DOMINGO XXII – B (29 de Agosto del 2021)
Lectura del santo evangelio según san Marcos 7, 1-8. 14-15.
21-23
7:1 Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén
se acercaron a Jesús,
7:2 y vieron que algunos de sus discípulos comían con las
manos impuras, es decir, sin lavar.
7:3 Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no
comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus
antepasados;
7:4 y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las
abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por
tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de
bronce.
7:5 Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a
Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de
nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?"
7:6 Él les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de
ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí.
7:7 En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son
sino preceptos humanos.
7:8 Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir
la tradición de los hombres".
7:14 Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo:
"Escúchenme todos y entiéndanlo bien.
7:15 Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede
mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre.
7:21 Porque es del interior, del corazón de los hombres, de
donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los
homicidios,
7:22 los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños,
las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino.
7: 23 Todas estas cosas malas proceden del interior y son
las que manchan al hombre" PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados hermano Paz y Bien.
Anterior domingo: Jesús preguntó a los Doce: "¿También
ustedes quieren irse? Simón Pedro dijo: ¿a quién iremos? tú tienes palabras de
vida eterna” (Jn 6,67). Un día preguntaron: ¿Qué de bueno hare para heredar la
vida eterna? Respondió Jesús: Cumple los mandamientos (Mt 1916). Las leyes de
la salvación los pone Dios y no el hombre. Ya desde el inicio Dios impuso al
hombre este mandato: “Puedes comer de todos los frutos de los árboles del jardín,
pero no tocaras del árbol de la ciencia del bien y del mas, el día que toques
de ella ten certeza que morirás” (Gn 2,16). Es Dios quien pone el límite entre
el bien y el mal y no el hombre. La gran
tentación es que el hombre quiere comer del árbol prohibido poniendo a su
criterio los límites del bien y del mal; ya el profeta advierte al respecto: “Ay
de aquello que llaman bien al mal y al mal bien, cambien las tinieblas por luz
y la luz por tinieblas, arderán como pasto seco en el fuego” (Is 5,20). En lugar
de buscar conveniencias, mejor seria hacer una obra de caridad con amor y todo
será puro” (Lc 11,41).
Las lecturas de hoy nos hablan de la Ley de Dios y de los
legalismos y anexos que se le habían ido haciendo a esa Ley divina a lo largo
del tiempo, hasta que Jesús decide desglosar de todo lo que los hombres le
habían ido agregando. Dios entregó a Moisés su Ley para el cumplimiento
estricto de todos: del viejo pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que
es hoy la Iglesia de Cristo. Más aún, es una Ley tan sabia, tan
prudente y tan necesaria que es indispensable seguirla, tanto para el bien
personal y como para el bien de los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el
bien mundial.
Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que
Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de
los seres humanos. Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos
encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y
hacemos daño a los demás.
Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha
sido sembrada en nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el
Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 1, 17-18.21-22.27): “ha sido
sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”. Es por ello que
nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar de
ella.
Moisés, quien había recibido las instrucciones directamente
de Dios, había instruido al pueblo así: “No añadirán nada ni quitarán nada a lo
que les mando” (Dt 4,2). Pero sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron
anexando a la Ley una serie de detalles minuciosos prácticamente imposibles de
cumplir, además de interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de
vista el verdadero espíritu de la Ley.
Por todo esto Cristo tuvo que aclarar bien lo que era la Ley
y lo que eran los anexos y legalismos. Y tuvo que ser sumamente
severo contra los Fariseos, que regían la vida religiosa de los judíos, y
contra los Escribas, que eran los que fungían de intérpretes de la Ley. (Mt.
23, 1-34 y Lc. 11, 37-47) Tal es el caso que nos narra San Marcos en el
Evangelio de hoy (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23): en una ocasión los
discípulos de Jesús no cumplieron las normas de purificación de manos y
recipientes, según se exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos.
Ante el reclamo de unos Escribas y Fariseos, el Señor les
responde algo bien fuerte: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías!
¡hipócritas! cuando escribió: Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de Mí ... Ustedes dejan de un lado el
mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres” (Mc 7,8).
A juzgar por la respuesta de Jesús, definitivamente se
habían agregado cosas humanas a la Ley divina. No habían cumplido lo
que Moisés, por orden de Dios, había instruido: no quitar ni agregar
nada a la Ley. Y por eso habían puesto cargas tan pesadas que ni
ellos mismos cumplían (Mt 23,4). Y cada vez que le reclamaban a
Jesús el incumplimiento de estas cargas absurdas, con gran severidad les iba
tumbando todos los legalismos y anexos que habían ido agregando a la Ley de
Dios.
En otra oportunidad fue Jesús mismo quien se sentó a la
mesa, precisamente casa de un Fariseo, sin la rigurosa purificación
exigida. Al anfitrión reclamarle, Jesús no se midió en su respuesta,
ni siquiera por ser el invitado: “Eso son ustedes,
fariseos. Purifican el exterior de copas y platos, pero el interior
de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades. ¡Estúpidos! ...
Según ustedes, basta dar limosna sin reformar lo interior y todo está limpio”
(Lc. 11, 37-41).
Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo
importante no es lo exterior sino lo interior. Lo importante no son
los detalles que se habían inventado, sino el corazón del hombre. Es
hipocresía lavarse muy bien las manos y tener el corazón lleno de vicios y
malos deseos. Es hipocresía aparentar por fuera y estar podrido por
dentro. Lo que hay que purificar es el interior, lo que el ser
humano lleva por dentro: en su pensamiento, en sus
deseos. Los pecados brotan del interior, no del exterior...
Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús:
“Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar
al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del
hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los
homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el
desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la
frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al
hombre” (Mc 7,15.21-23). Son todas cosas que nos ensucian y que
debemos expulsar de nuestro interior para no estar manchados.
Nosotros tal vez no tengamos legalismos agregados, pero sí
podríamos revisar nuestro interior a ver si tenemos cosas de esas que nos
ensucian. Y entonces limpiarnos con el arrepentimiento y la
confesión.
La Segunda Lectura de la Carta del Apóstol Santiago (Stgo.
1, 17-18; 21-22.27) nos recuerda la importancia de “aceptar dócilmente la
palabra que ha sido sembrada” en nosotros, y que no basta escucharla, sino que
hay que ponerla en práctica, sobre todo en obras de justicia, caridad y
santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y guardarse de
este mundo corrompido”.
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Paz y Bien
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