DOMINGO XXV – B (Domingo 23 de setiembre de 2018)
Proclamación del santo evangelio según San Marcos: 9,31-37:
9:31 Jesús les decía: "El Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte,
resucitará".
9:32 Pero los discípulos no comprendían esto y temían
hacerle preguntas.
9:33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la
casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?"
9:34 Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre
quién era el más grande.
9:35 Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo:
"El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el
servidor de todos".
9:36 Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos
y, abrazándolo, les dijo:
9:37 "El que recibe a uno de estos pequeños en mi
Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a
aquel que me ha enviado". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados hermanos Paz y Bien en el Señor.
¿Cómo ser grande a los ojos de Dios y no a los ojos del
mundo? “El que quiera ser grande, que se
haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo;
así como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y
dar su vida en rescate por una multitud" (Mt 20,26-28; Mc 9,35). La pregunta
recurrente que nos hacemos es: ¿Qué he de hacer para heredar la salvación eterna?
(Mc 10,17). El domingo pasados hemos dicho que la salvación es tema fundamental
en nuestra vida, pero no hemos de obtener la salvación como quisiéramos nosotros
(Mt 16,32). Dios nos salvara como Él quiere (Cruz) y no como deseamos, salvación,
es decir salvación sin cruz. Hoy nos agrega Jesús otro aspecto importante para
nuestra salvación: El servicio con amor es opción estratégica para obtener
nuestra salvación.
El servicio por amor al prójimo por ende a Dios nos pone en
el cielo. Pero, cuidado; donde hay
envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males, nos advierte Santiago en
su carta, no nos encamina a la salvación. Esto puede aplicarse a un grupo, a
una familia, o a una comunidad reunida en torno al altar. La envidia todo lo
envenena, las relaciones familiares, las relaciones sociales; la envidia
arruina la confianza mutua y falsifica y amarga las expresiones de religiosidad.
Con razón dice Santiago que con ella entran en el corazón humano “toda clase de
males”. Lo contrario de la envidia es la caridad, y si la primera es fuente de
conflictos, la segunda lo es de reconciliación. Aquel que ha erradicado de su
corazón la envidia “es amante de la paz”, y por eso “los que procuran la paz
están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”. Porque no puede haber paz
verdadera que no se asiente sobre la justicia, de modo que si no hay justicia
no puede haber paz.
Dice el Evangelio que Jesús “instruía a sus discípulos”. Los
discípulos somos nosotros que, como todos los domingos, nos reunimos para
escuchar su Palabra y celebrar la Eucaristía. ¿Cuál es la enseñanza que el
Señor quiere transmitirnos hoy? Desde luego no se trata de una doctrina
puramente teórica, sino que habla de la vida, del fatal desenlace de la vida de
Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo
matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”. Este es el segundo
anuncio de la Pasión que hace Jesús a sus discípulos y en él destaca la
responsabilidad de los hombres en la muerte del Señor. No se habla aquí de los
‘judíos’ o de los ‘romanos’ como autores materiales de la muerte de Jesús, sino
de los ‘hombres’, para indicar que cada uno ha contribuido con sus pecados a la
pasión de Cristo. No vale decir que ‘aquellos’ lo mataron, como si yo tuviera
las manos completamente limpias de culpa. El Hijo del hombre fue rechazado por
los hombres, y aquí estamos incluidos todos, porque también nosotros, a veces,
con nuestra forma de pensar y actuar, le rechazamos prácticamente, cuando no le
permitimos que él sea ‘Señor’ de nuestras vidas, cuando no aceptamos su
invitación a convertirnos para entrar en el Reino, cuando rehusamos o no
estimamos el don de su gracia y de su perdón. Como esto resulta duro de
admitir, preferimos no darnos por enterados, preferimos discutir de otras
cosas. También a nosotros, como a los apóstoles, nos da miedo preguntarle por
su pasión, por las causas que le condujeron a ella y por nuestra parte de
responsabilidad en su muerte.
El caso es que, mientras Jesús intentaba hacerles comprender
el significado de su pasión y de su entrega a la muerte por todos, los
discípulos se entretenían en discutir sobre “quién era el más importante”. Es
difícil encontrar en el Evangelio una incomprensión mayor: Jesús habla de su
entrega, de su humillación hasta la muerte, y a los discípulos les preocupa el
ascenso social, la promoción a los primeros puestos. Da la impresión de que no
han entendido una palabra del mensaje del Señor. Lo que Jesús es, dice y hace
no ha penetrado todavía en el corazón de los discípulos. Por eso, “se sentó,
llamó a los Doce y les dijo: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de
todos y el servidor de todos”. Esta es la lógica del Reino de Dios, que nada
tiene que ver con el juego de poder de este mundo. Aquí, en la óptica de los
criterios y valores mundanos, lo que se cotiza son los primeros puestos, es el
hacerse servir y obedecer; los últimos, los pequeños, los humildes, los no
ambiciosos... están perdidos, no tienen nada que hacer. En el mundo de los
intereses, del rendimiento y de la productividad, los desinteresados, los
voluntarios, los serviciales por amor y en gratuidad, son incomprendidos,
resultan incómodos. Su reacción es como la de los malvados del libro de la
Sabiduría: “Acechemos al justo que se opone a nuestras acciones, nos echa en
cara nuestros pecados... es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da
grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente”.
El servidor: Jesús, como el primer servidor de todos, nos
invita a los discípulos a tener una actitud semejante a la suya. El se hizo
nuestro servidor, él se puso en nuestras manos, él se entregó a nosotros. Por
eso difícilmente puede llamarse discípulo de Cristo aquel que oprime a prójimo
o se aprovecha de él o lo explota de cualquier forma. Desde su propio ejemplo,
Jesús nos invita a ser serviciales, siempre dispuestos a echar una mano cada
uno en la medida de sus posibilidades. No creo que sea exagerado decir que en
nuestras iglesias y comunidades parroquiales a veces se ven demasiados
‘señores’ y pocos ‘servidores’; muchos exigen que todo funcione bien pero pocos
son los dispuestos a arrimar el hombro. Y, sin embargo, el discípulo de Jesús
ha de caracterizarse, si quiere ser fiel a su Maestro, por su disponibilidad
para el servicio y la ayuda a los demás. Porque servir a los necesitados es
servir a Cristo mismo. Es lo que él quiso decirnos al abrazar a aquel niño como
símbolo de todos los necesitados, desamparados y oprimidos de este mundo: “El
que acoge a un niño como éste en ni nombre, me acoge a mí” y, en última
instancia, acoge al Padre que me ha enviado. Esta es, pues, la enseñanza de
Jesús a nosotros, sus discípulos: él se entrega por nosotros, para que nosotros
sigamos sus pasos y así participemos de su mismo destino de gloria en la
resurrección.
En la oración de entrada de esta Misa hemos recordado que
Dios ha puesto la plenitud de la ley en el amor a Dios y al prójimo (I Jn 4,20),
y hemos pedido cumplir este precepto divino “para llegar así a la vida eterna”.
En la Eucaristía Dios nos da la fuerza necesaria para vencer las insidias del
mal y acoger al Señor en la persona de los más débiles.