DOMINGO DE NAVIDAD – A (domingo 25 de diciembre de 2016)
Proclamación del Santo Evangelio según San Juan: 1,1-18:
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas
fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que
existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz
brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino
como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio
de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina
a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero
a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder
de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de
la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como
Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel
del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía
antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos
recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero
la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a
Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que es Dios y está en el seno del
Padre. PALABRA DEL SEÑOR.
Reflexión:
Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.
El evangelio de hoy tiene siguientes secuencia:
1)“Al principio
existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo
nada de todo lo que existe” (Jn 1,1-3). 2) “En ella estaba la vida, y la
vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4). 3) “La Palabra era la luz verdadera que,
al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo
fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció” (Jn 19-10). 4) “Pero a todos los que la recibieron, a los
que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos
no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del
hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Jn 1,12-13). 5) “La Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como
Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). 6) “De su plenitud,
todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque
la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado
por Jesucristo” (Jn 1,16-17). 7) “Nadie
ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que es Dios y
está en el seno del Padre” (Jn 1,18).
“¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos sus
hijos, y lo somos realmente sus hijos” (1 Jn 3,1). “El que no ama no ha conocido
a Dios, porque Dios es amor” (I Jn 4,8). Así Dios nos manifestó su amor: “Envió
a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él” (I Jn 4,9).
Esta es la única razón y motivación por lo que Dios quiere estar con nosotros
(Is 7,14).
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para
que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no
envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”
(Jn 3,16-17).
Dios dice por el profeta: "Juro por mi vida que yo no
deseo la muerte del pecador, sino que se convierta de su mala conducta y viva.
Conviértanse, conviértanse de su conducta perversa! ¿Por qué quieren morir,
casa de Israel?" (Ez 33.11).
“Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel,
después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su mente, y la
escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jer
31.33).
“Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu
nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que
observen y practiquen mis leyes. Ustedes habitarán en la tierra que yo he dado
a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36.26-28).
El prólogo de San Juan nos indica que el Hijo de Dios ha
sido generado en el seno del Padre, fuera del tiempo, desde toda la eternidad.
Por su parte, San Mateo y San Lucas nos cuentan los detalles históricos del
nacimiento de Jesucristo en la tierra. Así, en la Persona de Jesucristo, las
dos naturalezas, la humana y la divina, han quedado inseparablemente unidas.
Esto era lo que experimentaba cada uno que se acercaba a Jesús: estando en todo
igual a nosotros, era al mismo tiempo tan diverso.
Nacido de la Virgen María (Lc 2,6) se hizo verdaderamente
uno de los nuestros (Jn 1,14), semejante en todo a nosotros, excepto en el
pecado (Heb 4,15). Jesús no tenía pecado, por eso sus gestos y sus palabras
brillaban como luz entre las tinieblas (Jn 1,4). El que no se escandalizó ante
este espectáculo contempló en Él la gloria del Padre, lleno de gracia y de
verdad (Jn 1,13). A todos los que lo recibieron y creyeron en su nombre, Jesús
les dio poder de hacerse hijos de Dios (Jn 1, y no dudó de entregarse a la
muerte por ellos: "Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre
nos mereció la vida.
“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Cristo, desde toda la eternidad, estaba junto
a Dios; él mismo era Dios, era la Palabra o Sabiduría viviente de Dios. Cuando
llegó la plenitud de los tiempos, esa Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Lo hizo para iluminar con su
luz a todos los hombres. Los que reciben esa luz, es decir, los que acogen esa
Palabra y por lo tanto a Dios, llegan a ser hijos de Dios.
A la ternura del pesebre se ha de unir entonces la
admiración por el misterio infinito que se encierra en la simplicidad de Belén.
Ese niño es el Hijo eterno del Padre, por quien fueron hechas todas las cosas,
es la Sabiduría de Dios, es “luz verdadera que al venir a este mundo ilumina a
todo hombre”. Ese niño vino a elevar lo terreno a un nivel divino, que hace
entrar en este mundo la gloria sobrenatural de Dios. Unos Padres de la Iglesia
llegan a decir que Dios se hizo hombre,
para que el hombre se hiciera Dios.
En la simplicidad del pesebre de Belén (Lc 2,6), y luego en
las callejuelas de Nazaret, en los caminos de su tierra querida, era el mismo
Hijo de Dios el que se hacía presente,
era el Dios eterno que quiso manifestar su gloria en la sencillez y humildad de
nuestra vida.
Verdad básica de la fe cristiana es que Dios asumió nuestra
naturaleza humana, “acampó” entre nosotros (Jn 1,14), para comunicarnos su vida
divina y para darnos a conocer la intimidad del Padre. No permaneció, pues,
callado, encerrado en su misterio. Se nos ha manifestado en su palabra y en su
persona. Su verdad, su luz ilumina nuestro interior. Yes uno de nosotros, de
nuestra propia “carne” humana. Esto es lo que celebramos en Navidad y nos llena
de alegría y da un nuevo sentido a nuestra existencia.
Todos necesitamos la sabiduría de Dios (Prov 2,6), la luz de
su Palabra para descubrir el sentido de nuestra vida. Su sabiduría, su palabra
nos ayuda a ver las cosas con los ojos de Dios, que es “luz de los que creen en
él” (Jn 8,12). Si no recibimos a Cristo como la Palabra definitiva de Dios, no
nos extrañemos del desconcierto y de la confusión espiritual que reinan en
nuestro mundo. Se puede seguir diciendo, como dijo Jesús de muchos de sus
contemporáneos, que “andan como ovejas sin pastor”.
En su carta a los efesios, san Pablo pone de relieve que
Dios Padre “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en
el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que
fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor”. Ante tan
espléndida generosidad de parte de Dios Padre, es natural que respondamos con
nuestra bendición a él: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo…” La bendición descendente de Dios y
la ascendente de nuestra alabanza se encuentran en la persona de Cristo.
La mejor bendición que nos ha otorgado Dios es que “nos ha
destinado a ser sus hijos” (I Jn 1,3). San Pablo pide a Dios que conceda a sus
cristianos “espíritu de sabiduría y de revelación para que les permita
conocerlo verdaderamente”. Le pide asimismo que ilumine sus corazones para que
“puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria
que encierra su herencia”.
San Juan termina el
prólogo de su evangelio diciendo: “Nadie ha visto jamás a Dios; el que
lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Hay quien considera básica esta afirmación,
al igual que la anterior de que “la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros”. Solamente Jesús nos ha contado cómo es Dios, cómo nos quiere, cómo
busca construir un mundo más humano para todos.
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