DOMINGO XXIX – B (20 de Octubre de 2024)
Proclamación del santo evangelio según San Marcos 10,35-45:
10:35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a
Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a
pedir".
10:36 Él les respondió: "¿Qué quieren que haga por
ustedes?"
10:37 Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu
derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria".
10:38 Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden
beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?"
10:39 "Podemos", le respondieron. Entonces Jesús
agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo
bautismo que yo.
10:40 En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no
me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido
destinados".
10:41 Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan,
se indignaron contra ellos.
10:42 Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que
aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si
fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
10:43 Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el
que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
10:44 y el que quiera ser el primero, que se haga servidor
de todos.
10:45 Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser
servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". PALABRA
DEL SEÑOR.
Estimados(as) hermanos(as) en el Señor paz y Bien.
"Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu
izquierda, cuando estés en tu gloria" (Mc 10,37). Esta inquietud se
complementa con la inquietud del joven rico del domingo anterior: “¿qué debo
hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10,17). Jesús le recuerda los
mandamientos (Ex 20,2-8) y le advierte que le falta algo más: “Da todo lo que
tienes a los pobres, luego sígueme” (Mc 10,21). Hoy, agrega al seguimiento: “El
que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el
primero, que se haga servidor de todos. Así como el mismo Hijo del hombre no
vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una
multitud" (Mc 10,43-45).
"Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu
izquierda, cuando estés en tu gloria" (Mc 10,37). Estar en el cielo, que
debe ser ilusión de todos, no es cuestión de meras ilusiones, sino efecto de
una opción concreta. Jesús tampoco rechaza las aspiraciones de los discípulos,
Él no desea discípulos conformistas, sin iniciativa y sin proyección, por eso
admite que se llegue a ser “grande” y “el primero” (Mc 10,43-44). El problema
no está en el “qué hacer” sino en el “para qué hacer” (en función de qué) y el
“cómo seguir el camino correcto”.
1 ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? (Mc 10,38).
Para comprender mejor el evangelio de hoy, tengamos en
cuenta que, según el relato de Marcos, el episodio sucede inmediatamente
después de que Jesús anunciara por tercera vez a los apóstoles sus sufrimientos
y su muerte humillante en Jerusalén (Mc 10,33).
Y, como en otras ocasiones, el evangelista Marcos contrasta
las palabras y la actitud de Jesús con la ambición y el egoísmo de los
apóstoles. Parece que cuanto más próxima se encuentra la hora de los dolores de
Jesús, más fuerte es la resistencia de sus discípulos a aceptarla (Mc 8,32).
Posiblemente nosotros ya estemos acostumbrados a ver a Jesús
clavado en la cruz porque desde pequeños tenemos esta imagen; pero en tiempos
de Jesús la idea de un mesías sufriente y muerto en la cruz a manos de los
odiados opresores del pueblo, era totalmente ajena a la mentalidad judía y aún
era considerada como blasfema. El pesado yugo romano reclamaba un mesías
libertador que destruyera con las armas el poder opresor para establecer el
reino de David en forma imperecedera.
Es perfectamente comprensible, entonces, que los apóstoles
no entendieran nada de lo que Jesús les anunciaba. Hay algo más todavía. Marcos
parece referirse más aun, que los apóstoles quedaron totalmente defraudados
ante la muerte de Jesús y que les costó mucho descubrir su significado. Sólo a
partir de la resurrección repasarán los hechos vividos junto a Jesús y se
preguntarán cómo les fue posible pasar tanto tiempo con él sin avizorar la
novedad de su mensaje.
Así, pues, los tres anuncios de la pasión y muerte expresan
vivamente la fe nueva de los apóstoles en Cristo muerto y resucitado, en
contraste con la vieja fe en un Cristo guerrero. Y los recuerdos de ciertos
hechos vividos junto a Jesús, como las discusiones tenidas acerca de los
primeros puestos y otras similares, pasarán a ser signos de toda una actitud
que puede en cada momento infiltrarse en el creyente.
El evangelista Marcos no descarta la posibilidad de que cada
hombre sienta cierta repugnancia por el camino que traza Jesucristo. Incluso la
misma Iglesia -a pesar de su profesión de fe cristiana- parece seguir apegada
más de la cuenta a un enfoque demasiado mundano del mesianismo de Jesucristo.
Cuando los apóstoles anuncian al Mesías muerto en la cruz,
tratan de paliar el escándalo que puedan producir sus palabras, presentando su
propio ejemplo: también ellos se resistieron a esta idea y, sin embargo, ahora
creen. Ellos no anuncian una fe fácil y cómoda, a tal punto que a quienes más
difícil y dura les resultó fue a ellos mismos.
Decíamos anteriormente que nosotros estamos acostumbrados a
ver la imagen del Cristo crucificado. Pero nos podemos preguntar una vez más si
hemos aceptado hasta sus últimas consecuencias la actitud de Jesús y la llamada
que nos hace a seguirlo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
Precisamente el texto evangélico de hoy vuelve a poner el
dedo en la llaga y, por tercera vez en pocas semanas y nos llama a seguir a
Jesucristo por el estrecho camino del servicio fraterno (Mc 10,43).
Tres eran los apóstoles líderes del grupo: Pedro, Santiago y
Juan. Estos dos últimos, hermanos entre sí, llamados por su impetuosidad «los
hijos del trueno», protagonizaron el episodio del evangelio de hoy. Suponiendo
que debía estar muy lejos el día en que se inaugurara el reino de Cristo, se
adelantaron al resto de sus compañeros y le dijeron a Jesús: «Maestro, queremos
que hagas lo que te vamos a pedir» (Mc 10,35). La forma no es muy humilde ni
muy cortés; es atrevida. Saben que Jesús tiene ahora pocos seguidores y
aprovechan su situación de «fieles» para exigir algo por esa fidelidad. Están
buscando una recompensa a su fe.
Se trata de una actitud muy común entre nosotros: suponemos
que Dios se encuentra muy necesitado de nosotros y que de alguna manera está
obligado a recompensar nuestros buenos servicios. Mas como Dios no suele darse
por aludido, surge nuestra oración, al modo de la de los hijos del trueno:
impetuosa y atrevida. No faltan los que hasta esconden una velada amenaza: «Si
no me concedes tal milagro, no iré más a misa o abandonaré la Iglesia.» Esta
manera de proceder descubre cuán lejos se está de una fe concebida como
servicio con amor (Mc 10,45).
Servir a Dios en el amor es una donación gratuita de uno
mismo; quien ama por la recompensa que pueda darle el amado, en realidad se ama
a sí mismo. Los apóstoles tenían por aquel entonces una fe muy inmadura:
buscaban la recompensa y seguían a Jesús por esa recompensa. De aquí que cuando
vieron que Jesús era aprisionado, todos lo abandonaron: ¿Para qué sirve un Dios
que ya no nos puede ofrecer nada? Lo mismo nos sucede con las devociones a los
santos y a la Virgen María. Veneramos al santo más famoso en conceder favores,
y hasta llegamos a discutir qué virgen es la que más oye a sus devotos.
¿Qué tiene que ver todo esto con una fe auténtica? Esto es
lo que debemos plantearnos hoy. La religión cristiana no es una lotería de
beneficencia ni una compañía de seguros; tampoco Dios o los santos son gerentes
de las mismas. La fe cristiana es el seguimiento de Jesús. Es a nosotros mismos
a quienes debemos exigir esto o lo otro. De lo contrario, no solamente no superamos
la etapa del Antiguo Testamento, sino que podemos con mucha facilidad convertir
el cristianismo en una religión pagana con su panteón de dioses sujetos al
capricho de los hombres. Y ante la proposición de los dos hermanos, Jesús
asiente... Ellos, entonces, le piden las dos principales carteras del nuevo
gobierno. Jesús les deja llevar las cosas hasta el preciso momento en que pueda
hacerles descubrir esto "nuevo" que es la fe. Llegado el momento les
dice: «No saben lo que piden.» O sea: no tienen idea de lo absurda que es su
petición; no han comprendido nada de lo que significa ser de Cristo y de lo que
implica seguirlo.
Seguir a Cristo es compartir su cruz. Por eso, a su vez, les
pregunta: «¿Son capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizarse
con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» Y, aunque parezca insólito, la
respuesta de los dos hermanos fue decidida: «Lo somos.» Mc 10,39). Lo cierto es que ambos abandonaron a Jesús en
el Getsemaní: “Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño” (Mt
26,31). Aunque Juan volverá después y estará
con María al pie de la cruz. Santiago, por su parte, retornará a la fe después
de la pascua y morirá mártir a manos de los judíos en la misma Jerusalén (He
12,2).
No podemos dudar de la sinceridad de ambos, aunque
seguramente cuando pronunciaron aquel enfático «podemos», no imaginaban todo su
alcance. Jesús, a su vez, confirma que ambos lo seguirán por el camino del
sufrimiento, pero les aclara, para que no queden dudas, que eso no les da
derecho a recompensa especial alguna.
Por qué el seguir a Cristo con la cruz de cada día no nos da
derecho a recompensas especiales, lo explicará en seguida Jesús a todo el grupo
apostólico. Pero ahora queda en claro algo: Hay una sola forma de seguir a
Jesús, y es bebiendo su misma copa, bautizándose en la muerte de uno mismo (Mc
1,39). Aquí podemos hacer referencia a dos sacramentos a través de los cuales
nos unimos al Cristo de la cruz y del amor. Son el bautismo (Jn 3,5) y la
eucaristía (Lc 22,19).
BAUTISMO Y MUERTE: Al bautizarnos
nos sumergimos en la muerte de Jesús para morir a nosotros mismos: “Por el
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo
resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm
6,4). Allí muere el egoísmo y de allí resurgimos como hombres nuevos. Pero este
bautizarse no es un rito mágico: es un proceso que dura toda la vida. Cada día
hay que morir al propio ego, a la vanidad, al orgullo, al egoísmo, etc.
A su vez, cada vez que comulgamos, nos unimos al Cristo que
derrama su vida por amor a los hombres. Comulgar es comprometerse a compartir
el mismo gesto de Jesús. En cada misa, Jesús vuelve a preguntarnos: «¿Pueden
beber esta copa que yo bebo?»
2. “Quien quiera ser grande y el primero, hágase servidor de
todos” (Mc 10,44).
En un grupo donde los ambiciosos tratan de escalar, pronto
surge la indignación y el resentimiento de los demás. Y así sucedió con los
otros diez apóstoles, que pensaron que había sido una actitud desleal hacia el
grupo el adelantarse para pedir los primeros puestos.
Jesús, con toda paciencia, vuelve a catequizarlos sobre el
tema del servicio a la comunidad, tema que ya hemos reflexionado en varias
oportunidades. Jesús no niega que los apóstoles han de ocupar en su Iglesia
cierto puesto de relevancia y jerarquía. Pero la pregunta es otra: ¿Qué
significa tener autoridad dentro de la Iglesia? Y el mismo Jesús distingue dos
formas de ejercer la autoridad.
Una es la común entre los gobernantes y los poderosos: éstos
hacen sentir a sus súbditos todo el peso de su autoridad; se sienten dueños de
la comunidad y lo hacen pesar; disponen de todo sin consulta alguna y toman las
decisiones como si los demás no existieran. La comunidad sólo tiene el derecho
de ejecutar órdenes. Y Jesús aclara: «Pero entre Uds. no debe suceder así.» En
la Iglesia, el ejercicio de la autoridad debe ser algo diametralmente distinto,
incluso opuesto. Y así -nos dice Jesús-, el que quiera ser grande, que se haga
servidor de los otros; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de
todos (Mc 1,44). Porque el mismo Hijo del Hombre no vino a ser servido sino a
servir y dar su vida en rescate de la multitud (Mc 10,45).
Para que no queden dudas acerca del sentido de su
pensamiento, Jesús distingue entre «importante» y «primero». Importantes son
todos los que sirven a otros; primero es el que sirve a todos. Por lo tanto,
existe en la Iglesia una jerarquía: la jerarquía del servicio a los hermanos.
Quien esté a la cabeza de una comunidad, que sea el más
humilde, el más dado a los demás, el más generoso, el más olvidado de sí mismo.
Que se suprima hasta la apariencia de la autoridad impuesta, hasta los títulos
honoríficos que puedan dar lugar a malentendidos. Que todos puedan tener acceso
a sus pastores o «superiores», porque ellos son los servidores, no los que han
de ser servidos.
El mensaje de Jesús no se refiere solamente a obispos,
sacerdotes y superiores de comunidades cristianas. Crea también un espíritu y
una actitud en todos los que le siguen. Cuando Jesús habla de que «va a dar su
vida en rescate por todos», se refiere sin duda alguna al texto de Isaías que
hoy hemos escuchado en la primera lectura. Dicho texto se refiere al Siervo de
Yavé -que es todo el pueblo creyente y no sólo determinado personaje-, quien
será afligido en el dolor, pero que con ese dolor asumirá los pecados de toda
la humanidad. Jesucristo fue el primero en ejercer esa función salvadora: en su
cuerpo cargó nuestro pecado. Pero el cuerpo de Cristo es toda la Iglesia, toda
la comunidad cristiana, que debe sentirse servidora de la humanidad y dispuesta
a dar su vida por la liberación de todos.
Por el bautismo -y lo rubricamos en cada Eucaristía- nos
incorporamos al cuerpo de Cristo en cuanto servidor de la humanidad. Sin la
comunidad, el cuerpo de Jesús queda aislado como un grito que se pierde en el
desierto. Jesús fue el primero en sentirse solidario con toda la humanidad, sin
distinción de raza, credo, condición social o cultura. Es «el primero» entre
todos los hombres porque se hizo servidor de toda la humanidad y por la
dimensión infinita de su amor. Pues bien: seguir a Jesús como discípulo suyo es
sentir a todos los hombres como hermanos y como miembros de nuestra propia
familia. Esto es fácil decirlo, pero cómo cuesta hacerlo realidad cuando
descubrimos que ese otro hombre no comparte nuestra lengua, ni nuestra cultura,
ni la raza, ni la ideología política, ni la clase social. Y, sin embargo, el
cristiano se define por su servicio a todo hombre, aun al extraño, aun al
enemigo (Mt 5,45-45).
La comunidad cristiana es la comunidad siempre lista, con
ese sí alegre y generoso. Una comunidad cristiana -con sus pastores a la
cabeza- no puede esperar que le traigan los problemas: debe buscarlos allí
donde están para aportar su solución. Ella debe ser la presencia viva de
Cristo. Decimos «presencia», lo que implica estar, estar físicamente, estar con
todo lo que se es y se siente. Estar pensando, hablando, sintiendo, diciendo y
haciendo.
Una Iglesia servidora podrá olvidarse del sufrimiento
propio, pero deberá ser la primera en levantar el grito cuando vestigio de
alguna injusticia.
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Paz y Bien
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