DOMINGO XII – B (21 de
junio de 2015)
Proclamación del Santo
Evangelio según San Marcos: 4,35-41
Al atardecer de ese mismo
día, les dijo: "Crucemos a la otra orilla". Ellos, dejando a la
multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a
la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la
barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el
cabezal. Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos
ahoguemos?" Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar:
"¡Silencio! ¡Cállate!" El viento se aplacó y sobrevino una gran
calma. Después les dijo: "¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?"
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este,
que hasta el viento y el mar le obedecen?" PALABRA DEL SEÑOR.
“Jesús estaba en la popa,
durmiendo sobre el cabezal” (Mc 4,28). En otro episodio leemos: Dijo Jesús a
Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora?
Permanezcan despiertos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu
es fuerte, pero la carne es débil" (Mc 14,37-38). Además el apóstol nos
dice: “Sean sobrios y estén siempre despiertos, porque su enemigo, el demonio,
ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar. Resístanlo firmes en la
fe” (IPe 5,8-9).
Está claro que si no
tenemos una fe despierta o viva y por ende Jesús está dormido, tendremos
siempre un viento en contra en la vida y los problemas nos ahogaran. Andamos
por esta vida como en barcas que a veces van navegando bien, sin mayor problema
aparentemente, cuando vamos por aguas tranquilas. Sin embargo, los
problemas se presentan cuando la navegación se hace difícil, por las
tempestades y tormentas propias de la vida de cada uno. Y es cuando nos damos
cuenta que teníamos una vida sin Jesús, un fe dormida o inerte.
“Al atardecer de ese mismo día, Jesús les
dijo: Crucemos a la otra orilla" (Mc 4,35). Jesús ha venido a encaminarnos
hacia la otra orilla, la vida eterna. En esta travesía de esta orilla hacia la
otra, tendremos muchas dificultades. Y en esos momentos de navegación difícil
comenzamos a flaquear y a temer. Nos pasa lo mismo que sucedió a los
Apóstoles en el Evangelio de hoy, el cual nos narra el conocido pasaje de la
tormenta en medio de la travesía de una orilla a otra del lago: “se desató un fuerte viento y las olas se
estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua” (Mc. 4, 35-41). Sucede que Jesús iba con ellos en
la barca. Pero ¿qué hacía el Señor? ... “Dormía en la popa, reclinado sobre un cojín”. Fue
tan fuerte la borrasca y tanto se asustaron, que lo despertaron, diciéndole: “Maestro: ¿no te importa que nos
hundamos?”. En efecto, cuando estamos navegando bien, aparentemente
sin problemas, sin tempestades, tal vez ni nos acordamos de Dios pero con una
fe casi inerte. Pero cuando la travesía se hace difícil y vienen las olas
turbulentas, pensamos que Jesús está dormido y que no le importa la situación
por la que estamos pasando. Tal vez hasta lo culpemos de lo que nos
sucede y hasta le reclamemos indebida e injustamente. A los Apóstoles los
reprendió por eso. Podría reprendernos también a nosotros.
En este pasaje Cristo
muestra a los Apóstoles el poder de su divinidad. Con una simple orden
divina, el viento calla, la tempestad cesa y sobreviene la calma. Pero sucede
que ahora, salvados de la tormenta que amenazaba con hundirlos, surge en ellos
un nuevo temor. “¿Quién es éste, a quien
hasta el viento y el mar obedecen?”(Mc 4,41) Se quedan
atónitos del poder del Maestro. Ya ellos habían sido testigos de unos
cuantos milagros de Jesús. Quizá hasta el momento habían pensado que era
un gran Profeta o simplemente alguien muy especial. Pero de allí a ver a
la naturaleza embravecida obedecerle así... Y ese Jesús, que ha mostrado un
poder que sólo Dios tiene, les dirige unas preguntas que tienen sabor de
reclamo: “¿Aún no tiene fe?
¿Por qué tenían tanto miedo?”(Mc 4,40). Es como si les dijera:
¿No les ha bastado ver los signos que he hecho ante ustedes? ¿No se dan
cuenta aún de Quién soy? Sólo Dios puede dar órdenes al viento, a las
olas y a las tempestades. Por eso quedan con temor, atónitos, de ver el
poder divino actuando delante de ellos y, además, reclamándoles su falta de fe.
En la Liturgia de hoy,
estamos siendo testigos, junto con Job y los Apóstoles, de la omnipotencia
divina. Job la palpa en una visión desde la cual Dios le habla. Y los
Apóstoles la ven manifestada, nada menos que en Jesús, el Maestro, con quien
viven día a día. La Primera Lectura (Job.
38, 1.8-11) es la
respuesta de Dios a los reclamos, lamentos y preguntas que Job le hacía,
motivado por sus infortunios, sus sufrimientos y las pérdidas que había sufrido
en su familia, su salud, sus bienes. Nos dice esta lectura que Dios habló
a Job desde la tormenta y le mostró su poder con respecto del mar. Dios
se muestra como dueño de la creación, como señor del mar al que le puso límites: “Hasta aquí llegarás, no más allá. Aquí
se romperá la arrogancia de tus olas”.
Dios da a entender a Job, y
a todos nosotros, que no podemos osar discutir con Dios, ni reclamarle.
En subsiguientes capítulos, Job termina por retractarse y acepta el señorío de
Dios. Por cierto, en el Epílogo del Libro de Job vemos que Dios le
restituye “al doble” todos sus bienes materiales,
familiares y de salud. La actitud de Job es de sumisión y
resignación. En ese sentido sigue siendo un ejemplo para todos nosotros. Sin
embargo, la actitud del cristiano debe superar la de Job. A la sumisión
al poder divino, debemos añadir nuestra plena confianza en lo que Dios tenga
dispuesto para nuestras vidas: tempestades o calma, alegría o sufrimientos,
carencias o plenitudes. Todo lo que Dios disponga, sabemos, es para
nuestro mayor bien: nuestra salvación eterna. Así confiados, estaremos
serenos en las tempestades, alegres en los sufrimientos, plenos en las
carencias. Actuando así, estamos cumpliendo con lo que nos dice San Pablo en la
Segunda Lectura (2 Cor. 5, 14-17): “El que
vive en Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya
todo es nuevo”. Enfocar
así las desventuras, sufrimientos y carencias significa “vivir en Cristo” y
“ser creaturas nuevas”. Y ser “creaturas nuevas” significa no turbarse
ante las tribulaciones y sufrimientos, sino andar en plena confianza en
Dios. Sólo El sabe lo que nos conviene.
¿Somos creaturas nuevas o
creaturas viejas? ¿No podría el Señor mostrarnos toda su omnipotencia como
a Job, después de sus cuestionamientos y protestas? ¿No podría el Señor
reclamarnos a nosotros también, como reclamó a los Apóstoles después de calmar
la tormenta? ¿Qué hacemos ante los sufrimientos, los peligros, los
inconvenientes, las tempestades que se nos presentan en nuestra vida personal,
familiar o nacional? ¿Confiamos realmente en el poder de Dios?
¿Confiamos realmente en lo que Dios tenga dispuesto para nuestra vida: sea
calma o sea tempestad? ¿O creemos que debe despertar y hacer un milagro,
para que las cosas sean como nosotros consideramos conveniente? ¿No
llegamos a creer, inclusive, que no le importa lo que nos suceda?
¿Realmente duerme el Señor?
¡Qué débil es nuestra
fe! Débil, como la de los Apóstoles en ese momento. Nos olvidamos
que Dios está siempre con nosotros, pero que lo tenemos dormido. Hay que
despertarlo, Él tiene que estar al mando de la situación, con razón nos había dicho
“Sin mi nada podrán hacer”(Jn 15,5). El guía nuestra barca en medio
de tempestades y tormentas, en una presencia escondida y silenciosa, como la
del Maestro dormido en la barca.
No hace falta que haga milagros, aunque
estemos en medio de una tempestad. ¡No tenemos derecho a reclamarle
milagros! El gran milagro es que El nos lleva sin ruido, en silencio, a
escondidas a través de olas borrascosas cuando hay tempestades. Pero
también está presente cuando todo parece tranquilo, cuando parece que no
tuviéramos necesidad de Él, pues todo como que anda bien. Sea en la tormenta,
sea en la calma, Dios está presente. Y El desea que nos demos cuenta de
que está allí, presente en la vida de cada uno de nosotros, esperando que nos
demos cuenta de su presencia silenciosa. En todo momento, sea de
tempestad, sea de calma, el Señor está derramando sus gracias para guiarnos por
esta vida que es la travesía que nos lleva a la otra: la Vida Eterna.
Si tenemos una fe despierta
entonces el viento está a favor nuestra, todo es paz y tranquilidad. Con razón San
Pablo exclamó con gozo al decir “ Para mi Cristo lo es todo” (Col 3,11).
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