I DOMINGO DE ADVIENTO – C (01 de Diciembre de 2024)
Proclamación del santo evangelio según San Lucas
21,25-28.34-36
25 En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá
señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de
las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas,
26 muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las
cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán
sacudidas.
27 Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con
gran poder y gloria.
28 Cuando empiecen a suceder estas cosas, tengan ánimo y
levanten la cabeza porque se acerca su liberación.»
34 «Cuídense de que no se hagan pesados su corazón por el
libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga
aquel Día de improviso sobre Uds,
35 como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan
toda la faz de la tierra.
36 Estén en vela, pues, orando en todo tiempo para que
tengan fuerza y escapen a todo lo que está para venir, y puedan estar en pie
delante del Hijo del hombre.» PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor paz y bien.
“Estén siempre vigilantes y orad” (Lc 21,36). El Año
Litúrgico comienza en el evangelio con una visión anticipada del retorno de
Cristo. Con ello se nos enseña algo inhabitual: a ver la Navidad (su primera
venida) y el juicio final (su segunda venida) como dos momentos que se implican
mutuamente. La Escritura nos dice constantemente que con la encarnación de
Cristo comienza la etapa final: Dios pronuncia su última palabra (Hb 1,2); sólo
queda esperar a que los hombres quieran escucharla. La última palabra que en
Navidad viene a la tierra, «para que muchos caigan y se levanten» (Lc 2,34), es
«más tajante que espada de doble filo... Juzga los deseos e intenciones del
corazón... Nada se oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de Aquel
a quien hemos de rendir cuentas» (Hb 4,12s). La Palabra encarnada de Dios es
crisis, división: viene para la salvación del mundo; pero «el que me rechaza y
no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado,
ése lo juzgará el último día» (Jn 12,47s). Lo que consideramos como un gran
intervalo de tiempo entre Navidad y el juicio final no es más que el plazo que
se nos da para la decisión. Algunos dirán sí, pero parece como si en este plazo
que se nos deja para la decisión el no fuera en aumento. Es significativo que
cuando se produce la primera petición de información sobre el Mesías deseado
por toda la Antigua Alianza, «Jerusalén entera» (Mt 2,3) se sobresalte, y que
tres días después de Navidad tengamos que conmemorar la matanza de los
inocentes.
La muerte de Jesús se decide ya al comienzo de su vida
pública (Mc 3,6). El vino al mundo no para traer paz, sino espada (Mt 10,34).
Navidad no es la fiesta de la ligereza, sino de la impotencia del amor de Dios,
que sólo demostrará su superpotencia con la muerte del Hijo. En este tiempo de
nuestra prueba hemos de estar permanentemente «despiertos», vigilantes, «en
oración».
“Señor-nuestra-justicia” (Jer 33,15). Ciertamente la Antigua
Alianza anheló -así en la primera lectura- los días en los que Dios cumpliría
su promesa de salvación a Israel. El vástago prometido de la casa de David
será, en el sentido de la justicia de la alianza de Dios, un vástago legítimo
que «hará justicia». Y esta justicia divina de la alianza en modo alguno ha de medirse
según el concepto de la justicia humana; la justicia de Dios se identifica más
bien con la rectitud de toda acción salvífica de Dios, que a su vez se
identifica con su fidelidad a la alianza pactada. Esto no excluye sino que
incluye el que Dios tenga que castigar la infidelidad de los hombres para, en
su aparente desolación, hacerles comprender lo que realmente significan la
alianza y la justicia (Lv 26,34s.40s).
"Santos e
irreprensibles cuando Jesús nuestro Señor vuelva” (ITes 3,13). Por eso la vida
cristiana será -según la segunda lectura- una vida dócil a las «exhortaciones»
de la Iglesia, una existencia en la espera del Señor que ha de venir, una vida
que recibe su norma del futuro. En primer lugar se menciona el mandamiento del
amor, un amor que ha de practicarse no sólo con los demás cristianos sino que
ha de extenderse a «todos», para que de este modo la Iglesia, más allá de sus
propias fronteras, pueda brillar con el único mensaje que puede llegar al fondo
del corazón de los hombres y convencerlos.
Pero para eso se precisa, en segundo lugar, una «fortaleza
interior» que debemos pedir a Dios, porque sólo esa fortaleza puede ayudarnos
para que nuestro amor siga siendo realmente cristiano y no se disuelva en un
humanismo vago. El día que comparezcamos ante el tribunal de Cristo, nuestra
santidad ha de ser tan «irreprensible» que nos permita asociarnos a la multitud
de sus santos (de su «pueblo santo»), que vendrán y nos juzgarán con él (Ap
20,4-6; 1 Co 6,2).
Jesús dijo: «Entonces verán al Hijo del Hombre... Cuando
empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra
liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente... Estad siempre
despiertos... y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.»
Detrás de su coreografía apocalíptica, el evangelio de hoy,
apertura del adviento litúrgico, aparece entroncado al gran problema de todo
hombre y de cada uno de nosotros: ponernos de pie, levantar la cabeza porque en
esta contradictoria existencia, señalada según el evangelio de hoy por la
angustia y por el miedo, todavía queda un lugar para la esperanza de nuestra
liberación, una liberación que coincide con el nacimiento dentro de uno mismo
de ese misterioso personaje, el Hijo del Hombre, que no es otro que el Cristo
hecho carne en nuestra propia carne. Adviento no pasa por delante ni por detrás
de nosotros; pasa por dentro. El nacimiento del Hijo del Hombre se hace Belén
en la cueva de nuestro corazón: allí donde cada uno lucha a su manera por vivir
como hombre, como hombre integral, trascendente, total, pleno; apretado entre
las paredes del pesimismo y de la angustia, achicado por el miedo, pero
empujando con esperanza hacia arriba, hacia adelante.
Es un hombre que debe mantenerse de pie, a pesar del
cansancio y de la falta de aliento; un hombre que debe permanecer con la mente
despierta a pesar del embotamiento del vicio, de las diarias preocupaciones y
del dinero. Un hombre que no puede dejar de pensar y sentirse llamado a ser un
hombre nuevo a pesar de una vida aplastada por la angustia y el enloquecimiento
de una civilización que lo aturde con el estruendo de sus aguas desbordadas.
Todas estas imágenes del Evangelio apuntan en una sola
dirección: Jesucristo es algo más que una anécdota en la Palestina del siglo
primero; algo más que el sentimental recuerdo bajo la estrella del belén. Es
adviento: se nos está llamando para que todo el poder y la energía divina
escondida dentro de cada uno emerja con fuerza para hacer de nosotros una
tierra de paz y de justicia.
Adviento es la expectativa del Hijo del Hombre. ¿Quién es
este misterioso personaje? Jesús no nos dio una respuesta, porque si el Hijo
del Hombre crecía en él con el poder y la gloria de Dios, nadie lo puede
descubrir si no lo deja nacer y crecer desde dentro de sí mismo. El Hijo del
Hombre es el resultado de una profunda experiencia humana y religiosa: es la
vivencia del hombre abierto a la trascendencia (por eso el Hijo del Hombre
viene de lo alto), una trascendencia que lo empuja a ser más cada día, porque
siempre nos sentiremos lejos de ese ideal sembrado como una semilla y que sólo
será fruto en el último día...
Entretanto, sólo una constante vigilancia impedirá que el
pesimismo de la muerte ahogue el nacimiento de este Hijo del Hombre, hijo de
cada uno de nosotros porque él no proviene de la sangre ni de la raza sino de
la fuerza de Dios, que ya está obrando en el aquí y ahora de este adviento que
es nuestro tiempo de vivir como hombres...
Hoy iniciamos el año litúrgico, símbolo de la larga caminata
del hombre sobre la tierra. El Evangelio, feliz noticia de Dios al hombre, nos
señala con absoluta claridad el destino y la clave de este tiempo misterioso y
contradictorio: es la búsqueda de nuestra identidad: “ser hombres auténticos”.
El evangelio nos habla de: a) la manifestación gloriosa del
Hijo y, b) la exhortación a la vigilancia. ¿Qué necesidad tiene Dios de
manifestarse en su Hijo? Dios no tiene necesidades porque es omnipotente, la
única motivación de manifestarse es: Porque Dios es amor (I Jn 4,8). Mismo Jesús
dirá al respecto: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para
que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no
envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque
no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18).
Jesús es la manifestación amorosa de Dios para con la
humanidad. Así nos lo dice: “Nadie ha visto jamás a Dios; el que nos lo ha revelado
es el Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre” (Jn 1,18). “La
Palabra de Dios se hizo hombre” (Jn 1,14). Pero hoy nos ha dicho: “Entonces se
verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria.
Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está
por llegarles la liberación" (Lc 21,27-28). Esta manifestación está
referida a su segunda venida.
¿Cómo hemos de esperar el día de la segunda manifestación
del hijo? Nos lo dice: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a
salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo
del hombre" (Lc 21,36). Es decir, este tiempo nuevo es tiempo de mayor
oración y penitencia.
El tiempo adviento es un tiempo de esperanza y a vivir
motivados por esta esperanza. La esperanza es la más humilde de las virtudes,
porque se esconde en la vida. La fe se ve, se siente, se sabe qué es. La
caridad se hace, se sabe qué es. Pero ¿qué es la esperanza? ¿Qué es una actitud
de esperanza? Para acercarnos un poco podemos decir en primer lugar que la
esperanza es un riesgo, es una virtud arriesgada, es una virtud, como dice San
Pablo, ‘de una ardiente expectación hacia la revelación del Hijo de Dios’. No
es una ilusión”. Tener esperanza, es “estar es tensión hacia la
revelación, hacia el gozo que llenará nuestra boca de sonrisas. Los primeros
cristianos, ha recordado el Papa, la “pintaban como un ancla: la esperanza es
un ancla, un ancla fija en la orilla” del Más Allá. Y nuestra vida es exactamente
un caminar hacia esta ancla.
El adviento despierta el deseo de contemplar a Dios que sale
al encuentro del hombre en su Hijo. Así, expresa este deseo el salmista: “Como
la cierva sedienta busca corrientes de agua viva, así mi alma, te busca Dios.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el
rostro de Dios?” (Slm 42,2-3). Unos griegos le dijeron a Felipe: "Señor,
queremos ver a Jesús"(Jn 12,21). Felipe dice a Jesús: muéstranos al Padre
y nos basta. Jesús le dijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi” (Jn
14,8).
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