martes, 26 de noviembre de 2024

I DOMINGO DE ADVIENTO – C (01 de Diciembre de 2024)

 I DOMINGO DE ADVIENTO – C (01 de Diciembre de 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Lucas 21,25-28.34-36

25 En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas,

26 muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas.

27 Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria.

28 Cuando empiecen a suceder estas cosas, tengan ánimo y levanten la cabeza porque se acerca su liberación.»

34 «Cuídense de que no se hagan pesados su corazón por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre Uds,

35 como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra.

36 Estén en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengan fuerza y escapen a todo lo que está para venir, y puedan estar en pie delante del Hijo del hombre.» PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor paz y bien.

“Estén siempre vigilantes y orad” (Lc 21,36). El Año Litúrgico comienza en el evangelio con una visión anticipada del retorno de Cristo. Con ello se nos enseña algo inhabitual: a ver la Navidad (su primera venida) y el juicio final (su segunda venida) como dos momentos que se implican mutuamente. La Escritura nos dice constantemente que con la encarnación de Cristo comienza la etapa final: Dios pronuncia su última palabra (Hb 1,2); sólo queda esperar a que los hombres quieran escucharla. La última palabra que en Navidad viene a la tierra, «para que muchos caigan y se levanten» (Lc 2,34), es «más tajante que espada de doble filo... Juzga los deseos e intenciones del corazón... Nada se oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas» (Hb 4,12s). La Palabra encarnada de Dios es crisis, división: viene para la salvación del mundo; pero «el que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn 12,47s). Lo que consideramos como un gran intervalo de tiempo entre Navidad y el juicio final no es más que el plazo que se nos da para la decisión. Algunos dirán sí, pero parece como si en este plazo que se nos deja para la decisión el no fuera en aumento. Es significativo que cuando se produce la primera petición de información sobre el Mesías deseado por toda la Antigua Alianza, «Jerusalén entera» (Mt 2,3) se sobresalte, y que tres días después de Navidad tengamos que conmemorar la matanza de los inocentes.

La muerte de Jesús se decide ya al comienzo de su vida pública (Mc 3,6). El vino al mundo no para traer paz, sino espada (Mt 10,34). Navidad no es la fiesta de la ligereza, sino de la impotencia del amor de Dios, que sólo demostrará su superpotencia con la muerte del Hijo. En este tiempo de nuestra prueba hemos de estar permanentemente «despiertos», vigilantes, «en oración».

“Señor-nuestra-justicia” (Jer 33,15). Ciertamente la Antigua Alianza anheló -así en la primera lectura- los días en los que Dios cumpliría su promesa de salvación a Israel. El vástago prometido de la casa de David será, en el sentido de la justicia de la alianza de Dios, un vástago legítimo que «hará justicia». Y esta justicia divina de la alianza en modo alguno ha de medirse según el concepto de la justicia humana; la justicia de Dios se identifica más bien con la rectitud de toda acción salvífica de Dios, que a su vez se identifica con su fidelidad a la alianza pactada. Esto no excluye sino que incluye el que Dios tenga que castigar la infidelidad de los hombres para, en su aparente desolación, hacerles comprender lo que realmente significan la alianza y la justicia (Lv 26,34s.40s).

 "Santos e irreprensibles cuando Jesús nuestro Señor vuelva” (ITes 3,13). Por eso la vida cristiana será -según la segunda lectura- una vida dócil a las «exhortaciones» de la Iglesia, una existencia en la espera del Señor que ha de venir, una vida que recibe su norma del futuro. En primer lugar se menciona el mandamiento del amor, un amor que ha de practicarse no sólo con los demás cristianos sino que ha de extenderse a «todos», para que de este modo la Iglesia, más allá de sus propias fronteras, pueda brillar con el único mensaje que puede llegar al fondo del corazón de los hombres y convencerlos.

Pero para eso se precisa, en segundo lugar, una «fortaleza interior» que debemos pedir a Dios, porque sólo esa fortaleza puede ayudarnos para que nuestro amor siga siendo realmente cristiano y no se disuelva en un humanismo vago. El día que comparezcamos ante el tribunal de Cristo, nuestra santidad ha de ser tan «irreprensible» que nos permita asociarnos a la multitud de sus santos (de su «pueblo santo»), que vendrán y nos juzgarán con él (Ap 20,4-6; 1 Co 6,2).

Jesús dijo: «Entonces verán al Hijo del Hombre... Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente... Estad siempre despiertos... y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.»

Detrás de su coreografía apocalíptica, el evangelio de hoy, apertura del adviento litúrgico, aparece entroncado al gran problema de todo hombre y de cada uno de nosotros: ponernos de pie, levantar la cabeza porque en esta contradictoria existencia, señalada según el evangelio de hoy por la angustia y por el miedo, todavía queda un lugar para la esperanza de nuestra liberación, una liberación que coincide con el nacimiento dentro de uno mismo de ese misterioso personaje, el Hijo del Hombre, que no es otro que el Cristo hecho carne en nuestra propia carne. Adviento no pasa por delante ni por detrás de nosotros; pasa por dentro. El nacimiento del Hijo del Hombre se hace Belén en la cueva de nuestro corazón: allí donde cada uno lucha a su manera por vivir como hombre, como hombre integral, trascendente, total, pleno; apretado entre las paredes del pesimismo y de la angustia, achicado por el miedo, pero empujando con esperanza hacia arriba, hacia adelante.

Es un hombre que debe mantenerse de pie, a pesar del cansancio y de la falta de aliento; un hombre que debe permanecer con la mente despierta a pesar del embotamiento del vicio, de las diarias preocupaciones y del dinero. Un hombre que no puede dejar de pensar y sentirse llamado a ser un hombre nuevo a pesar de una vida aplastada por la angustia y el enloquecimiento de una civilización que lo aturde con el estruendo de sus aguas desbordadas.

Todas estas imágenes del Evangelio apuntan en una sola dirección: Jesucristo es algo más que una anécdota en la Palestina del siglo primero; algo más que el sentimental recuerdo bajo la estrella del belén. Es adviento: se nos está llamando para que todo el poder y la energía divina escondida dentro de cada uno emerja con fuerza para hacer de nosotros una tierra de paz y de justicia.

Adviento es la expectativa del Hijo del Hombre. ¿Quién es este misterioso personaje? Jesús no nos dio una respuesta, porque si el Hijo del Hombre crecía en él con el poder y la gloria de Dios, nadie lo puede descubrir si no lo deja nacer y crecer desde dentro de sí mismo. El Hijo del Hombre es el resultado de una profunda experiencia humana y religiosa: es la vivencia del hombre abierto a la trascendencia (por eso el Hijo del Hombre viene de lo alto), una trascendencia que lo empuja a ser más cada día, porque siempre nos sentiremos lejos de ese ideal sembrado como una semilla y que sólo será fruto en el último día...

Entretanto, sólo una constante vigilancia impedirá que el pesimismo de la muerte ahogue el nacimiento de este Hijo del Hombre, hijo de cada uno de nosotros porque él no proviene de la sangre ni de la raza sino de la fuerza de Dios, que ya está obrando en el aquí y ahora de este adviento que es nuestro tiempo de vivir como hombres...

Hoy iniciamos el año litúrgico, símbolo de la larga caminata del hombre sobre la tierra. El Evangelio, feliz noticia de Dios al hombre, nos señala con absoluta claridad el destino y la clave de este tiempo misterioso y contradictorio: es la búsqueda de nuestra identidad: “ser hombres auténticos”.

El evangelio nos habla de: a) la manifestación gloriosa del Hijo y, b) la exhortación a la vigilancia. ¿Qué necesidad tiene Dios de manifestarse en su Hijo? Dios no tiene necesidades porque es omnipotente, la única motivación de manifestarse es: Porque Dios es amor (I Jn 4,8). Mismo Jesús dirá al respecto: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16-18).

Jesús es la manifestación amorosa de Dios para con la humanidad. Así nos lo dice: “Nadie ha visto jamás a Dios; el que nos lo ha revelado es el Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre” (Jn 1,18). “La Palabra de Dios se hizo hombre” (Jn 1,14). Pero hoy nos ha dicho: “Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación" (Lc 21,27-28). Esta manifestación está referida a su segunda venida.

¿Cómo hemos de esperar el día de la segunda manifestación del hijo? Nos lo dice: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre" (Lc 21,36). Es decir, este tiempo nuevo es tiempo de mayor oración y penitencia.

 El tiempo adviento es un tiempo de esperanza y a vivir motivados por esta esperanza. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque se esconde en la vida. La fe se ve, se siente, se sabe qué es. La caridad se hace, se sabe qué es. Pero ¿qué es la esperanza? ¿Qué es una actitud de esperanza? Para acercarnos un poco podemos decir en primer lugar que la esperanza es un riesgo, es una virtud arriesgada, es una virtud, como dice San Pablo, ‘de una ardiente expectación hacia la revelación del Hijo de Dios’. No es una ilusión”.  Tener esperanza, es “estar es tensión hacia la revelación, hacia el gozo que llenará nuestra boca de sonrisas. Los primeros cristianos, ha recordado el Papa, la “pintaban como un ancla: la esperanza es un ancla, un ancla fija en la orilla” del Más Allá. Y nuestra vida es exactamente un caminar hacia esta ancla.

El adviento despierta el deseo de contemplar a Dios que sale al encuentro del hombre en su Hijo. Así, expresa este deseo el salmista: “Como la cierva sedienta busca corrientes de agua viva, así mi alma, te busca Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?” (Slm 42,2-3). Unos griegos le dijeron a Felipe: "Señor, queremos ver a Jesús"(Jn 12,21). Felipe dice a Jesús: muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi” (Jn 14,8).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Paz y Bien

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.