1,2). “Dios formó al hombre con polvo del suelo, y sopló en su nariz
aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). “El Espíritu es
el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu
y Vida” (Jn 6,63). Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes!
Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto,
sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,21-22). “Vivan
según el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la
carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne.
Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que
quieren” (Gal 5,16-17). Un cristiano sin Espíritu Santo es como un fuego que no
quema, que no calienta. Pero con el Espíritu Santo, ¡qué diferencia!
El don mayor de Cristo resucitado es el Espíritu Santo. Sus
primeras palabras a sus apóstoles, reunidos en el cenáculo fueron: “Recibid el
Espíritu Santo” (Jn 20,22). Era el cumplimiento de una promesa que les había
hecho en la Última Cena: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo
rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con
ustedes: el Espíritu de la Verdad” (Jn 14,15-17). El Espíritu Santo les dio un
poder espiritual: el de perdonar los pecados (Jn 20,23). Aquí vemos cómo el
Espíritu Santo les da la facultad de hacer lo que Cristo hacía durante su vida.
Es el Espíritu Santo quien les dará el poder de predicar y de santificar como
hacía Cristo. La misión de la Tercera Persona es secundar la obra de Cristo,
llevar a los hombres a transformarse en Cristo.
El Espíritu Santo es la fuente de la santidad de la Iglesia.
Porque se ha derramado el Espíritu, la Iglesia es santa, e incluso podríamos
decir que si hay santos es porque el Espíritu continúa obrando hoy como ayer.
“Los discípulos quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar
en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,4).
Como vemos, el viento en la Biblia, está asociado al
Espíritu Santo: se trata del “Ruah” o “soplo vital” de Dios (Gn 2,7). Ya el
profeta Ezequiel tambien había profetizado que como culmen de su obra Dios
infundiría en el corazón del hombre “un espíritu nuevo” (Ez 36,26), también
Joel 3,1-2; pues bien, con la muerte y resurrección de Jesús, y con
el don del Espíritu los nuevos tiempos han llegado, el Reino de Dios ha sido
definitivamente inaugurado.
No sólo Lucas nos lo cuenta, también según Juan, el mismo
Jesús, en la noche del día de Pascua, sopló su Espíritu sobre la comunidad
reunida (ver el evangelio de hoy: Juan 20,22: “Sopló sobre ellos”; también Juan
3,8). Pero lo que aquí llama la atención es el “ruido”, elemento que nos
reenvía a la poderosa manifestación de Dios en el Sinaí, cuando selló la
Alianza con el pueblo y le entregó el don de la Ley (Éx 19,18; ver también Heb
12,19-20). El “ruido” se convertirá en “voz” en el versículo 6. Éste
es producido por “una ráfaga de viento impetuoso”, lo cual nos aproxima a un
“soplo”.
El Espíritu Santo nos ayuda a asimilar la doctrina de
Cristo. La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo: “El Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les
recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26). Esta misión conjunta asocia desde
ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo:
el Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para
atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su
palabra y abre su mente para entender su muerte y resurrección. Con frecuencia
notamos que tenemos ideas claras sobre la doctrina católica. Si nos hicieran un
examen, probablemente sacaríamos una buena nota. Pero una cosa es saber algo y
otra es vivirla. Necesitamos una ayuda especial para poder ir formando nuestra
conciencia moral, y esta ayuda viene del Espíritu Santo.
En realidad, el verdadero artífice de una conciencia bien
formada es el Espíritu Santo (Jn 8,31): es Él quien, por un lado, señala la
voluntad de Dios como norma suprema de comportamiento, y por otro, derramando
en el alma las tres virtudes teologales y los dones, suscita en el corazón del
hombre la íntima aspiración a la voluntad divina hasta hacer de ella su
alimento. Con mucha frecuencia no vemos claramente el por qué la Iglesia nos
exige ciertos comportamientos morales. En estas ocasiones tenemos que echar
mano de una ayuda superior, la del Espíritu Santo. El puede doblar nuestro
juicio para hacerlo coincidir con el de Dios.
El Espíritu Santo nos da la fuerza necesaria para vivir
nuestros compromisos bautismales. La vida cristiana es una opción que debemos
renovar todos los días. Dios nos deja libres. En cualquier momento cabe la
posibilidad de echarnos atrás, de quedarnos indiferentes, de ser unos
cristianos “domesticados” como ciertos animales que sólo sirven para adornar el
hogar, pero que ya no son agresivos porque están domados. También la conciencia
se puede domesticar y recortar a una medida cómoda. Una conciencia para andar
por casa, es una conciencia mansa, que nos presenta los grandes principios
morales suavizados, que nos ahorra sobresaltos, remordimientos y angustias.
Ante las faltas, sabe encontrar justificantes y lenitivos: Estás muy cansado,
todos lo hacen, obraste con recta intención, lo hiciste por un fin bueno, es de
sentido común.
El Espíritu Santo no deja de venir a nosotros
constantemente. Experimentamos muchas venidas del Espíritu Santo durante
nuestra vida. Las más fuertes son cuando recibimos los sacramentos. Por medio
de cada sacramento el “artífice de nuestra santificación”, el Espíritu Santo,
va acabando su gran obra en nosotros, nuestra transformación en Cristo. Además
de estas venidas sacramentales del Espíritu Santo, hay otras que son menos
espectaculares, pero no por eso pierden importancia: su influencia sobre
nuestra conciencia moral. Para el alma en estado de gracia, la voz de la
conciencia viene a ser la voz del Espíritu Santo, que ante ella se hace
portador del querer del Padre celestial. Nuestra vida debería ser un constante
diálogo con el Espíritu Santo. Es imposible vivir la vida cristiana, cumplir
con el principio y fundamento... sin esta colaboración con el divino Huésped
del alma, el Espíritu Santo.
En el Credo Niceno rezamos: “Creo en el ESPÍRITU SANTO,
Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el
Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
Jesús dijo antes de su ascensión: “En adelante el espíritu
paráclito que mi padre enviara en mi nombre, el intérprete, les enseñará, y
recordará todo lo que yo les he enseñado y le guiará a la verdad plena” (Jn
14,26). Deseo destacar algunos rasgos que nos pueden ayudar a vivir
mejor este acontecimiento y a vivir mejor el misterio de la Iglesia desde el
sacramento del bautismo, tomados del Nuevo Catecismo de la Iglesia:
Jesús dijo a Nicodemo: "Te aseguro que el que no nace
del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la
carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3,5-6). El simbolismo
del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya
que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo
sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de
nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa
realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu
Santo. Pero "bautizados en un solo Espíritu", también "hemos
bebido de un solo Espíritu"(1 Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente
el Agua viva que brota de Cristo crucificado (Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su
manantial y que en nosotros brota en vida eterna. "El que beba de esta
agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más
volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial
que brotará hasta la Vida eterna” (Jn 4,13-14).
Jesús en el inicio de su vida pública dice: “El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a
llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y
la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor” (Lc 4,18-19). El simbolismo de la unción es también
significativo del Espíritu Santo, hasta el punto de que se ha convertido en
sinónimo suyo (1 Jn 2, 20. 27; 2 Co 1, 21).
En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la
Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente
"Crismación". Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario
volver a la Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo
(Mesías en hebreo) significa "Ungido" del Espíritu de Dios. En la
Antigua Alianza hubo "ungidos" del Señor (Ex 30, 22-32), de forma
eminente el rey David (1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de Dios de una
manera única: la humanidad que el Hijo asume está totalmente "ungida por
el Espíritu Santo". Jesús es constituido "Cristo" por el
Espíritu Santo (Lc 4, 18-19; Is 61, 1). La Virgen María concibe a Cristo del
Espíritu Santo, quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su
nacimiento (Lc 2,11) e impulsa a Simeón a ir al Templo a ver al Cristo del
Señor (Lc 2, 26-27); es de quien Cristo está lleno (Lc 4, 1) y cuyo poder emana
de Cristo en sus curaciones y en sus acciones salvíficas (Lc 6, 19; 8, 46). Es
él en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (Rm 1, 4; 8, 11). Por
tanto, constituido plenamente "Cristo" en su humanidad victoriosa de
la muerte (Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente el Espíritu Santo hasta
que "los santos" constituyan, en su unión con la humanidad del Hijo
de Dios, "ese Hombre perfecto que realiza la plenitud de Cristo" (Ef
4, 13).
La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos (Mc
6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (Mc 10, 16). En su Nombre, los Apóstoles
harán lo mismo (Mc 16, 18; Hch 5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la imposición
de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado (Hch 8, 17-19; 13, 3;
19, 6). En la carta a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el número
de los "artículos fundamentales" de su enseñanza (Hb 6, 2). Este
signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha
conservado en sus epíclesis sacramentales. El dedo. "Por el dedo de Dios
expulso yo los demonios" (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido escrita en
tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31, 18), la "carta de
Cristo" entregada a los Apóstoles "está escrita no con tinta, sino
con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de
carne del corazón" (2 Co 3, 3). El Espíritu Santo descendió sobre él en
forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: "Tú
eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección" (Lc
3,22).
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