DOMINGO XIII – B (30 de Junio de 2024)
Proclamación del santo evangelio según San Marcos 5,21-43:
5:21 Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una
gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar.
5:22 Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado
Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies,
5:23 rogándole con insistencia: "Mi hijita se está
muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva".
5:24 Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo
apretaba por todos lados.
5:25 Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años
padecía de hemorragias.
5:26 Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y
gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor.
5:27 Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por
detrás, entre la multitud, y tocó su manto,
5:28 porque pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré
curada".
5:29 Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su
cuerpo que estaba curada de su mal.
5:30 Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había
salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó:
"¿Quién tocó mi manto?"
5:31 Sus discípulos le dijeron: "¿Ves que la gente te
aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?"
5:32 Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién
había sido.
5:33 Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque
sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó
toda la verdad.
5:34 Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en
paz, y queda curada de tu enfermedad".
5:35 Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas
de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para
qué vas a seguir molestando al Maestro?"
5:36 Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al
jefe de la sinagoga: "No temas, basta que tengas fe".
5:37 Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro,
Santiago y Juan, el hermano de Santiago,
5:38 fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran
alboroto, y gente que lloraba y gritaba.
5:39 Al entrar, les dijo: "¿Por qué se alborotan y
lloran? La niña no está muerta, sino que duerme".
5:40 Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y
tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él,
entró donde ella estaba.
5:41 La tomó de la mano y le dijo: "Talitá kum",
que significa: "¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!"
5:42 En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó
y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro,
5:43 y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de
lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña. PALABRA DEL
SEÑOR.
Queridos(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.
El pasaje del evangelio de este domingo nos motiva e invita
a que nuestra fe se traduzca en obras de caridad. “Así como el cuerpo sin el alma
está muerto, así también está muerta la fe sin las obras” ( Stg 2,26). Nos
exhorta a saber compartir los dones que tenemos -sean cuales sean- con los
demás. El ejemplo que se nos propone es el de la generosidad de Jesús. Puesta
la mirada en Jesús aprenderemos a ser solidarios con los demás. Lo cual
significa que hemos de contemplarlo a él, a la vez que nuestra caridad está
atenta a descubrir las necesidades concretas de los demás.
«Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es
posible» (Mt 19,26). El apóstol Pablo enseñó que “la fe es la certeza de lo que
se espera, la convicción de lo que no se ve” ( Heb 11:1 ).
Un hombre y una mujer postrados a los pies de Jesús. Saben
que puede solucionar su problema, satisfacer sus deseos: Jairo anhela que su
hija no muera. “Mi hija está enferma. Ven a imponerle las manos para que se
salve y viva” (Mc 5,23). La mujer quiere verse curada de su enfermedad. “Si
sólo tocara su vestido, quedaré sana” (Mc 5,28). Cuando Cristo al descubrir su
fe, no se resiste: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y que se cure tu
mal” (Mc 5,34). “La niña no ha muerto, está dormida... Levántate” (Mc 5,39-41).
Ambas actitudes tiene su enunciado común en esta frase: "No temas, basta
que creas" (Mc 5,36).
Qué grande es el hombre cuando, consciente de su pequeñez y
de su indigencia, sabe buscar lo que necesita en aquel que es verdaderamente
grande. El corazón del mismo Dios se conmueve al ver la actitud de sus hijos
que acuden a Él como verdadero Padre. El que ama y se sabe amado, no tiene
miedo de pedir y no se reserva nada cuando se trata de dar.
La enseñanza del evangelio de hoy resalta la fe de dos
personajes: Jairo que pide de rodillas que cure a su hija que se muere (Mc 5
,21-24), que bien puede ser resumido con este episodio: “Señor no soy digno que
entres en mi casa, vasta que digas una palabra y mi criado quedará sano” (Mt
8,8). Y la fe de la mujer hemorroisa que curiosamente no tiene la plegaria como
el de Jairo. Escena que puede ser resumida con este episodio: “Todos los que
tocaban por lo menos el fleco del manto de Jesús quedaban completamente
curados” (Mt 14,36).
Jesús al llegar con los Apóstoles a Cafarnaún, al bajar de
la barca se le acercó mucha gente. Entre la muchedumbre estaba el
jefe de la sinagoga, llamado Jairo, quien le pide muy preocupado: “Mi hijita
está muy grave. Ven a poner tus manos sobre ella para que se cure y
viva” (Mc 5,23). Mientras comenzó su camino junto con Jairo, una
multitud de gente seguía a Jesús y muchos lo tocaban y lo estrujaban. De entre
la multitud una mujer que desde hacía 12 años sufría un flujo de sangre tan
grave que había gastado todo su dinero en médicos y medicinas, pero iba de mal
en peor (Mc 5,25). Ella, llena de fe y esperanza en el único que
podía curarla, se metió en medio de la multitud, pensando que si al menos
lograba tocar el manto de Jesús, quedaría curada (Mc 5,27). Corrió
un riesgo esta mujer, pues según los conceptos judíos era “impura” y
contaminaba a cualquiera que tocara, por lo cual no debía mezclarse con la
gente, mucho menos tocar a Jesús. Por ello toca el manto, “pensando
que son sólo tocar el vestido se curaría” (Mc 5,28). ¡Así sería de fuerte su
fe! Que nada le importo si la gente le descubriera que era impura, sino que su
fe estaba bien firme en tocar por lo menos el manto de Jesús.
La primera representante es una mujer. Está herida en lo
profundo de su vida. Porque "la sangre es la vida", enseña el
Deuteronomio (12, 23), y el Levítico puntualiza: "La vida de la carne está
con la sangre" (17, 11). El otro testigo, un hombre, sufre en su propia
descendencia: su hija de doce años.
A causa de su dolencia, la mujer está excluida de la
comunidad; una vez más desarrolla el Levítico (15, 19-30) la compleja
casuística que relega a la mujer atacada de este mal a la marginación de las
personas y hasta de las cosas. Es significativa la actitud -objetiva- adoptada
por la multitud con respecto a ella: se la ignora. Jesús tiene que buscarla,
pese a sus discípulos empeñados en relegar a la enferma al anonimato.
Ella misma se siente "asustada y temblorosa". El
otro interlocutor, por el contrario, se halla en una situación opuesta: es un
jefe de la comunidad. Es además persona conocida; se da su nombre: Jairo, de
quien se dice y se repite (cuatro veces), que es "jefe de la
sinagoga". Por último, se le ve muy rodeado de gente: "acompañado de
mucha gente: Llegaron de su casa para... Llegaron a la casa y encontró (Jesús)
el alboroto de los que...".
La primera padece un mal oculto; el segundo sufre de una
manera que es confirmada por los que le rodean (v.35). Los dos se encuentran
rodeados de gente trágicamente incapaz de solucionar nada: la mujer está
arruinada por médicos ineficaces, y la casa de Jairo rebosa de testigos que
adolecen de una "clamorosa" inutilidad.
Otro rasgo sugerente: la mujer lleva doce años enferma, que
es la edad que tiene la niña. ¿Quiere el autor insinuar con esta coincidencia,
que ambas están en la misma situación: en la de la humanidad enferma,
mortalmente enferma, mientras no sea curada, "levantada" de la muerte
por Jesús?.
Finalmente, lo que la mujer oyó decir de Jesús, despertó en
ella alguna confianza (v. 27); lo que le dijeron a Jairo, contribuiría más bien
al resultado opuesto (v.35). A estos personajes típicos se dirige Jesús. Actúa
de dos maneras diferentes: la primera vez, como sin darse cuenta, la segunda,
al término de una actuación muy consciente. Actúa mediante un contacto físico:
la mujer toca su manto; él toma de la mano a la niña. Pero a este contacto le
acompaña la palabra: interpela a la niña "despierta" y habla a la
mujer identificada.
En este último caso, su palabra da sentido a la curación,
precisando su verdadero motivo: la fe de quien se había echado estas cuentas:
"Si toco...".
En el caso de Jairo, la eficaz es la palabra de Jesús: ella
realiza el prodigio; y también es explicativa. Pues, si se juntan los
versículos 39 y 41, se lee una catequesis cristiana sobre la acción de Jesús:
"¡Levántate!", dice a la niña. El verbo utilizado aquí es idéntico al
que significa la resurrección de los muertos, significado muy conocido por
Marcos: "Los muertos resucitan" (12, 26), "Jesús de Nazaret...
ha resucitado" (16, 6; cf 6. 14. 16).
Se presenta a Jesús como el que "levanta" a los
muertos, los "resucita"; los muertos mismos están
"dormidos" con el sueño que precede al último y decisivo
levantamiento. Porque aquí, el "sueño" no es un eufemismo con el que
se designa a la muerte, sino un término que expresa la orientación escatológica
de la muerte, paso para la resurrección. "Por ser Jesús el que habla, el
"sueño" de la niña está orientado a la curación.
Ante la niña "dormida", Jesús niega el poder de la
muerte. Sus labios formulan una pretensión inaudita: sólo Dios puede hacer gala
de ella, sólo él, que según Mc 12, 27, "no es un Dios de muertos, sino de
vivos"". La palabra de Jesús se presenta con el lenguaje de la
comunidad cristiana que predica a Jesús, fuente de vida, principio de la
resurrección; es el lenguaje de 1 Ts 4, 13s.
Así se esclarece la página evangélica. Los dos milagros, tan
parecidos entre sí que el autor ha intercalado el uno en el otro, muestran en
Jesús al "médico" que él dice ser (cf. 2, 17); el único médico capaz
(v. 26) de realizar la obra final: devolver la vida a los enfermos; o mejor
aún: resucitar a los muertos. ¿Cómo posee el hombre Jesús tal poder?