II DOMINGO DE PASCUA – C (27 de abril del 2025)
Proclamación del santo evangelio según San Juan 20,19-31:
20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la
semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos,
les dijo: "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su
costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con
ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
"Reciban el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los
perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
20:24 Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no
estaba con ellos cuando llegó Jesús.
20:25 Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al
Señor!" Él les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus
manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado,
no lo creeré".
20:26 Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos
reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando
cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté
con ustedes!"
20:27 Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí
están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas
incrédulo, sino hombre de fe".
20:28 Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío!"
20:29 Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto.
¡Felices los que creen sin haber visto!".
20:30 Jesús realizó además muchos otros signos en presencia
de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro.
20:31 Estos han sido escritos para que ustedes crean que
Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su
Nombre. PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXION:
Estimados amigos(as) en el Señor Resucitado Paz y Bien.
"¡La paz esté con ustedes!" (Jn 20,19). Es domingo
de la misericordia porque el Señor resucitado nunca echó en cara el abandono de
sus discípulos en la Cruz, ni siquiera increpo a Pedro que negó conocerle
cuando dijo: “No lo conozco, no sé de qué hablas” (Lc 22,60). Jesús el Señor
resucitado se olvida de todo y les saluda con ternura: “La paz este con Uds.”
(Jn 20,29).
¿Si llevas cuenta de nuestros delitos quien podrá resistir?
(Slm 129,2). “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico
en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”
(Slm 144,8). Con estas citas del salmo iniciamos nuestra reflexión porque es el
domingo de la misericordia. En efecto, esta semana hemos revivido una serie de
encuentros con Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14), el hombre perfecto
resucitado de entre los muertos, quien es el centro de la alegría de cada
corazón y la plenitud de sus aspiraciones, como nos enseña el Concilio Vaticano
II (GS 45). Para culminar esta serie de encuentros con el resucitado (Jn
20,16-18). Tomemos contacto con el evangelio que dimos lectura y que para su
mejor comprensión las podemos dividir en tres partes:
1) ¿Qué dones trae el Resucitado para la comunidad?
"¡La paz esté con ustedes!... les mostró sus manos y su costado… Reciban
el Espíritu Santo… como el Padre me envió así les envío…” (Jn 20,19-23).
2) ¿Cómo pueden llegar a creer en Jesús glorificado? ¿Ver
para creer como Tomas o creer para ver como Jesús exhorta al final a Tomas? (Jn
20,24-29) El mismo Señor glorificado conduce a la fe pascual al incrédulo.
3) ¿Qué pretende suscitar la proclamación del Evangelio, en
cuanto anuncio de los signos del Resucitado para las personas y comunidades de
todos los tiempos? (Jn 20, 30-31). En estos dos versículos el cuarto evangelio
se presenta a Jesús como un camino de fe: “Para que crean que Jesús es el Mesías,
el Hijo de Dios, y creyendo en su Nombre, tengan Vida y vida eterna”.
Primer encuentro con la comunidad reunida (Jn 20,19-23). Ese
mismo día –el primero de la semana- por la mañana, María Magdalena les había
comunicado: “He visto al Señor” (Jn 20,18). Ahora, al atardecer (Jn
20,19), es el mismo Jesús quien viene donde los discípulos y se deja ver por
los once. Jesús los encuentra con la puerta cerrada. Todavía están en el
sepulcro del miedo y no están participando de su nueva vida (Jn 20,19). Notemos
lo que va sucediendo en la medida en que Jesús se manifiesta en medio de la
comunidad:
1) Jesús “Se presentó en medio de ellos” (Jn 20,19): Lo
primero que hace Jesús es mostrarles que lo tienen a él, vivo, en medio de
ellos, y su presencia los llena de paz y alegría. En un mundo que les infunde
miedo, ellos tienen en medio al vencedor del mundo. Recordemos que la última
palabra de su enseñanza cuando se despidió de ellos fue: “Les he dicho estas
cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación, pero ¡ánimo!,
yo he vencido al mundo” (Jn 16,33); “Ustedes ahora están tristes, pero yo los
volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar” (Jn 16,22).
2) Jesús les da la paz: “Y les dijo: La paz con ustedes” (Jn
20,19): El don primero y fundamental del Resucitado es la paz. Tres veces en
este pasaje del evangelio se repite el saludo: “Paz este con Uds.” (Jn
20,19.21.26) Jesús les había prometido esa paz que el mundo no puede dar (Jn
14,27). Ahora, en el tiempo pascual, cumple su palabra porque está en el
Padre y porque ha vencido al mundo (Jn 16,33). Esta victoria de Jesús es el
fundamento de la paz que él ofrece. Y, si bien Jesús no pretende eximir a sus
discípulos de las aflicciones del mundo (Jn 16,33), ciertamente su intención es
darles seguridad, serenidad y confianza en medio de ellas.
3) Jesús les muestra las llagas de sus manos: “Dicho esto,
les mostró las manos...” (Jn 20,20): El Resucitado no sólo habla de paz, sino
que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento sólido a su
palabra. Para ello les muestra sus llagas. Los discípulos aprenden
entonces que el que está vivo delante de ellos es el mismo Jesús que murió en
la Cruz: el Resucitado es el Crucificado (Jn 12,24). Mostrar las llagas tiene
doble connotación en la comunidad: 1) es una expresión de su victoria sobre la
muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. 2) Es un signo de su inmenso
amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida por los amigos (Jn
15,13); y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde llega mi
amor por ti” (I Jn 4,8). El Resucitado estará siempre lleno de esta victoria y
de este amor que se nos revela tras la Cruz. En otras palabras, en el
Resucitado permanece para siempre el increíble amor del Crucificado (Jn 14,18).
4) Jesús les muestra la herida del pecho: “...y el costado”
(Jn 20,20): Jesús les muestra las llagas de los clavos y también su pecho
traspasado por la lanza. De esa herida había fluido sangre y agua cuando
estuvo en la Cruz. Por lo tanto el gesto nos remite a lo que observó el
Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz: “Uno de los soldados le
atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn
19,33). La herida del costado de Jesús permanece para siempre en el cuerpo del
Resucitado como una prueba de que él es la fuente de la verdad y vida (Jn
7,38-39), esa vida nos hace nacer de nuevo en el Espíritu Santo en los
sacramentos (Jn 3,5).
5) Los discípulos, finalmente, reaccionan con una inmensa
alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20,20). La alegría
pascual había sido una promesa de Jesús antes de su muerte: “Estarán tristes,
pero su tristeza se convertirá en gozo... Uds. están tristes ahora, pero
volveré a verlos y se alegrará su corazón y su alegría nadie les podrá quitar”
(Jn 16,20.22). Así, pues, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se
convierte en realidad. Jesús resucitado es el fundamento indestructible
de la paz y la fuente inagotable de la alegría. En fin, el Resucitado viene y
se deja ver. Contemplar al Resucitado es experimentar el amor sin límite ni
medida del Crucificado, participar de su victoria sobre la muerte y recibir
plenamente el don de su vida. Cuanto más comprendan esto los discípulos,
mucho más se llenarán de paz y de alegría. Jesús Resucitado es el fundamento
de la paz y la fuente de la alegría.
La experiencia de vida del Resucitado que lleva a la
comunidad a hacer propia la victoria de Jesús sobre la Cruz, tiene enseguida
consecuencias: ella es enviada con la misma misión, vida y autoridad de Jesús
resucitado. De esta manera Jesús les abre las puertas del sepulcro a los
discípulos encerrados por el miedo (estaban también muertos) y los lanza al
mundo con una nueva identidad y como portadores de sus dones (Aquí nace el
Kerigma apostólico). Veamos:
1) Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: “Como el
Padre me envió, así también los envío yo” (Jn 20,21). Jesús les transmite la
paz a sus discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les
confía. Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino
de Cruz, por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de
Jesús. Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo les
envío”), así como el Padre lo envió a Él (Jn 17,18). En la pascua se participa
de la vida del Verbo encarnado (Jn 1,14) y una forma concreta de participar de
su vida es continuar su misión en el mundo. Como se ve enseguida, el
Espíritu Santo es también el principio creador de la misión.
2) Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: “Dicho
esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Los
discípulos resucitan a una nueva condición, ahora son apóstoles propiamente
dichos. Para que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos
del Espíritu Santo (Mt 22,12). Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre
ellos los hace “hombres nuevos” (Jn 3,8). El mismo Jesús de cuyo costado
herido por la lanza brotó el agua que es símbolo del Espíritu Santo (Jn 7,39),
él mismo –como en el día de la creación- infunde en los discípulos el
“Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios (Jn 20,22). Los discípulos resucitan
y pasan propiamente a ser apóstoles de Jesús. El resucitado les da una vida
nueva que no pasará nunca, su misma vida de resucitado, esa vida que tiene en
común con el Padre. Ahora el temor se acabó y los apóstoles proclaman
abiertamente la verdad: “A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante
ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos
conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la
previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio
de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las ataduras de la
muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hc 2,22-24).
3) Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús. Les había
dicho: “El hijo del hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar pecados”( Mt
9,6): Ahora les dice: “A quienes perdonen los pecados les quedan perdonados...”
(Jn 20,23). El Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para
perdonar pecados (Lc 5,24). El perdón de los pecados es acción del
Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. Es así como en la
Pascua se realizan plenamente las palabras que Juan Bautista que dijo acerca de
Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Quien acoge a Jesús resucitado, experimenta su salvación, sus pecados son
perdonados y entra en la comunión con Dios (Jn 5,24). Los discípulos pueden ser
rechazados en la misión. En realidad, el rechazo del evangelizador no es un
rechazo de él sino de Jesús que fue quien lo envió (Jn 20,21). Y el rechazo de
Jesús es el rechazo de su obra pascual, el negarse una vida en paz y alegría,
porque el pecado es conflicto interno y tristeza continua (Lc 10,16). Por
eso, cuando hay “obstinación” ante el mensaje pascual de los discípulos, ellos
pueden “retener los pecados”, que en realidad es “retener el perdón”. Por
tanto, el que se opone a creer en el resucita está condenado a permanecer en la
tumba de la muerte: “El que cree en él, no es condenado; el que no cree,
ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn
3,18). La comunidad de los seguidores de Jesús queda consagrada para la misión
de vida nueva. Por eso la Iglesia es por su naturaleza propia: misionera (Mc
16,15).
Segunda parte: El nacimiento de la fe en el corazón del
incrédulo Tomás (Jn 20,24-29)
El apóstol Tomás, ausente en el primer encuentro con el
Resucitado, rechaza el testimonio de los otros discípulos (“Hemos visto al
Señor”, Jn 20,24), no confía en ellos, porque los considera víctimas de una
alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús personalmente para constatar que se
trata del mismo Jesús que conoció terrenalmente, con las cicatrices de los
clavos y la herida de lanza (Jn 20,24-25). Y el Señor acepta el desafío de
Tomás. Jesús no rechaza su solicitud sino que, contrariamente a lo que se podría
esperar, le concede lo pedido. Pero si bien mediante el contacto con sus
llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la
verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto.
Por propia iniciativa se va hasta donde está Tomás, Jesús le
muestra las marcas de su muerte y de su amor: “No seas incrédulo sino
creyente”(Jn 20,27), es decir, le hace sentir que lo ama y que al dar la vida
por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las llagas responde
plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la última cena:
esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios que lo ama y
lo Salva, y la fuente de la vida nueva.
Tomas reacciona (pasa de la muerte a la vida) con una
altísima confesión de fe, como ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!”
(Jn 20,28). Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe,
pero cuando llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Señor mío”, Tomás está
reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios,
ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por
tanto Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en
la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la
creación del mundo (Jn 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su
voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa.
Esta relación con Jesús, basada en su Señorío, tiene validez
porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi Dios!”. Tomás reconoce
a Jesús como el mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su
realidad histórica para salvarlo dándole vida en abundancia. Para Tomás,
todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra. En el
corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama de una fe
profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar de entre
los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y contundente que Él es el
Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte.
3. El evangelio como signo permanente que invita a la fe
pascual (Jn 20,30-31). La voz pasa de Jesús a la del evangelista Juan quien
dialoga directamente con nosotros. Si leemos estos versículos en conexión con
Jn 20,29, notaremos enseguida la continuidad. Jesús pronunció la
bienaventuranza del “creer”, pero no dejó claro con base en qué se daría este
“creer”. Ahora Juan nos dice que el “creer” está basado en el “testimonio
pascual”, y dicho testimonio llega a nosotros por medio del evangelio escrito y
por la predicación de la Iglesia que le da viva voz y la actualiza. Los signos
“escritos” (Jn 20,30-31) hacen referencia al itinerario de la fe propio del
evangelio de Juan: sus siete signos reveladores transversales, las tres pascuas
de Jesús y sobre todo el relato de la Pasión-gloriosa del Maestro. Por esta
razón termina diciendo que redactó su evangelio precisamente con este fin: que
los lectores de su libro crean que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios (Jn
20,30-31). La fe en el mesianismo divino de Jesús se alimenta de la
meditación de los signos realizados por el Señor, entre los cuales el más
estrepitoso consiste en su resurrección de entre los muertos al tercer día (Jn
2,18), precisamente allí donde nos comunicó su misma vida.
Recordemos aquella escena en que Jesús dijo a los judíos:
"Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar… Él se refería
al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos
recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra
que había pronunciado” (Jn 2,19-22). Los discípulos de Emaús se asombraron y
dijeron: “¿Con razón, no nos ardía el corazón cuando Él nos hablaba en el
camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24,32). San Pablo por su
parte dice: “Si se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo
algunos de ustedes afirman que los muertos no resucitan? ¡Si no hay
resurrección, Cristo no resucitó! Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra
predicación y vana también la fe de ustedes… Porque si los muertos no
resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes
es inútil y sus pecados no han sido perdonados. En consecuencia, los que
murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre… Pero no, Cristo
resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al
mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la
resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos
revivirán en Cristo” (I Cor 15,12-22).
La celebración del
misterio pascual está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. La
Resurrección de Cristo no es solo su victoria obre el pecado y la muerte. Es la
manifestación de la divina economía de la Trinidad, el amor infinito y
omnipotente del Padre, la divinidad del Hijo, el poder vivificante del Espíritu
Santo. Toda la historia de la
salvación tiene su centro y su culmen en la Resurrección de Jesús. Hacia ella
tiende la creación entera, las maravillas realizadas por Dios en el Antiguo
Testamento, y de modo especial la Pascua de Israel, profecía de la Pascua de
Cristo, de su paso de la muerte a la vida. A partir de la Resurrección se
comprende todo el sentido de la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento, la
gracia de Pentecostés con la que del cuerpo glorioso de Cristo se desprenden
las llamas del Espíritu Santo, para que la Iglesia viva siempre en contacto con
este misterio que permanece para siempre y atrae hacia sí todo, anunciando ya
su retorno final en la gloria y la pascua del universo.
"AL ANOCHECER DE AQUEL DÍA...(Jn 20,1). A LOS OCHO DÍAS...”(Jn 20,26): La liturgia de
este domingo tiene su punto específico en la proclamación del evangelio de Juan
20, 19-31. Cada año leemos lo mismo precisamente porque nos acerca el misterio
de este domingo. Primero remarca que el domingo proviene del Señor. El primer
domingo de Pascua es el día de la manifestación del Resucitado, primero a las
mujeres, después a los discípulos. La primera preocupación del Señor es reunir
a los discípulos después del escándalo de la cruz. El segundo domingo, el
primer día de la semana, esto es, hoy, el Resucitado vuelve a reunir a los
discípulos para confirmarlos en la fe.
Así, el Señor nos indicó que su día era el domingo porque
este era el día en el que él quería encontrarse con los discípulos. Juan, el
discípulo desterrado en Patmos, se encontró precisamente en el día del Señor
con aquél que había muerto y ahora vive eternamente, el primero y el último,
que tiene las llaves de la muerte y de su reino porque la ha vencido. El
evangelio de Juan y la segunda lectura, del libro del Apocalipsis, nos hacen
conscientes de la importancia y el sentido de la celebración del domingo, el
día del Señor. En este día celebramos nuestro encuentro con los hermanos: es
aquí donde por la fe y por la Eucaristía nos encontramos con el Señor
glorificado.
"DICHOSOS LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO" (Jn 20,29):
Es la bienaventuranza del Resucitado, la que mira a las generaciones que
vendrán después de los testimonios oculares de la vida, muerte y resurrección
de Jesús. Creer, nos dice el evangelio de hoy, es renunciar a ver con los ojos
de la carne, a tocar con las manos, a meter el dedo en las heridas del
crucificado para identificar al resucitado. Creer es buscar y encontrar al Señor
glorificado (Mt 17,2), nuestro Dios, en la asamblea de los que creen que Jesús
es el Mesías, de los que encuentran en los sacramentos la vida que ha brotado
de la cruz. No hemos conocido a Jesús según la carne, no buscamos visiones o
hechos extraordinarios donde apoyar nuestra fe. La felicidad que nos salva
ahora es la presencia vivificante del Señor que nos reúne por el Espíritu en la
Iglesia donde no cesa de predicarnos el Evangelio y de partir para nosotros el
pan Lc 24,30-31). Cada domingo somos felices por este encuentro con el Señor.
"RECIBAN EL ESPÍRITU SANTO" (Jn 20,22): Antes de
la resurrección, no había venido el Espíritu Santo (Jn 7, 39). La tarde del
primer domingo de Pascua, Jesús resucitado dio el Espíritu Santo a los
apóstoles, exhalando su aliento sobre ellos. El Espíritu es el aliento de la
nueva creación. El Espíritu es la fuerza que reciben los apóstoles que los hace
hombres nuevos, luchadores contra el mal, liberadores del pecado, para ir
formando dentro del mundo la nueva creación.
El Espíritu es el primer fruto de la Pascua del Señor y el
que da la plenitud. Fijémonos cómo Juan sitúa en la tarde de Pascua, en el
primer encuentro de los discípulos con el Resucitado, la donación del Espíritu
Santo, lo que Lucas ve realizado cincuenta días después en la Pascua granada.
Anticipemos que para Pentecostés también leemos la primera parte del evangelio
de hoy. Lo que hay que recordar es que el gran don del Resucitado es el
Espíritu. Esta memoria del Espíritu, aliento de la nueva creación, ha de ser
más intensa en el tiempo que transcurre entre la Pascua y Pentecostés, cuando
celebramos y recordamos los sacramentos de la iniciación cristiana que, por
obra del Espíritu, nos hace criaturas nuevas. Esto concuerda con la colecta de
la misa de hoy en la que pedimos comprender mejor "la inestimable riqueza
del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de
la sangre que nos ha redimido".
LA MISIÓN PASCUAL: En la Historia de la Salvación, quien
recibe un don es porque se le confía una misión. No puede haber un don en vano.
La donación del Espíritu por parte del Resucitado incluye la misión, como
sucede también al final de los tres evangelios: "Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo" (Jn 20,21). Los discípulos son enviados
a continuar la misión del Hijo de Dios, muerto y resucitado, misión que éste
recibió del Padre. El Espíritu hará efectiva esta misión para destruir el reino
del pecado y de la muerte, desvaneciendo el pecado, haciendo una creación
nueva, en la que resida la "paz" eternamente, la "paz" que
es un don mesiánico por excelencia y que el Resucitado comunica también hoy, de
entrada, a sus discípulos.
Nosotros, todos los creyentes, presididos por los sucesores
de los apóstoles, continuamos esta misión. De acuerdo con todo esto pedimos, en
esta octava de Pascua, que "la fuerza del sacramento pascual persevere
siempre en nosotros".