sábado, 18 de junio de 2016

DOMINGO XII – CICLO C (19 de Junio de 2016)


XII DOMINGO  – CICLO C   (19 de Junio de 2016)

Proclamación del santo Evangelio según San Lucas 9,18 - 24:

En aquel tiempo sucedió que mientras Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado". "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro, tomando la palabra, respondió: "Tú eres el Mesías de Dios". Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie. "El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".

Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El Evangelio nos presenta tres escenas: La profesión de fe de Pedro (Lc 9,18-21). El primer anuncio de la Pasión (Lc 9,22). Y las condiciones para seguir a Jesús (Lc 9,23-24):

La profesión de fe de Pedro: Jesús les preguntó, “¿Uds. quién dicen que soy yo? Pedro, tomando la palabra, respondió: Tú eres el Mesías de Dios” (Lc 9,20). En el relato paralelo de Mateo, Jesús agrega y dice: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella” (Mt 16,17-18). Y algo más, dijo también san Pablo: “Les aseguro que, nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no está impulsado por el Espíritu Santo. (I Cor 12,3). “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado” (Rm 10,9).

Como vemos, en el evangelio leído hoy, Pedro da una respuesta muy solemne a la pregunta de Jesús. En efecto, Pedro como nosotros, ve mucho más su aspecto divino que su aspecto humano. Es fácil reconocer a Jesús como el Mesías. Lo difícil es reconocer que la verdad de Jesús tiene que pasar por la realidad humana de ser juzgado, rechazado, condenado y crucificado.

El primer anuncio de la Pasión: "El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Lc 9,22). El evangelio de Mateo se dice: “Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.  Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mt 16,21-23).

La espera del Mesías, el Cristo está muy latente por la comunidad judía. Pero la escena después de la respuesta correcta de Pedro que pone en tela de juicio es aquello que Jesús mismo pone: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser muerto y resucitar al tercer día" (Lc 9,22). La aclaración muy precisa que hace Jesús sobre la concepción del Mesías que el pueblo judío espera no está en concordancia con el Mesías que Dios envía por eso el descontento a esta: “Jesús hablaba de esto con mucha seguridad. Pedro, pues, lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo (que esto de la derrota en manos de tus enemigo no puede pasarte, lo evitaremos). Pero Jesús, dándose la vuelta, vio muy cerca a sus discípulos. Entonces reprendió a Pedro y le dijo: “¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tus ambiciones no son las de Dios, sino de los hombres” (Mc 8,32-33).

Condiciones para seguir a Jesús: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará” (Lc 9,23-24).

Pero no solo suscita discordias esta corrección al modo de pensar respecto al Mesías, sino también el modo como tienen que seguir, quienes quieren seguir: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará" (Lc. 9,23). Este precio lo pone Jesús, es el precio del cielo, no es nada barato, ahí que nos topamos con este episodio: “Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: “¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo? Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: “¿Les desconcierta lo que he dicho? ¿Qué será, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir al lugar donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu, y son vida… A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle. Jesús preguntó a los Doce: “¿Quieren marcharse también ustedes?” Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,60-70).

Pero, curiosamente gente que no es de la cultura judía son los que sin poner peros aceptan y descubren a Dios en Jesús: La mujer samaritana dijo a Jesús: “Yo sé que el Mesías, (que es el Cristo), está por venir; cuando venga, nos enseñará todo.” Jesús le dijo: “Ese soy yo, el que habla contigo” (Jn 4,25). Y la mujer convoca al pueblo para que se acerquen a ver a Jesús: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Cristo?” Salieron, pues, del pueblo y fueron a verlo (Jn 4,29-30). Luego es el mismo pueblo no judío que dice a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú has contado. Nosotros mismos lo hemos escuchado y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42).

Como vemos, no siempre es fácil creer en Dios, quizá nos es fácil creer en un Dios Divino, pero creer en el Dios que se hizo hombre (Jn 1,14) y que se somete bajo sus leyes, no es siempre fácil. De ahí que Jesús saca una conclusión que nos lo comparte: “Ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4,24). Pero no obstante estas limitaciones, Jesús siempre fiel al proyecto de Dios: “Pues él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Dios es único, y único también es el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, que en el tiempo fijado dio el testimonio: se entregó para rescatar a todos” (ITm 2,4-6). Por eso Jesús al Padre por ser tan fiel porque sabe que este proyecto no es suyo sino de Dios padre: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer” (Mt 11,25-27).

Hoy, mis estimados hermanos, también Cristo, el señor nos pide una respuesta a cada uno de nosotros, pero esa respuesta tiene que nacer de nuestra propia convicción porque si nos movemos bajo parámetros culturales o sociales, es posible que tengamos problemas como las tuvo los apóstoles. Porque resulta que, hay cristianos que todo lo dan por hecho y nunca se les ocurre preguntarse, cuestionarse. Y una de las preguntas que debiéramos hacernos constantemente es: "Yo creo en Dios", pero ¿qué es Dios para mí?" "Yo creo en Jesús, pero, ¿qué es Jesús para mí?" "Yo tengo fe, pero ¿qué es la fe para mí?" Quizá, incluso y antes de ensayar estas preguntas convendría hacernos consigo mismo: ¿Quién soy yo para? ¿Quién quisiera que yo fuera para la gente? ¿Qué quisiera que la gente pensara en mí? ¿Qué ofrezco yo para que las cosas cambien? ¿Qué hago para que esto quede desmentido si no me gusta lo que piensan de mí? ¿Qué hago para reafirmar lo que piensan de mí?.

Estas preguntas de introspección tienen el propósito de saber qué rumbo toma nuestra vida. Porque tanto en la vida cristiana, como en la vida ordinaria de cada día, en la vida de matrimonio o, incluso, en la vida sacerdotal, uno de los mayores peligros suele ser la rutina, el acostumbrarnos. Eso por una razón muy sencilla. Una pareja que no se pregunta y cuestiona con frecuencia sobre el amor es posible que termine en una especie de aburrimiento, de un amor apagado o que se va apagando. Es que tanto el amor, como también la fe, es preciso renovarlos constantemente, es preciso someterlos a autocrítica con frecuencia, si es que queremos mantenerlos vivos y actualizados las motivaciones que permitieron llegar a donde estamos o que faltan aún llegar a aquello que soñamos alcanzar.

Porque no basta decir que creemos en Dios. La pregunta clave es qué significa Dios hoy en mi vida. Porque no basta decir que creemos en Jesús. La pregunta clave es qué significa Jesús hoy en mi vida. No basta decir que estamos bautizados. La pregunta clave es qué significa mi bautismo hoy en mi vida. Y dichas respuestas deben comprometernos a apostar por lo que creemos alcanzar porque en ella se juega nuestra propia vida, y si así no lo vemos, entonces perdemos tiempo en cosas que no van con nosotros.


Como tampoco basta con decir "yo estoy casado", sino qué significa el matrimonio y mi esposa en mi vida. Por eso Jesús pone las condiciones para quien quiera seguirle. Primero, se define a sí mismo como el rechazado de los hombres, y luego quien quiera seguirle tendrá jugársela entera. Porque Dios aposto del todo por ti en su Hijo quien vino a revelarnos cuanto Dios nos ama y así lo explica a Nicodemo: ”Tanto amó Dios al mundo, que le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él” (Jn 3,16-17).

sábado, 11 de junio de 2016

DOMINGO XI - C (12 de junio del 2016)


DOMINGO XI - C (12 de junio del 2016)

Proclamamos del Evangelio según San Lucas 7,36 - 50:

En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!"

Pero Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". "Di, Maestro", respondió él. "Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?" Simón contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien". Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor". Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados".  Los invitados pensaron: "¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?" Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“Sus muchos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor" (Lc 7,47). Esta enseñanza del evangelio deseo situarla entre las siguientes citas para su mejor comprensión: “No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido” (Mt 10,26). "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,12-13). “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará… Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes" (Lc 6,37-38). "Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios” (Mt 21,31).

Un fariseo que invita a Jesús a comer con él. Una prostituta a quien nadie ha invitado al banquete. Un fariseo que se cree bueno y santo. Y una prostituta que se reconoce pecadora y ha descubierto en Jesús la única esperanza para salir de su vida de prostitución y de pecado. Un prostituta que no se sienta a la mesa, sino que se echa a los pies de Jesús, llora amargamente su pecado y con sus lágrimas lava los pies de Jesús.

Por último, un fariseo cumplidor de la ley que se escandaliza y juzga a la pecadora y juzga la actitud de Jesús: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!" (Lc 7,39). Uno esclavo de la ley y de su bondad. La otra esclava de sus pecados. Un Jesús que, descortésmente, pone de manifiesto el corazón vacío de amor del fariseo, defiende públicamente a la pobre prostituta y la perdona de toda su vida de pecado y la hace recobrar la libertad de su corazón y la paz de su espíritu.

“Les aseguro que, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7). Dios se revela en Jesús no como el Dios que condena, sino el Dios que salva y nos saca de lo más hondo de nuestras miserias humanas. Como el Dios que nos hace libres. Como el Dios que quiere la alegría y la paz de nuestros corazones.

“No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno” (Mt 10,28). ¿Verdad que le tenemos miedo a Dios?  ¿Verdad que cuando caemos víctimas del pecado sentimos vergüenza de acercarnos a Dios temiendo su reprimenda? Personalmente les confieso: yo sí tengo miedo al juicio de los hombres, sobre todo de los buenos, mejor dicho de los que se tienen de bueno, pero no me da miedo Dios porque sé que, pecador y todo, aún me ama y me ama gratuitamente (Mt 9,12).

 Cuando Jesús recibe la invitación del fariseo a cenar a su casa acepta. Jesús no tiene reparo alguno, le importan poco las críticas y murmuraciones de la gente que se tiene por buena. Jesús es de los que no tiene ascos ni siquiera de entrar en casa de un fariseo que sabe piensa mal de Él. Lo que digan o no los demás no le preocupa, su preocupación es acercarse a los enfermos. Pero reitero, luego resulta curioso; ocurre una escena que revela el corazón humano. No sabemos cuáles pudieron ser los motivos por los que el fariseo, que parece se llamaba también Simón, invitó a Jesús a su casa. Eso dejémoslo a su propio secreto, pero es que durante la cena entra una pecadora desesperada de vivir el vacío de una vida entregada al servicio de muchos que se llamaban buenos y la utilizaban. Mientras ella se echa a los pies de Jesús, los riega con sus lágrimas y se los seca con su larga cabellera, alguien está condenando a esta mujer y condenando a Jesús. “Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo estás tocando y lo que es: una pecadora.”

Dios dijo a Samuel: "No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón" (I Sm 16,7). Jesús, que conoce la verdad del corazón humano, sale en defensa de la pecadora, marginada por aquellos mismos que la utilizaban para saciar sus propias pasiones. Cuando se trata de defender al débil o al pecador arrepentido, Jesús no le importa poner al descubierto el corazón podrido de los buenos fariseos. No tiene vergüenza en poner al descubierto los pensamientos del que le invitó a la cena. No tiene vergüenza en desacreditar a quien le había regalado una cena. Porque de por medio, está el amor al pecador que busca llenar su vacío y limpiar su vida de tanta basura.


Jesús poner al descubierto los pensamientos del fariseo que le ofrece la cena, dejándolos a la vista de todo el mundo. Jesús tiene el atrevimiento de dar cara por una pecadora pública, de mala reputación y marginada por todos los buenos. Jesús tiene el atrevimiento de defender a los malos desprestigiando a los buenos. Jesús tiene el atrevimiento de poner al descubierto la maldad del corazón de los buenos y la bondad que aún queda en el corazón de los malos. Con frecuencia condenamos en los demás lo que escondemos dentro de nosotros y Dios termina destapándolo porque para Dios nada hay oculto, todo lo sabe (Mt 10,26).

DOMINGO X – C (5 de junio de 2016)


DOMINGO X – C (5 de junio de 2016)

Proclamación del santo Evangelio según San Lucas 7, 11- 17

En aquel tiempo, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores". Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno, levántate".  El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.

Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo". El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina. PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXIÓN:

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El tema de nuestra reflexión es el de la muerte y la resurrección. La resurrección es efecto de la muerte y la muerte no es sino efecto del pecado y el pecado no es obra de Dios. Nos dice el apóstol: “Por un solo hombre  entró el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte. Después la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron (Rm 5,12). Por tanto, el pecado es obra del hombre. “Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad. Si dijéramos que no hemos pecado, sería como decir que él miente, y su palabra no estaría en nosotros” (I Jn 1,8-10).

Replicó la serpiente a la mujer: "De ninguna manera morirán. Es que Dios sabe muy bien que el día en que coman del árbol prohibido, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal. La mujer vio que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó del fruto y comió, y dio también a su marido” (Gn 3,4-6). El daño está hecho, habrá que hacer frente al Pecado porque conduce a muerte y la muerte no es sino el infierno. “Dios salvador nuestro quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Dios es único, y único también es el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre” (ITm 2,4-5). Tomás preguntó: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino? Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6-7).  Resáltese esta afirmación de Jesús “yo soy la vida”. “Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.» (Jn 11, 25-26). Ahora bien, conviene situarnos en algunas escenas de la resurrección las que suscita el mismo Señor Jesús salvador nuestro que ha venido a arrancarnos del poder de la muerte:

1).-Naim: Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naím, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.» Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre: Mujer ahí tienes a tu hijo. (Lc. 7. 12-15). La parte ultima similar a la escena de su propia muerte: Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» (Jn 19,26).

2).- Casa de Jairo: Estaba aún Jesús hablando, cuando alguien vino a decir al dirigente de la sinagoga: «Tu hija ha muerto; no tienes por qué molestar más al Maestro.» Jesús lo oyó y dijo al dirigente: «No temas: basta que creas, y tu hija se salvará.» Al llegar a la casa, no permitió entrar con él más que a Pedro, Juan y Santiago, y al padre y la madre de la niña. Los demás se lamentaban y lloraban en voz alta, pero Jesús les dijo: «No lloren; la niña no está muerta, sino dormida.» Pero la gente se burlaba de él, pues sabían que estaba muerta. Jesús la tomó de la mano y le dijo: «Niña, levántate.» Le volvió su espíritu; al instante se levantó y Jesús insistió en que le dieran de comer (Lc 8, 49-52).

3) Betania: Jesús ordenó: «Quiten la piedra.» Marta, hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya tiene mal olor, pues lleva cuatro días.» Jesús le respondió: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Y quitaron la piedra. Jesús levantó los ojos al cielo y exclamó: «Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas; pero lo he dicho por esta gente, para que crean que tú me has enviado.» Al decir esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!» Y salió el muerto. Tenía las manos y los pies atados con vendas y la cabeza cubierta con un velo. Jesús les dijo: «Desátenlo y déjenlo caminar.» Muchos judíos que habían ido a casa de María creyeron en Jesús al ver lo que había hecho. (Jn 11,19-45).

4) Propia muerte y resurrección: y Jesús gritó muy fuerte: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y dichas estas palabras, Jesús murió. El capitán romano, al ver lo que había sucedido, reconoció la mano de Dios y dijo: «Realmente este hombre era un justo.» Y toda la gente que se había reunido para ver este espectáculo, al ver lo ocurrido, comenzó a irse golpeándose el pecho. (Lc 23, 46-48) … (María de Magdala, Juana y María, la madre de Santiago) al entrar en la tumba no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían qué pensar, pero en ese momento vieron a su lado a dos hombres con ropas fulgurantes. Estaban tan asustadas que no se atrevían a levantar los ojos del suelo. Pero ellos les dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Resucitó. Acuérdense de lo que les dijo cuando todavía estaba en Galilea: El Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los pecadores y ser crucificado, y al tercer día resucitará.» Ellas entonces recordaron las palabras de Jesús. Al volver del sepulcro, les contaron a los Once y a todos los demás lo que les había sucedido. (Lc 26,4-9).

La pregunta que nos hacemos es. ¿Por qué las resurrecciones que hizo Jesús se describen con detalles pero hay tres puntos suspensivos en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo? La respuesta la hallamos en la resurrección de Lázaro (Jn 11,41). Porque todas las resurrecciones que hace Jesús es el cuarto día, es decir resucitan en el mismo cuerpo mortal. En cambio la resurrección del Señor es el tercer día, una resurrección en el estado glorioso. Y ¿en qué consiste este estado glorioso?. Veamos:

Jesús se Transfiguró: “Unos ocho días después de estos discursos, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió a un cerro a orar. Y mientras estaba orando, su cara cambió de aspecto y su ropa se volvió de una blancura fulgurante. Dos hombres, que eran Moisés y Elías, conversaban con él. Se veían en un estado de gloria y hablaban de su partida, que debía cumplirse en Jerusalén. Un sueño pesado se había apoderado de Pedro y sus compañeros, pero se despertaron de repente y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Como éstos estaban para irse, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno que estemos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pero no sabía lo que decía. Estaba todavía hablando, cuando se formó una nube que los cubrió con su sombra, y al quedar envueltos en la nube se atemorizaron. Pero de la nube llegó una voz que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo.» (Lc 9,28-35). Esta explicación de la transfiguración del señor en el monte Tabor es la que entra a tallar los puntos suspensivos dejados en la tumba vacía (Lc 24,6) Jesús resucito y ahora está en estado glorioso ya no unos segundos como se dejó ver con Pedro Santiago y Juan sino para siempre, este estado está fuera del tiempo y es la eternidad.

Ahora estando en este estado glorioso Jesús se dejó ve durante 50 días por sus apóstoles y una de ellas es esta: “Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.» Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor.» Pero él contestó: «Hasta que no vea la marca de los clavos en sus manos, no meta mis dedos en el agujero de los clavos y no introduzca mi mano en la herida de su costado, no creeré.» Ocho días después, los discípulos de Jesús estaban otra vez en casa, y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, Jesús vino y se puso en medio de ellos. Les dijo: «La paz esté con ustedes.» Después dijo a Tomás: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado. Deja de negar y cree.» Tomás exclamó: «Tú eres mi Señor y mi Dios.» Jesús replicó: «Crees porque me has visto. ¡Felices los que no han visto, pero creen!» (Jn 20, 20-19).

San Pablo: En su teología de la Parusía parte propedéutica sostiene este mismo principio: En primer lugar les he transmitido esto, tal como yo mismo lo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día, también según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se dejó ver por más de quinientos hermanos juntos, algunos de los cuales ya han entrado en el descanso, pero la mayoría vive todavía. Después se le apareció a Santiago, y seguidamente a todos los apóstoles.  Y se me apareció también a mí, iba a decir al aborto, el último de todos Porque yo soy el último de los apóstoles y ni siquiera merezco ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Sin embargo, por la gracia de Dios soy lo que soy y el favor que me hizo no fue en vano; he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, esto es lo que predicamos tanto ellos como yo, y esto es lo que han creído. Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, nuestra predicación no tiene contenido, como tampoco la fe de ustedes. Con eso pasamos a ser falsos testigos de Dios, pues afirmamos que Dios resucitó a Cristo, siendo así que no lo resucitó, si es cierto que los muertos no resucitan. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar. Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo él primero y primicia de los que se durmieron.

Un hombre trajo la muerte, y un hombre también trae la resurrección de los muertos. Todos mueren por estar incluidos en Adán, y todos también recibirán la vida en Cristo. Pero se respeta el lugar de cada uno: Cristo es primero, y más tarde le tocará a los suyos, cuando Cristo nos visite. Luego llegará el fin. Cristo entregará a Dios Padre el Reino después de haber desarmado todas las estructuras, autoridades y fuerzas del universo. Está dicho que debe ejercer el poder hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies, y el último de los enemigos sometidos será la muerte. Dios pondrá todas las cosas bajo sus pies. Todo le será sometido; pero es evidente que se excluye a Aquel que le somete el universo. Y cuando el universo le quede sometido, el Hijo se someterá a Aquel que le sometió todas las cosas, para que en adelante, Dios sea todo en todos. Pero, díganme, ¿qué buscan esos que se hacen bautizar por los muertos? Si los muertos de ningún modo pueden resucitar, ¿de qué sirve ese bautismo por ellos? Y nosotros mismos, ¿para qué arriesgamos continuamente la vida? Sí, hermanos, porque todos los días estoy muriendo, se lo juro por ustedes mismos que son mi gloria en Cristo Jesús nuestro Señor. Si no hay más que esta existencia, ¿de qué me sirve haber luchado contra leones en Éfeso? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos. No se dejen engañar: las doctrinas malas corrompen las buenas conductas. Despiértense y no pequen: de conocimiento de Dios algunos de ustedes no tienen nada, se lo digo para su vergüenza.

Algunos dirán: ¿Cómo resurgen los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vuelven? ¡Necio! Lo que tú siembras debe morir para recobrar la vida. Y lo que tú siembras no es el cuerpo de la futura planta, sino un grano desnudo, ya sea de trigo o de cualquier otra semilla. Dios le dará después un cuerpo según lo ha dispuesto, pues a cada semilla le da un cuerpo diferente. Hablamos de carne, pero no es siempre la misma carne: una es la carne del hombre, otra la de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces. Y si hablamos de cuerpos, el resplandor de los «cuerpos celestes» no tiene nada que ver con el de los cuerpos terrestres. También el resplandor del sol es muy diferente del resplandor de la luna y las estrellas, y el brillo de una estrella difiere del brillo de otra.

Lo mismo ocurre con la resurrección de los muertos. Se siembra un cuerpo en descomposición, y resucita incorruptible. Se siembra como cosa despreciable, y resucita para la gloria. Se siembra un cuerpo impotente, y resucita lleno de vigor. Se siembra un cuerpo animal, y despierta un cuerpo espiritual. Pues si los cuerpos con vida animal son una realidad, también lo son los cuerpos espirituales. Está escrito que el primer Adán era hombre dotado de aliento y vida; el último Adán, en cambio, será espíritu que da vida. La vida animal es la que aparece primero, y no la vida espiritual; lo espiritual viene después. El primer hombre, sacado de la tierra, es terrenal; el segundo viene del cielo. Los de esta tierra son como el hombre terrenal, pero los que alcanzan el cielo son como el hombre del cielo. Y del mismo modo que ahora llevamos la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial. Entiéndanme bien, hermanos: lo que es carne y sangre no puede entrar en el Reino de Dios. En la vida que nunca terminará no hay lugar para las fuerzas de descomposición. Por eso les enseño algo misterioso: aunque no todos muramos, todos tendremos que ser transformados cuando suene la última trompeta. Será cosa de un instante, de un abrir y cerrar de ojos. Al toque de la trompeta los muertos resucitarán como seres inmortales, y nosotros también seremos transformados. Porque es necesario que nuestro ser mortal y corruptible se revista de la vida que no conoce la muerte ni la corrupción. 

Cuando nuestro ser corruptible se revista de su forma inalterable y esta vida mortal sea absorbida por la inmortal, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: ¡Qué victoria tan grande! La muerte ha sido devorada. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la Ley lo hacía más poderoso. Pero demos gracias a Dios que nos da la victoria por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor. Así, pues, hermanos míos muy amados, manténganse firmes y no se dejen conmover. Dedíquense a la obra del Señor en todo momento, conscientes de que con él no será estéril su trabajo.

REFELXION PASTORAL:

Solo quien ha experimentado el dolor auténtico de la muerte es el que ha perdido un ser querido en este mundo. Nadie sabe el dolor del corazón de una madre que ha perdido a su hijo. Su camino más doloroso es sin duda el del cementerio. De ahí las dolorosas escenas de despedida cuando ven que meten a su hijo en la tumba. Incluso, a veces, es preciso tomarla de la mano porque no quiere soltarse del último abrazo en el ataúd. Pero todos somos testigos del dolor de las madres que sienten que también están perdiendo a su hijo, no porque la gente cargue con el ataúd. Es el dolor de las madres que ven que sus hijos se alejan del hogar en busca de otras compañías, que andan por otros caminos de muerte en la vida.

El dolor de las madres que ven a su hijo dominado por el alcohol y que regresa a casa de madrugada, cuando no se queda por ahí todo el fin de semana. El dolor de las madres que ven como su hijo se está hundiendo en el infierno de la droga. El dolor de las madres que sienten que su hijo se niega a abrir sus ojos a un futuro digno y que los haga hombres signos en la sociedad. Todos, de alguna manera, hemos sido y somos testigos del dolor de muchas madres. Engendraron al hijo con todo el cariño de su corazón y ahora ven cómo se les escapa de las manos.


A estas madres no podemos mirarlas con indiferencia y muchos menos con críticas y reproches. También ellas necesitan de un Jesús que sienta compasión por ellas y les devuelva a su hijo medio muerto en vida. Hijo no camino del cementerio, pero sí camino de una vida que cada día se va destruyendo. También ellas necesitan de una palabra de consuelo por parte nuestra. También ellas necesitan de esa ayuda que pueda devolverles al hijo. Felizmente existen hoy distintos movimientos de ayuda, pero necesitan también ellas de mucha fe en Jesús que es capaz de decir: "Muchacho, a ti te lo digo: "Levántate." Todas las terapias son de alabar y apreciar, pero no podemos olvidar a ese Jesús que, a veces como quien no hace nada, sale a nuestro encuentro. Hay muertes que sólo Él puede devolverlas la vida. Jesús no puede ser indiferente ante las lágrimas de las madres.

sábado, 28 de mayo de 2016

DOMINGO SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI - C (29 de mayo de 2016)


SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Proclamación del Santo Evangelio según San Lucas 9,11 - 17:

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la multitud sobre el reino de Dios y curó a los que necesitaban. Caía la tarde y los Doce se le acercaron para decirles: "Despide a la gente para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado."

Pero él les dijo: "Denles Uds. de comer." Pero ellos respondieron: "No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente." Pues había como cinco mil hombres. Él dijo a sus discípulos: "Hagan que se acomoden por grupos de unos cincuenta." Lo hicieron así, e hicieron acomodarse a todos. Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos. PALABRA DEL SEÑOR.
                              
REFLEXIÓN:

Estimados hermanos(as) en el señor sacramentado Paz y Bien.

Jesús les respondió: "Denles ustedes de comer". Pero ellos dijeron: "No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente". Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: "Háganlos sentar en grupos de cincuenta". Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió… Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas” (Lc 9,13-17). El evangelio de Juan trae otro relato paralelo y dice: “Unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?" Jesús les respondió: Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello" (Jn 6, 23-27). Aquí, el Señor nos distingue dos tipos de alimento: el alimento del pan material que perece, y el alimento que perdura hasta la vida eterna y el pan celestial, el pan de la vida espiritual (Eucaristía).

En el evangelio de Juan todo el capítulo 6 nos habla sobre el sentido y el valor real de la eucaristía, así por ejemplo nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de esta pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Inmediatamente la gente se pregunta: “¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no entendió, y hasta hoy todavía hay muchos que no quieren entender aquella palabra que el Ángel dijo a Marìa: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) Jesús mismo nos ha dicho: “Todo es posible para Dios” (Mt 19,26). Y así un día convirtió el agua en vino: Al decir a los sirvientes: "Llenen de agua estas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. "Saquen ahora, -agregó Jesús- y lleven al encargado del banquete". Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: "Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento" (Jn 2,3ss). Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Jn 27-11). Así pues, la omnipotencia de Dios hizo posible que su Palabra se hiciera carne (Jn 1,14), que esa Palabra que es su Hijo, tiene el poder de convertir el agua en vino, hoy convierte ante nuestros ojos el Pan en su cuerpo y el vino en su sangre al decir: "Tomen y coman que esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y beban todos de él, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza que será derramada por Uds para el perdón de los pecados, y hagan esto en conmemoración mía” (Mc 14,22).

En la oración del Padre Nuestro pedimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11),. Sin embargo, ese alimento diario, que pedimos y que Dios nos proporciona a través de su Divina Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el Pan Espiritual, el Pan de Vida. No podemos estar pendientes solamente del alimento material. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.

Jesucristo murió, resucitó (Lc 24,6) y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre (Credo). Pero también permanece en la Hostia Consagrada (Mt 26,26), en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser ese alimento que nuestra vida espiritual requiere. Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi. El Jueves Santo Jesucristo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida, y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte.

Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ha instituido esta festividad en esta época en que ya hemos superado la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés (Jn 20,21-22).

Jesús dijo a sus discípulos: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Lo mismo: “No les dejare huérfanos” (Jn 14,18). Y saben por qué; porque como Juan dice: Dios es amor (IJn 4,8). “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16).  Jesús mismo nos ha dicho: “Si alguien me ama, guardará mis palabras y mi padre lo amara y vendremos y haremos morada en el èl” (Jn 14,23). Por eso, pienso que fue la mejor definición que dio de sí el Hijo al decirnos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Al menos en su relación con nosotros es Jesús quien se dona en la Eucaristía. Convertirse en pan sin necesidad de panaderos porque de ello hace el Espíritu santo y darse a comer como pan y carne. Todo ello, ¿qué significa sino que Jesús no vive para sí sino que vive para que todos tengamos vida eterna. Pero pensar que Dios se hace pan y se hace carne para que podamos comerlo, realmente es todo un exceso de amor y de entrega. El pan no sirve para nada si no es para que lo comamos. El pan no es para sí mismo ni para guardarlo. El pan es siempre para los otros. La carne no es para sí misma, es para que otros puedan alimentarse.

Los judíos que escuchaban a Jesús se escandalizaron y disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? (Jn 6,52). Dios siempre ha sido escandaloso para los hombres porque es tan creativo que hace cosas que ni se nos ocurre pensarlas. Esa es la Eucaristía. Algo tan sencillo como es comulgar y algo tan misterioso que es comernos a Dios entero. Algo tan misterioso que Dios en su loco amor por nosotros se hace vida en nuestra vida. Por eso, no cabe duda que, la Eucaristía es uno de los mayores milagros del amor de Dios. Por tanto, debiera ser también una de las experiencias más maravillosas de los hombres. Sin embargo, uno siente cierta sensación de insatisfacción. ¿No la habremos devaluado demasiado? Y no porque no comulguemos, sino porque es posible que no le demos el verdadero sentido a la Comunión que es comunión con el mismo Hijo que nació de las entrañas de María la virgen y con el mismo Jesús crucificado y resucitado. Es comunión con el pan glorificado.

Dios buscó el camino fácil y lo más sencillo posible para nuestro encuentro. Y a nosotros pareciera que lo fácil no nos va, como que preferimos lo complicado y difícil. Una de las maneras de deformar la Eucaristía es no vivir lo que en realidad significa. En la segunda lectura, Pablo nos dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.” Somos muchos y somos diferentes. Somos muchos y pensamos distinto. Sin embargo, todos juntos formamos un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, una sola familia. ¿Por qué? Sencillamente porque “todos comemos del mismo pan”. Por tanto, comulgar significa unidad, sentirnos un mismo cuerpo, una misma familia. De modo que no podemos comulgar “del mismo pan” y salir luego de la Iglesia tan divididos como entramos.

No olvidemos que la Eucaristía es mucho más que un acto piadoso individualista, es el Sacramento de la Iglesia. Es el Sacramento del amor de Dios que nos ama a todos. Es el Sacramento de la unidad, donde por encima de nuestras diferencias, todos nos sentimos miembros de un mismo cuerpo que es Jesús, que es la Iglesia. Por eso San Pablo nos habla desde su experiencia. Las primeras divisiones en la Iglesia nacieron de la celebración de la Eucaristía. Todos participaban en la misma celebración, pero mientras unos comían bien, los otros pasaban hambre. Pablo les dice enérgicamente: “Esto no es celebrar la Cena del Señor”. No se puede comulgar a Cristo si a la vez no comulgo con mi hermano. No se puede recibir el pan de la unidad, si vivimos divididos. Por eso decimos que “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia”. “Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan.” El fruto de nuestras Eucaristías tendría que ser “la espiritualidad de unidad y de la comunión fraterna”.

Por lo que significa esta unión con Dios en la sagrada comunión, hay requisitos que cumplir, por eso cualquiera no comulga sino el que está en gracia de Dios. Así es como lo describe San Pablo: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza  que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía". Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,23-29).  También hay citas que diversas que resalta la importancia de la Eucaristía: Éxodo 24, 8; Jeremías 31, 31;  Matero 26, 28;  Marcos 14, 24;  Lucas 22, 20; 2 Corintios 3, 6;  Hebreos 8, 8;  Hebreos 10, 29.

El Nuevo Catecismo nos dice que la Eucaristía es el sacrificio sacramental porque es acción de gracias, memorial y presencia real de Cristo glorificado. En efecto, “si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: "Haced esto en memoria mía" (1 Co 11,24-25).
Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente. Por tanto, debemos considerar la Eucaristía:
— como acción de gracias y alabanza al Padre,
— como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo,
— como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.

La acción de gracias y la alabanza al Padre: “La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el Sacrificio Eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad” (NC N°1359). La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias. “La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él” (NC N° 1361).

El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia: “La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial” (NC N°1362). En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.

El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que "Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado" (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3).

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros" y "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros" (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que "derramó por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).

La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo:
 "Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas" (NC N° 1373).

El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" (Summa theologiae 3, q. 73, a. 3). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero" (Concilio de Trento: DS 1651). «Esta presencia se denomina "real", no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen "reales", sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (NC N°1374).

Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que: «No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (NC N° 1375).

La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (Concilio de Trento: DS 1641).

El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (NC N° 1378).

El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento.

Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:

La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, "no se conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios". Por ello, comentando el texto de san Lucas 22, 19: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros", san Cirilo declara: "No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Salvador, porque Él, que es la Verdad, no miente al decir: “Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo…”: esto la comunión.

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: "En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en Uds" (Jn 6,53).  Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio condenación" (1 Cor 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (CIC, cans. 916-917), comulguen cuando participan en la misa [Los fieles pueden recibir la Sagrada Eucaristía solamente dos veces el mismo día. Pontificia Comisión para la auténtica interpretación del Código de Derecho Canónico, Responsa ad proposita dubia 1]. "Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor" (SC 55). La Iglesia obliga a los fieles "a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia" (OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, s i es posible en tiempo pascual (CIC can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días (NC N° 1389).

Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. "La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico" (Institución general del Misal Romano, 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

Los frutos de la comunión: La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: "Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57). Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, "vivificada por el Espíritu Santo y vivificante" (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.


La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados: «Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (1 Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Por eso, “el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,27-29).

domingo, 22 de mayo de 2016

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD – C (22 de mayo de 2016)


DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD – C (22 de mayo de 2016)

Proclamación del santo evangelio San Juan 16, 12 - 15:

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Mucho tengo todavía que decirles, pero ahora no pueden entender. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, les guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y les anunciará a Uds. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y les anunciará a Uds. PALABRA DEL SEÑOR.

Reflexión:

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

 Si se nos pregunta ¿Cuál es el principio de tu fe? ¿Qué concepto de Dios manejas? O si te piden descríbeme a ese Dios en quien crees. ¿Por dónde empezarías? El art. 27del Nuevo Catecismo dice: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (GS 19,1).

Hasta el día de hoy, el hombre ha expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso: “Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 26-28).

Por tanto, para dar razón de nuestra fe no hemos de mirar al cielo, ni tomarnos la cabeza, sino ponernos de rodillas y empezar a recitar la oración del credo: “Creo en solo Dios Padre todo poderoso, creador del cielo y de la tierra… Creo en el Hijo único de Dios… Creo en el Espíritu Santo dador de vida…” Ahí está el principio y el fundamento de nuestra fe. Creemos en un Solo Dios pero que tuvo a bien revelarse de tres diversas formas: Como Padre cuya función es la de crear. En el Hijo cuya función es la de Redimir (salvar a la humanidad). En el Espíritu Santo que tiene la función de santificar y hacer actual las cosas sagradas. De estas tres divinas personas solo el Hijo asumió la naturaleza humana: “La palabra de dios se hizo hombre y habito entre nosotros” (Jn 1,14). Jesús nos dice: “Yo y el Padre somos una sola realidad” (Jn 10,30). Jesús resucitado mismo dijo: “La paz este con Uds. Como el Padre eme envió así también les envío yo. Dicho esto soplo sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu santo” (Jn 20,21-22).

Dios es amor (I Jn 4,8). Si Dios es amor, entonces con razón quiso el hombre entrara en esta sintonía de su amor, por eso le dio el título de ser su: “Imagen y semejanza” (Gn 1,26). Lo que significa que el misterio de la Trinidad (Padre, Hijo, Espíritu Santo) es el despliegue de su amor para la humanidad. Con razón la segunda divina persona Cristo Jesús en su enseñanza central nos exhorta: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo les he amado” (Jn 13,34). Cuando pregunta  a Jesús un doctor de la ley “Maestro bueno ¿cuál es el mandamiento principal de la ley? Jesús respondió: Ama a Dios sobre todas las cosas con toda tu alma y con todo tu ser, el segundo es similar, ama a tu prójimo como a ti mismo, este mandato es lo principal de la Dios y los profetas” (Mc 12,28). Luego San Juan Dice: “Si alguno dice, Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? (IJn 4,20). Estos dos argumentos nos dan pie para decir con certeza que la fiesta de la Santísima Trinidad es la fiesta de la manifestación del amor pleno de Dios. 

Jesús redujo toda la Ley a dos cosas: el amor a Dios y el amor al prójimo. Con lo cual quiso decirnos que no podemos amar a uno sin amar al otro y que lo que hagamos a uno se lo hacemos al otro. De ahí entendemos que Benedicto XVI escribió en su primera Encíclica: "Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí." Y aún añade más: "Lo que subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también ciegos ante Dios." (DC n. 16).

Cuando decimos que "no vemos a Dios" tendríamos que preguntarnos si "realmente vemos al prójimo". Por tanto el prójimo es el camino del hombre hacia Dios. Si yo no creo en ti, ¿creeré de verdad en Dios? Si tú me eres indiferente, ¿no que también Dios termina siéndome indiferente? Si yo te margino a ti de mi vida, ¿no estaré marginando también a Dios?

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: "la Trinidad consubstancial" (Concilio de Constantinopla II, año 553). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: "El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza" (Concilio de Toledo XI, año 675). "Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina" (Concilio de Letrán IV, año 1215).

Las tres Personas divinas son realmente distintas entre sí. "Dios es único pero no solitario" (DS 71). "Padre", "Hijo", Espíritu Santo" no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: "El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo" (Concilio de Toledo XI, año 675). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: "El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede" (Concilio de Letrán IV, año 1215). La Unidad divina es Trino.

Las Personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: "En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia" (Concilio de Toledo XI, año 675). El padre crea, el hijo redime y el espíritu santifica. Pero una sola sustancia, una sola esencia, una sola naturaleza. Ninguno precede en grandeza, eternidad y potestad. Absolutamente simple, por eso indivisible, inseparable, inconfundible, e inmutable.


Por tanto el Padre es creador en cuanto que el Hijo redime y el Espíritu santifica, y el Hijo es redentor en cuanto que el Padre crea y el Espíritu santifica y el Espíritu santifica en cuanto que el Padre crea y el Hijo redime. De ahí concluimos que, el Padre no es el Hijo ni el Espíritu santo y el Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu Santo y Espíritu Santo no es ni el Hijo ni el Padre. No son tres Dioses sino tres Divinas personas distintas y un solo Dios.

domingo, 15 de mayo de 2016

DOMINGO DE PENTECOSTES – C (15 mayo de 2015)


DOMINGO DE PENTECOSTES – C (15 mayo de 2015)

Proclamación del santo evangelio según San Juan 20, 19-23:

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros".  Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.  PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en la fe Paz y Bien.

En el Credo Niceno rezamos: “Creo en el ESPÍRITU SANTO, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”. En el inicio de esta reflexión hago referencia al Credo porque en ella se hacer referencia al Espíritu Santo hoy en su fiesta.

Jesús dijo antes de su ascensión: “En adelante el espíritu paráclito que mi padre enviara en mi nombre, el intérprete, les enseñará, y recordará todo lo que yo les he enseñado y le guiará a la verdad plena” (Jn 14,26).  En  esta reflexión deseo destacar algunos rasgos que nos pueden ayudar a vivir mejor este acontecimiento y a vivir mejor el misterio de la Iglesia desde el sacramento del bautismo, tomados del Nuevo Catecismo de la Iglesia:

Jesús dijo a Nicodemo: "Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3,5-6). El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero "bautizados en un solo Espíritu", también "hemos bebido de un solo Espíritu"(1 Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado (Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna. "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna” (Jn 4,13-14); Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22, 17).

Jesús en el inicio de su vida pública dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Jn 4,18-19). El simbolismo de la unción es también significativo del Espíritu Santo, hasta el punto de que se ha convertido en sinónimo suyo (1 Jn 2, 20. 27; 2 Co 1, 21). En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente "Crismación". Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario volver a la Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo (Mesías en hebreo) significa "Ungido" del Espíritu de Dios. En la Antigua Alianza hubo "ungidos" del Señor (Ex 30, 22-32), de forma eminente el rey David (1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de Dios de una manera única: la humanidad que el Hijo asume está totalmente "ungida por el Espíritu Santo". Jesús es constituido "Cristo" por el Espíritu Santo (Lc 4, 18-19; Is 61, 1). La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo, quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (Lc 2,11) e impulsa a Simeón a ir al Templo a ver al Cristo del Señor (Lc 2, 26-27); es de quien Cristo está lleno (cf. Lc 4, 1) y cuyo poder emana de Cristo en sus curaciones y en sus acciones salvíficas (Lc 6, 19; 8, 46). Es él en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (Rm 1, 4; 8, 11). Por tanto, constituido plenamente "Cristo" en su humanidad victoriosa de la muerte (Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente el Espíritu Santo hasta que "los santos" constituyan, en su unión con la humanidad del Hijo de Dios, "ese Hombre perfecto que realiza la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13).

“Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse” (Hch2,2-4). Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que "surgió [...] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha" (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, "que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías" (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que "bautizará en el Espíritu Santo y el fuego" (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: "He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!" (Lc 12, 49). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo.

La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre "con su sombra" para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien "vino en una nube y cubrió con su sombra" a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: "Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle"» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que "ocultó a Jesús a los ojos" de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (Lc 21, 27).

El sello es otro símbolo cercano al de la unción. En efecto, es Cristo a quien "Dios ha marcado con su sello" (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello (2 Co 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el "carácter" imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados.

La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos (Mc 6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (Mc 10, 16). En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo (Mc 16, 18; Hch 5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la imposición de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado (Hch 8, 17-19; 13, 3; 19, 6). En la carta a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el número de los "artículos fundamentales" de su enseñanza (Hb 6, 2). Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus epíclesis sacramentales.

El dedo. "Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios" (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31, 18), la "carta de Cristo" entregada a los Apóstoles "está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón" (2 Co 3, 3).

El Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección" (Lc 3,22). En el A.T. al final del diluvio (cuyo simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra es habitable de nuevo (Gn 8, 8-12). Cuando Cristo sale del agua de su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma, baja y se posa sobre él (Mt 3, 16). El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. En algunos templos, la Santa Reserva eucarística se conserva en un receptáculo metálico en forma de paloma, suspendido por encima del altar. El símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu Santo es tradicional en la iconografía cristiana.

LA FIDELIDAD AL ESPÍRITU

“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes” (Jn 14,15-16). Jesús les dijo también: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo” (Jn 16,12-13).

Fidelidad que consiste en: Escuchar al Espíritu consolador. La Iglesia y cada uno de nosotros tenemos que estar atentos a lo que el Espíritu pide hoy a cada uno de nosotros. Porque esa es la voluntad de Dios hoy. Escucharle porque nadie tiene la exclusiva del mismo. Hay que escuchar a todos, a los de arriba y a los de abajo. Ni los de arriba tienen la exclusiva, ni tampoco los de abajo. El Espíritu no divide a la Iglesia, al contrario, es Espíritu de unidad y comunión. Todo lo que divide y separa no viene del Espíritu. En la Iglesia, todos tenemos algo que decir y todos tenemos mucho que escuchar. El Espíritu actúa dentro de nosotros. Es ahí donde cada uno tenemos que estar atentos a sus llamadas y mociones.


Discernir el hoy desde el Espíritu. Él está recreando cada día a la Iglesia, la está poniendo al día, la está poniendo al ritmo de Dios y al ritmo de los hombres. Seremos fieles al Espíritu en la Iglesia, si cada uno escucha y es fiel al Espíritu que habla y actúa dentro de nosotros. El Espíritu anima y conduce a la Iglesia actuando en el corazón de cada fiel. No lo olvides: el Espíritu guía a la Iglesia desde tu corazón; tal como el apóstol lo dice: “La esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5).