martes, 23 de enero de 2024

IV DOMINGO T.O. CICLO - B (28 de Enero del 2024)

 IV DOMINGO T.O. CICLO - B (28 de Enero del 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 1,21-28:

1:21 Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar.

1:22 Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

1:23 Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar:

1:24 "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".

1:25 Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".

1:26 El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.

1:27 Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!"

1:28 Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea. PALABRA DEL SEÑOR.

 REFLEXIÓN:

 Queridos(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

Dice Dios: “Sean, santos porque yo soy santo” (Lv 11,45). Los serafines se gritaban el uno al otro: “Santo, santo, santo, es Yahveh: llena está toda la tierra de su gloria.”(Is 6,3).  El Ángel dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer de ti será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). ¿Cómo hacernos santos y para qué sirve la santidad? La santidad es requisito indispensable para ser partícipe de la salvación que Dios nos ofrece por su Hijo. ¿Quién es el santo? Jesús dice: “Felices los que tienen corazón puro y limpio, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Los que no tienen pecado alguno son puros y por tanto son santos. ¿Cómo santificarnos? Dios dice: “Santifíquense observando mis leyes poniendo en práctica mis mandamientos” (Lv 20,7). ¿Cuáles son los mandamientos de la santificación? Son los diez mandamientos (Ex 20,3-17). “El Pecado es la desobediencia de los mandamientos de Dios” (I Jn 3,4). Y atentan contra la vida de santidad mandada por Dios.

Jesús posee el poder del reino de Dios cuando dice: “Si yo echo los demonios con el poder de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llega en favor de Uds.” ( Lc 11,20). El Hijo de Dios lleva consigo no solo el anuncio de una liberación futura, sino que impulsa al evangelizador a realizar, desde el principio, obras liberadoras a favor del hombre: “Miren que les di poder de pisotear y echar escorpiones y vencer a todo poder del enemigo” (Lc 10,19).  El Hijo de Dios venía a liberar al hombre del pecado; pero también el mal físico, la enfermedad, pertenece a la esfera del pecado, o sea de las cosas no queridas por Dios. Dios quiere el bienestar total del hombre. ¿Cómo podría, pues, un evangelizador contentarse con el solo anuncio del reino de Dios, sin "realizar" obras de liberación del hombre? En todo caso, el contenido "religioso" de todo esto no es la existencia de los demonios, sino la necesidad de luchar, en nombre del Evangelio, contra todo aquello que oprime, que "posee" al hombre. Jesús, aun a pesar de su condición divina, no dejaba de ser un hombre normal; y, como tal, no estaba en posesión de toda la ciencia humana. Y así no habría que exigirle que superara la "interpretación cultural" que su generación daba al hecho de que el hombre está "poseído" por algo que le oprime. Lo que realmente formaba parte intrínseca del mensaje evangélico era la urgencia de luchar contra todo tipo de "posesión" del hombre, fuere cual fuere la interpretación cultural que de este hecho vaya dando cada generación.

El diablo exclama en la presencia de Jesús y dice: “Yo sé quién eres: el Santo de Dios" (Mc 1,24). Esta profesión de fe de satanás es de puro engaño y mentira. Pero Jesús no se deja impresionar por su exclamación y por eso increpo al espíritu rebelde al decir: “Cállate, y sal de este hombre” (Mc 1, 25) y curiosamente el diablo obedeció a Jesús y salió del hombre. San Pablo dice: “No se  junten los que no tienen fe. Pues ¿qué relación habría entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión habría entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía habría entre Cristo y Satanás?” (II Cor 6,14). San Juan Dice: “Hijos míos, que nadie los engañe. Quien obra la justicia es justo, como Dios es justo. Quien comete pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. Pero, el Hijo de Dios ha venido para deshacer las obras del Diablo” (I Jn 3,7-8).

“Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1,22). ¿Por qué la primera reacción de la gente de Cafarnaún hacia Jesús haya sido el reconocimiento de su autoridad? Porque era gente cansada de recibir enseñanzas que eran puras imposiciones, puras prohibiciones y repeticiones siempre de lo mismo. Como Jesús dirá en otra ocasión respecto a los falsos maestros: enseñan pero no viven, dicen pero no hacen lo que dicen (Mt 23,3).

“Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!” (Mc 1,27) es complemento a  (Mc 1,22) y tenemos tres afirmaciones del pueblo. “Se quedaron atónitos de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.”  Luego una segunda: “Este modo de enseñar con autoridad es nuevo.” Y la tercera: “Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.” Y nos sugiere dos ideas: el tema de la autoridad autentica y el tema de la autoridad falsa.

Autoridad autentica o verdadera: El Evangelio de hoy nos sitúa ante las primeras impresiones que la gente tiene acerca de Jesús. Y resulta curioso que la primera reacción haya sido de reconocer la superioridad de la enseñanza de Jesús por encima de los escribas, los especialistas de la ley (Mc 1,22). Lo primero que reconocen en Él es “la autoridad con la que enseña”. “Este modo de enseñar es nuevo”, aquí hay algo distinto a lo que los escribas dicen que no hacen sino hablar comentando la ley de Moisés y los Profetas (Mt 23,3). Pero aquí hay algo más, hay una novedad, Jesús no es un comentarista. Jesús habla de lo que sabe, de lo que Dios le inspira y de lo que el Espíritu Santo despierta en su corazón: “El que me envió está en la verdad, y lo que aprendí de él es lo que enseño al mundo” (Jn 8,26). Entonces, aquí radica la diferencia: La enseñanza de los letrados esclaviza. La enseñanza de Jesús es liberadora, es una invitación al amor y a la libertad y el respeto a la persona. Que bien se puede resumir en un nuevo mandato: “Que se amen unos a otros como les he amado” (Jn 13,34).

Un Evangelio de suma actualidad, precisamente hoy es que la autoridad ha perdido fuerza y sentido porque hoy ya no creemos tanto en la autoridad que nace del puesto que uno ocupa o del poder que tiene, sino que creemos en la autoridad de la persona misma, de la verdad y autenticidad de la persona y en la medida en que esta autoridad es una llamada al respeto de los demás, a la libertad de los demás y a la promoción y desarrollo de los demás. Es decir, hoy creemos a la autoridad no del que manda sino del que pone su vida en actitud de servicio a los demás y así nos enseñó el Señor cuando dijo: “Entre ustedes no debe suceder así Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo:  como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Mt 20,26-28). De esta actitud de servicio es como nace la autoridad autentica.

Para entrar en el segundo tema: Una autoridad capaz de sacar de nuestros corazones esos malos espíritus que nos esclavizan: “Si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes (Lc 11,20). La autoridad que brota de la dignidad misma de la persona que manda. Más que mandar, la verdadera autoridad sirve a los demás. Más que sentirse superior, la verdadera autoridad es la que siente superiores a los demás. Una verdadera autoridad no se impone por el miedo, sino por el amor. Hoy tenemos más miedo a la autoridad que un verdadero amor y cariño. Por eso pienso que el Evangelio de hoy es una llamada de atención para todos, para los que enseñan y mandan y para los que escuchan y obedecen.

El Evangelio que acabamos de oír, también nos relata la expulsión de un demonio por Jesús: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios". Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre" (Mc 1,24-25). Fíjese que el demonio reconoce a Jesús como el Santo de Dios. Nos recuerda lo de (Lc 1,35). Luego viene: “El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre” (Mc 1,26). Es decir obedeció a Jesús.                 

Tal vez, este hecho nos suena a nosotros un poco raro porque el demonio resulta obediente pero ¿esa obediencia será autentica? Pero también el estar poseído por un demonio nos parece algo exclusivo de los tiempos pasados. Sin embargo sucede también en nuestros días, aunque sea poco frecuente. Pero el problema de fondo para el hombre de hoy es la pregunta, si el demonio como persona existe o no. Resulta que el hombre moderno e incluso el cristiano moderno apenas creen en el demonio. Éste ha conseguido realizar en nuestros días, su mejor maniobra, es decir hacer que se dude de su existencia.

En el primer libro se nos narra: “La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer: ¿Cómo es que Dios les ha dicho: No coman de ninguno de los árboles del jardín? Respondió la mujer a la serpiente: Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No coman de él, ni lo toquen, so pena de muerte. Replicó la serpiente a la mujer: De ninguna manera morirán. Es que Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal." Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido y comió” (Gn 3,1-6).

Dios ya había creado un mundo de espíritus puros: los ángeles. Ellos se dividieron en dos bandos: unos fieles a Dios (Lc 1,26-28) y otros rebeldes en contra de Él como ya se nos narra en Génesis. Éstos fueron arrojados al infierno y buscan, desde entonces, contrarrestar el poder y dominio de Dios. Y porque no les es dado enfrentarse directamente con Dios, lo hacen indirectamente. Tratan de arrebatarle su creatura preferida de la tierra: el hombre. Así cada uno de nosotros es un campo de lucha en el que se enfrentan el bien y el mal, las fuerzas divinas y las fuerzas diabólicas. ¿Quién negaría tal realidad? Nadie de nosotros va a ser tan ingenuo de creerse fuera de esa lucha permanente. Cada uno de nosotros experimenta esta tensión, este conflicto en su propio cuerpo y en su propia alma. Nos damos cuenta de que un ser fuerte obra en nosotros y nos quiere imponer su voluntad, y que necesitamos a otro más fuerte para liberarnos.

Fuimos liberados ya el día de nuestro bautismo. Pero el demonio volvió a nosotros y lo dejamos entrar de nuevo, por medio de nuestros pecados. La gran obra del diablo es el pecado. Él es el “padre del pecado” (I Jn 3,8). La realidad del mal - que lleva a los hombres a matar, robar y engañar; que hace triunfar al injusto y sufrir al justo; que vuelve egoístas a los que tienen ya demasiado y lleva a la desesperación a los marginados - todo esto y mucho más es su obra, bien presente y actual en nuestro mundo. Realmente, el hombre no vive solo su destino. Es incapaz de ser absolutamente independiente. O se entrega a Dios o es encadenado por el demonio.

Tanto en el bien como en el mal, no somos nosotros los que vivimos: es Cristo o Satanás el que vive y triunfa en nosotros. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo! Me recuerda un cuento: Un cura párroco y un burlón viajan juntos en el mismo tren. Éste le dice: “¿Ya sabe la noticia? Ayer murió el diablo y hoy va a ser enterrado”. Entonces todo el mundo espera la respuesta del cura. Éste sonreía nomás y empieza a buscar algo en sus bolsillos. Por fin encuentra una moneda y se la da al burlón diciendo: “Siempre tuve mucha compasión con los huérfanos”. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!

Jesucristo choca, desde el comienzo de su misión, con esta potencia del mal increíblemente activa y extendida por el mundo. Por todas partes Jesús la descubre, la expulsa, la destrona. En este contexto debemos ver también el Evangelio de hoy. En el centro del texto no está el poseído por el demonio, sino Cristo mismo. En Él debe fijarse nuestra mirada. Porque nosotros mismos no lograremos soltarnos del poder del demonio. Con nuestras propias fuerzas no podremos vencer el mal dentro de nosotros.

Es necesario que Cristo nos fortalezca en nuestra lucha diaria contra el enemigo. Es necesario que Cristo nos libere, paso a paso, de su poder destructor. También María, la vencedora del diablo, ha de ayudarnos en ello. Como Cristo procedió, en el Evangelio de hoy, con el poseído, así quiere expulsar la injusticia, la mentira, el odio y todo el mal de esta tierra. Quiere en nosotros y por nosotros crear un mundo nuevo mejor, renovar la faz de la tierra. Quiere construir una Nación de Dios, donde reinan la verdad, la justicia y el amor. Queridos hermanos, también nosotros seremos, un día, totalmente libres de la influencia del maligno. Será en el día feliz de nuestro encuentro final con Dios, de nuestra vuelta a la Casa del Padre.

San Pedro nos exhorta: “Sean sobrios y estén siempre alerta, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar. Resístanlo firmes en la fe” (I Pe 5,8-9).

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Paz y Bien

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