II DOMINGO DE PASCUA – B (08 de abril del 2018)
Proclamación del santo Evangelio según San Juan 20,19-31:
20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la
semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos,
les dijo: "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su
costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con
ustedes! Como el Padre me envió a mí,
yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban
el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los
perdonen, y serán retenidos
a los que ustedes se los retengan".
20:24 Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no
estaba con ellos cuando llegó Jesús.
20:25 Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al
Señor!" Él les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus
manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado,
no lo creeré".
20:26 Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos
reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando
cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté
con ustedes!"
20:27 Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí
están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas
incrédulo, sino hombre de fe".
20:28 Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío!"
20:29 Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto.
¡Felices los que creen sin haber visto!".
20:30 Jesús realizó además muchos otros signos en presencia
de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro.
20:31 Estos han sido escritos para que ustedes crean que
Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre. PALABRA
DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor Resucitado Paz y Bien.
Cuando Jesús había dicho: “El que escucha mi palabra y cree
en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino
que ya ha pasado de la muerte a la Vida” (Jn 5,24). Y cuando dijo a Marta: "Yo
soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?" (Jn 11,25-26).
Cumple con lo que la ley de Moisés dice: “Si un profeta se atreve a pronunciar
en mi Nombre una palabra que yo no le he ordenado decir, o si habla en nombre
de otros dioses, ese profeta morirá. Y ¿Cómo saber que la palabra que dijo el
profeta viene de Dios? Si lo que el profeta dice en nombre del Señor no se
cumple, quiere decir que el Señor no ha dicho esa palabra” (Dt 18,20-22). Pero
si se cumple lo que el profeta dice, esa palabra viene de Dios y el profeta
viene de Dios. Jesús cumple lo que dijo: “El hijo del hombre resucitara al tercer
día” (Mt 16,21).
La resurrección del Señor es la reafirmación de todo cuanto
dijo: “Cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho
esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado” (Jn
2,22).
En esta semana hemos revivido una serie de encuentros con el
Verbo de Dios hecho carne (Jn 1,14), el hombre perfecto resucitado de entre los
muertos, quien es el centro de la alegría de cada corazón y la plenitud de sus
aspiraciones, como nos enseña el Concilio Vaticano II (GS 45). Para culminar
esta serie de encuentros con el resucitado (Jn 20,16-18). Tomemos contacto
inmediatamente con las tres partes del evangelio para que captemos su enfoque:
• 1° Jn 20,19-23, Jesús resucitado se le aparece por primera
vez a la comunidad reunida en el cenáculo y les hace vivir la experiencia
pascual. Esta primera parte responde a la pregunta: ¿Qué dones trae para mí el
Resucitado?
• 2° Jn 20,24-29, Jesús resucitado se aparece a la comunidad
“ocho días después”, esta vez estando presente Tomás, quien pone en duda la veracidad
de la resurrección de Jesús. El mismo Jesús lo conduce a la fe pascual. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo pueden
llegar a creer en Jesús las personas que no han visto directamente a Jesús
resucitado como lo vieron los apóstoles?
• 3° Jn 30-31. En estos dos versículos el cuarto evangelio
se presenta todo él como un camino de fe pascual. Al condensar en sus pasos
fundamentales el camino vivido y proyectarlo como modelo hacia el futuro, se
plantea la pregunta: ¿Qué pretende suscitar la proclamación del Evangelio, en
cuanto anuncio de los signos del Resucitado para las personas y comunidades de
todos los tiempos?
1. Primera parte:
Primer encuentro con la comunidad reunida (Jn 20,19-23)
Ese mismo día, el primero de la semana por la mañana, María
Magdalena les había comunicado: “He visto al Señor” (Jn 20,18). Ahora, al atardecer (Jn 20,19), es el mismo
Jesús quien viene donde los discípulos y se deja ver por los once. Jesús los
encuentra con la puerta cerrada. Todavía están en el sepulcro del miedo y no
están participando de su nueva vida (Jn 20,19). Notemos lo que va sucediendo en
la medida en que Jesús se manifiesta en medio de la comunidad:
Primer momento: los discípulos experimentan la presencia del
Señor (Jn 20,19-21):
1) Jesús se pone en medio: “Se presentó en medio de ellos”
(Jn 20,19). Lo primero que hace Jesús es mostrarles que lo tienen a él, vivo,
en medio de ellos, y su presencia los llena de paz y alegría. En un mundo que
les infunde miedo, ellos tienen en medio al vencedor del mundo. Recordemos que
la última palabra de su enseñanza cuando se despidió de ellos fue: “Les he
dicho estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación,
pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
2) Jesús les da la paz: “Y les dijo: La paz con ustedes” (Jn
20,19). El don primero y fundamental del Resucitado es la paz. Tres veces en
este pasaje del evangelio se repite el saludo: “Paz este con Uds.” (Jn
20,19.21.26) Jesús les había prometido esa paz que el mundo no puede dar (Jn
14,27). A. hora, en el tiempo pascual,
cumple su palabra porque está en el Padre y porque ha vencido al mundo (Jn
16,33). Esta victoria de Jesús es el fundamento de la paz que él ofrece. Y, si
bien Jesús no pretende eximir a sus discípulos de las aflicciones del mundo (Jn
16,33), ciertamente su intención es darles seguridad, serenidad y confianza en
medio de ellas.
3) Jesús les muestra las llagas de sus manos: “Dicho esto,
les mostró las manos...” (Jn 20,20). El Resucitado no sólo habla de paz, sino
que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento sólido a su
palabra. Para ello les muestra sus llagas.
Los discípulos aprenden entonces que el que está vivo delante de ellos
es el mismo Jesús que murió en la Cruz: el Resucitado es el Crucificado (Jn 12,24).
Mostrar las llagas tiene doble connotación en la comunidad: a) es una expresión
de su victoria sobre la muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. b) Es
un signo de su inmenso amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida
por los amigos (Jn 15,13); y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado,
hasta dónde llega mi amor por ti” (I Jn 4,8). El Resucitado estará siempre
lleno de esta victoria y de este amor que se nos revela tras la Cruz. En otras palabras, en el Resucitado permanece
para siempre el increíble amor del Crucificado (Jn 14,18).
4) Jesús les muestra la herida del pecho: “...y el costado”
(Jn 20,20). Jesús le muestra las llagas de los clavos y también su pecho
traspasado por la lanza. De esa herida
había fluido sangre y agua cuando estuvo en la Cruz. Por lo tanto el gesto nos
remite a lo que observó el Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz:
“Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió
sangre y agua” (Jn 19,33). La herida del costado de Jesús permanece para
siempre en el cuerpo del Resucitado como una prueba de que él es la fuente de
la verdad y vida (Jn 7,38-39), esa vida nos hace nacer de nuevo en el Espíritu
Santo en los sacramentos (Jn 3,5).
5) Los discípulos, finalmente, reaccionan con una inmensa
alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20,20). La alegría
pascual había sido una promesa de Jesús antes de su muerte: “Estarán tristes,
pero su tristeza se convertirá en gozo... Uds. están tristes ahora, pero volveré
a verlos y se alegrará su corazón y su alegría nadie les podrá quitar” (Jn
16,20.22). Así, pues, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se
convierte en realidad. Jesús resucitado
es el fundamento indestructible de la paz y la fuente inagotable de la alegría.
En fin, el Resucitado viene y se deja ver. Contemplar al Resucitado es
experimentar el amor sin límite ni medida del Crucificado, participar de su
victoria sobre la muerte y recibir plenamente el don de su vida. Entre más comprendan esto los discípulos,
mucho más se llenarán de paz y de alegría.
Jesús Resucitado es el fundamento de la paz y la fuente de la alegría.
Segundo momento: Jesús envía al mundo a la comunidad
compartiéndole su misión, su vida y su autoridad (Jn 20,22-23): La experiencia
de vida del Resucitado que lleva a la comunidad a hacer propia la victoria de
Jesús sobre la Cruz, tiene enseguida consecuencias: ella es enviada con la
misma misión, vida y autoridad de Jesús resucitado. De esta manera Jesús les
abre las puertas a los discípulos encerrados por el miedo y los lanza al mundo
con una nueva identidad y como portadores de sus dones (Aquí nace el Kerigma
apostólico). Veamos:
1) Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: “Como el
Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21): Jesús les transmite la paz a
sus discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les confía.
Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino de Cruz,
por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de Jesús.
Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo les envío”), así
como el Padre lo envió a Él (Jn 17,18).
En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado (Jn 1,14) y una
forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el
mundo. Como se ve enseguida, el Espíritu
Santo es también el principio creador de la misión.
2) Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: “Dicho
esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Para
que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos del Espíritu
Santo (Mt 22,12). Cuando Jesús sopla el
Espíritu Santo sobre ellos los hace “hombres nuevos” (Jn 3,8). El mismo Jesús de cuyo costado herido por la
lanza brotó el agua que es símbolo del Espíritu Santo (Jn 7,39), él mismo –como
en el día de la creación (Gn 2,7)-
infunde en los discípulos el “Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios
(Jn 20,22).
Los discípulos resucitan y pasan propiamente a ser apóstoles de
Jesús. El resucitado les da una vida nueva que no pasará nunca, su misma vida
de resucitado, esa vida que tiene en común con el Padre (Jn 17,21). Ahora el
temor se acabó y los apóstoles proclaman abiertamente la verdad (Jn 8,31-32):
“A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su
intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que
había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo
hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo
resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que
ella tuviera dominio sobre él” (Hc 2,22-24).
3) Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús: “A
quienes perdonen los pecados les quedan perdonados...” (Jn 20,23). El
Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para perdonar
pecados. El perdón de los pecados es
acción del Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. Es así como
en la Pascua se realizan plenamente las palabras que Juan Bautista dijo acerca
de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn
1,29). Quien acoge a Jesús resucitado,
experimenta su salvación, sus pecados son perdonados y entra en la comunión con
Dios (Jn 5,24).
Los discípulos pueden ser rechazados en la misión. En
realidad, el rechazo del evangelizador no es un rechazo de él sino de Jesús que
fue quien lo envió (Jn 20,21). Y el rechazo de Jesús es el rechazo de su obra
pascual (Lc 10,16), el negarse una vida en paz y alegría, porque el pecado es
conflicto interno y tristeza continua.
Por eso, cuando hay “obstinación” ante el mensaje pascual de los
discípulos, ellos pueden “retener los pecados”, que en realidad es “retener el
perdón”. La comunidad de los seguidores de Jesús queda consagrada para la
misión. Por eso la Iglesia es por su naturaleza propia: misionera (Mc 16,15).
2. Segunda parte: el drama del nacimiento de la fe en el
corazón del incrédulo Tomás (Jn 20,24-29). El apóstol Tomás, ausente en el
primer encuentro con el Resucitado, rechaza el testimonio de los otros
discípulos (“Hemos visto al Señor”, Jn 20,24), no confía en ellos, porque los
considera víctimas de una alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús
personalmente para constatar que se trata del mismo Jesús que conoció
terrenalmente, con las cicatrices de los clavos y la herida de lanza (Jn
20,24-25). Y el Señor acepta el desafío de Tomás. Jesús no rechaza su solicitud
sino que, contrariamente a lo que se podría esperar, le concede lo pedido. Pero si bien mediante el contacto con sus
llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la
verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto, es
decir, la fe que no depende de las condiciones puestas por este apóstol.
Por propia iniciativa se va hasta donde está Tomás, Jesús le
muestra las marcas de su muerte y de su amor “ … no seas incrédulo sino
creyente”(Jn 20,27), es decir, le hace sentir que lo ama y que al dar la vida
por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las llagas responde
plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la última cena:
esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios que lo ama y
lo Salva, y la fuente de la vida nueva.
Tomas reacciona con una altísima confesión de fe, como
ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). Tomás se demoró más que todos los demás para
llegar a la fe, pero cuando llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Señor
mío”, Tomás está reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es
verdadero Dios, ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre
de “Yahveh”. Por tanto Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección
Él ha entrado en la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el
Padre antes de la creación del mundo (Jn 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se
somete a su voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa.
Esta relación con Jesús, basada en su Señorío, tiene validez
porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi Dios!”. Tomás reconoce a Jesús como el mismo Dios en
persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para salvarlo
dándole vida en abundancia. Para Tomás,
todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra. En el
corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama de una fe
profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar de entre
los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y convincente que Él es el
Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte.
3. El evangelio como signo permanente que invita a la fe
pascual (Jn 20,30-31). La voz pasa de Jesús a la del evangelista Juan quien
dialoga directamente con nosotros. Si leemos estos versículos en conexión con
Jn 20,29, notaremos enseguida la continuidad. Jesús pronunció la
bienaventuranza del “creer”, pero no dejó claro con base en qué se daría este
“creer”. Ahora Juan nos dice que el
“creer” está basado en el “testimonio pascual”, y dicho testimonio llega a
nosotros por medio del evangelio escrito y por la predicación de la Iglesia que
le da viva voz y la actualiza. Los signos “escritos” (Jn 20,30-31) hacen
referencia al itinerario de la fe propio del evangelio de Juan: sus siete
signos reveladores transversales, las tres pascuas de Jesús y sobre todo el
relato de la Pasión-gloriosa del Maestro. Por esta razón termina diciendo que
redactó su evangelio precisamente con este fin: que los lectores de su libro
crean que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios (Jn 20,30-31). La fe en el mesianismo divino de Jesús se
alimenta de la meditación de los signos realizados por el Señor, entre los
cuales el más estrepitoso consiste en su resurrección de entre los muertos al
tercer día (Jn 2,18), precisamente allí donde nos comunicó su misma vida.
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