DOMINGO 15 - C (14 de julio del 2013)
San Lucas 10,25 - 37
En aquel tiempo, un maestro de la Ley le preguntó a Jesús
para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para tener en
herencia vida eterna?" Él le dijo: "¿Qué está escrito en la Ley?
¿Cómo lees?" Respondió: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo
como a ti mismo. "Le dijo entonces: "Bien has respondido. Haz eso y vivirás."
Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: "Y
¿quién es mi prójimo?" Jesús respondió: "Bajaba un hombre de
Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle
y golpearle, se fueron dejándole medio muerto.
Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al
verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio
y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al
verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas
aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada
y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y
dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando
vuelva." ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en
manos de los salteadores?" Él dijo: "El que practicó la misericordia
con él." Le dijo Jesús: "Vete y haz tú lo mismo." PALABRA DEL
SEÑOR
COMENTARIO:
Muy estimados hermanos(as) en el Señor, Paz y Bien:
La parábola del buen samaritano que acabamos de escuchar me
trae a la memoria la experiencia de vida de Sam Francisco de Asís: “Después, el
santo enamorado de la perfecta humildad se fue a donde los leprosos; vivía con
ellos y servía a todos por Dios con extremada delicadeza: lavaba sus cuerpos
infectos y curaba sus úlceras purulentas, según él mismo lo refiere en el
testamento: «Como estaba en pecado, me parecía muy amargo ver leprosos; pero el
Señor me condujo en medio de ellos y practiqué con ellos la misericordia» (Test
1-2). En efecto, tan repugnante le había sido la visión de los leprosos, como
él decía, que en sus años de vanidades, al divisar de lejos, a unas dos millas,
sus casetas, se tapaba la nariz con las manos. Mas una vez que, por gracia y
virtud del Altísimo, comenzó a tener santos y provechosos pensamientos,
mientras aún permanecía en el siglo, se topó cierto día con un leproso, y,
superándose a sí mismo, se llegó a él y le dio un beso. Desde este momento
comenzó a tenerse más y más en menos, hasta que, por la misericordia del
Redentor, consiguió la total victoria sobre sí mismo. También favorecía, aun
viviendo en el siglo y siguiendo sus máximas, a otros necesitados,
alargándoles, a los que nada tenían, su mano generosa, y a los afligidos, el
afecto de su corazón. Pero en cierta ocasión le sucedió, contra su modo
habitual de ser -porque era en extremo cortés-, que despidió de malas formas a
un pobre que le pedía limosna; en seguida, arrepentido, comenzó a recriminarse
dentro de sí, diciendo que negar lo que se pide a quien pide en nombre de tan gran
Rey, es digno de todo vituperio y de todo deshonor. Entonces tomó la
determinación de no negar, en cuanto pudiese, nada a nadie que le pidiese en
nombre de Dios. Lo cumplió con toda diligencia, hasta el punto de llegar a
darse él mismo todo en cualquier forma, poniendo en práctica, antes de
predicarlo, el consejo evangélico” (Vida I de Tomas de Celano Cap. VII, 17).
Esos hombres apaleados por los ladrones del evangelio de
hoy, esos leprosos en los que Jesús sigue siendo injustamente crucificados por
la miseria humana y en el que San Francisco encontró a Jesús sufriente, esos heridos
y golpeados por la vida y la miseria y la enfermedad con quienes nos solemos
topar en la calle hoy nos tiene que interpelar si o si y preguntarnos qué
actitud asumo ante la necesitad de aquel que requiere una urgente ayuda y auxilio,
teniendo en cuenta que tú eres la mano de Dios desde el día de tu bautismo y te
dice Dios: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado” (Lc.3,22). Como nos portamos
ante la necesidad del prójimo? Somos como el sacerdote indiferente del
evangelio? Somos como el levita también indiferente o somos como el buen
samaritano del evangelio, y como el Buen pobre de Asís quien en el beso al leproso supo toparse con el mismo Jesús que sufre?
Ante cruentas realidades y las necesidades de ayuda las
bonitas palabras no tienen sentido por eso Jesús presenta la verdad de nuestra
fe, de nuestra religiosidad y de la misma Iglesia situada en un contexto real.
Lucas dice muy finamente que por allí pasan "casualmente" un
sacerdote y un levita, se ve que no era normalmente su camino porque su camino
era el del templo, hasta es posible que viniesen del Templo. Sacerdote y levita
al verlo al herido "dan un rodeo", es decir, cierran los ojos o miran
a otra parte. Es una manera gráfica de expresar que el que sufre no existe para
ellos. Ellos viven otra realidad, la del templo, la de la ley. Viven encerrados
posiblemente en sus rezos.
Pero ahí está un samaritano que apesta por ser un pagano,
ese está de viaje. No viene del templo, va a sus negocios o a solucionar alguno
de sus problemas. Pero éste sí tiene ojos y tiene ojos en el corazón porque
"sintió lástima", "se acercó, le vendó las heridas, lo monta en
su cabalgadura y lo lleva a una posada" donde puedan atenderle mejor. Mete
la mano al bolsillo y paga los gastos.
Es una parábola que de hecho nos interpela para los que
viven la religión de la ley y del Templo. La gente religiosa no tiene ojos
porque no tiene sensibilidad en el corazón ante el sufrimiento humano, es una
religiosidad a la que no importa el dolor y el sufrimiento. Al respecto dice el
apóstol Santiago: “Si alguno se cree muy religioso, pero no controla sus
palabras, se engaña a sí mismo y su religión no vale. La religión verdadera y
perfecta ante Dios, nuestro Padre, consiste en esto: ayudar a los huérfanos y a
las viudas en sus necesidades y no contaminarse con la corrupción de este mundo”
(Stgo. 1,26-27).
Incluso el letrado del evangelio que pregunta a Jesús
demuestra que sabe mucho de la ley, pero no sabe quién es realmente su prójimo.
Sabe mucho de Dios, pero ignora quién pueda ser su prójimo. Una religiosidad de
la indiferencia ante los demás. Una religiosidad que no tiene ojos para ver al
que sufre. Como contraste, un samaritano, un pagano, uno que no sabe nada del
Templo y de Dios tiene "entrañas de compasión". Para colmo, Jesús le
dice al letrado: "que también él haga lo mismo." Que sea no como su
gente del templo, sino que sea como ese pagano. ¡También fuera de la Iglesia
puede haber mucho corazón, mucha solidaridad, mucha bondad! Hay que estar
atentos a lo que hacemos. Pues Dios no es de bonitas palabras sino sobre todo
misericordia y caridad: “la fe sin obras es una fe muerta” (Stgo 2,17).
El Maestro de la Ley, queriendo buscar justificaciones, le
hace a Jesús una pregunta: "¿Quién es mi prójimo?" La pregunta puede
tener sentido, ya que en aquel entonces el concepto de prójimo, como dice
Benedicto XVI, "se refería esencialmente a los conciudadanos y a los
extranjeros que se establecían en la tierra de Israel". Digamos que el
concepto de prójimo estaba demarcado más por la geografía que por los
sentimientos del corazón.
Por eso, el Papa nos ofrece una definición del prójimo mucho
más viva, más cordial, más íntima cuando escribe: "Mi prójimo es
cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar." El concepto
de prójimo no puede ser algo abstracto y genérico. El prójimo sin rostro no es
prójimo. Al prójimo hay que ponerle rostro, por eso puede "ser
cualquiera". El concepto de prójimo no lo definen las distancias, ni la
geografía, ni la cultura. Lo que define al prójimo es "alguien que tenga
necesidad y que yo pueda ayudar". No importa si es de aquí o de allí. No
importa el color que tenga.
Por eso mismo, la idea de prójimo "se
universaliza", aunque siempre tiene rostro concreto. Nuestra actitud para
con el prójimo tampoco puede ser genérica y abstracta. El prójimo
"requiere mi compromiso práctico aquí y ahora". Por eso mismo, añade
el Papa Benedicto XVI: "La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar
cada vez esta relación de entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida
práctica de sus miembros." (DC 15)
Prójimo no son solo los míos o mis amistades. El amor al
prójimo es tan universal como el amor de Dios. El prójimo se mide y valora ante
todo como persona y luego por sus necesidades. Son las necesidades las que nos
hace fijarnos en él. Son las necesidades las que nos hacen detenernos en
nuestras prisas para fijarnos en él. Esa es la actitud del buen Samaritano.
Hay dos rasgos fundamentales cuando hablamos del prójimo. La
primera, que el mismo Jesús se identifica con él: "Tuve hambre, sed,
estuve desnudo, en la cárcel, enfermo, viejo, y me visitasteis." El
prójimo es como la encarnación de Jesús sin nombre y anónima. La segunda, es la
relación tan íntima del prójimo con Dios hasta el punto de que Jesús anuncia el
primer mandamiento, pero añadiéndole el segundo del amor al prójimo. No hay
amor a Dios donde no hay amor al prójimo, como tampoco hay amor al prójimo que
no sea a la vez amor a Dios. De ahí que el Papa Benedicto XVI tenga una frase
que lo dice y expresa todo: "Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre
sí; en el más humilde encontramos a Jesús y en Jesús encontramos a Dios."
Nuestra experiencia nos lo dice. Con frecuencia creemos amar
a Dios, por más que no queramos saber nada con nuestro prójimo. Incluso podemos
confesarnos de un montón de tonterías, pero sin que nuestro corazón se
reconcilie con el prójimo. El amor de Dios y el odio o resentimiento son
irreconciliables. San Juan es bien explícito al respeto: "Quien dice amar
a Dios y aborrece al hermano, es un mentiroso; pues no ama a su hermano a quien
ve, no puede amar a Dios a quien no ve". (I Jn 4,20) Lo primero es primero:
Dios. Es que si en mi corazón no existe el amor de Dios, difícilmente podré
amar al prójimo. El amor al prójimo brota del mismo amor de Dios y es más, lo
expresa.
En su Encíclica, Benedicto XVI lo expresa muy bien: "Lo
que se subraya es la inseparabilidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo.
Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es
en realidad un mentira si el hombre se cierra a su prójimo o incluso lo
odia." Además, añade una frase digna de pensarla: "Cerrar los ojos
ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios." No podemos
darnos vuelta en la esquina para no encontrarnos con el prójimo porque sería
dar vuelta a la esquina para no encontrarnos con Dios. No nos equivoquemos, el
amor al prójimo es como el termómetro que mide la temperatura de nuestro amor a
Dios. Por mucho que digamos, en tanto llevemos muerto en nuestro corazón al
prójimo no vivirá Dios en él. Hasta es posible que muchas de nuestras oraciones
terminen siendo inútiles porque oramos desde un corazón que no ama y se niega a
atender al prójimo.
Resumiendo con nuestra reflexión traemos en
recuerdo aquella gran profecía mesiánica: “Dios dijo: Los sacaré de las
naciones, los reuniré de entre los pueblos y los traeré de vuelta a su tierra. Los
rociaré con un agua pura y quedarán purificados; los purificaré de todas sus
impurezas y de todos sus inmundos ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré
dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y
les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que
caminen según mis mandamientos, que observen mis leyes y que las pongan en
práctica” (Ez. 36,24-27). Esta profecía tiene su cumplimiento como acto de
caridad de Dios para con toda la humanidad en su Hijo Cristo Jesús quien se ha
portado como el buen samaritano al darnos una gran ayuda de auxilio en nuestra salvación.
San Juan lo dice: “Tanto amó Dios al mundo le dio a su Hijo Único, para que
quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al
Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a
él” (Jn. 3,16-17).
CANCIÓN FRANCISCANA DEL "HERMANO LOBO"