II DOMINGO DE PASCUA – C (03 de abril del 2016)
Proclamación del santo evangelio según
San Juan 20,19-31:
Al atardecer de ese mismo día, el
primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se
encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en
medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Mientras decía
esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría
cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con
ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al
decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los
pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a
los que ustedes se los retengan".
Tomás, uno de los Doce, de
sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros
discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!" Él les respondió:
"Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el
lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré". Ocho días más
tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos
Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio
de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Luego dijo a Tomás:
"Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi
costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomás respondió:
"¡Señor mío y Dios mío!" Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me
has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".
Jesús realizó además muchos otros
signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este
Libro. Estos han sido escritos
para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo,
tengan Vida en su Nombre. PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos en el Señor
Resucitado Paz y Bien.
¿Si llevas cuenta de nuestros
delitos quien podrá resistir? (Slm 129,2). “El Señor es clemente y
misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con
todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Slm 144,8). Con estas citas del
salmo iniciamos nuestra reflexión porque es el domingo de la misericordia y
estamos en el año de la misericordia. En efecto, esta semana hemos revivido una
serie de encuentros con el Verbo de Dios hecho carne (Jn 1,14), el hombre
perfecto resucitado de entre los muertos, quien es el centro de la alegría de
cada corazón y la plenitud de sus aspiraciones, como nos enseña el Concilio
Vaticano II (GS 45). Para culminar esta serie de encuentros con el resucitado
(Jn 20,16-18). Tomemos contacto con el evangelio que dimos lectura y que para
su mejor comprensión las podemos dividir en tres partes:
1) ¿Qué dones trae el Resucitado
para la comunidad? "¡La paz esté con ustedes!... les mostró sus manos y su
costado… Reciban el Espíritu Santo… como el Padre me envió así les envío…” (Jn 20,19-23).
2) ¿Cómo pueden llegar a creer en
Jesús glorificado? ¿Ver para creer como Tomas o creer para ver como Jesús exhorta
al final a Tomas? (Jn 20,24-29) El mismo Señor glorificado conduce a la fe
pascual al incrédulo.
Primera parte: Primer encuentro con la
comunidad reunida (Jn 20,19-23)
Ese mismo día –el primero de la
semana- por la mañana, María Magdalena les había comunicado: “He visto al
Señor” (Jn 20,18). Ahora, al atardecer
(Jn 20,19), es el mismo Jesús quien viene donde los discípulos y se deja ver
por los once. Jesús los encuentra con la puerta cerrada. Todavía están en el
sepulcro del miedo y no están participando de su nueva vida (Jn 20,19). Notemos
lo que va sucediendo en la medida en que Jesús se manifiesta en medio de la
comunidad:
1) Jesús se pone en medio: “Se
presentó en medio de ellos” (Jn 20,19).
Lo primero que hace Jesús es
mostrarles que lo tienen a él, vivo, en medio de ellos, y su presencia los
llena de paz y alegría. En un mundo que les infunde miedo, ellos tienen en
medio al vencedor del mundo. Recordemos que la última palabra de su enseñanza
cuando se despidió de ellos fue: “Les he dicho estas cosas para que tengan paz
en mí. En el mundo tendrán tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo”
(Jn 16,33).
2) Jesús les da la paz: “Y les
dijo: La paz con ustedes” (Jn 20,19)
El don primero y fundamental del
Resucitado es la paz. Tres veces en este pasaje del evangelio se repite el
saludo: “Paz este con Uds.” (Jn 20,19.21.26) Jesús les había prometido esa paz
que el mundo no puede dar (Jn 14,27).
Ahora, en el tiempo pascual, cumple su palabra porque está en el Padre y
porque ha vencido al mundo (Jn 16,33). Esta victoria de Jesús es el fundamento
de la paz que él ofrece. Y, si bien Jesús no pretende eximir a sus discípulos
de las aflicciones del mundo (Jn 16,33), ciertamente su intención es darles
seguridad, serenidad y confianza en medio de ellas.
3) Jesús les muestra las llagas
de sus manos: “Dicho esto, les mostró las manos...” (Jn 20,20)
El Resucitado no sólo habla de
paz, sino que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento
sólido a su palabra. Para ello les muestra sus llagas. Los discípulos aprenden entonces que el que
está vivo delante de ellos es el mismo Jesús que murió en la Cruz: el
Resucitado es el Crucificado (Jn 12,24). Mostrar las llagas tiene doble
connotación en la comunidad: 1) es una expresión de su victoria sobre la
muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. 2) Es un signo de su inmenso
amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida por los amigos (Jn
15,13); y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde llega mi
amor por ti” (I Jn 4,8). El Resucitado estará siempre lleno de esta victoria y
de este amor que se nos revela tras la Cruz.
En otras palabras, en el Resucitado permanece para siempre el increíble
amor del Crucificado (Jn 14,18).
4) Jesús les muestra la herida
del pecho: “...y el costado” (Jn 20,20)
Jesús les muestra las llagas de
los clavos y también su pecho traspasado por la lanza. De esa herida había fluido sangre y agua
cuando estuvo en la Cruz. Por lo tanto el gesto nos remite a lo que observó el
Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz: “Uno de los soldados le
atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn
19,33). La herida del costado de Jesús permanece para siempre en el cuerpo del
Resucitado como una prueba de que él es la fuente de la verdad y vida (Jn
7,38-39), esa vida nos hace nacer de nuevo en el Espíritu Santo en los
sacramentos (Jn 3,5).
5) Los discípulos, finalmente,
reaccionan con una inmensa alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al
Señor” (Jn 20,20)
La alegría pascual había sido una
promesa de Jesús antes de su muerte: “Estarán tristes, pero su tristeza se
convertirá en gozo... Uds. están tristes ahora, pero volveré a verlos y se
alegrará su corazón y su alegría nadie les podrá quitar” (Jn 16,20.22). Así,
pues, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se convierte en
realidad. Jesús resucitado es el
fundamento indestructible de la paz y la fuente inagotable de la alegría. En
fin, el Resucitado viene y se deja ver. Contemplar al Resucitado es
experimentar el amor sin límite ni medida del Crucificado, participar de su
victoria sobre la muerte y recibir plenamente el don de su vida. Cuanto más comprendan esto los discípulos,
mucho más se llenarán de paz y de alegría.
Jesús Resucitado es el fundamento de la paz y la fuente de la alegría. La
experiencia de vida del Resucitado que lleva a la comunidad a hacer propia la
victoria de Jesús sobre la Cruz, tiene enseguida consecuencias: ella es enviada
con la misma misión, vida y autoridad de Jesús resucitado. De esta manera Jesús
les abre las puertas a los discípulos encerrados por el miedo y los lanza al
mundo con una nueva identidad y como portadores de sus dones (Aquí nace el
Kerigma apostólico). Veamos:
1) Los discípulos reciben la
misma misión de Jesús: “Como el Padre me envió, así también los envío yo” (Jn
20,21)
Jesús les transmite la paz a sus
discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les confía.
Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino de Cruz,
por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de Jesús.
Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo les envío”), así
como el Padre lo envió a Él (Jn 17,18).
En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado (Jn 1,14) y una
forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el
mundo. Como se ve enseguida, el Espíritu
Santo es también el principio creador de la misión.
2) Los discípulos reciben la
misma vida de Jesús: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el
Espíritu Santo” (Jn 20,22). Para que la misión sea posible, los discípulos
deben estar revestidos del Espíritu Santo (Mt 22,12). Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre
ellos los hace “hombres nuevos” (Jn 3,8).
El mismo Jesús de cuyo costado herido por la lanza brotó el agua que es
símbolo del Espíritu Santo (Jn 7,39), él mismo –como en el día de la
creación- infunde en los discípulos el
“Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios (Jn 20,22). Los discípulos resucitan
y pasan propiamente a ser apóstoles de Jesús. El resucitado les da una vida
nueva que no pasará nunca, su misma vida de resucitado, esa vida que tiene en
común con el Padre. Ahora el temor se acabó y los apóstoles proclaman abiertamente
la verdad: “A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes
realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos
conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la
previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio
de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la
muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hc 2,22-24).
Segunda parte: El nacimiento
de la fe en el corazón del incrédulo Tomás (Jn 20,24-29)
El apóstol Tomás, ausente en el
primer encuentro con el Resucitado, rechaza el testimonio de los otros
discípulos (“Hemos visto al Señor”, Jn 20,24), no confía en ellos, porque los
considera víctimas de una alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús
personalmente para constatar que se trata del mismo Jesús que conoció
terrenalmente, con las cicatrices de los clavos y la herida de lanza (Jn
20,24-25). Y el Señor acepta el desafío de Tomás. Jesús no rechaza su solicitud
sino que, contrariamente a lo que se podría esperar, le concede lo pedido. Pero si bien mediante el contacto con sus
llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la
verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto.
Por propia iniciativa se va hasta
donde está Tomás, Jesús le muestra las marcas de su muerte y de su amor: “No
seas incrédulo sino creyente”(Jn 20,27), es decir, le hace sentir que lo ama y
que al dar la vida por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las
llagas responde plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la
última cena: esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios
que lo ama y lo Salva, y la fuente de la vida nueva.
Tomas reacciona (pasa de la
muerte a la vida) con una altísima confesión de fe, como ninguno antes que él:
“¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28).
Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe, pero cuando
llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Señor mío”, Tomás está reconociendo
que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios, ya que “Señor”
es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por tanto Jesús es
Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en la posesión de
la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la creación del
mundo (Jn 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su voluntad y se abre
a la acción de su mano poderosa.
Esta relación con Jesús, basada
en su Señorío, tiene validez porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi
Dios!”. Tomás reconoce a Jesús como el
mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para
salvarlo dándole vida en abundancia.
Para Tomás, todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que
Dios obra. En el corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama
de una fe profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar
de entre los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y contundente que
Él es el Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte.
3. El evangelio como signo
permanente que invita a la fe pascual (Jn 20,30-31). La voz pasa de Jesús a la
del evangelista Juan quien dialoga directamente con nosotros. Si leemos estos
versículos en conexión con Jn 20,29, notaremos enseguida la continuidad. Jesús
pronunció la bienaventuranza del “creer”, pero no dejó claro con base en qué se
daría este “creer”. Ahora Juan nos dice
que el “creer” está basado en el “testimonio pascual”, y dicho testimonio llega
a nosotros por medio del evangelio escrito y por la predicación de la Iglesia
que le da viva voz y la actualiza. Los signos “escritos” (Jn 20,30-31) hacen
referencia al itinerario de la fe propio del evangelio de Juan: sus siete
signos reveladores transversales, las tres pascuas de Jesús y sobre todo el
relato de la Pasión-gloriosa del Maestro. Por esta razón termina diciendo que
redactó su evangelio precisamente con este fin: que los lectores de su libro
crean que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios (Jn 20,30-31). La fe en el mesianismo divino de Jesús se
alimenta de la meditación de los signos realizados por el Señor, entre los
cuales el más estrepitoso consiste en su resurrección de entre los muertos al
tercer día (Jn 2,18), precisamente allí donde nos comunicó su misma vida.
Recordemos aquella escena en que
Jesús dijo a los judíos: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré
a levantar… Él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús
resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la
Escritura y en la palabra que había pronunciado” (Jn 2,19-22). Los discípulos de
Emaús se asombraron y dijeron: “¿Con razón, no nos ardía el corazón cuando Él
nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24,32). San Pablo por su parte dice: “Si se anuncia
que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes afirman que
los muertos no resucitan? ¡Si no hay resurrección, Cristo no resucitó! Y si
Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes…
Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no
resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados. En
consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre… Pero
no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte
vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la
resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos
revivirán en Cristo” (I Cor 15,12-22).