DOMINGO XVIII - A (06 de Agosto del 2023)
Proclamación del santo evangelio según Mateo 17,1-9:
17:1 Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a
su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
17:2 Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro
resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
17:3 De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando
con Jesús.
17:4 Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos
aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías".
17:5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los
cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo".
17:6 Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en
tierra, llenos de temor.
17:7 Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
"Levántense, no tengan miedo".
17:8 Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a
Jesús solo.
17:9 Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No
hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre
los muertos". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigo en el Señor Paz y Bien.
Dice Jesús: “Uds. no han oído nunca la voz de mi Padre, ni
han visto nunca su rostro” (Jn 5,37). “El que escucha mi Palabra y cree en el
que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado
de la muerte a la vida” (Jn 5,24); “Tu eres mi Hijo amado yo te he engendrado
hoy” (Lc 3,22); La voz de Dios devuelve a Pedro a la situación presente:
"Este es mi Hijo, el que yo quiero: escúchenlo a él" (Mt 17,5).
Moisés y Elías ya no tienen nada que decir a los discípulos (de hecho no hablan
con ellos); sólo a él, a Jesús, a quien Dios llama Hijo suyo, hay que escuchar;
Porque la Ley y los Profetas ya están cumplidos en el Hijo. Para el momento
presente Dios tiene una oferta nueva que presenta por medio de Jesús: convertir
este mundo en un mundo de hermanos (Mt 23,8) en el que todos los hombres puedan
vivir felices (Jn 13,17). Esa posibilidad sólo se ofrece por medio de Jesús,
"y de pronto, al mirar alrededor, ya no vieron a nadie más que a Jesús
sólo con ellos", y el camino para lograr que se realice pasa por la
entrega sin condiciones, hasta la muerte, si es preciso. No porque Dios exija
sangre, sino porque los responsables de la injusticia y del sufrimiento que
padece la mayoría de la humanidad van a utilizar toda la violencia de que
dispongan para que ese mundo de hermanos nunca se haga realidad; y porque esa
violencia sólo podrá ser vencida con el amor llevado hasta la entrega de la
propia vida superando la tentación de huir ante las dificultades o ante el
fracaso, manteniendo firme la confianza en Dios, que hará que la vida venza a
la muerte.
Hoy celebramos la fiesta de la transfiguración del Señor.
¿Qué significa para los creyentes la transfiguración? Para responder a esta
inquietud es conveniente situarnos en un contexto soteriológico o salvífico. Ya
en su primer discurso el Señor nos adelantó algo importante respecto al Reino
de Dios al decirnos: “Felices los que tienen el corazón puro y limpio, porque
ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Además nos dijo “Felices los que son perseguidos
por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie
en toda forma a causa de mí (Cruz). Alégrense y regocíjense entonces, porque
ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera
persiguieron a los profetas” (Mt 5,10-12). Pero también nos dijo: “Ustedes
serán odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el
fin se salvará” (Mt 10,22). Y en ¿qué consiste la salvación? Ver el rostro
glorificado resplandeciente de Dios, que no es sino Jesús transfigurado.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó
a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le
aparecieron Moisés (Ley) y Elías (Profeta) hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta
visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa
con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres
tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan
contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le
acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade
que no sabía lo que decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube
resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo,
el Amado, en quien tengo mis complacencias: Escúchenlo (Mt 17, 5).
}¿QUÉ SIGNIFICA LA PALABRA “TRANSFIGURACIÓN”? La palabra
“transfiguración” viene de las raíces latinas trans (“al otro lado”) y figura
(“forma”). Por lo tanto, significa un cambio de forma o apariencia. Esto es lo
que le sucedió a Jesús en el evento conocido como la Transfiguración: Su
apariencia cambió y se convirtió en un cuerpo glorioso. ¿Qué es gloria o
glorioso? El actuar de Dios para redimir o salvar a la humanidad. Esta
transfiguración se suscita en dos partes: 1) la Palabra se hizo carne (Jn
1,14), es decir Dios cambia del estado glorioso al estado humano (Hipostasis),
2) Del estado humano al estado glorioso: “De pronto, se produjo un gran temblor
de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro
y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras
eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron
como muertos. El Ángel dijo a las mujeres: No teman, yo sé que ustedes buscan a
Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho”
(M 28,2-6). Mismo Jesús glorificado les dijo: "Cuando todavía estaba con
ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de
mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos". Entonces les
abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió:
"Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los
muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía
predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto” (Lc 24,44-48). Esta escena del estado
glorioso que es el estado natural del ser de Dios, es esta escena que ahora se
nos muestra en unos segundos en sus apóstoles: Pedro, Santiago y Juan
(transfigurado).
¿QUÉ SUCEDIÓ JUSTO ANTES DE LA TRANSFIGURACIÓN? En Lucas
9:27, al final de un discurso a los doce apóstoles, Jesús añade,
enigmáticamente: “Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no
morirán antes de ver el Reino de Dios”. Esto a menudo se ha tomado como una
profecía que se produciría del fin del mundo antes que la primera generación de
cristianos se extinguiera. La frase “reino de Dios” también puede referirse a
otras cosas incluyendo la Iglesia – la expresión externa del reino invisible de
Dios. El reino está encarnado en Cristo mismo y por lo tanto podría ser “visto”
si Cristo se manifestara de una manera inusual, incluso en su propia vida
terrenal.
En la montaña tres de ellos (Santiago, Pedro, Juan) ven la
gloria del Reino de Dios que brilla fuera de Jesús y están eclipsados por la
santa nube de Dios. En la montaña, en la conversación de Jesús transfigurado
con la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías), se dan cuenta de que la verdadera
estadía o estar con Dios ha llegado. En la montaña se enteran de que el
mismo Jesús es la Palabra completa de Dios (Jn 1,14). En la montaña ven
el “poder” (dynamis) del Reino que viene en Cristo”(Jesús de Nazaret).
Aquí, podemos tener la clave para entender la declaración
misteriosa de Jesús justo antes de la Transfiguración. Él no estaba hablando
del fin del mundo. Estaba hablando de esto. De hecho, Lucas señala que la
Transfiguración tuvo lugar “como ocho días después de estas palabras”,
subrayando así su proximidad, lo que sugiere que fue el cumplimiento de esta
sentencia.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor
fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de
la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus
días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para
confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los
Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de
ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él
fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió
esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta
voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2
Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los
discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en
su alma toda la vida. La transfiguración les revela a un Cristo que no se
descubre en la vida de cada día, sino que está ante ellos como Alguien en quien
se cumple la Alianza Antigua (Jer 31,33), y, sobre todo, como el Hijo elegido
del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total, al
que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra como
el tesoro escondido (Mt 13,44).
¿Qué es el Cielo que nos espera, donde contemplaremos el
rostro glorioso de Dios, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante,
sino en una eternidad? Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente
los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo
mis complacencias: escúchenlo (Mt 17, 5).
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo
de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos
enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también
glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que
los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura
que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran
sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera.
El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder
bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su
Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor
físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento
entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor
paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos
aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No
se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo
de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer,
“Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil.
Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará
verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad
grave, mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos
la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros
cristianos: ¿quién los hará daño, si no piensan más que en obrar bien? Pero si
sucede que padecen algo por amor a la justicia, son bienaventurados (1Pdr 3,
13-14). La Iglesia celebra la Transfiguración del Señor, que ocurrió en
presencia de los apóstoles Juan, Pedro y Santiago. Es aquí donde Jesús conversa
con Moisés y Elías, y se escucha desde una nube la voz de Dios Padre
que dice “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo” (Lc. 9, Mc. 9,
Mt. 17).
En el Catecismo de la Iglesia Católica (555), en referencia
al pasaje bíblico, se menciona que “Por un instante, Jesús muestra su gloria
divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para ‘entrar
en su gloria’ (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés
y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas
habían anunciado los sufrimientos del Mesías (Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es
la voluntad por excelencia del Padre”, señala el Catecismo.
Escuchadlo... Los hombres ya no tenemos tiempo para
escuchar. Nos resulta difícil acercarnos en silencio, con calma y sin
prejuicios al corazón del otro para escuchar el mensaje que todo hombre nos
puede comunicar. Encerrados en nuestros propios problemas, pasamos junto a las
personas, sin apenas detenernos a escuchar realmente a nadie. Se diría que al
hombre contemporáneo se le está olvidando el arte de escuchar.
En este contexto, tampoco resulta tan extraño que a los
cristianos se nos haya olvidado que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Y
sin embargo, solamente desde esa escucha cobra su verdadero sentido y
originalidad la vida cristiana. Más aún. Sólo desde la escucha nace la
verdadera fe.
Un famoso médico siquiatra decía en cierta ocasión: «Cuando
un enfermo empieza a escucharme o a escuchar de verdad a otros... entonces,
está ya curado». Algo semejante se puede decir del creyente. Si comienza a
escuchar de verdad a Dios, está salvado. La experiencia de escuchar a Jesús
puede ser desconcertante. No es el que nosotros esperábamos o habíamos
imaginado. Incluso, puede suceder que, en un primer momento, decepcione
nuestras pretensiones o expectativas.
Su persona se nos escapa. No encaja en nuestros esquemas
normales. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas seguridades e intuimos
que nos conduce hacia la verdad última de la vida. Una verdad que no queremos
aceptar.
Pero si la escucha es sincera y paciente, hay algo que se
nos va imponiendo. Encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que
dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún.
Alguien que es la Verdad.
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