DOMINGO XI – B (14 de
junio del 2014)
Proclamación del evangelio
según San Marcos 4,26-34:
En aquel tiempo dijo Jesús
a la gente: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la
tierra, sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va
creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un
tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto
está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la
cosecha".
También decía:
"¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá
para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es
la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada,
crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus
ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
Con muchas parábolas
como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían
comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en
privado, les explicaba todo. PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en
el Señor Paz y Bien.
Todo lo explicaba
Jesús a la gente por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas (Mt
13,34). Así hoy, Jesús nos plantea dos parábolas sobre el Reino de Dios (Mc
4,26-34): La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29) y la
parábola del grano de mostaza (Mc 4,30-32)
Les decía: "El
Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra… la tierra por
sí misma produce (Mc 4,26-28). Así es, la
semilla hace su trabajo sola, quien la planta se acuesta a dormir y de la noche
a la mañana, la semilla ha germinado y la planta va creciendo sola, sin que
éste sepa cómo sucede este crecimiento.
En otro episodio dice
Jesús: “No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su
cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la
comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no
siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está
en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de
ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de
su vida? (Mt 6,25-27). Y vamos comprendiendo que en efecto no todo depende del
hombre, hay cosas que no están a nuestro control, por ejemplo: Como bien nos
dice el Señor: La vida no depende de nosotros, pues nosotros no sabemos cuándo
terminaremos nuestra existencia en este mundo.
Así. el Reino de Dios
crece de manera escondida, como la semilla escondida bajo la tierra.
Nadie se da cuenta, pero eso de tan pequeñito como la semilla tiene una
vitalidad y una fuerza de expansión inigualable. Efectivamente, el Reino de
Dios va creciendo en las personas que se hacen terreno fértil para el
crecimiento de la semilla. Y a veces ni nos damos cuenta, igual como le sucede
al labrador que sembró, sólo se da cuenta cuando ve el brote que sale de la
tierra. Hacernos terreno fértil es requisito para dejar que Dios penetre en
nuestra alma para que, El haga germinar su Gracia dentro de nosotros.
Así, la semilla del Reino va germinando y creciendo secretamente dentro de cada
uno.
Venga a nosotros tu Reino (Mt
6,10), rezamos en el Padre
Nuestro. ¿Cómo viene ese Reino? Con la siguiente frase del mismo
Padre Nuestro: Hágase tu Voluntad. El
Reino va creciendo en nosotros, secretamente, pero con la fuerza vital de la
semilla, cuando buscamos y hacemos la Voluntad de Dios en nuestra vida,
tratando de que aquí en la tierra se cumpla la voluntad divina como ya se
cumple en el Cielo: Hágase tu Voluntad así en
la tierra como en el Cielo (Mt 6,10b).Y ese crecimiento del
Reino de Dios es obra del Mismo Señor que hace crecer como la planta, haciendo
que primero la semilla se abra, luego vaya formando su raíz debajo de la
tierra, para luego dar paso a las ramas, las hojas y el fruto.
Observar cómo
crece la planta nos recuerda también que los frutos de santidad, de buenas
obras, de logros que podamos tener en nuestra vida espiritual, no son
nuestros…aunque podamos erróneamente pensar que somos nosotros mismos los que
auto-crecemos en santidad. Si imaginamos a la semilla germinando dentro de la
tierra … ¿se creerá que es ella la que se hace crecer a sí misma?
¿Podemos creer los seres humanos que nuestro crecimiento físico desde que
estamos en el vientre materno hasta la edad adulta lo hacemos nosotros mismos?
De igual modo resulta en la vida espiritual. Ese crecimiento es obra de
Dios. No nos podemos envanecer pensando que si alguna mejora espiritual
tenemos, la debemos a nuestro esfuerzo. Aunque tengamos que
esforzarnos, debemos tener en cuenta que todo es obra de Dios –como en la
semilla. Cierto que tenemos que disponernos a que El haga su labor de
germinación y de crecimiento de nuestra vida espiritual, pero el resultado es
de Dios. ¿No nos damos cuenta que hasta la capacidad de disponernos y de
esforzarnos nos viene de Dios?
Si tenemos en cuenta,
el crecimiento de una planta desde su estado de semilla, veremos que este
proceso se sucede bien lentamente. ¿Qué más nos quiere decir el Señor con
esta comparación? Esta parábola es también un llamado a la paciencia. No
podemos decepcionarnos o impacientarnos en nuestro crecimiento
espiritual. El Señor lo va haciendo, y nos va podando dónde y cuándo El
considere que es necesario, pero Él sabe hacerlo a su ritmo, que es el que más
nos conviene. Hay que perseverar en el esfuerzo hasta el final –es la gracia de
la perseverancia final- pero confiando en Dios, no en uno mismo, porque sólo Él
puede hacer eficaces nuestros esfuerzos y nuestras acciones.
Conviene también subrayar
otro elemento importante como es el fruto: “Tengan cuidado de los falsos
profetas, que se presentan cubiertos con pieles de ovejas, pero por dentro son
lobos rapaces. Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y
todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos
malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos
buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes
los reconocerán” (Mt 7,15-20). Y, para dar buenos frutos conviene lo que el
mismo Señor nos dice: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así
como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes,
si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece
en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero
el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después
se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras
permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán” (Jn 15,4-7).
El Reino de Dios no
crece aquí en la tierra como un relámpago. Cuando sea el fin, sí que será
como un relámpago. Jesús mismo lo dijo: “Como el relámpago brilla en un punto del
cielo y resplandece hasta el otro, así sucederá con el Hijo del Hombre cuando
llegue su día”. (Lc. 17, 24).
Pero mientras el Reino de Dios va creciendo en la tierra, no lo hace de
manera espectacular, ni abrupta. Dios tiene su ritmo. Y para
seguirlo necesitamos tener paciencia porque el momento de Dios se hace esperar.
En la segunda parte
respecto al reino de los cielos nos dice el Señor: “Se parece a un grano de
mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la
tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las
hortalizas” (Mr 4,31-32). El granito de mostaza es la semilla mas pequeñita,
pero la planta crece más que otras hortalizas, porque es un arbusto, en donde
hasta hacen nido los pájaros. Lo del grano y el árbol de mostaza pareciera más
bien referido a la Iglesia. ¿Quién hubiera pensado que aquel grupo
pequeño de 12 hombres podía resultar en lo que es la Iglesia Católica hoy?
Sólo
Dios mismo podía hacer germinar esa semilla desde aquel pequeño núcleo
que comenzó hace 2000 años en Palestina y se expandió por el mundo entero. ¿Quién
fue el artífice de ese crecimiento? El mismo Dios. Los seres
humanos ponemos un granito de arena y El hace el resto. No fue la
elocuencia de los Apóstoles, ni su inteligencia, lo que hizo germinar la
Iglesia. Ellos fueron terrenos fértiles para que el Espíritu Santo
hiciera su trabajo de expansión de la Iglesia a todos los rincones de la tierra.
¿Cómo pudieron conquistar un imperio tan poderoso como el Imperio Romano?
¿Cómo pudieron convencer a los paganos de ir dejando el culto a los ídolos que
el poderío romano imponía? ¿Cómo creció la Iglesia a pesar de la cantidad
de cristianos muertos por el martirio?
La
expansión de la Iglesia ante la opresión y la persecución de los romanos es una
muestra de cómo Dios la hacía germinar igual que al árbol de mostaza. Y
cómo también hacía que en la Iglesia pudieran ir anidando todos los que han
querido formar parte de ella. Hoy también la Iglesia parece acosada desde
muchos ángulos. Dios también es atacado y negado. Siguen habiendo
ídolos y culto a los ídolos. Los nuevos ateos nos atacan y acusan a los
creyentes de ser lunáticos y tontos. Pero las parábolas de este Domingo nos
recuerdan que Dios sigue estando al mando. Que aunque parezca que estamos
perdiendo la partida, sabemos Quién gana y, si hacemos la Voluntad de
Dios, de que ganamos, ganamos. Igual
sucedió en Israel durante el Antiguo Testamento. Es lo que nos dice la
Primera Lectura (Ez 17, 22-24). En este caso nos habla el Señor a
través del Profeta Ezequiel, no de una semilla, sino de la siembra de una rama,
la rama de un cedro. Y dice que lo plantará en la montaña más alta de
Israel y allí también anidarán aves. Es lo mismo que luego recuerda Jesús con
su parábola sobre el grano de mostaza: allí anidarán los pájaros.
Ezequiel pre-anuncia el Reino de Cristo que es la Iglesia; Cristo la describe
de manera similar.
También
Ezequiel nos dice: “Y todos los árboles
silvestres sabrán que Yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza
los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles
secos”. ¿No
recuerda esto las palabras del Magnificat: derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a
los ricos los despide vacíos?
¿A qué nos llaman el Magnificat y la profecía de Ezequiel? A la
humildad: los que se creen grandes serán derribados, pero los humildes
–los que se saben pequeños- serán ensalzados y florecerán. ¡Y Dios tiene
sus maneras de derribar y de humillar y de hacer saber que El es el Señor!
La
Segunda Lectura de San Pablo (2 Cor 5, 6-10) nos habla del final: Todos tendremos que
comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que
hayamos hecho en esta vida. Las
lecturas sobre las semillas también nos hablan del final, cuando mencionan el
momento de la siega. Notemos que se nos habla de dos opciones: De premio o
castigo según lo que hayamos hecho en esta vida. No se nos habla sólo de
premio, como muchos hoy en día tienden a pensar. Muchos dicen: “Es
que Dios es infinitamente Misericordioso”. Y eso es cierto. Pero esa
misericordia tiene límites y es la justicia de Dios, para permitir que nos
portemos de manera contraria a sus designios y a su Voluntad. Eso no es
lo que rezamos en el Padre Nuestro.
Dios Misericordioso
pero también es Justo. De hecho, según Santo Tomás de Aquino, su Justicia
viene primero y su Misericordia es una extensión de su Justicia. Dios es
Misericordioso para hacer crecer nuestra semilla de santidad dándonos todas las
gracias que necesitamos. Y es Justo para actuar en consonancia con nuestro
comportamiento. Debemos esforzarnos por lograr el premio a la perseverancia
final, pues la otra opción es el castigo. Y el castigo existe. Dios
es infinitamente Misericordioso, por eso nos da todas las gracias para que la
semilla que fue sembrada en nuestro Bautismo crezca como un árbol frondoso de
santidad. Pero para crecer hay que permitir que Dios haga su labor en
nuestra alma. De lo contrario nos queda la otra opción -el castigo-
porque Dios también es infinitamente Justo.
¿Qué
vamos a escoger? ¿A ser árboles frondosos que florecen? ¿O árboles
secos que se queman? En el Salmo 91 hemos
rezado: El justo crecerá como la palmera, se alzará como
cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor. En la vejez seguirá
dando frutos y estará lozano y frondoso; para proclamar que el Señor es
justo. Y
por todo esto hemos recitado: Es bueno dar gracias al Señor.
Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino.
Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado
a acoger a los hombres de todas las naciones (Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es
necesario acoger la palabra de Jesús: «La palabra de Dios se compara a una
semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño
rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma,
germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG 5).
El
Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es
decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para
"anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18). Los
declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,
3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las
cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (Mt 11, 25). Jesús,
desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre
(Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (Jn 4,6-7;
19,28) y la privación (Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los
pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para
entrar en su Reino (Mt 25, 31-46). (NC 544).
Jesús llama a
entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su
enseñanza (Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita
al banquete del Reino (Mt 22, 1-14), pero exige también una
elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (Mt 13,
44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (Mt 21, 28-32). Las
parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro
o como una buena tierra (Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos
recibidos (Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del
Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es
preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para
"conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13,
11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la
enseñanza de las parábolas es algo enigmático (Mt 13, 10-15). (NC
546).