DOMINGO XXXI – B ( 04 DE NOVIEMBRE DEL 2018)
Lectura del santo evangelio según san Marcos 12, 28-34
12:28 Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?"
12:29 Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel:
el Señor nuestro Dios es el único Señor;
12:30 y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y
con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
12:31 El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No
hay otro mandamiento más grande que estos".
12:32 El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes
razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
12:33 y que amarlo con todo el corazón, con toda la
inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale
más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
12:34 Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente,
le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a
hacerle más preguntas. PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados hermanos en el amor Paz y Bien.
A tres domingos para finalizar el ciclo litúrgico ciclo B en el que hemos leído el Evangelio de San Marcos. Nos hemos preguntado: ¿Qué tengo que hacer la para heredar la vida eterna? (Mc 10,17). Hemos ensayado diversas respuestas y todas las respuestas se resumen en el tema del amor: La vocación mayor del hombre es el ser llamado al amor.
“Santifíquense guardando mis leyes y poniéndolos en práctica mis mandamientos porque Yo soy Yahveh, el que los santifico” (Lv 20,7). Poniendo en práctica los mandamientos es como podemos santificarnos y ¿Para qué sirve la santificación nuestra? Pues yo soy Yahveh, el que los ha subido de la tierra de Egipto, para ser su Dios. Sean, pues, santos porque yo soy santo” (Lv 11,45). La santidad es requisito para nuestra salvación y tiene su estrategia específica: Vivir en el amor.
"¿Cuál es el primero de los mandamientos?" (Mc
12,28). Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro
Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y
con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos"
(Mc 12,29-31). No es que sea dos mandamientos. Es un mandamiento supremo que
tiene dos partes: Amor a Dios y al prójimo. Por eso Jesús dirá: Les doy un
mandamiento, que se amen los unos a los
otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros.
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se
tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).
No es que nos amemos como quisiéramos. La medida perfecta
del amor es el modo como Jesús nos amó. El dio su vida por nosotros, de igual modos
es como debemos amarnos unos a otros. Luego nos dice. “No hay amor más grande
que el que da la vida por sus amigos. Uds son mis amigos si cumplen o que yos
los enseño” (Jn 15,13-14). Amándonos unos a otros es como llegamos a amar en
verdad a Dios. Y si Dios es amor (I Jn 4,8), por eso se nos exhorta:
"Quien ama a Dios, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a
Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento
que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano “
(IJn 4,20-21).
El amor da incluso el significado definitivo a la vida
humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la
nobleza de su alma. San Pablo dirá que es “el vínculo de la perfección” (Col 3,
14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque —el verdadero amor— lleva
en sí la dimensión de la eternidad. Es inmortal: “La caridad no pasa jamás”,
leemos en la Carta primera a los Corintios (1 Cor 13, 8). El hombre muere por
lo que se refiere al cuerpo, porque éste es el destino de cada uno sobre la
tierra, pero esta muerte no daña al amor que ha madurado en su vida.
Ciertamente permanece, sobre todo para dar testimonio del hombre ante Dios, que
es amor. Designa el puesto del hombre en el Reino de Dios; en el orden de la
comunión de los santos. El Señor Jesús dice en el Evangelio de hoy a su
interlocutor, viendo que comprende el primado del amor entre los mandamientos:
“No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12, 34).
Son dos los mandamientos del amor, como afirma expresamente
el Maestro en su respuesta, pero el amor es uno solo. Uno e idéntico, abraza a
Dios y al prójimo. A Dios: sobre todas las cosas, porque está sobre todo. Al
prójimo: con la medida del hombre y, por lo tanto, “como a sí mismo”.
Estos “dos amores” están tan estrechamente unidos entre sí,
que el uno no puede existir sin el otro. Lo dice San Juan en otro lugar: “El
que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no
ve” (1 Jn 4, 20). Por lo tanto, no se puede separar un amor del otro. El
verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a
la vez, amor a Dios. Esto puede sorprender a alguno. Ciertamente sorprende.
Cuando el Señor Jesús presenta a sus oyentes la visión del juicio final,
referida en el Evangelio de San Mateo, dice: “Tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba
desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a
verme” (Mt 25, 35-36).
Entonces los que escuchan estas palabras se sorprenden,
porque oímos que preguntan: “Señor, ¿cuándo te hemos hecho todo esto?”. Y la
respuesta es: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno solo de
mis hermanos más pequeños —esto es, a vuestro prójimo, a uno de los hombres—, a
mí me lo hicisteis” (cf. Mt 25, 37. 40).
Esta verdad es muy importante para toda nuestra vida y para
nuestro comportamiento. Es particularmente importante para quienes tratan de
amar a los hombres, pero “no saben si aman a Dios”, o, desde luego, declaran no
“saber” amarlo. Es fácil explicar esta dificultad, cuando se considera toda la
naturaleza del hombre, toda su sicología. De algún modo al hombre le resulta
más fácil amar lo que ve, que lo que no ve (cf. 1 Jn 4, 20).
Sin embargo, el hombre está llamado —y está llamado con gran
firmeza, lo atestiguan las palabras del Señor Jesús— a amar a Dios, al amor que
está sobre todas las cosas. Si hacemos una reflexión sobre este mandamiento,
sobre el significado de las palabras escritas ya en el Antiguo Testamento y
repetidas con tanta determinación por Cristo, debemos reconocer que nos dicen
mucho del hombre mismo. Descubren la más profunda y, a la vez, definitiva
perspectiva de su ser, de su humanidad. Si Cristo asigna al hombre como un
deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto
quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que
el corazón humano es creado “a medida de este amor”. ¿No es acaso ésta la
primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de
Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta
que descansa en Dios?
Así, pues, el mandamiento del amor de Dios sobre todas las
cosas descubre una escala de las posibilidades interiores del hombre. Esta no
es una escala abstracta. Ha sido reafirmada y encuentra constantemente
confirmación por parte de todos los hombres que toman en serio su fe, el hecho
de ser cristianos. Sin embargo, no faltan los hombres que han confirmado
heroicamente esta escala de las posibilidades interiores del hombre.
En nuestra época nos encontramos con una crítica,
frecuentemente radical. de la religión, con una crítica de la cristiandad. Y
entonces también este “mandamiento más grande” resulta víctima del análisis
destructivo. Si se libra de esta crítica e incluso generalmente se aprueba el
amor al hombre, se rechaza, en cambio, por varios motivos, el amor de Dios. Con
frecuencia esto se hace simplemente como expresión atea de la visión del mundo.
En el contacto con esta crítica que se presenta de diversas
formas, ya sea sistemáticamente, ya de manera circulante, es necesario ponderar
al menos sus consecuencias en el hombre mismo. Efectivamente, si Cristo,
mediante su mandamiento más grande, ha descubierto la escala plena de las
posibilidades interiores del hombre, entonces debemos responder dentro de
nosotros mismos a la pregunta: rechazando este mandamiento ¿acaso no
empequeñecemos al hombre?
Lo que quiero desear… se expresa sobre todo en el ferviente
anhelo de que el gran mandamiento del Evangelio sea el principio de la vida de
cada uno de vosotros y de toda vuestra comunidad. Sin embargo, precisamente
este mandamiento confiere el verdadero significado a vuestra vida. Vale la pena
vivir y fatigarse cada día en su nombre. A su luz incluso el destino más
gravoso: el sufrimiento, la invalidez, la misma muerte adquieren un valor. Cómo
nos hablan de esto de manera espléndida las palabras del Salmo en la liturgia
de hoy: “Yo te amo. Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, m
libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío…” (Sal 17). Deseo, pues, que en
cada uno de vosotros y en todos se realicen las palabras de Cristo: “Sí alguno
me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y en él
haremos morada (Jn 14, 23).