DOMINGO XXXIII – B (15 de
Noviembre de 2015)
Proclamación del santo evangelio según
San Marcos 13,24-32:
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
Después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se
conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder
y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos
desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte.
Aprendan esta comparación, tomada
de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes
se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden
todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no
pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En
cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el
Hijo, nadie sino el Padre. PALABRA DEL SEÑOR.
Amigos en el Señor Paz y Bien.
El mensaje del penúltimo domingo
del tiempo ordinario ciclo B se apoya en dos ideas y hacen un complemento a lo que sucedió cuando Jesús
ascendió al cielo: “Como los discípulos permanecían con la mirada puesta en el
cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que
les dijeron: "Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este
Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera
que lo han visto partir" (Hch 1,10-11).
En primer lugar está la idea
cuando dice el Señor: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán” (Mc 13,31). Que en una sola palabra bien podemos situarla en un
contexto de escatología y resumir en una sola palabra: Parusía. ¿Qué es la Parusía?
La Parusía no es sino la
aparición gloriosa de Jesús resucitado al final de los tiempos, es la
consumación del misterio de Cristo y de la salvación, pues todos nos esforzamos
por algún día llegar a la presencia de Dios glorificado (Visión beatifica): “Miren
cómo nos amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo
somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a
él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha
manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es” (I Jn 3,1-3). Este hecho de ver el rostro
glorificado (Mt 17,2) no tiene ni principio ni fin es eterno, es estar con Dios
para siempre.
Estamos convencidos de que
Jesucristo volverá al final del mundo para completar así la consumación de la
salvación. En el credo decimos: “Creo que Jesús resucitó de entre los muertos,
que subió al cielo, que está sentado a la derecha de Dios Padre y que nuevo
vendrá para juzgar a vivo y muertos y que su Reino no tendrá fin”.
En esta palabra de Parusía, se
deja entrever también el misterio de Dios en el que una parte es clara a
nuestros ojos pero otra es completamente desconocida, porque como todo lo que
proviene de Dios es misterio, en el sentido de que es infinito y la mente humana
no es capaz de abarcarlo todo y porque somos simplemente seres contingentes. Seres
en movimiento. Así, tendremos que conformarnos con saber que la resurrección,
de alguna forma ya la estamos viviendo en Cristo mediante la Iglesia que
comparte con los fieles, todo el misterio de Dios. Lo anterior quiere decir que
por medio del sacramento del Bautismo (Mt 28,19-20) morimos al pecado y
resucitamos a una nueva vida en Cristo Jesús por los dones otorgados del
Espíritu Santo.
La vida terrena tiene su fin en la
muerte, cuando sucede esto el alma inmortal recibe el juicio particular (Mt
25,31-46) de las obras hechas en nuestra vida en la tierra (Jn 5,29). De esta
forma, somos llevados al cielo, si estamos en gracia de Dios y purificados
perfectamente, ésta purificación la podemos obtener a través del sacramento de
la unción de los enfermos (Stg 5,13-15), pero si aún tenemos que limpiarnos o purificarnos, somos
conducidos al purgatorio, donde es la purificación final: “La obra de cada uno
aparecerá tal como es, porque el día del Juicio, que se revelará por medio del
fuego, la pondrá de manifiesto; y el fuego probará la calidad de la obra de
cada uno. Si la obra construida sobre el fundamento resiste la prueba, el que
la hizo recibirá la recompensa; si la obra es consumida, se perderá” (I Cor 3,13-14).
Por último si morimos en pecado
grave o mortal somos llevados al infierno. También, pasaremos por el juicio
final que será cuando vuelva Cristo Glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la
hora en que tendrá lugar (Mt 24,36); sólo Él decidirá su advenimiento.
Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva
sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido de toda la obra de la
creación y de toda la historia de la salvación y comprenderemos los caminos
admirables por los que su providencia habrá conducido todas las cosas a su fin
último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las
injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la
muerte. (CIC 1040).
Segundo: ¿Cómo será el segundo
advenimiento?: “Se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de
poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus
elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte”
(Mc 13,26.27). al respecto dice el gran apóstol: “Los que vivamos, los que
quedemos cuando venga el Señor, no precederemos a los que hayan muerto. Porque
a la señal dada por la voz del Arcángel y al toque de la trompeta de Dios, el
mismo Señor descenderá del cielo. Entonces, primero resucitarán los que murieron
en Cristo. Después nosotros, los que aún vivamos, los que quedemos, seremos
llevados con ellos al cielo, sobre las nubes, al encuentro de Cristo, y así
permaneceremos con el Señor para siempre” (I Tes 4,15-17).
La primera, es el anuncio de la
última venida de Jesús al final de los tiempos y, la segunda, nos hace dos
advertencias, la advertencia de aprender a ver los signos de la venida de Dios
a los hombres y la advertencia a tener esperanza; pues aunque todo esté llamado
a tener un fin, la Palabra de Jesús estará ahí para mantener vivas nuestra fe y
nuestra esperanza. En realidad, lo hace por dos motivos. El primero, todo pasa,
este mundo pasará, pero su palabra no pasará (Mt 24,35) y, lo segundo, para que
nazca lo nuevo es preciso destruir lo viejo. Nadie construye un edificio nuevo
sobre el viejo. Primero hay que destruir lo viejo para dar paso a lo nuevo.
Primero tenemos que destruir lo viejo de nuestro corazón para que Dios
construya el hombre nuevo. Primero destruimos el pecado y luego levantamos el
edificio de la santidad y la gracia. Por tanto, es un domingo no para entrar en
pánico, sino para abrirnos a la esperanza. Una esperanza que luego tendremos
que continuar en el Adviento. No es la esperanza de las cosas que pueden
fallarnos, sino la esperanza fundamentada en la palabra de Dios.
Toda la creación participa del
ser contingente (ayer no existíamos, hoy existimos, mañana no existiremos) Todo
es contingente y todo está llamado a pasar. Pasan los días, los meses, los años
y nos vamos haciendo cada vez más viejos. Pero hay algo que “no pasará”, la
palabra de Dios como verdad y como promesa (Mc 13,31). Esa tendría que ser,
para nosotros, los creyentes, la roca sobre la que fundamentar nuestras
esperanzas. Alguien tiene que ofrecer al mundo un fundamento sólido y estable
sobre el que afianzar nuestra esperanza, donde todo es contingente o relativo
surge inmediatamente la inseguridad. Donde todos dudan, ¿quién se siente
seguro? Cuando todos duden, nosotros tenemos que ofrecer seguridad. Donde todos
están perdiendo la esperanza, nosotros tenemos que estar “firmes en la
esperanza”.
El fundamento de nuestra fe tiene
que ser esa Palabra de Jesús que “mis palabras no pasarán” (Mc 13,31). Podremos
aceptarla o rechazarla, pero seguirá ahí como faro de referencia. Tal vez uno
de nuestros grandes problemas a todos los niveles eclesiales sea precisamente
éste: “Cuestionarlo todo y carecer de puntos de referencia seguros.” Entonces
todo es caos y relativo, donde vivir en la verdad o la mentira nos da lo mismo,
y eso no puede ser un referente para los que tenemos fe.
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