DOMINGO
III DEL TIEMPO DE CUARESMA – C (28 de febrero de 2016)
Proclamación
del santo evangelio según San Lucas 13,1-9:
En
aquel tiempo se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de
aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus
sacrificios. Él les respondió: "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron
todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si
ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las
dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más
culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si
ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera".
Les
dijo también esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su
viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador:
"Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los
encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió:
"Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y
la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás"
PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados
amigos en el Señor Paz y Bien.
El
evangelio de hoy nos ilustra dos temas que a su vez son complementarias: La conversión
(Lc 13, 1-5). Los frutos (Lc 13,6-9). Quien se ha convertido al evangelio debe dar frutos:
a)
"¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más
pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten,
todos morirán de la misma manera” (Lc 13,2-3).
El
Señor empezó con una llamada a la conversión en el inicio de su predicación: “Se
ha cumplido el tiempo y esta cerca el Reino de Dios; conviértanse y crean en el
Evangelio” (Mc. 1, 15) Más adelante irá explicando las características del Reino,
pero desde un principio se advierte que hace falta una postura nueva de la
mente para poder entender el mensaje de salvación. Pone a los niños como
ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay que «hacerse como niños» o «nacer
de nuevo», como dirá a Nicodemo (Jn. 3, 4) La conversación con la mujer
samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a una persona a la
conversión. A Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a convertirse. Lo
mismo hará con otros muchos.
Cuando
los sacerdotes de Jerusalén enviaron a preguntar a Juan Bautista quién era,
contestó: «Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del
Señor, como dijo Isaías. (Jn. 1, 23) Con estas palabras indica que preparaba el
camino del Mesías, que había de venir, predicando la conversión y la
penitencia. Sus palabras eran claras y fuertes. San Lucas narra esta
predicación y cómo animaba a compartir con los demás lo que se posee, a no
exigir más de lo que marca la justicia en los negocios, a no ser violentos, ni
denunciar falsamente a nadie (Lc. 3, 1-18) Para conseguir vivir sin pecado
proponía el bautismo de agua y la penitencia. Sin embargo, siempre insistió en
que estos medios eran insuficientes, pues él era sólo el precursor: «Yo os bautizo
con agua para la penitencia; pero el que viene detrás de mí es más poderoso que
yo. No soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará en el Espíritu
Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era; reunirá su
trigo en el granero, y la paja la quemará en un fuego inextinguible» (Mt. 3.
11-12)
Cuando
Jesús fue a bautizarse al Jordán, le dijo: «Yo necesito ser bautizado por ti, y
¿tú vienes a mí?» (Mt. 3, 14) Más adelante dirá de Jesús: «He aquí el Cordero
de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn. 1, 29) San Juan Bautista no
tenía el poder de perdonar los pecados, sino solamente predicaba la conversión
y la penitencia preparando el camino del Señor. Como fruto de su labor serán
muchos los que escucharán la doctrina de Cristo. Los dos primeros discípulos de
Jesucristo serán dos discípulos de San Juan Bautista: Juan y Andrés. Además de
estos discípulos primeros, muchos otros discípulos de Juan fueron tras Jesús.
Juan se llenó de alegría, añadiendo: «Conviene que El crezca y yo disminuya»
(Jn. 3, 30).
La
conversión exige que se dé primero un arrepentimiento del pecado: El pecado
mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del corazón del
hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida
construida al margen de los mandamientos de Dios. El pecado mortal supone un
fallo en lo fundamental de la existencia cristiana y excluye del Reino de Dios.
Este fallo puede expresarse en situaciones, en actitudes o en actos concretos.
La
conversión amerita primero renuncia al pecado, el siguiente paso será abrir el
corazón a la luz nueva: “Dios es luz y no hay en El tiniebla alguna” (1 Jn. 1,
5) San Juan explica las posibles actitudes ante la conversión, diciendo: “Todo
el que obra el mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no
sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras
sean manifiestas, pues están hechas en Dios” (Jn. 3, 20-21). Todos los hombres
llevan en su interior la posibilidad de una oposición a Dios. Por el pecado
original la naturaleza humana ha quedado debilitada y herida en sus fuerzas
naturales. La inteligencia se mueve entre oscuridades y cae fácilmente en
engaños. La voluntad se inclina maliciosamente hacia conductas pecaminosas. Las
pasiones y los sentidos experimentan un desorden que les lleva a rebelarse al
impulso de la razón. Esta inclinación al mal que todo hombre posee, se acentúa
con los pecados personales y con la influencia de ambientes corrompidos.
Convertirse
es, en definitiva, cambiar de actitud, tomar otro camino (Lc 15,17). Es una
vuelta a Dios, del que el hombre se aparta por la mala conducta, por las malas obras,
es decir, por el pecado. Esa vuelta a Dios, que es fruto del amor, incluirá
también una nueva actitud hacia el prójimo, que también ha de ser amado.
EL
REINO DE DIOS COMIENZA CON LA CONVERSIÓN PERSONAL: Para entrar en el Reino de
los Cielos es preciso renacer del agua y del Espíritu (Jn 3,5); de esta manera
anunció Jesús a Nicodemo el comienzo del Reino de Dios en el alma de cada
hombre. Para esta nueva vida Dios envía su gracia. La conversión unas veces
será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina; otras, de una manera suave
y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el último momento de la vida. En
las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente que el Señor lo compare
a una pequeña semilla, que crece y da fruto o se malogra. Con estos ejemplos
indica que el Reino de Dios debe empezar por la conversión personal. Cuando un
hombre se convierte, y es fiel, va creciendo en esa nueva vida; después va
influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla el Reino de Dios en el
mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar a todos la conversión,
denunciar todas las situaciones de pecado e ir formando a los que se iban
convirtiendo a su palabra
b)
"Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los
encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" (Lc 13,7).
Hay
otras citas respecto a los frutos: “Cuídense de los falsos profetas, que vienen
a Uds. con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus
frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los
abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos
malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir
frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego.
Así que por sus frutos los reconocerán” (Mt 7,15-20). Quizá lo primero que nos
viene a la mente al pensar en esta frase del Señor es preguntarnos: ¿Qué frutos
he dado en mi vida? Pero habría que preguntarnos antes ¿a qué tipo de fruto se
refiere el Señor en esta frase?
La
figura del árbol utilizada por el Señor es muy gráfica. Un árbol frutal hay que
cuidarlo, regarlo, evitar que insectos o microorganismos lo infecten, cuidar
que los pájaros no se coman los frutos, etc. De la misma manera, si nosotros
queremos dar buenos frutos debemos cuidar de nosotros mismos: “regándonos” con
la Palabra de Dios, los sacramentos, la oración; evitando todo aquello nos
“infecta”: las tentaciones, el pecado; cuidando que el demonio, el mundo y
nuestro hombre viejo “se coman” nuestras buenas intenciones y resoluciones.
El
Señor habla del fruto bueno y del fruto malo (Mt 12,33). Los frutos son las
consecuencias visibles de nuestras opciones y actos. Si actuamos bien,
tendremos buenos frutos, y eso será un indicativo de que lo que hacemos es de
Dios, es parte de su Plan de Amor. Así, los frutos buenos señalan que nos
estamos acercando más al Señor, y los frutos malos que nos alejamos de Él y de
su Plan. Pero hay que señalar que la bondad del fruto no está relacionada
necesariamente con el éxito material o personal, con la eficacia o algo
similar. La bondad de los frutos a la que se refiere el Señor Jesús es el bien
de la persona y las personas, la realización y plenitud. Así por ejemplo,
cuando ayudo a un amigo(a), cuando me esfuerzo por hacer bien una
responsabilidad o cuando estoy atento a las situaciones que me rodean para
ayudar donde se me necesite estoy buscando dar frutos buenos y me acerco a
Dios. Por el contrario, si por “flojera” no ayudo a mi amigo(a), cumplo mis
responsabilidades dando el mínimo indispensable para que no llamen la atención
o estoy encerrado en mí mismo haciendo sólo lo que “me conviene a mí”, entonces
mi fruto será malo y me estaré alejando del Plan de amor que Dios tienen para
mí.
Hay
una relación estrecha entre los frutos y las acciones que tomo. Si mis acciones
son buenas —que buscan y cumplen el Plan de Dios— mis frutos serán
correspondientes; si mis acciones son malas —se alejan del Plan de Dios— mis
frutos seguirán esa ruta. Esta disyuntiva entre estos dos caminos que se me
presentan delante —dar fruto bueno o dar fruto malo— es capital para mi
felicidad, que no es otra que alcanzar el Cielo. Lo vemos en la dureza con la
que el Señor se refiere a los árboles que dan frutos malos: «Todo árbol que no
da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego» (Mt 7,19).
¿CÓMO DAR BUEN FRUTO? «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho
fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). La clave para
dar buen fruto está en permanecer en el Señor Jesús. Y permanecer en Él no es
otra cosa que buscar ser otro Cristo: teniendo los mismos pensamientos,
sentimientos y modos de obrar que el Señor. Debemos preguntarnos
constantemente: ¿los pensamientos que tengo son los pensamientos que hubiera
tenido el Señor? ¿Estos sentimientos que experimento son los que Jesús tendría?
¿Es mi acción como la de Cristo? Se trata pues de conformar toda mi vida con el
dulce Señor Jesús; esforzarme por conocerlo leyendo los Evangelios, buscándolo
en la oración, acudiendo a los sacramentos —particularmente en la Eucaristía y
la Reconciliación—, para así conociéndolo saber cómo piensa, siente y actúa, y
luego confrontarlo con mi pensar, sentir y actuar. De esa manera permaneceremos
en Cristo y Él permanecerá en nosotros, volviéndonos un árbol frondoso que da
muchos frutos buenos. Nuestro camino espiritual nos enseña a conformarnos con
el Señor de la mano de Santa María, por el camino de la piedad filial.
«La
gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos». (Jn
15,8). El Señor no nos pide dar simplemente frutos buenos, sino que además nos
dice que demos “mucho” fruto. El mundo que nos ha tocado vivir necesita de
muchos frutos buenos para cambiar, para ser un mundo mejor y transformarse así
en la anhelada Civilización del Amor. No basta con dar uno o dos frutos buenos
de vez en cuando. Debemos dar muchos frutos buenos, ése es el desafío que nos
ofrece Jesús. Por lo tanto siguiendo la lógica de lo ya explicado debemos
conocer cada vez más a Jesús, para poder conformarnos cada vez más con Él
—hasta poder decir que «es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)— y así nuestra
acción sea una acción que dé muchos frutos buenos. Estos frutos podemos verlos
en nuestra vida personal y en el apostolado que realizamos. En nuestra vida
personal: frutos de conversión, virtudes, dominio de nosotros mismos, una vida
plena y alegre; en nuestro apostolado: la conversión de las personas a las que
llegamos y la infinidad de situaciones que mejoran por el apostolado que
hacemos. “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).