SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Proclamación del Santo Evangelio
según San Lucas 9,11 - 17:
En aquel tiempo, Jesús se puso a
hablar a la multitud sobre el reino de Dios y curó a los que necesitaban. Caía
la tarde y los Doce se le acercaron para decirles: "Despide a la gente
para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y
comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado."
Pero él les dijo: "Denles
Uds. de comer." Pero ellos respondieron: "No tenemos más que cinco
panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda
esta gente." Pues había como cinco mil hombres. Él dijo a sus discípulos:
"Hagan que se acomoden por grupos de unos cincuenta." Lo hicieron
así, e hicieron acomodarse a todos. Tomó entonces los cinco panes y los dos
peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los
partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la
gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían
sobrado: doce canastos. PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXIÓN:
Estimados hermanos(as) en el
señor sacramentado Paz y Bien.
Jesús les respondió: "Denles
ustedes de comer". Pero ellos dijeron: "No tenemos más que cinco
panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para
toda esta gente". Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces
Jesús les dijo a sus discípulos: "Háganlos sentar en grupos de
cincuenta". Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando
los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió… Todos
comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas” (Lc
9,13-17). El evangelio de Juan trae otro relato paralelo y dice: “Unas barcas de
Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el
Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud se dio cuenta de que
Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a
Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron:
"Maestro, ¿cuándo llegaste?" Jesús les respondió: Les aseguro que
ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta
saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece
hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien
Dios, el Padre, marcó con su sello" (Jn 6, 23-27). Aquí, el Señor nos
distingue dos tipos de alimento: el alimento del pan material que perece, y el
alimento que perdura hasta la vida eterna y el pan celestial, el pan de la vida
espiritual (Eucaristía).
En el evangelio de Juan todo el
capítulo 6 nos habla sobre el sentido y el valor real de la eucaristía, así por
ejemplo nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de
esta pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Inmediatamente la gente se pregunta:
“¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no
entendió, y hasta hoy todavía hay muchos que no quieren entender aquella
palabra que el Ángel dijo a Marìa: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37)
Jesús mismo nos ha dicho: “Todo es posible para Dios” (Mt 19,26). Y así un día
convirtió el agua en vino: Al decir a los sirvientes: "Llenen de agua
estas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. "Saquen ahora, -agregó
Jesús- y lleven al encargado del banquete". Así lo hicieron. El encargado
probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los
sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: "Siempre
se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de
inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este
momento" (Jn 2,3ss). Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo
en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
(Jn 27-11). Así pues, la omnipotencia de Dios hizo posible que su Palabra se
hiciera carne (Jn 1,14), que esa Palabra que es su Hijo, tiene el poder de
convertir el agua en vino, hoy convierte ante nuestros ojos el Pan en su cuerpo
y el vino en su sangre al decir: "Tomen y coman que esto es mi Cuerpo".
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y
beban todos de él, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza que será
derramada por Uds para el perdón de los pecados, y hagan esto en conmemoración
mía” (Mc 14,22).
En la oración del Padre Nuestro
pedimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11),. Sin embargo, ese
alimento diario, que pedimos y que Dios nos proporciona a través de su Divina
Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el Pan
Espiritual, el Pan de Vida. No podemos estar pendientes solamente del alimento
material. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan
Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.
Jesucristo murió, resucitó (Lc
24,6) y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre (Credo).
Pero también permanece en la Hostia Consagrada (Mt 26,26), en todos los
sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es
decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser ese alimento
que nuestra vida espiritual requiere. Es este gran misterio lo que conmemoramos
en la Fiesta de Corpus Christi. El Jueves Santo Jesucristo instituyó el
Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que nos
dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de ese
día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida, y
sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte.
Por eso la Iglesia, con gran
sabiduría, ha instituido esta festividad en esta época en que ya hemos superado
la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su
Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente
hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en
Pentecostés (Jn 20,21-22).
Jesús dijo a sus discípulos: “Yo
estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Lo mismo:
“No les dejare huérfanos” (Jn 14,18). Y saben por qué; porque como Juan dice:
Dios es amor (IJn 4,8). “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único,
para todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16). Jesús mismo nos ha dicho: “Si alguien me ama,
guardará mis palabras y mi padre lo amara y vendremos y haremos morada en el
èl” (Jn 14,23). Por eso, pienso que fue la mejor definición que dio de sí el
Hijo al decirnos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de
este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Al menos en su relación con nosotros
es Jesús quien se dona en la Eucaristía. Convertirse en pan sin necesidad de
panaderos porque de ello hace el Espíritu santo y darse a comer como pan y
carne. Todo ello, ¿qué significa sino que Jesús no vive para sí sino que vive
para que todos tengamos vida eterna. Pero pensar que Dios se hace pan y se hace
carne para que podamos comerlo, realmente es todo un exceso de amor y de
entrega. El pan no sirve para nada si no es para que lo comamos. El pan no es
para sí mismo ni para guardarlo. El pan es siempre para los otros. La carne no
es para sí misma, es para que otros puedan alimentarse.
Los judíos que escuchaban a Jesús
se escandalizaron y disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne? (Jn 6,52). Dios siempre ha sido escandaloso para los hombres porque es
tan creativo que hace cosas que ni se nos ocurre pensarlas. Esa es la
Eucaristía. Algo tan sencillo como es comulgar y algo tan misterioso que es
comernos a Dios entero. Algo tan misterioso que Dios en su loco amor por
nosotros se hace vida en nuestra vida. Por eso, no cabe duda que, la Eucaristía
es uno de los mayores milagros del amor de Dios. Por tanto, debiera ser también
una de las experiencias más maravillosas de los hombres. Sin embargo, uno
siente cierta sensación de insatisfacción. ¿No la habremos devaluado demasiado?
Y no porque no comulguemos, sino porque es posible que no le demos el verdadero
sentido a la Comunión que es comunión con el mismo Hijo que nació de las
entrañas de María la virgen y con el mismo Jesús crucificado y resucitado. Es
comunión con el pan glorificado.
Dios buscó el camino fácil y lo
más sencillo posible para nuestro encuentro. Y a nosotros pareciera que lo
fácil no nos va, como que preferimos lo complicado y difícil. Una de las
maneras de deformar la Eucaristía es no vivir lo que en realidad significa. En
la segunda lectura, Pablo nos dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.”
Somos muchos y somos diferentes. Somos muchos y pensamos distinto. Sin embargo,
todos juntos formamos un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, una
sola familia. ¿Por qué? Sencillamente porque “todos comemos del mismo pan”. Por
tanto, comulgar significa unidad, sentirnos un mismo cuerpo, una misma familia.
De modo que no podemos comulgar “del mismo pan” y salir luego de la Iglesia tan
divididos como entramos.
No olvidemos que la Eucaristía es
mucho más que un acto piadoso individualista, es el Sacramento de la Iglesia.
Es el Sacramento del amor de Dios que nos ama a todos. Es el Sacramento de la
unidad, donde por encima de nuestras diferencias, todos nos sentimos miembros
de un mismo cuerpo que es Jesús, que es la Iglesia. Por eso San Pablo nos habla
desde su experiencia. Las primeras divisiones en la Iglesia nacieron de la
celebración de la Eucaristía. Todos participaban en la misma celebración, pero
mientras unos comían bien, los otros pasaban hambre. Pablo les dice
enérgicamente: “Esto no es celebrar la Cena del Señor”. No se puede comulgar a
Cristo si a la vez no comulgo con mi hermano. No se puede recibir el pan de la
unidad, si vivimos divididos. Por eso decimos que “la Iglesia hace la
Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia”. “Aunque somos muchos, formamos un
solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan.” El fruto de nuestras
Eucaristías tendría que ser “la espiritualidad de unidad y de la comunión
fraterna”.
Por lo que significa esta unión
con Dios en la sagrada comunión, hay requisitos que cumplir, por eso cualquiera
no comulga sino el que está en gracia de Dios. Así es como lo describe San
Pablo: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo
siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio
gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes.
Hagan esto en memoria mía". De la misma manera, después de cenar, tomó la
copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la
beban, háganlo en memoria mía". Y así, siempre que coman este pan y beban
esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que
coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del
Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de
comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo
del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,23-29). También hay citas que diversas que resalta la
importancia de la Eucaristía: Éxodo 24, 8; Jeremías 31, 31; Matero 26, 28; Marcos 14, 24; Lucas 22, 20; 2 Corintios 3, 6; Hebreos 8, 8;
Hebreos 10, 29.
El Nuevo Catecismo nos dice que
la Eucaristía es el sacrificio sacramental porque es acción de gracias,
memorial y presencia real de Cristo glorificado. En efecto, “si los cristianos
celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su
substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de
liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera
de su pasión: "Haced esto en memoria mía" (1 Co 11,24-25).
Cumplimos este mandato del Señor
celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que
Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos
por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la
Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente. Por
tanto, debemos considerar la Eucaristía:
— como acción de gracias y
alabanza al Padre,
— como memorial del sacrificio de
Cristo y de su Cuerpo,
— como presencia de Cristo por el
poder de su Palabra y de su Espíritu.
La acción de gracias y la
alabanza al Padre: “La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada
por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de
gracias por la obra de la creación. En el Sacrificio Eucarístico, toda la creación
amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de
Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en
acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo
en la creación y en la humanidad” (NC N°1359). La Eucaristía es un sacrificio
de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su
reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado
mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía"
significa, ante todo, acción de gracias. “La Eucaristía es también el
sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en
nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a
través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su
intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por
Cristo y con Cristo para ser aceptado en él” (NC N° 1361).
El memorial sacrificial de Cristo
y de su Cuerpo, que es la Iglesia: “La Eucaristía es el memorial de la Pascua
de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en
la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas
encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis
o memorial” (NC N°1362). En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el
memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la
proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (Ex
13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta
forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de
Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se
hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a
estos acontecimientos.
El memorial recibe un sentido
nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace
memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que
Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (Hb
7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el
que "Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado" (1Co 5, 7), se realiza la
obra de nuestra redención» (LG 3).
Por ser memorial de la Pascua de
Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la
Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: "Esto
es mi Cuerpo que será entregado por vosotros" y "Esta copa es la
nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros" (Lc
22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó
en la cruz, y la sangre misma que "derramó por muchos para remisión de los
pecados" (Mt 26,28).
La presencia de Cristo por el
poder de su Palabra y del Espíritu Santo:
"Cristo Jesús que murió, resucitó, que
está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34), está
presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la
oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén reunidos en mi
nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46),
en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la
persona del ministro. Pero, "sobre todo, (está presente) bajo las especies
eucarísticas" (NC N° 1373).
El modo de presencia de Cristo
bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de
todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida
espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" (Summa
theologiae 3, q. 73, a. 3). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están
"contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto
con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente,
Cristo entero" (Concilio de Trento: DS 1651). «Esta presencia se denomina
"real", no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen
"reales", sino por excelencia, porque es substancial, y por ella
Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (NC N°1374).
Mediante la conversión del pan y
del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los
Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de
la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta
conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que: «No es el hombre quien hace
que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo
mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo,
pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto
es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (NC N° 1375).
La presencia eucarística de
Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que
subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada
una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la
fracción del pan no divide a Cristo (Concilio de Trento: DS 1641).
El culto de la Eucaristía. En la
liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo
las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o
inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia
católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al
sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de
su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas,
presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en
procesión en medio de la alegría del pueblo" (NC N° 1378).
El sagrario (tabernáculo) estaba
primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser
llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la
fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia
del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies
eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar
particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que
subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo
sacramento.
Es grandemente admirable que
Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera.
Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos
su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra
salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado
"hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su
presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien
nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que
expresan y comunican este amor:
La presencia del verdadero Cuerpo
de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, "no se
conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe , la cual se
apoya en la autoridad de Dios". Por ello, comentando el texto de san Lucas
22, 19: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros", san
Cirilo declara: "No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien
con fe las palabras del Salvador, porque Él, que es la Verdad, no miente al
decir: “Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo…”: esto la comunión.
El Señor nos dirige una
invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: "En
verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no
beben su sangre, no tienen vida en Uds" (Jn 6,53). Para responder a esta invitación, debemos
prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen
de conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y
coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el
Cuerpo, come y bebe su propio condenación" (1 Cor 11,27-29). Quien tiene
conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la
Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Ante la grandeza de este
sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las
palabras del Centurión (Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi
casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Para prepararse
convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno
prescrito por la Iglesia (CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos,
vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que
Cristo se hace nuestro huésped.
Es conforme al sentido mismo de
la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (CIC, cans.
916-917), comulguen cuando participan en la misa [Los fieles pueden recibir la
Sagrada Eucaristía solamente dos veces el mismo día. Pontificia Comisión para
la auténtica interpretación del Código de Derecho Canónico, Responsa ad
proposita dubia 1]. "Se recomienda especialmente la participación más
perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del
sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor" (SC 55). La Iglesia
obliga a los fieles "a participar los domingos y días de fiesta en la
divina liturgia" (OE 15) y a recibir al menos una vez al año la
Eucaristía, s i es posible en tiempo pascual (CIC can. 920), preparados por el
sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los
fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más
frecuencia aún, incluso todos los días (NC N° 1389).
Gracias a la presencia
sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola
especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la
Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido
legítimamente como la más habitual en el rito latino. "La comunión tiene
una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos
especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo
del banquete eucarístico" (Institución general del Misal Romano, 240). Es
la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.
Los frutos de la comunión: La
comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la
comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto,
el Señor dice: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en
él" (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete
eucarístico: "Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por
el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57). Lo que el
alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de
manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo
resucitado, "vivificada por el Espíritu Santo y vivificante" (PO 5),
conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este
crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión
eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte,
cuando nos sea dada como viático.
La comunión nos separa del
pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por
nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el
perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo
sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de
futuros pecados: «Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (1
Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de
los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de
los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Por
eso, “el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar
cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo
antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir
el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,27-29).