DOMINGO XVIII - A (06 de Agosto del 2017)
Proclamación del santo evangelio según Mateo 17,1-9:
17:1 Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a
su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
17:2 Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro
resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
17:3 De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando
con Jesús.
17:4 Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos
aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías".
17:5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los
cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo".
17:6 Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en
tierra, llenos de temor.
17:7 Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
"Levántense, no tengan miedo".
17:8 Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a
Jesús solo.
17:9 Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No
hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre
los muertos". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigo en el Señor Paz y Bien.
Hoy celebramos la fiesta de la transfiguración del Señor.
¿Qué significa para los creyentes la transfiguración? Para responder a esta inquietud
es conveniente situarnos en un contexto soteriológico o salvífico. Ya en su
primer discurso el Señor nos adelantó algo importante respecto al Reino de Dios
al decirnos: “Felices los que tienen el corazón puro y limpio, porque ellos verán
a Dios” (Mt 5,8). Además nos dijo “Felices los que son perseguidos por practicar
la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices
ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda
forma a causa de mí (Cruz). Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes
tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los
profetas” (Mt 5,10-12). Pero también nos dijo: “Ustedes serán odiados por todos
a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará” (Mt
10,22). Y en ¿qué consiste la salvación? Ver el rostro glorificado
resplandeciente de Dios, que no es sino Jesús transfigurado.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó
a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le
aparecieron Moisés (Ley) y Elías (Profeta) hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta
visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa
con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres
tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan
contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le
acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade
que no sabía lo que decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube
resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo,
el Amado, en quien tengo mis complacencias: Escúchenlo (Mt 17, 5).
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¿QUÉ SIGNIFICA LA
PALABRA “TRANSFIGURACIÓN”? La palabra “transfiguración” viene de las raíces
latinas trans (“al otro lado”) y figura (“forma”). Por lo tanto, significa un
cambio de forma o apariencia. Esto es lo que le sucedió a Jesús en el evento
conocido como la Transfiguración: Su apariencia cambió y se convirtió en un
cuerpo glorioso. ¿Qué es gloria o glorioso? El actuar de Dios para redimir o
salvar a la humanidad. Esta transfiguración se suscita en dos partes: 1) la
Palabra se hizo carne (Jn 1,14), es decir Dios cambia del estado glorioso al
estado humano (Hipostasis), 2) Del estado humano al estado glorioso: “De
pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del
cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era
como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo,
los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Ángel dijo a las
mujeres: No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está
aquí, porque ha resucitado como lo había dicho” (M 28,2-6). Mismo Jesús
glorificado les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es
necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en
los Profetas y en los Salmos". Entonces les abrió la inteligencia para que
pudieran comprender las Escrituras, y añadió: "Así estaba escrito: el
Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y
comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la
conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto”
(Lc 24,44-48). Esta escena del estado glorioso que es el estado natural del ser
de Dios, es esta escena que ahora se nos muestra en unos segundos en sus apóstoles:
Pedro, Santiago y Juan (transfigurado).
¿QUÉ SUCEDIÓ JUSTO
ANTES DE LA TRANSFIGURACIÓN? En Lucas 9:27, al final de un discurso a los doce
apóstoles, Jesús añade, enigmáticamente: “Les aseguro que algunos de los que
están aquí presentes no morirán antes de ver el Reino de Dios”. Esto a menudo
se ha tomado como una profecía que se produciría del fin del mundo antes que la
primera generación de cristianos se extinguiera. La frase “reino de Dios”
también puede referirse a otras cosas incluyendo la Iglesia – la expresión
externa del reino invisible de Dios. El reino está encarnado en Cristo mismo y
por lo tanto podría ser “visto” si Cristo se manifestara de una manera inusual,
incluso en su propia vida terrenal.
En la montaña tres de
ellos (Santiago, Pedro, Juan) ven la gloria del Reino de Dios que brilla fuera
de Jesús y están eclipsados por la santa nube de Dios. En la montaña, en la
conversación de Jesús transfigurado con la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías),
se dan cuenta de que la verdadera estadía o estar con Dios ha llegado. En la montaña se enteran de que el mismo
Jesús es la Palabra completa de Dios (Jn 1,14).
En la montaña ven el “poder” (dynamis) del Reino que viene en
Cristo”(Jesús de Nazaret).
Aquí, podemos tener la clave para entender la declaración
misteriosa de Jesús justo antes de la Transfiguración. Él no estaba hablando
del fin del mundo. Estaba hablando de esto. De hecho, Lucas señala que la
Transfiguración tuvo lugar “como ocho días después de estas palabras”,
subrayando así su proximidad, lo que sugiere que fue el cumplimiento de esta
sentencia.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor
fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de
la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus
días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para
confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los
Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de
ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él
fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió
esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta
voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2
Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los
discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en
su alma toda la vida. La transfiguración les revela a un Cristo que no se
descubre en la vida de cada día, sino que está ante ellos como Alguien en quien
se cumple la Alianza Antigua (Jer 31,33), y, sobre todo, como el Hijo elegido
del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total, al
que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra como
el tesoro escondido (Mt 13,44).
¿Qué es el Cielo que
nos espera, donde contemplaremos el rostro glorioso de Dios, si somos fieles, a
Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad? Todavía estaba
hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube
dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escúchenlo (Mt 17, 5).
El misterio que
celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino
también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da
testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos
hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que
padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade
el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en
nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por
Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz,
y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en
alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos
considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones,
fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos
tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo.
Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes
bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz
cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el
Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”). Él
es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso
nos agobia.
Si nos mantenemos
siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina
económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave, mucho menos las pequeñas
contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El
mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién los hará daño,
si no piensan más que en obrar bien? Pero si sucede que padecen algo por amor a
la justicia, son bienaventurados (1Pdr 3, 13-14). La Iglesia celebra la
Transfiguración del Señor, que ocurrió en presencia de los apóstoles Juan,
Pedro y Santiago. Es aquí donde Jesús conversa con Moisés y Elías, y se escucha desde una nube
la voz de Dios Padre que dice “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”
(Lc. 9, Mc. 9, Mt. 17).
En el Catecismo de la Iglesia Católica (555), en referencia
al pasaje bíblico, se menciona que “Por un instante, Jesús muestra su gloria
divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para ‘entrar
en su gloria’ (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés
y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas
habían anunciado los sufrimientos del Mesías (Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es
la voluntad por excelencia del Padre”, señala el Catecismo.
San Jerónimo comentaba este episodio de la vida de Jesús con
mucho fervor y añadía incluso palabras en la boca de Dios Padre para explicar
la predilección de Jesús. “Este es mi Hijo, no Moisés ni Elías. Éstos son mis
siervos; aquel, mi Hijo. Éste es mi Hijo: de mi misma naturaleza, de mi misma
sustancia, que en Mí permanece y es todo lo que Yo soy. También aquellos otros
me son ciertamente amados, pero Éste es mi amadísimo. Por eso hay que escucharlo”,
decía el Santo.