domingo, 14 de junio de 2020

DOMINGO XII – A (21 de junio de 2020)

DOMINGO XII – A (21 de junio de 2020)

Proclamación del Santo Evangelio según San Mateo 10,26-33

10:26 No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.
10:27 Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
10:28 No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena.
10:29 ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo.
10:30 Ustedes tienen contados todos sus cabellos.
10:31 No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
10:32 Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.
10:33 Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“Les dije la verdad que he oído a mi Padre, por cuál de esas verdades me quieren mata?” (Jn 8,40). “Los judíos dan estas razones para matar a Jesús: porque no sólo violaba el sábado (haciendo curaciones), sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre” (Jn 5,18). ¿Quiénes son esos judíos y por qué no aceptan que Jesús es el Hijo de Dios? Juan dice: ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo: el que niega al Padre y al Hijo” (I Jn 2,22). Jesús les dijo a los judíos: “Ustedes tienen por padre al demonio y quieren cumplir los deseos de su padre. Desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). La mentira se opone a la verdad por eso Jesús les dice: “A mí no me creen, porque les digo la verdad” (Jn 8,45). “ Yo soy la verdad” (Jn 14,6). Jesús dijo también a sus discípulos: “si esto hacen conmigo qué no harán con ud” (Lc 23,31). “Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). En suma el señor ha puesto las condiciones y el precio del cielo. La única forma de merecer el cielo es trabajando en la misión no obstante las duras limitaciones.

En el discurso de la montaña Jesús advirtió sobre la adversidad que implica promover el reino de los cielos al decir: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando los calumnie en toda forma por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron” (Mt 5,11-12). Y en el discurso sobre la misión, Jesús dice a sus apóstoles no solamente qué es lo que deben hacer (Mt 10,5-15) y cuáles son las dificultades que les aguardan (Mt 10,16-25), sino también cómo deben superar las situaciones desfavorables en la misión (Mt 10,26-33).

El misionero ante los peligros: Una vez que Jesús terminó las primeras instrucciones a sus apóstoles (Mateo 10,5-15), dijo: “Mirad que los envío como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,16). Desde ese momento se capta que la misión implica peligros: juicios en los “tribunales” (Mt 10,17), “azotes” (Mt 10,17) e incluso “muerte por los de su propia familia” (Mt 10,21). Una frase de Jesús describe crudamente este ambiente de persecución y rechazo: “Serán odiados de todos por causa de mi nombre” (Mt 10,22).

Todo esto hay que entenderlo como una verificación de la estrecha comunión del discípulo con su Maestro, es decir, es parte del seguimiento: “No está el discípulo por encima del Maestro… Ya le basta al discípulo ser como el Maestro” (Mt 10,24.25).

Enfrentar los miedos: Sentimos que no podemos asegurarlo todo con nuestros propios esfuerzos. Todo lo que somos y nos pertenece nos expone a heridas y pérdidas, es objeto de amenaza, de recelos y temores. En el texto afloran cuatro “miedos” del misionero: Miedo a hablar en público (Mt 10,26-27). Miedo a que destruyan su integridad física  (Mt 10,28-31). El miedo verdadero debe estar en: Miedo a perder la comunión definitiva con Jesús (Mt 10,32-33); y miedo a perder la salvación, “muerte del alma” (Mt 10,28-31).

¿Qué es lo que deben hacer los apóstoles que, precisamente por cumplir la misión que Jesús le encomienda, son criticados y perseguidos?; ¿Dejar la misión? ¿Renunciar a su confesión de fe para sobrevivir en medio del ambiente hostil? ¿Aplazar la tarea para cuando lleguen tiempos mejores? ¿Amoldarse a la vida de la sociedad haciendo concesiones que le eviten los conflictos? ¿Quedarse callados ante lo que sucede en el mundo y permitir que todo siga como siempre?

La enseñanza de Jesús: Ante las situaciones desfavorables descritas y el dilema correspondiente, la enseñanza de Jesús a los misioneros gira en torno a una misma expresión que tres veces repite con fuerza: “¡No tengan miedo!”: 1) “No les tengan miedo. Pues nada hay encubierto que no haya de ser descubierto” (Mt 10,26). 2) “No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). 3) “No tengan miedo, pues, Uds valen más que muchos pajarillos” (Mt 10,31).

Jesús no niega que los misioneros pasarán por momentos amargos. Él mismo se refiere a ello varias veces y quiere que sus apóstoles no se hagan falsas ilusiones: su tarea de anunciar el Reino y su pertenencia a él en calidad de discípulos los hacen mucho más vulnerables ante el entorno social. En el centro está el Dios Padre de Jesús (Jn 17,21): Él es la realidad determinante frente al cual nada debe ser preferido, a cuya voluntad nada escapa, quien cuida a los suyos con amor paterno (I Jn 4,8).

"El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?” (Jn 16,24-26). Buscando la salvación de los demás es como podemos asegurar nuestra salvación; ello implicará incluso dar la vida por la cusa del evangelio. Pero esta conducta tiene su recompensa: “Al final de los tiempos, el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (Mt 16,27).

 “No Teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de su Padre. En cuanto a Uds. hasta los cabellos de su cabeza están todos contados. No teman, pues; Uds valen más que muchos pajarillos” (Mt 10,28-31). Ante el rechazo o el martirio prevalece la confianza en el Dueño de la Vida. En efecto, la exhortación a “no temer” ahora es más concreta: se trata de la eventualidad de la muerte. Por pertenecer a Jesús, el discípulo puede sufrir una muerte violenta.

Jesús nos habla también de un “temor” que sí hay que tener: el temor de Dios, que es ante todo respeto. De hecho, hay que saber distinguir entre el verdadero y el falso temor, así como lo hace el profeta Isaías: “No teman ni tiemblen de lo que el (pueblo) teme; a Dios que es santo, a Él si su temor” (Mt 8,12-13). Este pensamiento nos remite a la exhortación para el martirio que encontramos en el libro de los Macabeos. El viejo Eleazar, ya moribundo por la tremenda paliza, dice: “El Señor, que posee la ciencia santa, sabe bien que, pudiendo librarme de la muerte, soporto flagelado en mi cuerpo recios dolores, pero en mi alma los sufro con gusto por temor de él” (2 Macabeos 6,30). Claro está, a diferencia de la historia de Eleazar, esta vez la motivación proviene de Jesús y con antecedencia a la situación de peligro de muerte de un discípulo suyo.

Valoración del poder: La motivación fundamental que Jesús da para atreverse a dar el paso del martirio: la vida en última instancia depende de Dios. Para comprender mejor esto hay que hacer una valoración del poder: 1) El poder de los hombres, quienes pueden matar el cuerpo pero no matar el alma. 2) El poder de Dios, que puede mandar a la perdición el cuerpo y el alma a la gehena. (en el mundo bíblico la “gehena” es concebida como lugar de pena eterna). Jesús pide valentía también frente al daño extremo e irrevocable en el que podemos caer, esto es, frente a la muerte. El hecho que nosotros continuemos viviendo o que nuestra vida se acabe de repente, puede depender de los hombres. Con todo, Jesús nos recuerda que la muertes es solamente realidad penúltima, que la vida terrena no es el bien mayor y que la muerte no es el mal más grande, y que, a pesar de su poder para matar, los hombres no tienen ningún poder discrecional sobre la salvación o sobre la condenación. Aquí termina el poder humano y comienza el ámbito del poder exclusivo de Dios.

Jesús nos invita a tener coraje, no porque Dios frente a los hombres impida que los maten, sino porque los hombres matando no pueden incluir en lo más mínimo sobre el destino de salvación definitiva, sobre nuestra vida eterna con Dios. Al mismo tiempo invita al temor de Dios, porque nuestro destino definitivo solamente depende de él: la vida o la ruina eterna. No hay que tener miedo de Dios, hay que acoger con sencillez y respeto esta situación. El valor más alto no es la vida terrena, por eso no hay que tratar de conservarla a toda costa. El valor mayor es nuestra relación con Dios y con su voluntad, por eso debemos comprometernos valientemente con todo nuestro ser. Cuanto más nos abandonamos a él, tanto más somos libres frente a los hombres y a sus acciones.

El verdadero amor providente de Dios quien conoce mucho más que nosotros el por qué de la muerte: “Tanto amo Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,16.18).

Las imágenes del gorrión y de los cabellos, son significativas: 1) El gorrión no cae sin que el Padre lo sepa. De esta manera, Jesús se remite al cuidado que Dios Padre tiene de lo creado. La lógica es: si Dios se ocupa de un gorrión (que vale un “as”, la moneda más sencilla y devaluada), cuánto más un discípulo vale ante Dios. 2) Los cabellos son, como sucede con la arena de la playa, símbolo de lo que aparentemente no se puede contar, por ejemplo: “Son más que los cabellos de mi cabeza lo que sin causa me odian” (Salmo 69,5). Con esta imagen se establece un contraste entre el conocimiento de Dios y la ignorancia humana. Aplicado al martirio significa que uno puede ser que uno no consiga comprender la maldad humana, y mucho menos cómo es que Dios puede permitirla, pero si uno no es capaz de contar los cabellos de la cabeza, ¿cómo se atreve a juzgar al creador, quien está por encima de toda comprensión humana? En otras palabras: el mártir confía en el conocimiento de Dios, quien comprende el sentido de la muerte (lo que se llamará el “escándalo de la Cruz”).

En el centro está entonces la confianza en la providencia y la asistencia del Padre del Cielo. Dios no está ausente ni desinteresado por lo que le pase a sus discípulos. La persecución y la muerte de ellos no será un desastre o fatalidad sin sentido, porque ellos no morirán sin que Dios lo permita. ¡El amor de Dios no es tan idílico como podría parecer!

“Por tanto, no tengan temor” (Mt 10,31). Quien es perseguido puede tener la impresión de estar afrontando solo a la gente y su violencia, y que Dios lo haya abandonado y se haya olvidado de él. Jesús revela un Dios que conoce cada pajarito y cuenta cada cabello. Un Dios Padre que abraza todas las cosas y sin su consentimiento nada sucede. Si a él no se le escapan estas pequeñas cosas, en las cuales nosotros nos sentimos impotentes, mucho más su atención y su cuidado paterno acompañarán a los hombres. Jesús no dice que no nos llegará a suceder nada malo ni desagradable. Pero todo lo que nos sucede está en las manos de Dios, es conocido, determinado y llevado a término por él. No debemos caer en el desaliento, sino que con confianza podemos confiarle nuestro destino a la guía benévola y a la providencia de Dios.

La fidelidad a Jesús: No sólo hay que ser intrépido en la evangelización sino también, y ante todo, en la fidelidad personal hacia Jesús. El apóstol tiene dos posibilidades radicales: confesar o negar su discipulado. No hay término medio. Se pide la confesión de la fe como una expresión de identidad: el discípulo debe ser claro en su comportamiento ante los hombres. Jesús ya lo había dicho: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras” (Mt 5,16; 6,1). La toma de posición tiene efecto en el juicio final. Por lo tanto, el discípulo se juega la salvación que él mismo anuncia. Así lo expresan otros textos:

En este mismo Evangelio: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16,27; 25,31). En el Apocalipsis: “El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles” (Ap 3,5).

Lecciones: 1) Jesús no les da ninguna garantía a los discípulos de que no les ocurrirán los peligros de los cuales tienen miedo. Sin embargo, su invitación “no tengan miedo”, no es un llamado irresponsable a un comportamiento heroico pero sin sentido. Jesús les abre los ojos, les quiere mostrar los peligros y los valores reales y, en consecuencia, cuál es el comportamiento razonable. 2) Todo esto está conectado con el conocimiento que Él tiene de Dios y de su relación con los hombres. Esto se pone una vez más en el centro de atención. La invitación a anunciar el evangelio y hacer una confesión de fe intrépida, es la conclusión coherente de lo que la inteligencia percibe sobre el significado y del actuar de Dios. 3) Jesús, quien les ha pedido a sus discípulos que anuncien con valentía su mensaje (Mt 10,27), también exige de ellos plena confianza en su persona (Mt 10,32). Ellos deben mostrar incondicionalmente su pertenencia a él y creer en su mensaje, que es ante todo el mensaje sobre su Padre celestial. De esto depende el que Jesús se declare un día a su favor ante Dios Padre, quien decidirá la salvación o la ruina eterna (Mt 10,28). Así Jesús revela de nuevo su incomparable posición y autoridad: de nuestro comportamiento hacia él se decide el juicio de Dios sobre nosotros, y con éste nuestro destino eterno.

sábado, 13 de junio de 2020

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI – A (14 de Junio del 2020)


SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI – A (14 de Junio del 2020)

Proclamación del Santo Evangelio según San Juan: 6,51-58:

6:51 Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
6:52 Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?"
6:53 Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
6:54 El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
6:55 Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
6:56 El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
6:57 Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
6:58 Este es el pan bajado del cielo; no como el pan que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“Toman y coman todos de él porque esto es mi cuerpo…”(Mt 26,26); “…Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22,19). “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6,51). "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes” (Jn 6,53). Así como yo, he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que come mi carne vivirá por mí” (Jn 6,57). Como vemos, Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (NC 1323). Así, pues, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (1 Co 15,28).

La Santa Eucaristía es el Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, "sacrificio de alabanza" (Hch 13,15; Sal 116), sacrificio espiritual (1 Pe 2,5), sacrificio puro (Ml 1,11) y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza (Jer 33,31-33).

En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El "cáliz de bendición" (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz (NC 1334).

Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo. Los tres evangelios sinópticos y san Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, san Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (Jn 6,51).

Jesús al ver que mucha gente lo buscaba les dijo: "Ustedes me buscan, no porque entendieron el signo, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello" (Jn 6,26-27). Aquí, el Señor nos distingue dos tipos de alimento: el alimento del pan material que perece, y el alimento que perdura hasta la vida eterna y el pan celestial, el pan de la vida espiritual (Eucaristía).

En el evangelio de Juan todo el capítulo 6 nos habla sobre el sentido y el valor real de la eucaristía, así por ejemplo nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de esta pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Inmediatamente la gente se pregunta: “¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no entendió, y hasta hoy todavía hay muchos que no quieren entender aquella palabra que el Ángel dijo a María: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) Jesús mismo nos ha dicho: “Todo es posible para Dios” (Mt 19,26). Y así un día convirtió el agua en vino (Jn 2,3ss). Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Jn 27-11). Así pues, la omnipotencia de Dios hizo posible que su Palabra se hiciera carne (Jn 1,14), que esa Palabra que es su Hijo, tiene el poder de convertir el agua en vino, hoy convierte ante nuestros ojos el Pan en su cuerpo y el vino en su sangre al decir: "Tomen y coman que esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y beban todos de él, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza que será derramada por Uds para el perdón de los pecados, y hagan esto en conmemoración mía” (Mc 14,22).

En la oración del Padre Nuestro pedimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11),. Sin embargo, ese alimento diario, que pedimos y que Dios nos proporciona a través de su Divina Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el Pan Espiritual, el Pan de Vida. No podemos estar pendientes solamente del alimento material. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.

Jesucristo murió, resucitó (Lc 24,6) y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre (Credo). Pero también permanece en la Hostia Consagrada (Mt 26,26), en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser ese alimento que nuestra vida espiritual requiere. Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi. El Jueves Santo Jesucristo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida, y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte.

Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ha instituido esta festividad en esta época en que ya hemos superado la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés (Jn 20,21-22).

“Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Lo mismo: “No les dejare huérfanos” (Jn 14,18). Y saben por qué; porque como Juan dice: Dios es amor (IJn 4,8). “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16).  Jesús mismo nos ha dicho: “Si alguien me ama, guardará mis palabras y mi padre lo amara y vendremos y haremos morada en él” (Jn 14,23). Por eso, pienso que fue la mejor definición que dio de sí el Hijo al decirnos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Al menos en su relación con nosotros es Jesús quien se dona en la Eucaristía.

Los judíos que escuchaban a Jesús se escandalizaron y disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? (Jn 6,52). Dios siempre ha sido escandaloso para los hombres porque es tan creativo que hace cosas que ni se nos ocurre pensarlas. Esa es la Eucaristía. Algo tan sencillo como es comulgar y algo tan misterioso que es comernos a Dios entero. Algo tan misterioso que Dios en su loco amor por nosotros se hace vida en nuestra vida. Por eso, no cabe duda que, la Eucaristía es uno de los mayores milagros del amor de Dios. Por tanto, debiera ser también una de las experiencias más maravillosas de los hombres. Sin embargo, uno siente cierta sensación de insatisfacción. ¿No la habremos devaluado demasiado? Y no porque no comulguemos, sino porque es posible que no le demos el verdadero sentido a la Comunión que es comunión con el mismo Hijo que nació de las entrañas de María la virgen (Lc 1,31) y con el mismo Jesús crucificado y resucitado(Lc 24,39). Es comunión con el Padre glorificado en el Hijo (Jn 14,20).

Dios buscó el camino fácil y lo más sencillo posible para nuestro encuentro (Jn 14,6). Y a nosotros pareciera que lo fácil no nos va, como que preferimos lo complicado y difícil. Una de las maneras de deformar la Eucaristía es no vivir lo que en realidad significa. En la segunda lectura, Pablo nos dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (I Cor 10,16). En efecto, somos muchos y somos diferentes. Somos muchos y pensamos distinto (I Cor 10,17).. Sin embargo, todos juntos formamos un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, una sola familia. ¿Por qué? Sencillamente porque “todos comemos del mismo pan”. Por tanto, comulgar significa unidad, sentirnos un mismo cuerpo, una misma familia. De modo que no podemos comulgar “del mismo pan” y salir luego de la Iglesia tan divididos como entramos.

La sagrada comunión nos une con Dios en el Hijo, Jesús sacramentado.  Para que tenga efecto positivo en el que comulga, hay requisitos que cumplir, por eso cualquiera no comulga sino el que está en gracia de Dios. Así es como lo describe San Pablo: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza  que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía". Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,23-29). 

En cada celebración eucarística, el Señor nos dirige una invitación personal y urgente a recibirle: "En verdad, en verdad los digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en Uds." (Jn 6,53). “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida” (Jn 6,55). Y porque, el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56). Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo, como ya mencionamos, nos exhorta a un examen de conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar (NC 1385).

“El pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo. Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les respondió: Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed” (Jn 6,33-35). Jesús Dijo a la samaritana: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú misma me  pedirías, y yo te daría agua viva"(Jn 4,10). Jesús estando a la mesa: “Tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: ¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24,30-32):

Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme"(Mt 8,8). Tomás exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!" (Jn 20,28-29).

lunes, 1 de junio de 2020

SANTÍSIMA TRINIDAD - A (07 de Junio del 2020)


SANTÍSIMA TRINIDAD - A (07 de Junio del 2020)

Proclamamos del Evangelio de Jesucristo según San Juan 3,16-18:

3:16 Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
3:17 Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
3:18 El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz  Bien.

Al celebrar la fiesta de Pentecostés hemos terminado el manifiesto completa del ser de Dios. Pero, ¿Dios, qué necesidad tiene de manifestarse o darse a conocer? ¿Por qué lo hizo de tres modos distintos? ¿Por qué no se dio a conocer solo de un modo o de dos o de cuatro o diez modos distintos? Claro está que Dios pudo darse a conocer como le dé la gana. En su libertad incluso pudo no darse a conocer. Entonces; ¿Qué motivó a actuar de tres modos distintos? Estas y otras inquietudes responde la celebración de la solemnidad de la Santísima  Trinidad.

Dios dice: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14); “Dios es espíritu” (Jn 4,24); “Dios es amor” (I Jn 4,8). La identidad del ser de Dios es: “Dios es espíritu de amor” y El espíritu de Dios tiene su manifiesto en la Primera Divina persona como Padre Creador Y Crea por amor. El espíritu de Dios se manifiesta en la segunda Divina Persona como Hijo y tiene la misión de redimir a la humanidad por amo. El espíritu de Dios se manifiesta en la tercera divina persona como Espíritu Santo para santificar la obra creadora del Padre y la obra redentora del Hijo. Las tres divinas persona esta unidas por el amor mutuo.

“Tanto a amó Dios al mundo” (Jn 3,16). Este enunciado, parte del evangelio que hoy hemos leído, lo podemos reorientar en primera persona hacia nosotros de modo siguiente: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,9-10). Incluso en sentido más personal se nos dice: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo los he amado. En esto los reconocerán que son mis discípulos, en que saben amarse unos a otros como yo los he amado” (Jn 13,34). Finalmente hace falta mencionar dos citas de los domingos anteriores: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,21-22). “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19-20).

Es el misterio central de la fe y de la vida cristiana creer en el Padre, Hijo  y Espíritu Santo.

La divina revelación de Dios uno y trino: La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Toda la vida de Jesús es revelación del Dios Uno y Trino: en la anunciación, en el nacimiento, en el episodio de su pérdida y hallazgo en el Templo cuando tenía doce años, en su muerte y resurrección, Jesús se revela como Hijo de Dios de una forma nueva con respecto a la filiación conocida por Israel. Al comienzo de su vida pública, además, en el momento de su bautismo, el mismo Padre atestigua al mundo que Cristo es el Hijo Amado (Mt 3, 13-17 y par.) y el Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma. A esta primera revelación explicita de la Trinidad corresponde la manifestación paralela en la Transfiguración, que introduce al misterio Pascual (Mt 17, 1-5). Finalmente, al despedirse de sus discípulos, Jesús les envía a bautizar en el nombre de las tres Personas divinas, para que sea comunicada a todo el mundo la vida eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).

En el Antiguo Testamento, Dios había revelado su unicidad y su amor hacia el pueblo elegido: Yahwé era como un Padre. Pero, después de haber hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio del Hijo (Hb 1, 1-2), revelando que Yahwé no sólo es como un Padre, sino que es Padre (cfr. Compendio, 46). Jesús se dirige a Él en su oración con el término arameo Abbá, usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre (Mc 14, 36), y distingue siempre su filiación de la de los discípulos. Esto es tan chocante, que se puede decir que la verdadera razón de la crucifixión es justamente el llamarse a sí mismo Hijo de Dios en sentido único. Se trata de una revelación definitiva e inmediata (Sto Tomas de A), porque Dios se revela con su Palabra: no podemos esperar otra revelación, en cuanto Cristo es Dios (Jn 20, 17) que se nos da, insertándonos en la vida que mana del regazo de su Padre.

En Cristo, Dios abre y entrega su intimidad, que de por sí sería inaccesible al hombre sólo por medio de sus fuerzas. Esta misma revelación es un acto de amor, porque el Dios personal del Antiguo Testamento abre libremente su corazón y el Unigénito del Padre sale a nuestro encuentro, para hacerse una cosa sola con nosotros y llevarnos de vuelta al Padre (Jn 1, 18). Se trata de algo que la filosofía no podía adivinar, porque radicalmente se puede conocer sólo mediante la fe.


Dios no sólo posee una vida íntima, sino que Dios es –se identifica con– su vida íntima, una vida caracterizada por eternas relaciones vitales de conocimiento y de amor, que nos llevan a expresar el misterio de la divinidad en términos de procesiones.

De hecho, los nombres revelados de las tres Personas divinas exigen que se piense en Dios como el proceder eterno del Hijo del Padre y en la mutua relación –también eterna– del Amor que «sale del Padre» (Jn 15, 26) y «toma del Hijo»(Jn 16, 14), que es el Espíritu Santo. La Revelación nos habla, así, de dos procesiones en Dios: la generación del Verbo (cfr. Jn 17. 6) y la procesión del Espíritu Santo. Con la característica peculiar de que ambas son relaciones inmanentes, porque están en Dios: es más son Dios mismo, en tanto que Dios es Personal; cuando hablamos de procesión, pensamos ordinariamente en algo que sale de otro e implica cambio y movimiento. Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino (Gn 1, 26-27), la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de nosotros mismos no sale hacia afuera: el concepto que nos hacemos de nosotros es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de nosotros. Lo mismo puede decirse del amor que tenemos para con nosotros. De forma parecida, en Dios el Hijo procede del Padre y es Imagen suya, análogamente a como el concepto es imagen de la realidad conocida. Sólo que esta Imagen en Dios es tan perfecta que es Dios mismo, con toda su infinitud, su eternidad, su omnipotencia: el Hijo es una sola cosa con el Padre, el mismo Algo, esa es la única e indivisa naturaleza divina, aunque sea otro Alguien. El Símbolo del Nicea-Constantinopla lo expresa con la formula «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El hecho es que el Padre engendra al Hijo donándose a Él, entregándole Su substancia y Su naturaleza; no en parte, como acontece en la generación humana, sino perfecta e infinitamente.

Lo mismo puede decirse del Espíritu Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo. Procede de ambos, porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo engendrándole y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor. Este Don es Don de sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y perfectamente su mismo Ser mediante su Espíritu. La tercera Persona es, por tanto, el Amor mutuo entre el Padre y el Hijo. El nombre técnico de esta segunda procesión es espiración. Siguiendo la analogía del conocimiento y del amor, se puede decir que el Espíritu procede como la voluntad que se mueve hacia el Bien conocido.

Estas dos procesiones se llaman inmanentes, y se diferencian radicalmente de la creación, que es transeúnte, en el sentido de que es algo que Dios obra hacia fuera de sí. Al ser procesiones dan cuenta de la distinción en Dios, mientras que al ser inmanentes dan razón de la unidad. Por eso, el misterio del Dios Uno y Trino no puede ser reducido a una unidad sin distinciones, como si las tres Personas fueran sólo tres máscaras; o a tres seres sin unidad perfecta, como si se tratara de tres dioses distintos, aunque juntos.

Las dos procesiones son el fundamento de las distintas relaciones que en Dios se identifican con las Personas divinas: el ser Padre, el ser Hijo y el ser espirado por Ellos. De hecho, como no es posible ser padre y ser hijo de la misma persona en el mismo sentido, así no es posible ser a la vez la Persona que procede por la espiración y las dos Personas de las que procede. Conviene aclarar que en el mundo creado las relaciones son accidentes, en el sentido de que sus relaciones no se identifican con su ser, aunque lo caractericen en lo más hondo como en el caso de la filiación. En Dios, puesto que en las procesiones es donada toda la substancia divina, las relaciones son eternas y se identifican con la substancia misma.

Estas tres relaciones eternas no sólo caracterizan, sino que se identifican con las tres Personas divinas, puesto que pensar al Padre quiere decir pensar en el Hijo; y pensar en el Espíritu Santo quiere decir pensar en aquellos respecto de los cuales Él es Espíritu. Así las Personas divinas son tres Alguien, pero un único Dios. No como se da entre tres hombres, que participan de la misma naturaleza humana sin agotarla. Las tres Personas son cada una toda la Divinidad, identificándose con la única Naturaleza de Dios: las Personas son la Una en la Otra. Por eso, Jesús dice a Felipe que quien le ha visto a Él ha visto al Padre (Jn 14, 6), en cuanto Él y el Padre son una cosa sola (Jn 10, 30 y 17, 21). Esta dinámica, que técnicamente se llama pericóresis o circumincesio (dos términos que hacen referencia a un movimiento dinámico en que el uno se intercambia con el otro como en una danza en círculo) ayuda a darse cuenta de que el misterio del Dios Uno y Trino es el misterio del Amor: «Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él» (CIC 221).

Si Dios es eterna comunicación de Amor, es comprensible que ese Amor se desborde fuera de Él en Su obrar. Todo el actuar de Dios en la historia es obra conjunta de la tres Personas, puesto que se distinguen sólo en el interior de Dios. No obstante, cada una imprime en las acciones divinas ad extra su característica personal. Con una imagen, se podría decir que la acción divina es siempre única, como el don que nosotros podríamos recibir de parte de una familia amiga, que es fruto de un sólo acto; pero, para quien conoce a las personas que forman esa familia, es posible reconocer la mano o la intervención de cada una, por la huella personal dejada por ellas en el único regalo.

Este reconocimiento es posible, porque hemos conocido a las Personas divinas en su distinción personal mediante las misiones, cuando Dios Padre ha enviado juntamente al Hijo y al Espíritu Santo en la historia (Jn 3, 16-17 y 14, 26), para que se hiciesen presentes entre los hombres: «son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas» (CIC 258). Ellos son como las dos manos del Padre que abrazan a los hombres de todos los tiempos, para llevarlos al seno del Padre. Si Dios está presente en todos los seres en cuanto principio de lo que existe, con las misiones el Hijo y el Espíritu se hacen presentes de forma nueva. La misma Cruz de Cristo manifiesta al hombre de todos los tiempos el eterno Don que Dios hace de Sí mismo, revelando en su muerte la íntima dinámica del Amor que une a las tres Personas.

Significa que el sentido último de la realidad, lo que todo hombre desea, lo que ha sido buscado por los filósofos y por las religiones de todos los tiempos es el misterio del Padre que eternamente engendra al Hijo en el Amor que es el Espíritu Santo. En la Trinidad se encuentra, así, el modelo originario de la familia humana y su vida íntima es la aspiración verdadera de todo amor humano. Dios quiere que todos los hombres sean una sola familia, es decir una cosa sola con Él mismo, siendo hijos en el Hijo. Cada persona ha sido creado a imagen y semejanza de la Trinidad (Gn 1, 27) y está hecho para vivir en comunión con los demás hombres y, sobre todo, con el Padre Celestial. Aquí se encuentra el fundamento último del valor de la vida de cada persona humana, independientemente de sus capacidades o de sus riquezas.

El acceso al Padre se puede encontrar sólo en Cristo, Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6): mediante la gracia los hombres pueden llegar a ser un solo Cuerpo místico en la comunión de la Iglesia. A través de la contemplación de la vida de Cristo y a través de los sacramentos, tenemos acceso a la misma vida íntima de Dios. Por el Bautismo somos insertados en la dinámica de Amor de la Familia de las tres Personas divinas. Por eso, en la vida cristiana, se trata de descubrir que a partir de la existencia ordinaria, de las múltiples relaciones que establecemos y de nuestra vida familiar, que tuvo su modelo perfecto en la Sagrada Familia de Nazareth podemos llegar a Dios: Al tratar a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María. De este modo, se puede descubrir el sentido de la historia como camino de la trinidad a la Trinidad, aprendiendo de la “trinidad de la tierra” –Jesús, María y José– a levantar la mirada hacia la Trinidad del Cielo.

domingo, 24 de mayo de 2020

DOMINGO DE PENTECOSTÉS – A (31 de mayo de 2020).

DOMINGO DE PENTECOSTÉS – A (31 de mayo de 2020).

Proclamación del Evangelio según San Juan 20,19-23:
20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan". PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXIÓN:

Estimados amigos(as) en el Señor que derramó su Espíritu Paz y Bien.

Jesús les dijo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes" (Jn 20,21). Jesús para enviar: “Los llamó a su lado a los que Él quiso” (Mc 3,13). Los que aceptan la llamada se haces discípulos. El saludo de paz del resucitado hace de los discípulos en ser los primeros redimidos porque están en paz con Dios. “Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Los redimidos (discípulos), son revestidos con la fuerza de lo alto (Hch 1,8). Ahora el soplo (Gn 2,7) los convierte en Apóstoles. Son hombres nuevos (Gal 3,27). Como Dios es espíritu (Jn 4,24). Dijo Jesús: “El espíritu de Dios está sobre mi” (Lc 4,18). El mismo espíritu de Dios ahora Jesús los transmite a sus discípulos convirtiéndolos en hombre nuevos, apóstoles del Señor. Y los reviste con su espíritu para encargarles una misión: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes" (Jn 20,21). ¿Para que los envía? “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20).

Fíjense que, se nos reiteró cuatro veces el adjetivo TODO: “Todo poder se me dio, todos los pueblos seas mis discípulos,  enseñen a cumplir todo lo que les encargo, estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Anterior a este encargo ya nos dijo: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad” (Jn 14,15-17). Para cumplir con esta ardua tarea y hacer que todos sean consagrados al Señor por el bautismo; nos ha prometido estar con nosotros y lo hará por el don de su Espíritu que el Padre enviará en su nombre (Rm 5,5). Esta efusión de su Espíritu es lo que hoy celebramos en la fiesta de Pentecostés. De este modo empieza un nuevo tiempo para la comunidad universal que es la Iglesia Católica, y San Pablo nos recomiendo así: “Que el mismo Dios de la paz los consagre totalmente y que todo su ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo. (1Ts 5, 23). Porque el mismo Señor nos ha dicho: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes” (Jn 14,18).

La solemnidad de Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo que hoy celebramos tiene connotaciones muy particulares: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan" (Jn 20,21-23).

El simbolismo de las lenguas de fuego: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos” (Hch 2,2-3). Como se ve, el Espíritu está en el simbolismo del fuego. El Espíritu Santo es como el fuego. Y quién no sabe cuáles son los efectos del fuego. El fuego quema. El fuego suscita energía y fuerza que transforma o purifica todo. Este poder del Espíritu santo es la que se derrama en los sacramentos, haciendo del neófito un soldado de Cristo. “Así como hay un crisol para purificar la plata y un horno para el oro; así también Dios purificará el corazón de cada uno” (Prov 17,3). “El fundamento ya está puesto es Jesucristo y nadie puede poner otro. Sobre él se puede edificar con oro, plata, piedras preciosas, madera o paja: La obra de cada uno se probara el día del juicio; el fuego revelará y pondrá de manifiesto lo que es. El fuego probará la calidad de la obra de cada uno. Si la obra construida sobre el fundamento resiste al fuego recibirá la recompensa de la vida; pero si la obra es consumida, se perderá la vida” (I Cor 3,11-15).

El don del espíritu Santo ¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo” (I Cor 3,16-17).

Juan Bautista dice a los judíos: “Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible" (Mt 3,11-12). En el bautismo se nos da el don del Espíritu y en su plenitud en el sacramento de la confirmación, sacramentos que hacen de quien lo recibe hombre nuevo: “Todos ustedes, por la fe, son hijos de Dios en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús. Y si ustedes pertenecen a Cristo, entonces son descendientes de Abraham, herederos en virtud de la promesa” (Gal 3,26-29).

Esa fuerza del Espíritu como la del fuego tiene aún mayores connotaciones en los sacramentos. Y así, el fuego del amor, destruye todo lo que nos impide amar de verdad. Destruye y quema todo aquello que nos impide crecer y madurar. Destruye y quema los egoísmos, los orgullos, las ansias de poder. Con frecuencia necesitamos quemar la maleza de los campos y también la maleza de nuestros corazones. El fuego da calor y tiende a expandirse. Pues el Espíritu Santo es el fuego que nos da fuerza interior para afrontar las dificultades, los problemas y ser capaces de ver lo imposible como posible. El profeta nos lo dice: “Cada vez que hablo, es para gritar, para clamar: ¡Violencia, devastación! Porque la palabra del Señor es para mí  oprobio y afrenta todo el día. Por eso me dije: No hablare más en su nombre.  Pero había en mi corazón como un fuego abrasador,  encerrado en mis huesos que, por más que me esforzaba por contenerlo, no podía” (Jer 20,8-9). La fuerza del espíritu Santo transforma: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse… Con gran admiración y estupor decían: "¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos?” (Hch 2,4.7). Ahora el fuego suscita nueva fuerza, esa fuerza es el nuevo lenguaje universal de la Iglesia que es amor en el que todos nos entenderemos como hijos de un solo Padre, porque lo somos.

Jesús esta en este ámbito del poder del espíritu santo, por eso es capaz de perdonar a sus enemigos porque los ama (Lc 23,34). Por eso nos ha reiterado tantas veces “Ámense unos a otros como les he amado” (Jn 13,34). Y cuando un buen día preguntan a Jesús: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas" (Mt 22,36-40).

La universalidad de la Iglesia por el Evangelio que es Cristo Jesús: “Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua” (Hch 2,5-6). Dios se propuso hacer de la humanidad una sola familia y lo dice por el Profeta: “Yo los sacaré de entre las naciones, los reuniré de entre todos los países y los llevaré a su propio nación. Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes. Ustedes habitarán en la tierra que yo he dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36,24-28). Y mismo Jesús nos había reiterado en el domingo anterior: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20). En este principio es como se fundamenta nuestra Iglesia Universal, la Iglesia Católica. Pues, recordemos que Jesús mismo dijo a Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo" (Mt 16,18).

Una de las funciones más importantes del Espíritu Santo: la unidad en la diversidad: “Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios" (Hch 2,9-11).

¿Cómo entender esta unidad en la diversidad gracias al don del Espíritu? San Pablo haciendo referencia a los dones del espíritu nos sustenta en qué consiste la unidad en la diversidad, característica especial de nuestra Iglesia: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor… En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia para enseñar, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, también en el mismo Espíritu. A este se le da el don de curar, siempre en ese único Espíritu; a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a este, el don de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas. Pero en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere” (I Cor 12,3-11).

En Pentecostés, la Iglesia hace su estreno “hace su presentación en la sociedad”. Por eso, en la primera oración de la Misa, le pedimos: “Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica.”


El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia de la salvación hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación del Hijo en las entrañas de la Virgen María, (Lc 1,26-38) cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Hijo nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal. Como el Hijo es la sabiduría del Padre, así el Espíritu es el entendimiento del Hijo y del Padre; por el Don del Espíritu entendemos el misterio del Hijo y por el Hijo entendemos el misterio de Dios Padre.

Cristo prometió que este Espíritu de Verdad va a venir y morar entre de nosotros. "Yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes saben que él permanece con ustedes, y estará en ustedes" (Jn 14, 15-17). El Espíritu Santo vino el día de Pentecostés (Hch 2,2-12) y nunca se ausentará. Cincuenta días después de la Pascua, el Domingo de Pentecostés, los Apóstoles fueron transformados de hombres débiles y tímidos en valientes proclamadores de la fe; los necesitaba Cristo para difundir su Evangelio por el mundo. “En adelante, el Paráclito, el intérprete que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26). De modo que, el Espíritu Santo está presente de modo especial en la Iglesia. Ayuda a su iglesia a que continúe la obra de Cristo en el mundo. Su presencia da gracia (fuerza) a los fieles para unirse más a Dios y entre sí en amor sincero, cumpliendo sus deberes con Dios y los demás.

 El Espíritu Santo guía al Magisterio (infalible en fe y costumbre/enseñar las verdades sin error) de la Iglesia que lo conforma Papa Francisco, a los obispos y a los presbíteros de la Iglesia en su tarea de enseñar el Evangelio y la doctrina cristiana (Jn 8,31-32), dirigir almas y dar al pueblo la gracia de Dios por medio de los Sacramentos. Orienta toda la obra de Cristo en la Iglesia: solicitud por los enfermos, enseñar a los niños, preparación de la juventud, consolar a los afligidos, socorrer a los necesitados.

domingo, 17 de mayo de 2020

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR - A (24 de Mayo del 2020)

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR - A (24 de Mayo del 2020)

Proclamación del Santo Evangelio según San Mateo: 28,16-20

28:16 Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.
28:17 Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
28:18 Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
28:19 Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
28:20 y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo". PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXIÓN:

Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

“Vayan y haga que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28,19). La misión universal de los Apóstoles equivale ser comunidad o Iglesia Católica.

En el mandato de la misión nos topamos con episodios como estas: "Así como el Padre me envió, yo también los envío. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo" (Jn 20,21-22). “Salí del Padre y vine al mundo… Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28). Ahora los tres puntos suspensivos que dejamos en las palabras de Jesús es para respondernos a la pregunta: ¿A qué vino Jesús y cuales es la voluntad del Padre? Y Jesús nos responde: “No he bajado del cielo, para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día" (Jn 6,38-40). Por lo tanto la ascensión del Señor no es sino la consumación de esta voluntad: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre (Jn 3,13).

Notemos que en sólo cinco versículos se repite cuatro veces el término “Todo”:

- “Todo” poder se medió tanto en el cielo como en la tierra (Mt 28,18): Es decir la totalidad del poder de Dios está en Jesús, tanto en la Iglesia celestial como en la Iglesia celestial.
- “Todas” las gentes de los pueblos sean mis discípulos (Mt 28,19a): la totalidad de la humanidad será evangelizada (Aquí es la Universalidad de la Iglesia=Católica).
- “Todo” Enseñándoles a cumplir todo lo que Jesús enseñó (Mt 28,20a): la totalidad de la enseñanza del Evangelio será aprendida (Mt 5,19)
- “Todos” los días estoy con Uds. (28,20): la totalidad de la historia será abarcada por la presencia del Resucitado (Heb 13,8).

Consecutivamente traemos a colación aquella cita: “(Todo) El que cree en él (Hijo), no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3,18). Con lo que hallamos respuesta a la pregunta: “¿Serán poco los que se salven? (Lc 13,23).

El acento del texto recae sobre esta última parte: 1) Jesús declara su victoria definitiva sobre el mal y la muerte (“Me ha sido dado todo poder…”); 2) les confiere a los discípulos un mandato (“Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos seas mis discípulos”); y 3) les hace la promesa de su asistencia continua (“Yo estaré con Uds. Hasta el fin del mundo”). Todas estas disposiciones del Señor tendrán vigencia hasta el fin del mundo (Mt 24,35; 16,18).

Consiguientemente, el encuentro del Resucitado con sus discípulos (Mt 28,16-18) denota: 1)“Por su parte, los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado” (Mt 28,16). 2) Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron” (Mt28,17). 3) Jesús se acercó a ellos y les habló así…” (Mt 28,18). En los tres tiempos: El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos nos remite al comienzo del evangelio. El discipulado a la orilla del lago a partir de la vocación (Mt 4,18-22). Un largo camino han recorrido juntos, en él la relación se fue estrechando cada vez más en cuanto el Maestro los insertaba en su ministerio, haciéndolos los primeros destinatarios de su obra, y los atraía para una relación aún más profunda con Él mediante el seguimiento. Jesús los devuelve al punto de partida. Es decir los discípulos pasarán con el ejercicio de la misión en Apóstoles propiamente dicha.

Los discípulos van a “Galilea”, y allí, a una “Montaña”: 1) Ellos van a Galilea, que como “Galilea de los gentiles”, ha sido destinada por Dios como campo de misión de Jesús (Mt 4,12-16). Allí habían sido llamados (Mt 4,18-22) y allí fueron testigos de la misericordia de Jesús con enfermos y pecadores (Mt 8-9), donde la multitud andaba “abatida como ovejas sin pastor” (Mt 9,36). 2) La Montaña a la que van los discípulos nos recuerda el lugar donde Jesús pronunció su primera y fundamental instrucción, el Sermón de la Montaña: La Ley esencial de la vida cristiana que comienza con las bienaventuranzas y la misión (Mt 5,1-12; 10,7-16) y configura la existencia entera según “el Reino y la Justicia” (Mt 6,33).

El Resucitado se aparece a los discípulos. Vuelven a la relación que tenían antes y a todo lo que vivieron juntos. Ahora les dice qué es lo que va a determinar en el futuro la relación con él: “Se acercó a ellos y les habló así…” (Mt 28,18). Lo que Jesús les encarga aquí será determinante y así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta cuando Jesús venga por segunda vez con la plenitud de su poder y su definitiva revelación (Mt 24,3; 44).

Jesús cumple una promesa: 1) La última noche había anunciado que los precedería en Galilea: “Todos Uds. se  escandalizaran de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de Uds. a Galilea” (26,31-32). 2)En la mañana del día de la resurrección, el Ángel, junto a la tumba, les confió a las mujeres la tarea de recordarles a los discípulos estas palabras: “Vayan enseguida a decir a los discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de Uds. a Galilea; allí le verán’. Ya les había dicho” (Mt 28,7). 3) El Resucitado en persona se aparece a las mujeres y les confirmó la tarea: “No tengan miedo. Vayan y avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10).

Las palabras de Jesús son el nuevo camino de la comunidad en misión (Mt 28,18b-20): 1)“Jesús se acercó a ellos y les habló así: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). 2)”Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). 3) “Enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y he aquí que yo estoy con Uds. todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28.20).

Las palabras de Jesús tienen tres partes: 1) El anuncio del Señorío del Resucitado (Mt 28,18). 2) El envío misionero de sus discípulos (Mt 28,19-20). 3) La promesa de su permanencia fiel en medio de los discípulos (Mt 28,20):

1) El Señorío de Jesús (Mt 28,18): “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Al postrarse, los discípulos reconocen que él es el Señor, el Señor sin límites, el Señor por excelencia. Ante ellos, Jesús afirma que el Padre, el Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25), le ha dado todo poder en todo ámbito: en el cielo y sobre la tierra (Mt 17,5).

Ya desde el comienzo del evangelio el mensaje de Jesús se refirió a este “poder” cuando anunció la cercanía del “Reino de los Cielos” (Mt 4,17). A lo largo de su ministerio Jesús ofreció los dones de este Reino (“Bienaventurados… porque de ellos es el Reino”; Mt 5,3.10). La obra de Jesús fue continuamente experimentada como una “obra con poder” (Mt 7,29; 8,8; 21,23). Con este “poder” venció a Satanás y levantó al hombre postrado en sus sufrimientos y marginaciones. Ahora, una vez que su ministerio ha llegado a su culmen, el Resucitado se revela a sus discípulos como el que posee toda autoridad. Una vez que ha vencido al mal definitivamente en su Cruz, Jesús se presenta vivo y victorioso ante sus discípulos: el Señor del cielo y de la tierra. Y con base en esta posición real, Jesús les entrega ahora la misión, prometiéndoles su asistencia continua y poderosa.

2) El envío misionero de los discípulos (Mt 28,19-20): Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado”. Con esta autoridad suprema de Jesús sobre el cielo y la tierra, los discípulos reciben el envío a la misión. Notemos las diversas afirmaciones que Jesús hace a partir del imperativo: “Vayan”:

a) El contenido de la misión: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”(Mt 18,19): La tarea fundamental es hacer discípulos a todas las gentes. Por medio de ellos el Señor resucitado quiere  acoger a toda la humanidad en la comunión con Él. Hasta ahora ellos han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso de discipulado. En este momento los discípulos son enviados para dar en el tiempo post-pascual lo que recibieron en el tiempo pre-pascual. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo pescadores de hombres (Mt 4,19), también los misioneros deben atraer a todos los hombres al seguimiento de Jesús, con el cual vivieron y continúan viviendo. Trabajo misionero que los convierte de discípulos en apóstoles. Entonces, la esencia de la misión de los discípulos ahora como apóstoles es conducir a toda la humanidad a la persona del Señor, a su seguimiento (Mt 11,28). De la misma manera como Jesús los llamó, sin forzarlos sino seduciendo su corazón y apelando a la libre decisión de cada uno, así ellos deben hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra.

b) Los destinatarios de la misión son la humanidad entera: Iglesia Universal=Católica “…A todas las gentes” (Mt 28,19). Puesto que se le ha puesto en sus manos el mundo entero y es superior al tiempo y al espacio, Jesús los manda a todos los pueblos de la tierra. Recordemos que en la primera misión la tarea apostólica se limitaba explícitamente a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10,6; 15,24). Ahora la misión no conoce restricciones ni fronteras. De este trabajo depende la salvación de todos los bautizados (Mc 1615).

c) Insertando al nuevo discípulo en la familia trinitaria mediante el sacramento del bautismo: “…Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19) En el bautismo se realiza la plena acogida de los discípulos de Jesús en el ámbito de la salvación y en su nueva familia.  El presupuesto de la fe. El Bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo” presupone el anuncio de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la fe en este Dios. El “nombre” de Dios está puesto en relación con el conocimiento de Él. Como se evidencia a lo largo del Evangelio: Dios manifiesta su amor para que nosotros podamos conocerlo y así entrar en relación con Él.  Es a través de Jesús que Dios ha sido conocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesús predicó sobre Dios de una manera que no se conocía en el Antiguo Testamento. Allí se conocía al Dios en cuanto creador del cielo y de la tierra, pero al mismo tiempo se afirmó –y con razón- la enorme distancia entre el Creador y su criatura, lo cual hacía pensar en la infinita soledad de Dios. Jesús anunció que Dios no está solo sino que vive en comunión. Frente al Padre está el Hijo, ambos están unidos entre sí, se conocen, se comprenden y se aman recíprocamente (Mt 11,25) en la plenitud y perfección divina por medio del Espíritu Santo. Los discípulos deben bautizar en el “nombre” de este Dios que ha querido revelarse de tres modos distintos.

El bautismo: Nos sumerge en el ámbito poderoso de este Dios y obra el paso hacia Él. Nos pone bajo su protección y su poder. Nos posibilita la comunión con Él, que en sí mismo es comunión. Nos hace Hijos del Padre, quien está unido con un amor ardiente a su Hijo. Nos hace hermanos y hermanas del Hijo que, con todo lo que Él es, está ante el Padre. Nos da el Espíritu Santo, quien nos une al Padre y al Hijo, nos abre a su benéfico influjo y nos hace vivir la comunión con ellos. Si es verdad que el seguimiento nos introduce en el ámbito de vida de Jesús, también es verdad que esta vida es su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. El bautismo sella nuestra acogida en esta adorable comunión (Rm 5,5; Ef 4,5).

d) Poner en práctica las enseñanzas de Jesús (Mt 28,20): el discipulado como un nuevo estilo de vida. La comunión con este Dios, determinada por el seguimiento y sellada por el bautismo, les exige a los discípulos un estilo de vida que esté a la altura de ese don (Mt 5,19).

Notamos una gran continuidad entra la misión de Jesús y la de sus apóstoles: De muchas maneras, desde las bienaventuranzas (Mt 5,3-12) hasta la visión del juicio final (Mt 25,31-46), Jesús instruyó a sus discípulos. A lo largo del evangelio distinguimos cinco grandes discursos de Jesús. Ahora los apóstoles deben transmitírselas a los nuevos discípulos atraídos por ellos. Las enseñanzas de Jesús no son opcionales. Hasta el presente fue Jesús quien llamó discípulos y los educó en una existencia según la voluntad de Dios. Ahora son ellos los que, por encargo suyo, deben llamar a todos los hombres como discípulos y educarlos en una vida recta.

La celebración de la Ascensión nos coloca ante estas palabras de Jesús, quien por la plenitud de su potestad toma determinaciones hacia el futuro. Él, ya no estará de forma visible en medio de sus discípulos, pero sí garantiza su presencia poderosa en medio de los suyos. Así permanecerá “hasta el fin del mundo”(Mt 28,20), hasta que no ocurra con su venida el cumplimiento, y con él la plena e inmediata comunión de vida con la Trinidad Santa.

3) “Yo estaré con Uds hasta el fin del mundo” (Mt 28,20): Considerando la aseveración contundente de Juan que nos definió que: “Dios es amor” (I Jn 4,8) y simultáneamente Jesús nos dijo: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). Asimismo: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes” (Jn 14,15-16) y “que, no los dejare huérfanos” (Jn 14,18). Es evidente que Jesús en el espíritu de Dios está con nosotros siempre que vivamos en su amor: “Nadie ha visto nunca a Dios pero, si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (I Jn 4,12). “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos" (Mt 18,19-20).

El Señor les deja como un secreto intimo: “Sepan que yo estoy con Uds. todos los días, hasta el fin del mundo.”  Una sagrada misión que cumplir, pero no lo harán solos: “Estoy con Uds.” Bonita manera de decirnos también hoy a todos nosotros: “Cristianos, ¿qué hacen mirando al cielo? A caminar, a recorrer los caminos del mundo con el Evangelio en el corazón, en la mente y en los labios."  Los Evangelios parecieran todos calcados sobre un mismo criterio. Los grandes momentos se los anuncia y no se los describe, como si todo lo dejasen a la contemplación del corazón. La Ascensión hubieran podido describirla con tres palabras: “Es turno nuestro.”

La ascensión pone fin a la historia de la Encarnación en su primera parte, cual es de establecer la Iglesia celestial.  Hasta aquí llegó Jesús. Hasta aquí llegó su obra y su misión. Ahora comienza una historia nueva, una nueva misión con unos responsables igualmente nuevos: La historia de la Iglesia. La consolidación de la Iglesia terrenal. Más que describir la Resurrección de Jesús, nos describen “la Iglesia de la Resurrección”. Más que describirnos la Ascensión de Jesús, nos descubre el segundo tiempo a la que la Iglesia terrenal se encamina a la Iglesia celestial y que en esta misión nos precede el Señor Glorificado. Por la Encarnación, Dios nos enseñó a mirar con ojos nuevos la tierra. Por la Ascensión, Jesús nos enseña a mirar al cielo.

Por la misión, nos enseña a mirar al cielo para ver mejor la tierra y a mirar a la tierra para contemplar mejor el cielo. “Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo” nos cuentan los Hechos de los Apóstoles. Las cosas y los hombres están abajo en la tierra, pero la luz siempre viene de arriba. Es “la hora” que pone fin el camino de la Encarnación, pero es también “la hora en la que pone a su Iglesia “en camino hacia los hombres”. “Id por el mundo entero y proclamad el Evangelio”.

Ahora nos toca a cada Bautizado cumplir la misión: Fue el turno de Jesús, ahora es el nuestro, el turno de la Iglesia. Curioso, el turno de una Iglesia de los caminos. La Iglesia del envió. La Iglesia del anuncio y proclamación. Por tanto, de una Iglesia no de sacristía y oficina, una Iglesia no de sillón y hamaca, sino una Iglesia de los caminos y para los caminos: “Id al mundo entero.” Además, una Iglesia no muda, callada y en silencio; sino la Iglesia de palabra y testimonio. La Iglesia del anuncio y de la proclamación del Evangelio. No una Iglesia que se instala segura y tranquila aquí o allí, sino una Iglesia que tiene que salir, ir, caminar, buscar. Pero es también la Iglesia de la “espera”. “El mismo Jesús que les ha dejado para subir al cielo volverá como lo han han visto marcharse.” Es la Iglesia del envío: “Como el Padre me ha enviado a mí, así también os envío Yo.” Por eso mismo, la Iglesia no podrá entenderse a sí misma si no es contemplándose en la realidad misma de Jesús.

Dificultades en la misión: “Yo los envío como a ovejas en medio de lobos: (Lc 10, 3) sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas”. (Mt 10,16). “Cuídense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre (Mc 13, 11; Lc 12, 11-12; 14-15) quien hablará en ustedes” (Mt 10,17-20). Ustedes serán odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará. (Mt 10,22; Mc 13, 13). Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra, y si los persiguen en esta, huyan a una tercera. Les aseguro que no acabarán de recorrer las ciudades de Israel, antes de que llegue el Hijo del hombre (Mt 10,23).