DOMINGO XXXIV – C (24 de Noviembre del 2013)
Lectura del Evangelio de San Lucas 23,35-43
En aquel tiempo, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus
jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es
el Mesías de Dios, el Elegido!». También los soldados se burlaban de él y, acercándose
para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti
mismo!».
Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de
los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba,
diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?
Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha
hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer
tu Reino». El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el
Paraíso». PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados hermanos en el Señor, Paz y Bien.
Finalmente llegamos al último domingo de este tiempo litúrgico
ciclo C con la solemnidad de Jesucristo rey del Universo y curiosamente es título
Rey, Dios arranca de los labios de los mismos verdugos del Hijo. Estas cosas
solo puede hacer Dios, saber sacar una revelación de verdad “aun en son de
burla para los hombres”, pero Dios sabe sacar una revelación de tales verdades
hasta de una piedra: “También los soldados se burlaban de él y, acercándose
para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti
mismo!» (Lc 23,36-37).
Lucas lo ha expresado admirablemente en el texto evangélico
que hemos leído, dibujando un escenario perfecto de entronización, en el que no
falta detalle. El pueblo contempla la escena desde una cierta distancia; cerca
del trono en el que se sienta el rey están, rodeándole, las autoridades civiles
y militares, que son las únicas que pueden dirigirse a él directamente; aunque
entre ellos destacan los consejeros más próximos que le hablan de tú a tú, sin
intermediarios ni protocolo. Este escenario formal, dibujado por Lucas con toda
intención, se llena de un contenido que poco o nada tiene que ver con alegato
alguno a favor de la monarquía o de cualquier otro sistema político. Aquí la
analogía usada funciona por contraste, pues se trata de algo completamente
distinto. El pueblo que contempla de lejos no aclama, sino que primero ha
exigido la ejecución de Jesús (cf. Lc 23, 18), aunque, como indica el mismo
Lucas, después se duele de lo que ha visto (“se volvieron golpeándose el
pecho”).
Las “autoridades civiles y militares”, son los altos
magistrados judíos y los soldados romanos, que insultan a Jesús, tentándole,
igual que el diablo en el desierto (“si eres hijo de Dios…”), para que use el
poder en beneficio propio. Los consejeros más próximos son criminales, uno de
los cuales también apostrofa al Rey escarneciéndolo. El rey del que hablamos
tiene por trono la cruz, instrumento de tortura y ejecución para los criminales
y los esclavos. Incluso el letrero en escritura griega, latina y hebrea,
anunciando “éste es el rey de los judíos”, no deja de estar cargado de ironía,
que denigra no sólo al supuesto rey en su extraño trono, sino también (ahí los
romanos no perdieron la oportunidad) al pueblo que tiene un rey así. La Iglesia
y la liturgia, al decirnos que Jesús es Rey y que ha vencido, nos presentan una
imagen de esta realeza y su victoria que no puede dar lugar a equívocos o
asimilaciones.
Si ser proclamado rey significa ser enaltecido y elevado, es
claro que la “elevación” de Jesús es de un género completamente distinto. En el
evangelio de Juan se habla de “elevación” y “glorificación” para referirse a la
cruz. En Lucas no se habla, pero se “ve” lo mismo. Si la exaltación significa
ponerse por encima de los demás, en Jesús significa, al contrario, abajarse,
humillarse, tomar la condición de esclavo (cf Flp 2, 7-8). Aquí entendemos
plenamente las palabras de los israelitas a David cuando le proponen que sea su
rey: “somos de tu carne”. Jesús no es un rey que se pone por encima, sino que
se hace igual, asume nuestra misma carne y sangre, nuestra fragilidad y
vulnerabilidad. Por eso mismo, lejos de imponerse y someter a los demás con
fuerza y poder, él mismo se somete, se ofrece, se entrega. Y ahora podemos
comprender un nuevo rasgo original y exclusivo de la realeza de Cristo: pese a
ser el único rey por derecho propio, es, al mismo tiempo, el más democrático,
porque Jesús es rey sólo para aquellos que lo quieren aceptar como tal.
De nuevo en la primera lectura comprendemos que el sentido
pleno de la elección libre del rey David por parte de los israelitas se da sólo
en Cristo. De hecho, a lo largo de la pasión de este extraño rey, tal como la
narra Lucas, van apareciendo personajes que lo eligen y aceptan pese a su
terrible destino o precisamente por él: de entre el pueblo, las mujeres que se
dolían y lamentaban por él (cf. Lc 23,
26) y otras que con sus conocidos se mantienen cerca de la Cruz (cf. 23,
49); de entre las “autoridades civiles y militares”, José de Arimatea, que
reclama el cadáver, y el centurión romano que confiesa la justicia de Jesús y
glorifica a Dios (cf. 34, 47. 50-53). Por fin, también uno de los “consejeros
más próximos”, el buen ladrón, que expone su causa al tiempo que reconoce el
Reino que los ojos simplemente humanos son incapaces de ver (cf. Lc 23, 40-43).
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